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Alcázar de Sevilla, 1253-1255

De vuelta en el alcázar, incluso antes de buscar un médico para su esposa, antes de despedir a don Remondo y de despachar los documentos pendientes con los escribanos de la cancillería para la celebración de las primeras Cortes en Sevilla, el rey preguntó por el correo. Hacía más de una semana que no llegaba carta de Noruega, y aquel comentario a medias de don Remondo le había dejado inquieto. Si no era la obsesión por encontrar una princesa, como siempre había creído, ni el miedo a las langostas, ¿cuál era el secreto que había anidado en el corazón de su abuela? Sentía curiosidad por saber si doña Kristina era verdaderamente un monstruo encastillado en una habitación. Tal vez, discurría, todo eso vendría explicado en las siguientes misivas.

Pero las cartas no llegaban todos los días. Siendo Sevilla un puerto de gran importancia, llegaban de continuo navíos mercantiles que subían desde el mar por el Guadalquivir hasta divisar la Giralda, arribando a la Torre del Oro. Todos los lunes, el mayordomo mayor iba hasta allí a indagar si había llegado correo del extranjero. Por acuerdo tácito entre él y el rey, no se lo contaba a nadie. Don Juan decía: Voy hasta el Arenal. Y cuando regresaba: Ya estoy aquí. Por la cara que traía, el rey sabio sabía si había algo.

Ese día había un sobre grueso, abundante en lacres, que el mayordomo había dejado en su gabinete.

Por el pasillo, el rey seguía pensando en las palabras de don Remondo. La princesa noruega que éste había descrito no tenía nada que ver con la que él había conocido a través de las cartas del arzobispo, la hermosísima princesa «helada» que había dejado sin habla a todos los príncipes escandinavos. Al reconocer la escritura de don Rodrigo en el sobre que había sobre la mesa, el corazón le trepó hasta la garganta. ¿Y si el arzobispo de Toledo nos engañaba a todos?, se dijo mientras lo rasgaba. En ese momento, entró su hermano Fadrique. Venía a interesarse por el último repartimiento.

—¿No estáis contento con lo que tenéis? —le preguntó su hermano sin dejar de mirar el sobre que tenía entre las manos—. Acabáis de construiros un torreón, el torreón de Fadrique.

Pero Fadrique no estaba contento. En realidad no estaba nada contento, pues su esfuerzo en la conquista de Sevilla no había sido verdaderamente reconocido con las propiedades que se le habían otorgado.

Alfonso X alzó la cabeza para mirarle.

—Estoy muy ocupado.

—Siempre estáis ocupado; es la tercera vez que intento hablar con vos.

—Ya —dijo su hermano tomando un abrecartas metálico de la mesa y haciéndolo girar con una mano.

—Yo no pretendo reclamar más de...

Pero antes de que le diera tiempo a terminar, Fadrique vio que el abrecartas volaba hacia él, sintió un latigazo instantáneo y a continuación el sabor metálico de la sangre. El afilado abrecartas, ahora en el suelo, le había partido un labio. Se incorporó y salió huyendo.

De nuevo solo, Alfonso X sacó la carta del sobre, tres o cuatro folios, y comenzó a leer:

Dulcísima señora:

Ayer la niebla de otoño se alzó sobre el mar y, poco después, unos copos ingrávidos comenzaron a caer cubriendo de blanco los tejados, los suelos de madera de las calles, los pinos y las flores; la ciudad de Bergen se sumió en un silencio acongojante.

Hoy quiero hablaros de ese silencio.

Fuera, se oía el alarido de los pavos reales mezclado con los quejidos de don Fadrique, que pedía auxilio.

¿Recordáis cuando una vez, al fallecer vuestro hermano Enrique (acababa de morir también vuestro padre el rey don Alfonso VIII y vuestra madre doña Leonor, y creo que también un infantillo recién nacido) me preguntasteis, desgarrada por la desgracia, que dónde estaba Dios? En esa ocasión, yo no supe qué contestar.

