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Sevilla, 1252
Doña Violante yacía en una tina, cubierta de espuma hasta las orejas, y nadaba despacio, sin alborotar el agua, con ojos abultados de pescado. Al oírle llegar, se detuvo. Se tapó los pechos con los antebrazos, se sopló la espuma de la nariz y dijo:
—¡Huy, pero si sois vos!
—¡Fuera! —le ordenó él, y le salió un gallito.
La princesa se incorporó. Sumergió una mano en el agua y con la otra cogió del suelo un abanico de plumas de pavo real.
—¿Yo? —dijo, entre estúpida y desafiante, moviendo el abanico para renovar el aire cargado de la estancia; pero le temblaba la comisura del labio y por la voz parecía nerviosa. En su rostro luchaba el lejano recuerdo de la belleza húngara heredada de su madre con el abismo de un alma atormentada.
—¡Salid!
—Entrad vos.
Entonces el infante se precipitó sobre ella, buscó su brazo entre la espuma y tiró hacia arriba para que saliera el cuerpo. Doña Violante escondía en el agua un cuchillo de trinchar carne y comenzó a blandirlo nerviosamente en el aire, diciendo que, si no se apartaba, le mataba. Don Alfonso reculó, pero a continuación, sin pensarlo dos veces, le enganchó la muñeca y forcejeó hasta que el cuchillo cayó al suelo. La princesa ya estaba fuera del agua, jadeante por el esfuerzo. Lo que el infante vio a continuación le revolvió el estómago: primero el brazo, negro; luego el hombro, negrísimo, que contrastaba con la blancura de la espuma que poco a poco se iba diluyendo, por fin un pecho cubierto de insólitos lunares, grandes como pezones de mujer; y sobre los lunares, pelo, cerdas.
Como la cabra peluda de Celada del Camino; de nuevo, no pudo evitar pensar en ella, y en el día en que nació. Era muy velluda, mucho más que sus hermanas, y su madre, quizá porque intuía lo que estaba por venir, la chupaba recorriéndola con la lengua de la cabeza a los pies. Recordó entonces que ese día, muy de mañana, había visto una nube bermeja en el cielo que confundió con pájaros. Pájaros rojos o amarillos que componían círculos en el cielo, chirriando con un estremecido deje de alarma.
Pero no llegó a ver los pájaros, como tampoco a la cabritilla recién nacida, porque al rato irrumpió doña Urraca en el cobertizo. Cogió a la cría y diciendo algo así como que la cabra que traga pelo cría infecciones en el hígado y se inutiliza, volvió a salir con ella en brazos. Después de un rato, apareció con las manos vacías. Se acuclilló junto a las otras crías y dijo con una sonrisa maliciosa:
—Estas no son peludas.
El niño la miró sin responder. Añadió la nodriza:
—Así la madre no criará infecciones.
Don Alfonso se quedó pensativo.
—¿Y la otra? —dijo al fin.
Doña Urraca apuntó al río.
—Está triscando por ahí.
Entonces el infante se levantó y, seguido por la madre cabra —bamboleante por la hierba húmeda, como si llevara zapatos de tacón—, fue hasta el arroyo. Encontró a la cabritilla flotando junto a unos juncos.
También él ahora sentía ganas de hacer lo mismo con su esposa: ahogarla. Doña Violante quedó inmóvil frente a él, y a medida que la espuma se le iba escurriendo por la piel (o más bien, por el pelo) su aspecto era aún más repugnante: lunares por todas partes, de donde brotaban pelos gruesos. La tomó de un brazo y la llevó hasta una ventana para contemplarla a la luz del día. Pero, de pronto, algo distrajo su atención.
A lo lejos, sobre la línea plateada del Guadalquivir, le pareció divisar aquella maldita nube bermeja, la misma que había visto el día en que nació la cabritilla que murió ahogada en manos de la nodriza Urraca.
Ordenó a su esposa que se pusiera una túnica y salió con ella al pasillo a dar la voz de alarma, porque ahora sabía que no eran pájaros, sino langostas. Pero por allí no había nadie. Presa de la impaciencia, sin soltar la mano de doña Violante, que se dejaba conducir restregando el dedo índice por las paredes, recorrió una a una las estancias en busca de alguien, el mayordomo mayor, los porteros, los criados, pero ¿dónde estaba la gente? Sin saber por qué, se detuvo ante la cocina, de donde salían deliciosos aromas de manjares humeantes. Y de pronto, la princesa aragonesa, que había permanecido en silencio desde que fue arrancada de la tina, abrió la boca. Dijo: ¡Oh, Santo Dios!; pero al tiempo que decía esto, tiraba con fuerza de él para introducirle dentro.
Allí dentro tampoco había nadie, pero todo estaba dispuesto para la cena. Blancos manteles doblados junto a perdices y capones asados servidos sobre tajadores, huevos asados y empanada, cuchillos de mango corto y largo, cucharas, escudillas de distintos tamaños, pan, fruta y deliciosos vinos color bermejo, oriundos de Portugal o de las viñas de Andalucía. Al fondo, sobre los fogones, había enormes sartenes dispuestas para freír, así como calderas sujetas sobre la lumbre.
Doña Violante lo inspeccionó todo detenidamente. Con el gesto crispado, pasó el dedo por las ollas vacías para comprobar si tenían polvo, se llevó a la boca un trozo de capón y alineó los tenedores con los cuchillos. De pronto, desapareció. Cuando don Alfonso llegó a la mesa, ella lo esperaba detrás de unas tinajas que guardaban branquias en conserva. Al llegar allí, el infante vislumbró sus ojos brillantes, como de fiebre, un poco más allá, relumbrando sobre unos sacos de maíz. A continuación, volvió a esfumarse por el oscuro almacén.
