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Corte castellana, en torno a 1220
O como la langosta, pensaba doña Beatriz hundiendo los dientes en la almohada para que nadie la oyera llorar, que se adhiere fuertemente al tallo, para la cual la vida no es nada más que eso, «tallo». La fea langosta que pliega las patitas a modo de abanico y encoge su cuerpo bermejo para ofrecer al mundo un escudo infranqueable; que permanece inmóvil y camuflada para que nadie perturbe su falta de emoción, para que nadie tenga derecho a exigirle nada. La langosta, cuyo cuerpo, si lo pisáramos, crujiría, se convertiría en un líquido viscoso, rojo como la sangre. La langosta que come, come, come, y, sin embargo, ignora por qué come; en realidad, no entiende nada de la vida, no siente, ni toca, ni escucha, ni observa.
Poco después de la noticia de la preñez de su nuera, de modo inesperado, un día doña Berenguela dijo: Voy a la ventana. Y fue a la ventana, y pasó allí el resto del día.
Al día siguiente, nada más levantarse, otra vez estaba sentada en el tabuco. Las damas de la corte y las doncellas más antiguas que la habían conocido en la etapa anterior a la llegada de doña Beatriz comenzaron a murmurar. Todos, incluido su hijo don Fernando, estaban convencidos de que esa espera de la que siempre había hablado se había terminado definitivamente con la llegada de la princesa alemana. Pero ahora, poco antes de que ésta alumbrara a su hijo, volvía a sentarse para repetir aquello de que esperaba porque ella tenía que venir.
Pero quién tenía que venir era la pregunta que circulaba de boca en boca por la corte.
Meses más tarde, una noche de insomnio, doña Beatriz descubrió lo que ocurría por las noches. Porque lo cierto es que, cada vez con más frecuencia, a eso de las tres o las cuatro de la mañana, doña Berenguela (era ella, ahora no cabía la menor duda) prorrumpía en unos alaridos tan sobrecogedores, tan apocalípticos, que las gallinas creían que amanecía y comenzaban a poner huevos, que los alanos arrancaban a ladrar, lo que hacía que los centinelas adelantaran el cambio de guardia, que el molino comenzaba a mover sus aspas con tres horas de adelanto y que los moradores del castillo, en suma, empezaron a pensar que Dios estaba anunciando el final de nuestros días.
Ese día habían estado hablando de don Gonzalo Pérez de Lara, señor de Molina y Mesa, que gozaba de un amplio señorío fronterizo entre Castilla y Aragón y que desde ahí había comenzado a atacar y a hacer razias sobre otras tierras próximas al reino de Castilla. Quedaron en que partirían a la mañana siguiente hacia Zafra para sofocar la rebelión. Doña Beatriz no iría, pues su avanzado estado de gravidez lo desaconsejaba. Últimamente sentía malestar y sensación de humedad en los pechos, y su suegra le había dicho que a la mujer que se le aflojan los pechos, y de ellos sale leche, está amenazada de malparir.
Se acostó, pero después de dar mil vueltas en la cama, lo pensó mejor y decidió subir a su alcoba para comunicarle que estaba segura de que no iba a «malparir» sólo por sentir humedad en los pechos y que había decidido acompañarlos. Llamó a la puerta, pero nadie le contestó. El caso es que le pareció oír ruido en la habitación y se decidió a entrar.
Escudriñó con atención la austera mesa de madera, las paredes desnudas, el suelo de barro, la cama con su ajuar. Ni una flor. Aquella estancia, pensó doña Beatriz, era el paisaje de la meseta castellana, fiel reflejo de la árida cabeza de su suegra. Todo estaba perfectamente ordenado, apilado, encasillado. Al bochorno de la noche se unía un aroma denso a bosques y paja rancia, y lo que vio a continuación, le dejó estupefacta.
Encontró a doña Berenguela tendida en su lecho, aspirando de la boquilla de un cachimbo. Nunca la había visto en esa postura de relajación y menos en enagua transparente; siempre estaba sentada ante su escritorio, la espalda arqueada como un enorme oso, trabajando o arrastrándose por los pasillos, embutida en su brial de vieja para introducirse en alguna habitación. Ni siquiera sabía que fumase... Reparó en sus piernas cruzadas sobre la cama, en sus pies: ¿no eran ésos sus escarpines?, ¿los escarpines, según sus propias palabras, demasiado «osados»? ¿Qué hacía doña Berenguela con sus escarpines?
La reina madre permaneció en esta postura durante un rato. Aspiraba el humo de la cachimba sin tragarlo y lo dejaba medio saliéndose por la boca como una espuma rizada. A continuación se dispuso a inspeccionar el suelo en silencio. Por fin, puso la cachimba a un lado, pegó los brazos al cuerpo y movió un pie, muy lentamente, como preparándose para saltar.
Llevaba un buen rato esperando cuando giró el cuerpo entero.
—¡Ahí estás! —bramó de pronto (y a doña Beatriz por poco se le sale el corazón por la boca)—. ¡Langosta!
Y con una agilidad más propia de un saltamontes que de una mujer madura, se puso en pie sobre los escarpines. Pegó un brinco y, de rodillas, encorvada (sus nalgas trémulas bailaban un poco), se puso a perseguir a una langosta por la cámara. Cuando la tuvo cerca, la aplastó con la alta suela de corcho. En varios segundos había echado por tierra el trabajo y el orden de semanas acometido por «la otra» Berenguela. Al ver a su nuera en la puerta, se quedó inmóvil, a cuatro patas. Le palpitaban las sienes y parecía estar al borde de las lágrimas; de las lágrimas y también de otros flujos...