Ahora sé que no hay respuesta a esa pregunta...; pero también sé que si uno no renuncia a amar, un día acabará escuchando el silencio mismo como algo infinitamente más pleno de sentido que cualquier respuesta.

Ahora que estoy tan lejos de Castilla, pienso mucho en lo que me dijisteis acerca de mi libertad. ¿Recordáis? Me decíais que no era libre y que si juntara los minutos que había sido feliz en mi vida, no reuniría ni una hora... Es cierto: siempre me he creído libre sin serlo, y no he sido más que el reflejo de lo que otros esperaban que fuera; primero de mi madre, luego de mis primeros preceptores, después de vuestros padres, los reyes; he tenido que venir hasta estas lejanas tierras para darme cuenta...

Como ya os referí en otra de mis cartas, el aya de la princesa no es hermosa, ni tan inteligente como vos, pero es muy buena mujer. Se llama Kanga y llevamos ya un tiempo paseando todas las tardes. Cuando cae el sol, nos acercamos al Holmen para contemplar cómo marchan las construcciones de la impresionante «Nave de Haakon» (Haakonshalle); por los alrededores de las obras cogemos flores, reímos y charlamos de buen grado. Yo le hablo de nuestro reino y ella me habla del suyo. En Noruega no hay trigo...

¿Podéis imaginaros un paisaje sin trigo, una mesa sin pan?

Al igual que yo, el aya ha pasado una vida de sacrificio, sin pensar por una vez si esto era lo que verdaderamente le hacía feliz. Pero ahora que la princesa doña Kristina va haciéndose mayor, y que cada vez prescinde más de ella, se encuentra confusa y cuitada. Yo trato de explicarle que la vida es así y que, en medio de ese caos de falsas ilusiones, una sola cosa se erige verdadera: el amor. Todo el resto es la nada, un espacio vacío.

Sobre todo le digo que haga lo que su corazón le dicte, que se dedique a disfrutar de la vida, que se aferré a ella y no la desprecie simplemente por ser mayor y pensar que le queda poco por vivir. Yo en Castilla no supe disfrutar de la mía...

En cuanto a la princesa, os diré que sigue muy preocupada con el asunto del brazo. Ya la han visto todos los médicos del reino y ninguno sabe darle una solución. Pero su natural amabilidad y su vivaz alegría la llevan a seguir haciendo su vida, a salir de su habitación y a mostrarse cariñosa con todos, ¡qué dulce criatura! Pero intuimos que está triste. El aya y yo hemos empezado a pensar que no se trata de una dolencia física, sino mental, esas que no se curan con medicinas, sino con palabras. Atentamente se despide,

El arzobispo de Toledo

P.S. Ayer se me pasó por mientes que le viera un médico español. Que nadie me oiga, pero los de aquí son muy ignorantes.

Cuando el rey terminó de leer la carta, la dobló y la metió en el sobre. Quedó un rato cavilando, algo molesto por lo que acababa de leer (¿qué es lo que parecía decir esa posdata? ¿quién era el arzobispo para insinuar que doña Kristina era una enferma de espíritu?); en ese momento, entraba don Juan, seguido de los escribanos de la cancillería, con el listado de asuntos a tratar en las primeras Cortes de 1252.

Comenzó a hablar y lo que sucedió a continuación fue un visto y no visto. En la mente de don Alfonso se agolparon los acontecimientos del día: primero fue un sordo malestar al volver a pensar en aquellos pies callosos que había visto bajo los cortinajes del dormitorio de su esposa por la mañana, al barruntar que el hijo que llevaba en sus entrañas no era suyo, sino del dueño de esos pies; luego irritación al pensar en las descorazadas palabras de don Remondo en lo que al fecho del Imperio respectaba; después coraje ante la reclamación de su hermano Fadrique; exasperación ante lo que acababa de leer; por fin rabia feroz y sorda al escuchar la soporífera lectura del mayordomo mayor sobre las medidas. A don Juan García, la preocupante crisis económica que atravesaba el reino le imbuía de una locuacidad desbordada, y de su boca no paraban de salir leyes y medidas, normas suntuarias, categóricas prohibiciones para atajar el lujo y la ostentación en los vestidos, límites a la exportación de vacas, cerdos, cabras, caballos y mulos.

