7

Burgos, en torno a 1220

Cuando la alemana llegó al castillo de Huerto del Rey, doña Berenguela la esperaba en la puerta, hosca y silenciosa como una araña en su tejido. Tras detenerse la comitiva, se adelantó para hacerle una genuflexión. No era una genuflexión; era un movimiento de serpiente. La serpiente que se yergue, altiva, para mostrar sólo la amenaza de su cuello.

Parecía tenerlo todo ensayado de antemano: el brazo que le extendió a modo de saludo, la gente que le presentaría aquel día (entre ellos a su hijo Fernando), el paseo por la huerta de los ciruelos, las escasas (y secas) palabras que intercambió con ella, el guiso de conejo con oscura salsa de ajos y laurel (también escaso y seco) que le ofreció para cenar. Por la noche la condujo escalera arriba a sus aposentos. Una vez instalada, doña Berenguela se sentó en una silla y miró a su futura nuera. Era la misma mirada con la que habría podido examinar una vaca o un caballo de feria, una mirada que inspeccionaba hasta el detalle ínfimo de su aspecto para comprobar que no se había equivocado con su elección.

De pronto, pasando la mano por la lujosa piel de su mejilla, la reina dijo:

—Supongo que seguís incorrupta...

Y como la princesa puso cara de no entender, la reina se remangó los faldones, abrió un poco las piernas y esbozando un gesto intimidante, sacó un dedo de la saya con el que hizo gancho. Dijo: Acercaos, hija de Dios.

La hizo desnudarse y ponerse de pie delante de ella. Con ese dedo nudoso, ensombrecido por el vello negrísimo de la experiencia, la examinó de arriba abajo. Después de la inspección, mientras la alemana volvía a vestirse a toda velocidad, le explicó con voz fría y lenguaje masculino, en latín para que no hubiera malentendidos, lo que hacían un hombre y una mujer en el mismo lecho. Doña Beatriz no daba crédito a sus oídos. Bajo aquel cuerpecito desnudo latía un corazón humillado y la sangre de su linaje bullía en su interior tratando de rebelarse. Pero aguantó estoicamente.

Y es que, mucho antes de que comenzara esa inspección más digna de una vaca recién adquirida para cruzar, ya se había dado cuenta de muchas cosas. Cosas como que, a pesar de lo que le habían contado sobre la condición cálida y acogedora de las gentes del sur, su suegra era un pedazo de hielo; cosas como que la única que mandaba con poderes absolutos era ella, y más le valía llevarse bien; cosas como que, las emociones de poco iban a servir y que, detrás del interés por una princesa Hohenstaufen, sólo había una cosa: el Sacro Imperio romano germánico.

Pero lo que más le llamó la atención de todo al llegar es que a cada paso que daba por los corredores del palacio aplastaba algo. El suelo estaba cubierto de insectos con duros caparazones que se quebraban con pequeños estallidos perfectamente audibles que le hacían estremecer del asco.

De hecho, estaba a punto de sacar este último tema, y buscaba en su cabeza la palabra (plaga, le salió en latín), cuando doña Berenguela, que intuyó la preocupación, cortó por lo sano:

—Hay dos tipos de personas —le dijo escrutándola fijamente—: las que se sobresaltan y las que «no» se sobresaltan. ¿Vos a cuál pertenecéis?

Doña Beatriz reflexionó durante unos instantes. Inmediatamente contestó:

—Al segundo.

—Bien —dijo doña Berenguela haciendo crujir una langosta con la punta del pie.

Y volviéndola a medir de arriba abajo, como si efectivamente estuviera observando a una vaca y no a una princesa, añadió: Biiiieeeen. No soportaría a nadie a mi lado que se sobresalte. El sobresalto es mal compañero. ¡A dormir!