La miró y dijo:
—Es demasiado temprano.
Su nuera no se sobresaltó; no estaba educada para el sobresalto y su implacable sentido práctico y su gravidez avanzada se lo impedían. Pero en cuanto cerró la puerta y se quedó apoyada contra ella, jadeante, confusa, pensó que la mujer que acababa de ver era el fantasma de una persona que había sido asesinada por su hermana diurna.
Porque, por el día, doña Berenguela estaba lúcida, tensa, elevada; cuando caían las tinieblas, venían la debilidad, el atontamiento, ahora lo había comprendido. Pero ahora todo había cambiado. Ya nunca volvería a ver a la que hasta entonces había sido su suegra. Bajó la escalinata del castillo, lanzó al aire un Oh, mein Gott, diese Stück Eis bringt mich zur Eeissglut![1] que nadie oyó y se hundió bajo las mantas de la cama.
Durmió, y salió el sol, y doña Berenguela se levantó a las cinco y media como cada mañana para arrastrar por el pasillo su brial y su gesto falto de emoción, pero esa mujer y el oscuro mundo hispano que representaba se habían esfumado.
Esperó al desayuno para hacer llegar su deseo de acompañarlos al sur. Doña Berenguela bajó al comedor con su hijo Fernando. Tenía los párpados hinchados y las pupilas desorbitadas; al oír la noticia de que su nuera había decidido acompañarlos, levantó un poco la cabeza. Dijo: No esperaba menos de vos.
—¡No esperabais menos de mí! —clamó doña Beatriz con descaro.
La alemana estuvo lanzándole miradas insolentes durante todo el desayuno. Aquella mañana, doña Berenguela sentía que el parto de su nuera estaba próximo e iba de acá para allá sin poder contener una visible agitación. Ignorando a doña Beatriz por completo, se puso a enumerar a su hijo Fernando las familias con quienes estaría emparentado su futuro vástago (sería niño, no habría la menor duda, y se llamaría Alfonso): por un lado, Francia, le explicaba, por la que será su tía abuela, doña Blanca de Castilla, muy bien casada con Luis VIII. Por otro, Inglaterra, ¡oh, Inglaterra!, por su bisabuela Leonor de Inglaterra.
Doña Beatriz se disponía a marcharse sin decir nada más, tragando sapos como siempre, pero cuando llegó a la puerta se lo pensó mejor. Ya estaba bien. Por el día, una déspota irascible, y, por la noche, un cordero manso y dócil. ¡Ya estaba bien! Esa doble vida no iba a quedar en secreto. Giró en redondo con intención de poner a su suegra en evidencia contándole a su esposo, el rey, lo que había visto la noche anterior, cuando doña Berenguela, por primera vez en toda la mañana, se dirigió a ella. Dijo:
—Algunos buscan el camino a través del amor. Otros a través de la oración, e incluso otros lo hacemos a través de las amapolas. En todo caso, se trata de lo mismo, y, en realidad, todos estos caminos llevan al mismo sitio, es decir...
Y aquí, don Fernando, que había permanecido en silencio durante todo el desayuno, cortó por lo sano:
—A ninguna parte.
Pero en contra de lo que se podría pensar, aquel incidente no fue lo que cambió las cosas entre ellas; al contrario, a doña Beatriz le pareció muy tierno y humano que el témpano de su suegra también buscara a Dios en aquel mundo aterrador e incomprensible.
Fue el nacimiento del infante Alfonso, aquel gélido día de noviembre de 1221, en los páramos de Toledo, lo que hizo que se abriera una grieta en la relación entre las dos mujeres. La abuela fue a ver al recién nacido, que ya estaba en brazos de su padre, lavado y envuelto entre pañales en la tienda de campaña y quedó paralizada.
Un momento antes, de un modo evidente y a pesar de todas las diferencias, las dos mujeres (suegra y nuera) formaban un equipo. Pero doña Berenguela comenzó a mirar al niño, y, un instante después, estaban separadas irremisiblemente.
Miraba al niño y luego a doña Beatriz, en silencio, él con la tez aceitunada y la pelusilla del pelo negro en las mejillas, ella muy rubia y sonrosada. Durante un rato posó la vista en el infante para luego desviarla hacia la madre, al tiempo que le giraba la carita al niño y le aplastaba el índice contra la mejilla.
Por fin habló consigo misma:
—Hay que fastidiarse... —dijo—, después de todos los esfuerzos.. ., es más oscuro que los negros centinelas del ejército de Miramamolín.
Doña Beatriz, que ya se había dado cuenta de que su suegra observaba la tez del niño, se revolvió en su asiento y contestó atacando con una frase que, a todas luces, ya tenía meditada. Porque era como si, ahora, ese hijo «suyo», futuro rey (y tal vez, «¡sí!», futuro emperador), le diera derecho a la réplica:
—Wie Ihr wisst, Majestät, wenn wir Schwarz mit weiss auf einer Farbpalette mischen, erhalten wir ais Ergebnis Braun. Dies sind die Gesetze der Natur.[2]
Se lo dijo así, en alemán, y, por primera vez, doña Berenguela vislumbró en los ojos de doña Beatriz la gélida mirada de una enemiga. A partir de ese momento, sólo le hablaría en alemán.
Doncellas, ayos, mayordomos y criados daban la enhorabuena a la madre con efusivos abrazos; al salir, doña Berenguela se vio forzada a hacer lo mismo: la apretó tan fuerte contra sí que casi le rompe una costilla.
Tan sólo unos días después, de guisa totalmente inesperada, estaban en el monasterio de las Huelgas cerrando un trato con la abadesa.