Conocía aquel lugar muy bien, mucho mejor que él, y ahora estaba claro que lo que quería era jugar. En aquella penumbra impregnada de olor a vinagre y salazón, Alfonso X sintió que se le aceleraba la respiración. Se introdujo en el almacén, palpando las paredes con la mano, hasta que tropezó con algo duro situado a la altura de sus rodillas. Un taburete, o al menos eso pensó en un principio, porque cuando fue a ponerlo a un lado, el bulto rebulló; era doña Violante, que, tras estar en cuclillas, salió corriendo por el pasillo angosto.
Detrás fue él, aunque no pudo avanzar mucho porque al paso le salían sartenes, jarras, trozos de capón, cuchillos y carcajadas. Hacía mucho calor, y ahora doña Violante se subía a una silla y trepaba a la mesa con agilidad felina. En la penumbra, después de un leve toque de cadera, el infante vio caer la túnica de seda refulgente a lo largo de su cuerpo y sintió que ella le tiraba del codo para atraerle hacia sí. Fue todo tan rápido que de pronto se la encontró encima, sintiendo en sus mejillas el jadeo voraz y ahogado, su olor a sexos, los dientes en su cuello, la lengua lamiendo el cogote, el rígido contacto de su vello de cerda contra su pecho. Los cuerpos enzarzados en un nudo, rodaron sobre la mesa hasta caer al suelo.
En ese momento, como si intentase ayudar al infante en su lucha contra esa pasión salvaje y desmedida, se oyó sobre sus cabezas el zumbido estridente de las langostas, el mismo que había escuchado poco antes y el mismo que había escuchado el día del entierro de su abuela. Don Alfonso se vistió y salió de la cocina. A la altura de la cámara en donde yacía el rey moribundo, encontró a la esposa de su padre, doña Juana de Ponthieu hablando con un grupo de nobles, entre ellos su hermano Enrique; al verle, quedaron mudos.
—Langostas —anunció el infante con un hilo de voz—. Vienen las...
No le dio tiempo a terminar la frase, porque el enjambre acababa de irrumpir por una de las ventanas del alcázar y subía en tremolina por las escaleras de caracol, ensanchándose y adelgazándose como un monstruo furibundo. Pero esta vez ocurrió algo extraño. La columna de langostas avanzó por el pasillo y, como si supiera exactamente a donde se dirigía, dobló en la esquina y se detuvo a la altura de la habitación del rey moribundo.
Levitó durante unos minutos en el aire, amenazante, hasta que por fin desapareció por una ventana, y se diluyó en el horizonte.
Lo primero que hizo el infante fue entrar en la cámara de su padre para comprobar que no se habían colado por la puerta. Allí estaban sus hermanos, Felipe y Fadrique y, mancebo aún, el infante don Manuel, acompañado de su ayo. También estaban los hijos de doña Juana, Fernando, Leonor y Luis. Al verle entrar, Fernando III hizo un gesto a todos éstos para que saliesen y ordenó a su primogénito que se aproximara.
Entonces le bendijo, le dijo que le estaba esperando (¿dónde estabais?) y le rogó que se sentara junto a él, pues iba a pedirle unas cuantas cosas. En primer lugar que respetase y guardase a los nobles y al pueblo sus fueros y sus franquezas, conminándole con su maldición si así no lo hacía. Le dijo que si conseguía guardar España en el estado en que la dejaba, sería tan buen rey como él; si ganaba más tierras por él mismo, sería mejor que él; pero si le menguaran, no sería tan bueno como él.
Tosió estrepitosamente y varias dueñas se acercaron a atenderle. Después de incorporarse un poco para beber, le encomendó que velase por la reina doña Juana y por todos sus hermanos. Aquí hizo una pausa. Después, asiéndole fuertemente de un brazo, lo atrajo hacia sí. Le susurró al oído con un ronco hilo de voz algo que jamás olvidaría: sobre todo vigilad a la reina y a vuestro hermano Enrique. Ella, aunque está cercana a los cuarenta, conserva los atractivos juveniles y no me fío ni un pelo.
A continuación, sin que el hijo pudiera replicar, mandó a toda la clerecía rezar las letanías y cantar el Te Deum laudamus; veinte minutos después, expiró.
Al tercer día de su muerte, tuvieron lugar las exequias en la iglesia de Santa María. Sobre la misma tumba de su padre, fue alzado y aclamado como rey el infante don Alfonso. No dejó que el obispo le coronase; él mismo (con muchas dificultades porque seguía teniendo fofo el brazo derecho) tomó con sus propias manos la corona que había llevado don Fernando III y que estaba sobre el altar, y se la puso sobre la cabeza.
Sobre la tumba apenas sellada de su padre, al grito ritual de «Real. Real. Real», fue aclamado como rey.
La ceremonia de la coronación fue seguida de la de ser armado caballero. Para ello, como también rechazaba en este caso la intervención humana, hizo trasladar desde el monasterio de las Huelgas una estatua de Santiago. El día antes del evento observó vigilia y tomó un baño, lavándose la cabeza con ambas manos; a continuación se vistió con sus mejores paños. En la iglesia veló sus armas, orando de hinojos hasta el nuevo día, oyó la primera misa de la mañana y decidió que ya estaba listo: a través de un dispositivo mecánico, la estatua de madera le propinó el espaldarazo.
Sólo entonces, tres o cuatro días después de la muerte de su padre y de su coronación, cuando ya respiró tranquilo, una voz salió de sus entrañas, oscura, confusa: ¿cómo ha podido, como podría cualquier mujer, preservar su virginidad con esa pasión salvaje?, decía.