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Monasterio de las Huelgas, otoño de 1246

A lomos de una mula coja, se decidió trasladar el cuerpo de doña Berenguela al Real Panteón de las Huelgas de Burgos. Las monjas le soltaron el moño, y pusieron la mata de cabello extendida sobre la almohada de tafetán carmesí, la empolvaron de cuerpo y alma con un talco de albahaca, la vistieron con una espléndida saya entorchada de oro y depositaron el ataúd en un arcón de piedra forrado con lienzo blanco. Pero, a mitad de camino, la mula pisó una piedra y tropezó.

El ataúd se abrió y entonces ella apareció mirándolos a todos tranquilamente, los labios abiertos esbozando una sonrisa, como si sólo ahora, una vez muerta, se concediera a sí misma un momento de intenso placer.

La noticia del fallecimiento pasó los puertos y llegó a los arrabales de Sevilla, en donde se encontraba el rey don Fernando, que inmediatamente interrumpió el asedio para volver a Castilla. Y desde días antes del entierro, atraídos por el morbo que despertaba tan insigne personaje, habían empezado a llegar de todas partes vasallos reales, obispos, magnates del reino, ganaderos, herreros, pastores y otros muchos curiosos. Por algún motivo, tal vez porque las religiosas de las Huelgas no eran de fiar, se había corrido el bulo de que la mujer a la que las monjas habían amortajado era otra, y había gente que necesitaba ver y tocar a la reina muerta. Pero los curiosos no fueron los únicos en acudir al entierro.

En el preciso instante en que el infante Alfonso entraba en el recinto de las Huelgas, un zumbido sordo acalló los otros ruidos del campo. Era un día de invierno hermoso, traspasado de rayos de luz, y una nube bermeja de langostas descendía silenciosamente por el lado suroeste, rodando casi a ras de suelo como una enorme bola de fuego y aproximándose a la iglesia con el sigilo propio de la Muerte. Porque a pesar de que la horda había devastado inmensas cantidades de herbáceas, copas de árboles y arbustos, nadie dio la voz de alarma hasta bastante después. La misa fue sencilla, sin pompa ni chirimías, en respeto a los gustos austeros de doña Berenguela; y sólo en el momento en que Alfonso escuchaba, conmocionado —a un lado, su padre, y al otro, la abadesa doña Inés Laynez, rígida, severa—, el sermón pronunciado por el obispo de Osma, cayó en la cuenta de que aquel zunzún que había estado escuchando desde el principio no era precisamente el de las avefrías en el cielo, ni el ronco croar de las ranas, ni el oculto rechinar de las chicharras, ni el viento golpeando contra la puerta.

Una turbamulta de hombres y mujeres se había congregado en las puertas cerradas de la iglesia. Algunos se encaramaban a las ventanas, y desde allí, cogidos de las rejas, contaban a los demás lo que oían y veían. Pero las langostas comenzaron a escarbar con su pico por debajo de las puertas, y entre las rendijas de las ventanas y los huecos de la piedra, la nube aullaba como un viento maldito que pide entrar. «Es el murmullo de la gente», pensó el infante en un principio, y siguió escuchando el sermón del obispo —ahora hablaba del «calor» humano de la reina madre—, mientras recorría con la vista el interior de la iglesia.

Aparte de su padre, también estaban allí sus hermanos, entre ellos los infantes Fadrique, Felipe y Enrique, recién llegados del extranjero para el entierro, y que cuchicheaban en el banco contiguo y le lanzaban miradas airadas. No, no es el murmullo de la gente; debe de ser el viento dijo, o tal vez los gritos de esos niños que juegan en las casas vecinas.

Con Felipe y Enrique había intercambiado impresiones antes de que la misa comenzase. Por influjo de la abuela, el primero había sido destinado a la carrera eclesiástica; se había encomendado su educación primero al arzobispo de Toledo y luego al de Osma. Don Alfonso sabía que estaba estudiando en la Universidad de París, pero se quedó pasmado cuando le dijo que era alumno de San Alberto Magno. Hacía unos meses, había sido elegido obispo por el cabildo de Osma, le explicó, aunque el Papa no había aprobado la elección por tener tan sólo quince años, y me alegro, dijo, porque mi intención es dejar la clerecía lo antes posible. Por su parte, no hacía mucho que Enrique había estado en una misión diplomática en Roma, y hablaba de Inocencio IV como si fuera su amigo del alma.

Con Fadrique también había tenido oportunidad de hablar antes de entrar en la iglesia. Había madurado mucho desde aquellos días en que andaba siempre enganchado a las faldas de su madre. Vestía aljuba, pellote y manto cortados de un mismo brocado de manufactura morisca, y con ese aire de superioridad mundana que sólo tienen los que han viajado, le contó todo lo que había visto y aprendido en Italia. De quien más habló fue de Federico II, en cuya corte había pasado unos cuantos años y en donde el rey mantenía concubinas y mamelucos tal y como lo hacían los príncipes sarracenos. Pero habló también de la Universidad de Nápoles, a la que llegaban sabios eruditos del mundo antiguo desde los más apartados rincones de Europa para estudiar los textos de Aristóteles, condenados por el Papa por descarriar a los fieles.