Esa misma noche, doña Beatriz decidió tomar un baño de leche de almendras, como solía hacer en su propia casa cuando quería relajarse. Así que se quitó la capa y el manto prendido con un broche, se bajó el refajo y se desenrolló el velo ligero que le sostenía los pechos hasta quedar completamente desnuda. A continuación se soltó la cabellera y se introdujo en la tina que le habían preparado. Quedó un rato inmóvil, reflexionando sobre su primer día en la corte castellana, sobre su futuro esposo, sobre suegra. Tenía la piel blanquísima y el vello negro del bajo vientre que asomaba por la superficie lechosa resultaba algo impúdico. Movió una mano y la pasó suavemente sobre la superficie lechosa. Su suegra....

Se incorporó, arqueó la espalda, echó la cabeza hacia delante y sumergió la espesa cabellera. Completamente cubierta por el agua, soltó un bramido de desahogo que dejó escapar unas burbujas que subieron hasta la superficie. Al cabo de dos o tres segundos volvió a sacar la cabeza, y describió con la melena un círculo de agua a su alrededor. Pero cuando se estrujaba el cabello con las manos, le pareció oír algo semejante a un sollozo ahogado. Alzó los ojos y entonces divisó un agujero en la pared. Se quedó un rato mirando: un agujero, pero... ¿qué era lo que se veía a través del agujero? Aguzó la vista y de pronto se puso en pie: ¡un ojo! Instintivamente se tapó los pechos y el pubis. Un ojo que inmediatamente desapareció.

A partir del primer día, ella haría su vida y doña Berenguela la suya. Respeto mutuo y mínimo contacto, ése era el secreto y ambas lo sabían.

De vez en cuando, doña Berenguela citaba a doña Beatriz en su despacho de trabajo. Cerraba los ojos y le hablaba de un modo casi poético sobre sus deberes para con el reino. Del valor de la palabra empeñada, de la seriedad en el trabajo, de la fidelidad hacia uno mismo; palabras que, aunque eran cordiales en la superficie, tenían siempre un vago sabor de reproche y superioridad.

Su tema favorito era el de la coronación de Carlomagno como emperador de Europa. De hecho, era el único momento en que los rígidos músculos de su rostro se relajaban y su pecho se agitaba como el de una joven enamorada. Con las manos magras, huesudas sobre el regazo, le hablaba (o más bien, «escupía») de la noche de Navidad del año 800, cuando el papa León III decidió coronar emperador al más famoso de los reyes cristianos, Carlomagno.

También le recordaba que como heredera del ducado de Suabia, ella tenía, por así decir, un derecho adquirido, una conexión directa con el Imperio romano que debía transmitir a sus hijos.

Un día doña Beatriz notó algo extraño en el rostro de su suegra. Nervios, enardecimiento, un rictus morboso mientras hablaba... El caso es que al terminar el discurso, la retuvo durante más tiempo en su despacho. Se quedó escrutándola en silencio, el gesto grave, como buscando las palabras. De pronto dijo: Supongo que sabéis..., que sabéis qué normas rigen las «cosas».

—¿Las cosas? —preguntó la otra tímidamente.

—Las cosas.

—¿Qué cosas?

—¡Pues las cosas! —doña Berenguela miró en derredor. Luego añadió en un susurro—: Las cosas de la coyunda, ¡hija de Dios!

Doña Beatriz se movió inquieta. Un golpe de sangre le había subido al rostro.

—Bueno..., era virgen antes de llegar —mintió—, pero algo sé...

—No tenéis ni idea —le cortó su suegra, midiéndola de arriba abajo—. Sentaos.

Y sin más preámbulos introductorios comenzó a explicar cuáles eran esas normas que regían la coyunda: los esposos debían estar apartados uno de otro durante el día, por supuesto, pero también durante las noches que preceden a los domingos y los días de fiesta, debido a la solemnidad; los miércoles y los viernes, por razón de penitencia, y luego a lo largo de las tres cuaresmas, tres periodos de cuarenta días, antes de Pascua, antes de la Santa Cruz de septiembre y antes de Navidad. Como el esposo tampoco debía acercarse a la mujer durante las menstruaciones, tenía que informarle de éstas. Tampoco podía copular desde tres meses antes de dar a luz (aunque esto, ahora, no venía al caso) ni hasta cuarenta días después.

