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Bergen, Noruega, ¿1217?

Monasterio de las Huelgas, Burgos, 1221

La despertó el sonido de la campana cascada que llamaba a maitines. Saltó de la cama, se hincó en el suelo con los brazos en cruz y se dispuso a rezar. Pero la gimnasia del cuerpo no conseguía oponerse a la violencia de la imaginación. Así que se puso en pie, atravesó el claustro y salió. En el huerto de los manzanos se dispuso a orinar: enganchó el pellote y la camisa entre los dientes, se bajó las calzas, plantó los pies en el suelo, dobló las rodillas y apoyó en ellas los brazos.

Orinó sobre los nabos y las cebollas de las monjas, y mientras caía el chorro tibio y consolador que quebraba la escarcha en mil pedazos, la noche volvía a su cabeza; había tenido un sueño: mar, costas escarpadas y surcadas por valles profundos y frondosos, estrechas rajaduras de montaña desde donde descolgaba la bruma, un muelle, gente, luz, el lejano zumbar del sol y de las olas..., el crujido del frío y los ojos de una mujer.

De pronto oyó un ruido, un susurro de faldas, un carraspeo de hombre, ¿quién va?, preguntó, pero no hubo respuesta.

Se dijo: qué raro, si aquí no hay hombres. Se bajó el pellote, se propinó unos golpecitos en el trasero y volvió a meterse en el claustro.

Por el pasillo, mientras se dirigía a su celda para seguir rezando, pensó que era extraño. Ella no conocía más que los páramos pelados, las dehesas de encinares y los campos de rastrojos de Castilla. Al llegar, volvió a ponerse de rodillas y pegó la cabeza al pecho como un pajarillo, pero, esta vez, un vagido ronco interrumpió sus plegarias.

Era el infante don Alfonso, al que, después de dos días alimentándose con agua azucarada, apenas le quedaban fuerzas para llorar. «Morirá si no encontramos una buena nodriza», pensó. Y antes de dirigirse a la celda abacial para soltarle a doña Sancha la mentira que había rumiado justo antes de dormirse, pensó que iría a consolarle un poco. El infantillo estaba solo en una celda, y al oír que alguien se acercaba, arrancó a berrear ferozmente. La abuela se inclinó sobre la cuna y le observó durante un rato con una mueca socarrona. Luego puso los ojos en blanco y dijo: La vida es así, niño. Hambre, guerras y pestes, sufrimientos, calamidades y privaciones de todo tipo. Así que, ea, acostumbraos. Dejad de llorar ya.

Pero el infante estaba cada vez más rojo y no dejaba de llorar.

—Para que lo entendáis, vos que no sabéis nada de la vida —agregó subiendo el tono para dominar el berrido—, todo empezó con una traición o con una arrogancia, como queráis verlo. A Adán se le prohíbe comer el fruto de cierto árbol, informándosele de que si desobedece morirá. Pero ¿qué va a saber Adán sobre la muerte, si acaba de nacer? Adán desobedece, y aun con ésas, Dios decide preservar al hombre. ¿Y sabéis por qué? —Volvió a mirar hacia la cuna—. Pues porque Dios desea «ser amado» por encima de todo. ¡Por eso!

Calló. Como el niño seguía desgañitándose, pensó que ya le contaría todo aquello de la traición y la arrogancia más adelante. Así que salió de la celda y se dirigió a la de la abadesa.

Pero doña Sancha no estaba sola. Acababa de entrar el arzobispo de Toledo y hablaba sobre la hermosa ciudad de Bergen. Doña Berenguela se quedó escuchando un rato junto a la puerta abierta.

—Lo primero que llama la atención es la luz —decía don Rodrigo con gran afectación, mientras mojaba un bizcocho en la leche—. Todo está inundado por la luz que refleja la nieve. Por la claridad. Bergen, ciudad en la que hallé el rastro de vuestra hermana, es la ciudad más grande e importante del reino noruego, centro cultural de toda la región este de Europa y puerto comercial. Durante años ha ido creciendo desde la iglesia románica de Santa María situada en una suave pendiente cuajada de rododendros, y termina en el muelle continuo con varias hileras de casas de madera a ambos lados de un pasillo común. ¡Teníais que ver qué casas más alegres y ordenadas, madre Sancha! Con vigas de madera y tejados cubiertos de turba fresca y gallinas, con florecillas en los veranos húmedos, distribuidas alrededor de un patio, junto a un granero, a los establos y a los rediles para las cabras, sin murallas alrededor pero adosadas por verjas de madera; no como aquí, que surgen a la buena de Dios, contrahechas y retorcidas.