Por fin el malestar, la irritación, la exasperación, el coraje y la rabia tomaron voz, y el rey comenzó a poner peros a todo lo que estaba oyendo: ¿y qué si la corte gastaba?, ¿qué tenían que ver las pobres vacas y los cerdos?, ¿quién era él para decirle lo que tenía que hacer? Don Alfonso sintió que una oleada de ira le recorría el cuerpo, ira que ascendía desde el estómago acompañada de insultos hacía su mayordomo, y del estómago saltó a las manos. De pronto, don Alfonso se levantó, cogió del cuello a su amigo de la infancia, lo levantó del suelo y, como ya empezaba a ser habitual en él, lo empotró contra la pared.

El ritual de leer las cartas todos los lunes mientras su mayordomo le refería los asuntos importantes del reino pasó a ser parte de la vida del nuevo rey. Lunes hilvanados en semanas, semanas que siguen a otras semanas como pasos menudos, los pasos que poco a poco fue dando don Rodrigo en Noruega para ganarse la confianza de sus gentes, sobre el rey Haakon, el Viejo, y su hijo, y que fueron agrupándose en meses, diluyéndose en años.

Y en ese lapso de tiempo, desde que don Alfonso fue nombrado rey, ocurrieron muchas cosas en el reino castellanoleonés. Doña Juana regresó a su condado de Ponthieu, donde se volvió a casar. Don Fadrique quedó marcado para siempre con una cicatriz en el labio, y a finales del 1253, después de nueve meses de insoportable preñez, nació en las cocinas del alcázar (pues éste fue el lugar escogido por la madre para dar a luz), la infantilla doña Berenguela, primera hija legítima del rey don Alfonso X (o, al menos, eso juró doña Violante).

Ese mismo día, aproximadamente la mitad de la comunidad de monjas de las Huelgas, después de haberle plantado cara a la abadesa doña Inés Laynez, abandonó el monasterio para instalarse en otro convento de Burgos. Decían que no podían seguir bajo el mando de una abadesa que no sólo había perdido la fe, sino que no les permitía rezar ni seguir su propia vida de meditación y entrega a Dios. No querían entrar en detalles, pero advertían que la rutina de la abadía se había alterado, y que lo que ahí estaba ocurriendo podía llegar a tener serias consecuencias en el futuro.

Mientras tanto, tal y como había anunciado el mayordomo real, la subida del clan de los Lara y la caída del de los Haro trajo consigo la deserción de todos los nobles partidarios de éstos, que fueron a unirse al rey de Aragón. Don Enrique, a quien el rey había reclamado los privilegios otorgados por don Fernando III rompiéndolos en público por su propia mano, no perdió tiempo alguno en ponerse en contacto con ellos. Con la adhesión a la causa de los sublevados, don Enrique esperaba no sólo vengarse de Alfonso sino también recuperar las donaciones anuladas. En la corte aragonesa de Jaime I había conocido a la hermana de doña Violante, Constanza. Era ésta una princesa de singular hermosura, y, con el objeto de casarse con ella, don Enrique se empecinó en convertirse en rey. De entre los distintos reinos peninsulares que podían ser objeto de su plan de conquista, escogió el de Niebla, un reino todavía independiente pero sometido a Castilla y digno de la alcurnia de su prometida. Para ello se dedicó a reclutar tropas por toda Castilla. La refriega entre los dos ejércitos tuvo lugar en los alrededores de Lebrija; finalmente, ante la llegada de tropas de refuerzo en apoyo de Alfonso X, don Enrique se vio obligado a huir y exiliarse en Túnez.