—¿Y qué fuisteis a hacer ahí?

—¿Qué fui a hacer? Pues ya lo sabéis, y si no lo sabéis, os lo digo ahora: estoy recordando al primo de nuestra madre que soy el sucesor del ducado de Suabia, preciadísimo dulce que me pertenece por derecho de mi madre.

—De «nuestra» madre, querréis decir.

—Bueno, qué más da —sonrió—. Pero que sepáis que ya hay más abejorros en torno a la miel; está Conrado, un hijo de Federico, y también se oye hablar de un tal Guillermo de Holanda, que es un güelfo amigo de Inocencio IV.

—Pero ¿no estaba emparentado, Inocencio IV, con las familias gibelinas del Apenino italiano? ¿No fue apoyado en su elección por Federico II?

—Sí, pero en cuanto fue nombrado pontífice, volvió a la política de enfrentamiento con el imperio de sus antecesores. ¿No os habéis enterado de que Federico II ha sido nuevamente excomulgado?

Sí, lo sabía, como también sabía que, desde entonces, Federico II había proclamado a los cuatro vientos que ningún papa podía ser gibelino.

—¿Y tiene muchos partidarios Inocencio IV? —quiso saber don Alfonso.

—Bastantes —contestó su hermano—. En ciudades como Pisa, por ejemplo, están seriamente preocupados por el auge del poder que están alcanzando los güelfos y por los apoyos que están recibiendo, en particular, de la familia francesa de los Anjou. El Papa está muy atento a los movimientos del primo de nuestra madre. Y creo que ya tiene pensado a quién quiere como emperador cuando muera...

Y en estas palabras pensaba don Alfonso cuando cayó en la cuenta de que ahora el zumbido era ensordecedor, algo parecido a un serrucho pegado a la oreja, hasta el punto de que el obispo tuvo que elevar el tono para hacerse oír, ¿qué estaría pasando ahí afuera?

Por fin, alguien gritó:

—¡Que nadie abra las puertas! ¡Han vuelto las langostas!

Pero la espesa nube consiguió romper un vidrio y luego otro, y otro más. Los insectos entraron como animales diabólicos, moviendo las alas y golpeándose de cuerpo entero contra las paredes y los techos; y roían con voracidad las hostias consagradas y la madera de las patas del altar, y los objetos del sagrario se desparramaron por todas partes. Jamás atajaremos el problema con sólo la fe, musitó la abadesa a su lado. Poco a poco fueron descendiendo, no sin antes prenderse de los cabellos y las ropas de las gentes, hasta que la nube bermeja envolvió el sarcófago de doña Berenguela. Quedó zumbando un rato, hasta que alguien gritó ¡que abran, que abran las puertas ya!

Tal y como había venido, la horda amarilla desapareció por las calles como una mujer alevosa embozada, muy pegada a los muros de las casas, acezante y deforme.

Y cuando la gente se hubo marchado, el infante buscó a la abadesa doña Inés, que ya se había retirado. Recorrió los pasillos de la abadía y no vio a nadie, ni una sola monja, qué raro, se dijo, y en el coro no están rezando.... Finalmente la encontró en su celda.

—¿Qué habéis querido decir con eso de que jamás atajaremos el problema de las langostas con la sola fe? Estamos ante uno de los asuntos más difíciles y complicados del reino, ¿es que vuestras monjas han dejado de rezar?

Doña Inés le miró fijamente.

—Mis monjas no han hecho otra cosa que rezar, ése es el problema.

—¿Y entonces? —le increpó don Alfonso—. ¿Por qué viene y va la plaga, eh? ¿Por qué surge cuando menos la esperamos? Tengo la sospecha de que no se reza con la intensidad requerida... ¿Dónde están ahora todas las monjas? ¿Qué rutina están siguiendo?

—¿Rutina, decís? Al rayar el alba, las monjas abandonan sus camas —contestó doña Inés—. De la celda pasan al coro, donde en asientos contiguos rezan las horas vestidas con gruesos sayales. A la hora señalada desfilan pausadamente hacia el refectorio a tomar un sustento frugal. Luego, vuelven a pasar a...

—Ésa es la rutina habitual —le interrumpió el infante, cada vez más encendido—. ¿Dónde están ahora las monjas?

—Bueno, ahora las monjas están en...

—¡No! No lo quiero saber. Vos sois la responsable no sólo de lo que pasa en este convento, sino también, indirectamente, de la plaga. Sabéis tan bien como yo que esta abadía depende del rey y que mi abuela llegó a un trato con vuestra antecesora para no volver a ver una sola langosta.

La abadesa le miraba con angustia. Entre ambos había un haz de sol que entraba por la ventana de la celda y caía sobre la mesa, y creaba una distancia que para él tenía una dimensión de pesadilla; en cambio, para doña Inés Laynez tenía una dimensión divina. El infante echó un vistazo a su alrededor y se puso en pie.

—No sé lo que os traéis entre manos —dijo avanzando hacia la puerta—, pero estoy seguro de que no tiene que ser difícil volver a poner a las monjas a rezar.

Abrió y se marchó.