—¿Habéis comprendido? —preguntó una vez terminado.

La alemana asintió nerviosamente con la cabeza. Dijo con un hilo de voz: Creo que sí.

Bieeeeen —contestó doña Berenguela.

Entonces se volvió hacia un aparador, abrió un cajón y sacó un camisón tieso, bordado, con puños y cuello muy cerrados, que mostraba más o menos en el centro un agujero pespunteado.

—Pues ya es sazón de empezar —le dijo entregándoselo.

Después de la batalla de las Navas de Tolosa, Castilla quedó asolada por una hambruna espantosa que hizo estragos entre la población. Al principio, el pueblo llano se conformaba con lo que podía, los restos que cada día dejaban los ricos magnates al pie de los castillos, un trozo de cecina que quedaba del día anterior, una sopa de cardos borriqueros. Pero pronto las fuerzas menguaron, las gentes comenzaron a vagar por las aldeas como fantasmas esqueléticos, los ánimos se desbarataron, las inteligencias se agudizaron y comenzó a aplicarse el «sálvense quien pueda». Los cuerpos muertos, reducidos a espantajos de cuero y tendones de terrorífica sequedad, se amontonaban en piras para su quema; y las villas pasaron a convertirse en centros de pillaje, saqueo y robo.

Para no empeorar la situación con un nuevo enfrentamiento contra los moros, seguían vigentes unas treguas suscritas entre el abuelo de don Fernando y el emir almohade Al-Munstansir. Pero al mismo tiempo había que hacer frente al ambiente de cruzada contra el islam, creado en toda la cristiandad por el IV Concilio de Letrán, celebrado en 1215: paz entre los cristianos y guerra contra los infieles del islam.

La firmeza con que Fernando I mantuvo el respeto escrupuloso de las treguas firmadas con los almohades hizo que algunos nobles mejor alimentados, inquietos y deseosos de seguir el espíritu de Cruzada se pusieran al servicio del rey de Portugal, del rey de León o del rey de Aragón para luchar contra el musulmán.

Así pues, la misión más importante del rey de Castilla pasaba en aquella época por prevenir las asechanzas y mantener el respeto hacia las treguas firmadas por el padre de doña Berenguela, Alfonso VIII. A poco de llegar a la corte, doña Beatriz comprendió perfectamente cuál era el espíritu de Letrán, la importancia de seguir en paz con los moros hasta que la situación alimentaria de Castilla mejorase, y cuál era su aportación en todo aquel tinglado. En el fondo, lo que más deseaba en el mundo era demostrar su valía ante doña Berenguela. Así que lo primero que hizo, con gran esfuerzo porque su castellano no era todavía muy bueno, fue concertar entrevistas con los nobles que se dividían el poderío económico, político y militar de la España cristiana y que eran los que podían crear grandes problemas. Así que se levantaba al rayar el alba, rezaba, desayunaba y se ponía a trabajar por esta causa.

Pero después de un tiempo en Castilla, en primavera, empezó a llamarle la atención una cosa. De vez en cuando, en el silencio de la noche, se oía el estallido de una carcajada, o los sollozos y los ayes errantes, un ir y venir por el ala del castillo en donde se alojaba doña Berenguela.

Además, todos los días, justo cuando salía el sol, le despertaba el sonido de una carreta cargada de amapolas que llegaba a las puertas conducida por dos bueyes. Al principio creyó que se trataba de una hermosa costumbre hispana (alegran el palacio con amapolas, pensó), una de las muchas que ella, como alemana, desconocía, como las fiestas de mayas, las romerías y las procesiones, comer salchichas de arroz y sangre o torear a las vaquillas en las plazas de los pueblos. Pero al poco tiempo se dio cuenta de que la belleza de las flores era lo de menos.