»Las del puerto, que son las más vistosas, hasta tienen hogar y urinarios que desaguan bajo tierra o en un canal que pasa por los callejones. Y como el agua de la lluvia se hiela al caer, las ventanas y los árboles se cubren de un polvo centelleante, y de los tejados cuelgan dentaduras de hielo. Cocina no tienen, debido al peligro de incendios, ¡como hay tanta madera por todas partes...! Pero la comida se prepara en unos barracones con un hogar más grande, situados en la parte trasera del conjunto.

—¡Oh, pero antes de todo eso contadme, contadme como hallasteis a mi hermana! —le cortó doña Sancha dando palmas—. Entonces, ¿está casada? ¿Tiene hijos? ¿Se parece a mí? No me decía nada de eso en su carta...

—Todo a su tiempo —dijo el arzobispo echando un vistazo a su cuenco vacío—. Estoy tratando de meteros en ambiente antes de hablar de vuestra hermana. Como os decía, la gente se reúne en esos barracones para comer, beber, cascar nueces y almendras o hilar y contar historias. —Miró a la abadesa—. ¿Hay más leche?

Doña Sancha se giró para tomar otra jarra.

—Lo que sí que me decía en su misiva —dijo sirviéndole un nuevo cuenco— es que en Noruega además de un infierno, sede del Fuego, también hay una sede del Hielo, y en ella habitan gigantes y unos elfos que cavan agujeros en la tierra... Y que en el conflicto entre ambas sedes, Fuego y Hielo, estaba para ellos el roce, la chispa imprescindible para el nacimiento de la vida, ¿no es hermoso?

Sí. Muy hermoso, pero los noruegos eran todavía un pueblo de bárbaros. Don Rodrigo le contó entonces que hasta que llegó el santo Olav, a principios del año 1000, la gente creía en elfos y gigantes que vivían en las profundidades del océano, enanos, troles y dragones. Figuraos que incluso hoy en día la gente sigue hablando de una vaca monstruosa, con una panza más alta que los más altos glaciares, con unas ubres de las que fluyen ríos de leche y unas patas como columnas que, según dicen, son las que sujetan el universo. Je, qué ingenuidad.

Dijo que menos mal que llegó un tal Olav Harraldsson, que había viajado mucho por Europa, para qué vamos a engañarnos ¡un pirata!, que asoló las costas atlánticas y que acabó convirtiéndose al cristianismo. Dijo que, después de morir en la batalla de Stiklestad, unos campesinos enterraron su cuerpo a orillas del Nidelva, en Nidaros, una ciudad situada al norte del reino. Junto al enterramiento surgió un manantial, y un año después, en torno al año 1030, comenzaron a surgir rumores sobre las maravillas sucedidas junto a la sepultura.

—¿Milagros? —quiso saber la abadesa.

Ciegos que recuperaban la vista con tan sólo pasarse el agua curativa por los ojos, hombres calvos a los que les crecía el cabello como si fuera hiedra, flores exóticas que crecían de las lajas de la sepultura. Hasta que el obispo decidió exhumar el cadáver en presencia de los prohombres del país. Cuando destaparon la caja, se sintió el hálito de las cebollas que había comido el día en que murió. Olav tenía la piel tersa y bronceada, y seguía tan entero y hermoso como cuando fue enterrado, con su pelo pelirrojo cubriendo el cuerpo desnudo, sin descomponer, el pene erecto y los ojos inyectados de vida. Una muchedumbre jubilosa atraída por el prodigio acudió al lugar. La incorruptibilidad del cuerpo fue entendida como un síntoma inequívoco de su santidad. Así que se metió el cuerpo en un sarcófago y se depositó en una capilla de madera que se erigió junto a la tumba, que con el tiempo se convirtió en catedral.

Doña Berenguela, que seguía escuchando junto a la puerta, carraspeó. Al verla allí, los otros se pusieron en pie. Ella caminó hacia la ventana. Fuera, se extendía la campiña burgalesa, frutales, piedra, boñigas cubiertas de nieve. Vio como salían las monjas en pequeños grupos, cada una con una tabla en la mano, rebosantes de felicidad y frío.

—Precioso el huerto de nabos y cebollas que tenéis junto al claustro —dijo para disimular que había estado escuchando.

—Lo cuidan mis monjas —dijo doña Sancha con satisfacción.

Siguió mirando por la ventana. Sin dejar de reír, ahora las monjitas posaban las tablas sobre un pequeño promontorio cubierto de nieve, alineadas como en orden de batalla. A continuación, todas a una, plantaban los traseros encima.

—Y las monjas también están hermosas. Coloradas y bien nutridas —prosiguió la reina madre, intentando no inmutarse ante el espectáculo—. No se las ve esmirriadas... ni infelices como en otros conventos.

