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Toledo y Burgos, 1246
Un ligero resol se colaba por las ventanas alegrando las jornadas, y despuntaba el verde tierno de las hojas de los ciruelos; había empezado la primavera de 1246.
Fernando III, con las manos libres en todos los frentes después de la conquista de Jaén, no dudó en acercarse a Sevilla, hermosa ciudad mora de caserío apretado y larga raigambre histórica, emplazada a orillas del Guadalquivir y codiciada por los cristianos por su clima benigno, los higos dulces del monte ibal Al-Rahma y sus mujeres de boca grande y ojos negros.
Aunque el rey tenía a su favor que el papa Inocencio IV había prometido conceder las «tercias reales» para financiar la guerra contra los infieles de al-Ándalus, era consciente de que la conquista no le iba a resultar fácil.
Por un lado, seguía latente la amenaza de la langosta, ahora que las monjas habían interrumpido los rezos y que venían las lluvias primaverales, tan propicias para la reproducción.
Por otro lado, la ciudad sevillana era una de las primeras del mundo militarmente hablando: tenía atarazanas, es decir, un centro para la construcción de navíos, con su flota y talleres en actividad; personas expertas en la fabricación de armamento, que sabían manejar el fuego grecisco o alquitrán, y materiales para prepararlo; en el castillo de Triana y a los dos lados del río había algarradas, y en la Torre del Oro, trabuquetes o catapultas para lanzar piedras. Además tenía una magnífica muralla almohade, con su trazo irregular de entrantes y salientes, coronada de matacanes, con las puertas de Macarena, Bib Alfar, Córdoba, Xerez, Baba el Chuar y Bib Ragel, que resultaba inexpugnable para las toscas máquinas de asedio de que disponían los cristianos.
Y por si fuera poco, en las afueras se alzaban recias fortalezas que guardaban los principales vados fluviales y caminos. Había cientos de castillos, déspotas del paisaje, a menudo asociados en grupos de dos o tres, concéntricos o no, castillos-torreón agarrados a la roca con uñas de mujer, castillos como Guillena y Gerena, Triana y Aznalfarache o Alcalá del Río y Cantillana. Y eran ellos, los castillos, los que conferían a la ciudad su luminosidad y su carácter, su altanería y, al mismo tiempo, el sentido trágico de la muerte tan arraigado en esas tierras.
El plan, en el que también participaba el infante Alfonso, consistía en un asedio prolongado a lo largo del tiempo, que empezaría con expediciones de tala de bosques, arboledas y florestas y saqueo de los campos próximos, como Carmona, Jerez y Aljarafe.
Y precisamente, en medio de una de estas talas, llegó un mensajero de Burgos con el recado urgente de que doña Berenguela quería ver a su nieto.
La última vez que el infante estuvo con ella y con el médico, había ocurrido un incidente sumamente desagradable que agotó su paciencia y que le animó a dejarla sola durante una temporada para concentrarse en la conquista de Sevilla. Juda-ben-Joseph seguía visitando a su enferma regularmente y estaba muy satisfecho con su mejoría, pero nunca había presenciado su reacción ante la lectura de las cartas.
Una tarde entró en la cámara justo en el momento en que el infante leía un hermoso pasaje que hacía referencia a las virtudes de la princesa Kristina. Como era habitual, doña Berenguela escuchaba anonadada, y comoquiera que no se inmutó cuando entró el médico, ni se volvió para saludar, éste inmediatamente pensó que su salud había empeorado. Avanzó hasta donde estaba ella y haciendo un gesto al infante para que prosiguiera con la lectura, dio dos estridentes palmadas junto a la oreja de la reina madre. Pero ésta siguió sorda y muda, los ojos como platos, rígida, el pecho subiendo y bajando, con todos los sentidos puestos en las palabras de su nieto. Esto es intolerable, dijo el médico, y, enroscándose la toca entre los tobillos, dio unos cuantos pasos y se plantó frente a ella. Pero doña Berenguela seguía sin mover un solo músculo; parecía hechizada.
Con un chasquido de los dedos, Juda-ben-Joseph mandó callar al infante. Poco a poco, doña Berenguela fue saliendo de su embotamiento hasta que se puso en pie. Ignorando la presencia del médico, se dirigió al infante y dijo:
—¿Ya está?