Algunas veces, en las sobremesas del mediodía, doña Violante dirigía una mirada penetrante a su esposo, y al cabo de un rato, le preguntaba: ¿Nunca habéis sentido ganas de matar a nadie? Con los años, a medida que iba madurando, había ido ganando confianza en sí misma. Tenía un carácter firme y no se amedrentaba cuando se trataba de defender sus derechos y los de su esposo y de conseguir lo que se proponía. Ya no tenía pudor alguno en mostrar su cuerpo peludo, y, sin que ella lo supiera, los cortesanos y las gentes del pueblo llano comenzaban a llamarla «la Cerda». ¿Ganas de matar?, contestaba Alfonso X. Pues claro. Muchas. Todo el mundo tiene alguien a quien matar. La Cerda alargaba el pescuezo: ¿A quién? No lo sé, respondía don Alfonso, a mi hermano Enrique, por listo, a mi hermano Fadrique, porque siempre anda tramando algo en mi contra, a don Diego López de Haro... ¡No!, le cortaba ella, todos ésos ya están fuera de peligro, me refiero a los que son una amenaza actual. El rey reía, y el juego solía terminar cuando entraba el camarero mayor con la bandeja de los postres.

Pero en torno a comienzos de 1254, una tarde, don Alfonso empezó a percatarse de que el juego era cada vez más insistente, y que doña Violante quería nombres concretos y motivos exactos. Ese día venía de una reunión con los representantes de las ciudades, agotado, de mal humor; a pesar de las disposiciones de las Cortes de Sevilla de dos años atrás, los nobles insistían en que persistía la escasez de productos y que los pocos que circulaban eran carísimos.

—¡Los mataría a todos! —entró vociferando.

Doña Violante se quedó inmóvil.

—¿Por qué? —le preguntó.

—¡Ahora dicen que hay que derogar las normas que regulan el sistema de precios fijos y que...!

El rey sabio miró a su esposa y, de pronto, calló. Si en un principio aquel juego de matar con el pensamiento le hizo gracia, e incluso le pareció una manera de confabularse con ella, ahora no le gustaba ni un pelo. Últimamente, recelaba de la ansiedad que mostraba doña Violante, del tono de su voz, de la escrupulosa atención que ponía al escuchar los «motivos para matar», del hecho de que últimamente hubiera empezado a anotar los nombres que le daba. Un día, don Alfonso cometió la imprudencia de mencionar el nombre de Conrado IV de Hohenstaufen, y de decir que, muerto él, sólo quedaría Guillermo de Holanda como candidato al Sacro Imperio romano germánico. En esta ocasión, doña Violante no hizo comentario alguno y se quedó pensativa.

Los días posteriores no insistió en seguir con el juego; acababa de enterarse de que estaba grávida de su segundo hijo, y el rey se sintió aliviado pensando que ya tenía algo mejor en que ocupar su cabeza.

No mucho después de un periodo en el que don Alfonso estuvo ausente de la corte, llegó a sus oídos una noticia escalofriante: el hijo de Federico y heredero inmediato del Sacro Imperio romano germánico, Conrado IV, había muerto. Algunos decían que acababa de ser excomulgado por el Papa, y que el disgusto le había matado. El caso es que después de tomar un suculento guiso de gamo, al parecer envenenado, se había sentido mal. Se acostó en su lecho y ya no se volvió a levantar. Nada más oír la noticia, don Alfonso, perturbado, fue a buscar a doña Violante.

Cuando se acercaba la hora de almorzar, ésta solía andar por las cocinas supervisando la comida. Frente a tres o cuatro cocineras gruesas, le increpó: Ya lo sabíais, ¿verdad? Y ella, imperturbable: Bueno, pues... sí. Lo sabías y no me dijiste nada. Debí de hacer caso a ese primo vuestro que, ya antes de casarnos, me advirtió de cómo erais. Ella respondió con descaro: No tengo que pediros permiso a cada paso que doy, soy la reina. ¿Permiso?, inquirió él. Permiso, dijo ella. Y agregó: permiso para decidir que hoy se come cabrito asado.