Se oyó una voz desde fuera: ¡A la de una, a la de dos, a la de tres! Tras empujarse con los talones, las monjas se dejaban caer cuesta abajo sobre las tablas.

—Se nota que tenéis poder.

—Comen —dijo doña Sancha, que ya empezaba a sospechar algo de tanta elocuencia—. Y sí, tengo poder para «encauzar» la felicidad de mis monjas. Sólo el Papa está por encima de mí. El invierno en Burgos es durísimo y para luchar contra las ilusiones y fantasías, hay que aferrarse al juego... —Sonrió un poco—. Se me olvidaba que Dios también está por encima, claro está.

De pronto, doña Berenguela se giró hacia el arzobispo.

—Parece bonito, ese reino de Noruega... —apuntó.

—Muy bonito —dijo él—. Y aproveché para hablar con el obispo sobre nuestra cruzada contra los pueblos africanos.

Pero a doña Berenguela, el obispo y esa cruzada le daban igual.

—Pero ¿cómo es la gente? —dijo, sin encontrar otra forma mejor para llevar la conversación por donde deseaba—. ¿Cómo son las mujeres? ¿Hacen cosas que no hagan aquí?

—¡Oh, sí! —aprovechó para intervenir la abadesa—. ¡Contadnos a qué se dedica mi hermana!

—En contra de lo que pueda parecer, las gentes son muy acogedoras —dijo el otro, que también comenzaba a extrañarse de las preguntas de la reina madre—. Incluso más que en Castilla. Hombres y mujeres con el cabello como el oro y las mejillas rosadas como manzanas, vestidas con sayas rústicas y pellizas de oveja me paraban por la calle, me abrumaban con sus atenciones y me ofrecían su casa. Caminaban a mi lado descubriéndome la ciudad y los campos, hasta me nombraban las personas que vivían en las casas por las que pasábamos, sus oficios...

Se hizo un silencio. El solemne silencio de los monasterios cistercienses, no comparable a ningún otro en el mundo. Doña Sancha sirvió un tazón de leche humeante para la reina madre.

—Pero ¿adónde pretendéis llegar? —preguntó el arzobispo.

—¿Qué adonde pretendo llegar? —dijo doña Berenguela—. No entiendo vuestra pregunta.

—¿Qué pretendéis decir con eso de que «hacen cosas que no hagan aquí»...?

Doña Berenguela fue al grano:

—Esta noche soñé con una mujer que caminaba sobre unas rejas de arado enrojecidas al fuego...

—Una ordalía... —contestó él, pensativo.

En los comedores de los barracones, mientras don Rodrigo entonaba el cuerpo con una sopa caliente, alguien le había contado que, debido a la rivalidad entre las distintas facciones y a las leyes sucesorias un tanto ambiguas, en Noruega la monarquía era todavía algo raro. Hasta hacía poco, el reino se debatía en una guerra civil entre los birkebeiner y los bagler. En 1217 murieron ambos monarcas y acababa de ser elegido un tal Haakon. La que más insistía en la legitimidad de Haakon, Haakon el IV, era su madre, Inga de Varteig, que afirmaba que era hijo bastardo de otro magnate llamado Sverre, al que todos conocían de sobra por haber encabezado una banda de gandules que vivían en los bosques.

—Al parecer —prosiguió el arzobispo—, estos birkebeiner o «piernas de abedul» vivían en el bosque alimentándose de hierbas y bayas salvajes. Eran tan pobres que usaban cortezas de abedul como calzado, de ahí el nombre. Por las noches, Sverre y sus hombres bajaban a saquear la ciudad como lobos hambrientos. Se colaban por las ventanas de las casas a robar lo que encontraban, manzanas, restos de carne asada, pescado crudo, a veces incluso se metían en las camas (un «piernas de abedul» entre un hombre y una mujer) y se quedaban a dormir.

»Al difundir Inga de Varteig la noticia del origen real de Haakon, los bagler decidieron quitarse al niño del medio y comenzaron su búsqueda. Para evitarlo, un grupo de birkebeiner le recogió y lo llevó a Nidaros para esconderlo. En el trayecto, el grupo se vio atrapado por una tormenta de nieve, y sólo dos guerreros, los más destacados, continuaron el viaje, en esquís, con el niño en brazos.

Pero como la gente no acababa de creerse que Haakon estuviera emparentado con Sverre, esa misma noche, junto al muelle, Inga se había propuesto descubrirles a todos la verdad.