Junto al puente levadizo, las amapolas se descargaban a golpe de horca en un enorme bargueño de madera que sujetaban dos mujeres. Desde la ventana de su alcoba, doña Beatriz observaba cómo iban poniendo los pétalos a un lado, y cómo iban sajando las cabezas verdes de las amapolas hasta que soltaban una leche viscosa que se recogía en otro recipiente. Las mujeres lo hacían de la manera más natural del mundo, charlando entre sí y lanzando semillas al aire sin mirar. La carreta volvía a llevarse los pétalos marchitos y el líquido lechoso era conducido en una escudilla hasta la alcoba de doña Berenguela.

Ocupada como estaba con el tema de las entrevistas con los nobles, no le dio mayor importancia. También hizo enviar delegaciones a los reyes portugueses, navarros y aragoneses. Antes de solicitar estas entrevistas, lo consultó con su suegra. Últimamente casi no hablaba con ella, y no precisamente porque no la viera. Cada vez con más frecuencia la sorprendía espiándola tras una puerta, por los corredores o en su propia alcoba, oculta en la profunda sombra de algún requiebro del castillo. A veces se daba la vuelta y ahí estaba: petrificada, sonriente; quién sabe el tiempo que hacía que había estado allí, siguiéndola con la mirada, en silencio.

Incluso cuando cumplía con sus deberes conyugales, le parecía oír su respiración entrecortada en algún lugar de la alcoba. Se incorporaba bruscamente y le propinaba un codazo a su esposo.

—Es vuestra madre —le susurraba—, la he oído. Está aquí. Sé que es ella.

Y don Fernando, sin alterarse lo más mínimo:

—Es el galope de las ratas sobre los techos, ¿qué iba a hacer mi madre en nuestra alcoba?

—Espiar. Espiarme mientras me baño, mientras me cepillo el cabello, mientras canto o recito poesía, mientras toco la giga. ¡Espiar nuestras fornicaciones!

Doña Berenguela le dio a su nuera el visto bueno en el asunto de las delegaciones, pero la advirtió de que iba a ser una empresa difícil, pues había gente muy tozuda, como, por ejemplo, el nuevo rey de Navarra, que era un hombre que no veía más allá de sus narices.

Pero a los tres meses, la alemana había conseguido entrevistarte no sólo con el conocidísimo magnate Alfonso Téllez de Meneses, sino también con el rey de Navarra y el de Portugal.

Este último accedió a venir a Valladolid para hablar con ella personalmente. Se reunieron en una salita pequeña del castillo, con vistas al huerto de los ciruelos. La entrevista salió muy bien. Además de haber sido educada para la diplomacia, doña Beatriz tenía un acertado sentido político y un juicio sagaz, así que no tardó mucho en convencer a su interlocutor. A punto de concluir, alzó la vista hacia el huerto con satisfacción. Los cuervos graznaban sobre las almenas de la torre y el sol centelleaba en las charcas. Hacía un día precioso. De pronto, avistó a su suegra, que paseaba de arriba abajo entre los árboles. A continuación la vio arrodillarse, sumergir una mano en el agua y tratar de atrapar algo.

Doña Beatriz se giró para responder a una pregunta del rey de Portugal; cuando volvió a mirar por la ventana, al cabo de unos minutos, vio las ropas de doña Berenguela sobre un arbusto. Su suegra estaba metida hasta las rodillas en el agua, con el cabello suelto flotando sobre la superficie, mojado de fango y flores. Estaba completamente desnuda.

La vio salir y tumbarse sobre la hierba. Se quedó dormida mientras las cabras se acercaban entre los árboles para mirarla.

La escena no duró más que diez minutos, pero a la alemana se le hicieron eternos. Se había quedado de piedra. ¿Qué tenía esa mujer que ahora dormía desnuda entre las cabras que ver con la Berenguela que ella había conocido hasta ahora? Porque, si era capaz de hacer eso, ¿qué hacía ella metiéndose en complicadas gestiones políticas para tratar de agradarla? Su temor era que, en cualquier momento, pudiera irrumpir en la estancia para saludar al rey de Portugal. Optó por hacerle salir por la puerta trasera.