Sólo entonces don Alfonso se dio cuenta de que no hablaban de lo mismo. Clavó la mirada en la reina: No me refiero al cabrito, sino a Conrado IV. ¿Fuisteis vos quien lo mandasteis envenenar? Doña Violante permaneció en silencio durante unos segundos y entonces tuvo un acceso de risa, se atragantó y casi se ahoga, y las cocineras tuvieron que darle un vaso de agua.

Al día siguiente, todos le echaron en cara al rey que anduviera hostigando a doña Violante cuando estaba grávida.

Mientras tanto, durante todo este tiempo, seguían llegando cartas de Noruega. Cartas que al nuevo rey le llenaban la cabeza de pájaros imperiales. Por lo que explicaban estos correos, astutamente, don Rodrigo había ido hablándole al rey Haakon de Castilla y León y de su rey Alfonso X, presentándole como el más excelso de los reyes que son y fueron nunca en los tiempos dignos de memoria. También le había hablado del extraordinario trigo de estas tierras, mucho mejor que el de Inglaterra, del ambiente cultural y religioso que se estaba fraguando en la ciudad de Sevilla y, sobre todo, de los magníficos físicos con que contaba la ciudad, que tan útiles serían para tratar la misteriosa dolencia de su hija doña Kristina.

Todo esto lo contaba en una de las cartas. También contaba que él y el aya Kanga habían plantado juntos unos ciruelos junto al Haakonshalle y que eran felices viéndolos crecer, porque:

... ahora me doy cuenta, mi señora, de que no he «vivido» mi vida, de que ésta pasó frente a mis ojos sin que yo supiera reconocerla. Porque, y perdonadme de nuevo, la distancia me convierte en un hombre osado e indiscreto, ¿éramos felices nosotros, cuando charlábamos a la sombra de los ciruelos en la corte de Valladolid?

Don Alfonso tuvo que volver a leer esta última frase: «¿éramos felices nosotros?».

Nunca lo supe (ni lo sabré), como tampoco supe qué sentimientos albergaba vuestro corazón, demasiado duro y ceñido entre las costillas para bombear la sangre. Ahora me doy cuenta de que fui posponiendo mi existencia para otra vida. ¿Esta? Tal vez.

Hasta el último párrafo de la carta, no anunciaba la ansiada noticia: don Rodrigo había logrado convencer al rey noruego de que enviara una embajada a Castilla. Acababa de salir y, según sus cálculos, llegaría a Castilla en la primavera de 1256.

Tan sólo unos meses después de recibir tan buenas nuevas, llegó a oídos del rey un suceso impactante: acababa de morir Guillermo de Holanda, el otro pretendiente al trono imperial, acababa de morir, dejando así abierto el campo a nuevos candidatos y comenzando el periodo del Interregnum.

A Alfonso X la noticia le dejó sin saber qué hacer. Pero un tiempo después, comenzó a mirar con otros ojos al fecho del Imperio. Sin quererlo, se encontraba preguntándose quién sería ahora el candidato, y en su pecho renacía la esperanza. Entre los Hohenstaufen herederos directos quedaban sólo dos posibilidades: Manfredo, hijo ilegítimo de Federico II, y Conradino, hijo del difunto Conrado, que era todavía un niño. Ninguno de los dos tenía grandes posibilidades, eso era algo obvio, ni ante el Papa ni ante los electores alemanes, pero ¿y él?, ¿sería él el Staufen vivo con más posibilidades de acceder a la dignidad imperial?

Por primera vez empezó a darle vueltas a la idea de que si una mujer de la talla y valía de su abuela se había pasado la vida pensando en que su nieto llegaría a ser emperador del Sacro Imperio romano germánico, era por algo. También pensaba que Jaime I, el rey aragonés, había engañado a su padre entregándole a su hija. Ahora estaba seguro de que doña Violante no era virgen cuando llegó a Castilla, que tal vez la infantilla Berenguela no era de su sangre y lo que era peor..., que su esposa podía ser una asesina.