—Oh, no —contestó Alfonso—, es mucho más extensa, es que como está aquí el médico...
—Seguid leyendo —le pidió ella.
Pero el médico gritó:
—¡No! Ni se os ocurra.
Don Alfonso miraba a uno y a otro alternativamente, sin saber qué hacer.
—Se acabaron las cartas y la princesa —dijo Juda-ben-Joseph—, de ahora en ade...
No pudo seguir. Doña Berenguela volvió la cabeza y, por primera vez en todo el tiempo que le había tratado, posó la mirada en él. A continuación, sin preámbulos de ningún tipo, se arrojó sobre su cuerpo, mordiéndole sañudamente una oreja. El médico se defendió como pudo, la lanzó al suelo y comenzaron a rodar hechos un ovillo. Una fuerza ciega empujaba a la reina madre, pero el médico, mucho más fuerte que ella, consiguió sentarse sobre su abdomen y reducirla.
—Ya pronto estará aquí —dijo doña Berenguela, jadeante, con ojos de loca.
Juda-ben-Joseph se marchó cojeando, con la mano en la oreja, y, desde entonces, se había negado a volver a tratarla.
Ahora habían pasado unos meses desde que ocurrió tal suceso, y para hacer su itinerario hasta el Cielo (según ella, las tripas le decían que le había llegado la hora), doña Berenguela había dispuesto que pasaría los últimos años de su vida en las Huelgas. Pero estaba el problema de las excavaciones en el coro (las monjas seguían asegurando que oían ruidos casi todas las noches); a través del mensajero, pedía a su nieto que volviera urgentemente para ocuparse del asunto porque tenía la sospecha de que eran las propias religiosas quienes excavaban: estaba convencida de que habían inventado todo aquel cuento del demonio y las posesiones para no tener que rezar más. Con ese mismo mensajero, el infante Alfonso mandó la respuesta: no era posible. Su padre contaba con él para el primer asedio, y él ya había pasado demasiado tiempo a su cuidado, tenía que comprenderlo. Doña Berenguela no tuvo pelos en la lengua para dejar las cosas claras: Si no venís de inmediato, muerta me encontraréis en el fondo del foso.
Carcomido por el miedo de la amenaza del foso, el infante dejó por unos días el asedio de Sevilla y viajó hasta el monasterio de las Huelgas. Llegó de noche, cuando las monjas dormían un sueño pastoso de rezos y galletas. Se apeó del caballo y fue directo a la iglesia. El patio estaba en penumbra; la luz de la luna caía como un chorro sobre la cúpula nervada y la puerta de la iglesia; la otra parte del convento era una aglomeración de sombras mecidas por una brisa con olor a rosquillas de limón y a santidad podrida. Una gallina cacareó. También él opinaba como su abuela; eran las propias monjas quiénes excavaban en el coro, ¡oh!, estaba seguro. Sólo tenía que entrar; ahí estarían, apelotonadas junto al altar, felpudas y reviejas, las sorprendería, sí. Y al verle se abrazarían, gañirían como perras paralizadas por el miedo. Tal vez por el deseo...
La puerta de la iglesia estaba abierta, así que bajó a tientas los escalones que conducían a la nave central. Se encontraba ahora en la zona fría y húmeda de los sepulcros, un conjunto amurallado en el lado de la iglesia que, por el lado del altar, estaba cerrado por un altísimo enrejado, andando a ciegas en la oscuridad, cuando por fin dio con las rodillas sobre un obstáculo duro que reconoció como el banco corrido del coro. Entonces oyó el primer ruido, algo parecido a un escarbar de ratones entremezclado con unos golpecitos metálicos que parecían provenir del otro lado de la reja, justo en donde estaban los sepulcros de sus bisabuelos, calculó. ¿Quién va?, gritó, y el corazón le retrepó hasta la boca. No hubo respuesta. El ruido se detuvo y entonces se oyó el galope de unos pasos menudos por la piedra (¿el demonio?). Se pegó contra la pared, paralizado por el miedo, porque aquellos pasos no se alejaban, sino que parecían acercársele cada vez más. De pronto, sintió que un cuerpo se estrellaba contra su pecho: ¡Una monja!, exclamó.
Comenzaron a forcejear en la oscuridad. El otro cuerpo resistía, arañaba, chillaba, continuamente alargaba un brazo para cogerle de los pelos y le raspaba la mejilla con un objeto punzante. Pensando que se trataba de una de las religiosas, el infante no quería abusar de sus fuerzas, pero ahora estaba sangrando. Atrapó el hábito, lo desgarró y cuando se quiso dar cuenta, toco pelo. No era pelo de cabeza sino de pecho (ahora resulta que las monjas tienen pelo en el pecho...). Retiró la mano, asqueado. ¿Quién sois?, volvió a preguntar.
No hubo respuesta. Arrastrándole por el hábito desgarrado, consiguió sacar el cuerpo hasta la penumbra del atrio. Y entonces lo vio, arrinconado entre un banquito y la puerta: inmenso, peludo, tímido.
Un hombre que temblaba como una niña, con la vista puesta en el suelo. Le miró con atención. Vestía como un cura, respiraba como un cura, ¿de qué le conocía?, y le examinó de arriba abajo: Os he visto antes, ¿no es cierto? Estaba seguro de que lo conocía, pero la memoria no quería ayudarle.
—¿Qué hacíais aquí?, —le preguntó—. ¿No sabéis que estabais en el panteón real?
No hubo respuesta. El otro mantenía la cabeza gacha, las manos entrelazadas. Las manos. Tenía una sortija de diamantes. Lo conocía, había visto esa sortija, ese rostro, pero el pensamiento seguía apelmazado, no hablaba. De pronto, chasqueó los dedos.
—¡Ah, ya os conocí! —exclamó—... ¡Sois don Rodrigo Jiménez de Rada, arzobispo de Toledo!
El hombre alzó la cabeza lentamente.
—Sí —dijo.
Pero ¿qué hacía ahí? ¿No estaba en Noruega? ¿No les acababa de enviar una nueva carta en la que hablaba de una princesa helada con ojos de lechuza? Las preguntas se agolparon en la boca del joven; quería saber toda la verdad. El arzobispo guardó silencio durante un rato. Luego, comenzó a hablar.
Hacía tiempo que había vuelto de Bergen, concretamente desde que el rey Haakon fue coronado. Era verdad que había entablado amistad con la familia real noruega (y con la princesa, ¡oh, celestial criatura de Dios!), pero lo que no había contado en sus cartas es que también había encontrado a la hermana de la abadesa, a doña Constanza, que no estaba muerta. A ésta le explicó que su hermana la esperaba en Castilla, y que había venido para traerla consigo, pero también le preguntó algo que le había intrigado desde el primer momento: ¿por qué tenía la abadesa tanto interés en que viniera?
Doña Constanza era una mujer anciana, físicamente se parecía mucho a su hermana, pero era muy distinta de carácter: no tenía la menor gana de volver a Castilla. Su vida estaba allí, entre la gente noruega que tan bien la había acogido: no pienso volverme, arzobispo, mi hermana doña Sancha no me buscaba por amor como vos pensáis, sino por codicia.
El arzobispo avanzó un poco, lanzó la puntita de la lengua para limpiarse el sudor del bozo y siguió explicando:
—Resulta que las dos hermanas, Sancha y Constanza, ingresaron en las Huelgas de niñas. Pero como os digo, eran muy distintas. Desde el momento en que vistió su primer hábito, doña Sancha supo que se convertiría en abadesa. Doña Constanza, por el contrario, era una tigresa enjaulada que sólo aspiraba a salir de ahí, aunque no encontraba la manera de hacerlo. Un día llegó la reina doña Leonor, vuestra bisabuela, la fundadora de la abadía, con un gran pesar. Entre sollozos les contó a las monjas que su esposo, el rey, don Alfonso IV, le era infiel con una mora, una tal doña Raquel. Tan encelado estaba que no sólo se había ido a vivir con ella a Toledo, sino que había empezado a regalarle tierras, posesiones, ropa, incluso sus propias joyas y objetos más preciados. Extendió en el suelo un paño que traía entre los brazos: Pero yo tengo aquí todo lo que de verdad me importa, dijo, y esto no se lo lleva. Había sortijas, collares de perlas, diamantes en bruto, cruces, prendedores y hasta un precioso calzado... Preguntó dónde podía esconderlo, y doña Constanza le mostró un lugar en el coro, bajo las tablillas del entarimado.
El infante Alfonso escuchaba atónito. Alguna vez había oído hablar de esa doña Raquel, amante de su bisabuelo, y también recordaba que alguien había mencionado algún objeto muy preciado, perdido, de su bisabuela Leonor. Pero le resultaba increíble oír todo aquello en boca del arzobispo de Toledo.
—Los objetos de valor se escondieron —prosiguió don Rodrigo—; unos días después, doña Constanza se fugó del convento. Las otras monjas pensaron que se los había llevado consigo, pero doña Sancha les juró que no era así. Con el tiempo, ya convertida ésta en abadesa, quiso desenterrar el botín. Y eso fue lo que hizo, aunque al parecer, no encontró todo lo que buscaba.
—Pero las joyas están ahí...
—Sí, pero eso no es lo que buscaba doña Sancha; os aseguro que doña Sancha no era una mujer materialista...
—Y entonces, ¿qué buscaba?
—No lo sé..., nunca me lo dijo. Pero estaba convencida de que se lo había llevado su hermana y por eso me hizo buscarla en Noruega. Tampoco doña Constanza me contó lo que buscaba su hermana con tanta insistencia; lo que sí me dijo es que ella no lo tenía en Noruega. Por lo visto, antes de irse, lo había devuelto a su sitio, es decir, a la corte castellana. Dijo que se lo había dado a vuestra madre doña Beatriz de Suabia; eso me dijo.
Entonces don Rodrigo calló. A la vista saltaba que ahora era él quien se aprovechaba de la información buscando las joyas, a escondidas de la realeza, y que alguna había sacado ya de la abadía (luego, erais vos quien vendía joyas en la plaza mayor de Valladolid...). En Noruega había acordado con la monja huida que, a cambio de la confesión sobre el lugar en donde se encontraban las joyas, le diría a su hermana que estaba muerta para que la dejara en paz. Sois un hombre de muy mala ralea, le dijo don Alfonso. Toda esta mentira, todas esas historias de las gentes noruegas para quedaros con las joyas, ¿para qué queréis vos más si estáis podrido de riquezas?
El arzobispo seguía con la cabeza gacha, la mata negruzca del pecho asomando a través de la sotana desgarrada. He pecado y peco, sí, decía. Peco porque soy débil, de carne y hueso como todos los demás, con apetencias y debilidades, porque de nosotros, los religiosos, se piensa que todo eso ha sido aplastado, arrancado de nuestras almas por una fuerza superior, pero no, seguimos siendo hombres, ladrones, bestias lujuriosas con el corazón remojado en hiel, débiles, o peor, porque todo queda sofocado en la superficie, bullendo de ganas y de...
—¡Callad! —le cortó el infante—. No quiero seguir oyendo vuestras excusas.
—No son excusas, sino únicamente la verdad. En Noruega, lejos de mí mismo, del hombre que mi madre hizo de mí, me he dado cuenta de muchas cosas... —Volvió la cabeza, arrugó la nariz y comenzó a husmear—. Este olor empalagoso a cera me repugna. Trozos de Cristo, candelabros, oratorios y sotanas a todas horas, cuerpos de todos los santos y santas... ¡Si yo pudiera!
—Pero no podéis —contestó el infante—. Ya es tarde... Ahora sólo os pido una cosa, y os dejaré marchar adonde queráis.
Don Rodrigo alzó lentamente la cabeza.
—Sólo os pido que no volváis por aquí y que sigáis mandándole a mi abuela las cartas de Noruega, como habéis hecho hasta ahora. Necesita seguir oyendo el susurro de la nieve, empolvarse en ella como un ratón en la harina. Necesita desesperadamente el mar. Su salud no anda bien, está vieja; decidle a qué sabe el mar de Bergen y de qué color es el cielo de vuestra mentira. Seguid engordando la mentira y seguid hablándole de esa vaca monstruosa con ubres de las que fluyen ríos de leche. Dejadla sentir el hálito a cebollas del santo Olav y contarle qué comían los piernas de abedul que vivían en los bosques. Castilla es muy hermosa, pero siempre se le quedó pequeña. La convierte en una triste reina sin corona. Además, aquí no nieva como allí, ni hay doncellas de aire lánguido y larga cabellera rubia. No dejéis de enviar esas cartas, arzobispo. Y, por encima de todo, no dejéis de hablar de doña Kristina, o... creo que morirá.