—Eso fue justo cuando llegué —prosiguió don Rodrigo sumergiendo otro bizcocho en la leche—. A la madre del supuesto rey, Inga de Varteig, una mujer hermosísima, se la sometió a una ordalía: para demostrar a todos que su vástago pertenecía a la estirpe regia, y que Dios estaba de su lado, se dispusieron cuatro hileras de vertederas de arado al rojo vivo en el muelle sobre las que tendría que caminar sin quemarse. Y eso fue lo que ocurrió. Ante la mirada estupefacta y los rugidos del pueblo, comenzó a bailar sobre las brasas. Tras la salva de aplausos, yo mismo fui testigo de que a la mujer no le quedó ni una sola quemadura, ni una sola llaga en los pies. Dos días después, el joven Haakon ascendía al trono como único soberano.

Doña Berenguela fue hasta la ventana. Quedó absorta, con la mirada puesta en el infinito, como ya la había visto don Rodrigo muchas veces antes.

—¿Es a eso a lo que os referíais? —preguntó éste desde la otra punta de la habitación.

Ella le hizo señas para que se acercara. Cuando lo tuvo a su lado, le susurró al oído:

—¿Vos creéis que se puede soñar con lo que nunca se ha visto...?

—No —sentenció el arzobispo, que, esbozando una sonrisa, dijo—, pero vos lleváis años viendo todo esto entre la niebla. Lleváis años rumiando este sueño, y mi visita a Bergen no ha hecho más que destapar el velo. Esta historia no es mía, sino vuestra, majestad.

La reina se quedó pensativa. Luego soltó un gritito de euforia:

—¡Pero nunca pensé en Noruega, está demasiado lejos...!

—¡Por eso mismo! —dijo don Rodrigo—. Ya tenéis el ducado de Suabia, ahora lo que os conviene es algo más al norte.

—El norte escandinavo —murmuró doña Berenguela, y notó como su corazón, habituado a la inmovilidad, comenzó a desbaratarse de un júbilo incontrolable y que sus vísceras, siempre dormidas y apretadas, gemían complacidas en su interior. ¡Eso no podía ser! Inmediatamente, tras volverse hacia la abadesa, ordenó que se cambiara de tema—: La langosta resiste, doña Sancha. Ni la lluvia, ni el fuego, ni el veneno, ni las heladas. Y por otra parte, mi nieto se deshidrata. He venido para deciros que he decidido daros sepultura en el coro y que voy a dar orden de que comiencen las excavaciones. Pero, a cambio, las monjas tienen que ponerse a rezar sin más «dilaciones».

Doña Sancha se levantó de la silla. La noticia la había puesto tan contenta que volvió a lanzársele al cuello. La otra reaccionó como siempre, es decir, quitándosela de encima.

—¿Es que vamos a pasarnos la vida olisqueándonos como perros? —exclamó doña Sancha en tono de guasa—. Deje vuestra merced que la abrace un poco, que parece usted surgida de esa sede del Hielo de la que me habla mi hermana en la carta. ¡Parece mentira que seáis una reina del sur! Cuando cambiéis de opinión y queráis besarme, ya me habré muerto. Y ya no habrá muchos que quieran abrazar a un témpano resquebrajado como vos...

En cuanto doña Berenguela salió de la estancia, la abadesa atrapó al arzobispo por un brazo, pues intentaba escabullirse sin ser visto.

—¡Esperad! —le dijo—. ¡Esperad! Me habéis contado cosas muy hermosas del reino noruego, pero todavía no me habéis dicho cómo está mi hermana..., ¿es feliz?

Don Rodrigo se planchó con la mano los pliegues de la sotana. Tenía la vista puesta en las baldosas del suelo, y parecía buscar las palabras.

—Ah, sí..., vuestra hermana doña Constanza...

Doña Sancha le miraba con arrobo, esperando ansiosamente la respuesta.

—Bueno, pues, sí, es cierto que hablábamos de vuestra hermana..., pero ¿por qué tenéis tanto interés en que vuelva vuestra hermana...? —El arzobispo se aclaró la voz—. Vuestra hermana ya no está.

—¿Se ha ido de Bergen? No me dijo que se marchaba. ¿Adónde se ha ido?

El otro sacudió pesadamente la cabeza, como si le costara trabajo moverla.

—No se ha ido. Está muerta. La carta que os envió era de despedida. Tal vez tendría que haberlo mencionado al principio...

Doña Sancha permaneció en silencio unos instantes. El corazón le golpeaba tan fuerte en el pecho que a duras penas conseguía respirar. Por fin se desplomó en la silla.

Murmuró lentamente:

—Mi única alegría... Saber que estaba bien y que era feliz... Todo este tiempo esperando a que me lo contaseis...

—Sí, la vida es así de dura, también para nosotros, los religiosos. Pero vuestra hermana está con Dios. —Y tras decir esto, volvió a encaminarse hacia la puerta con intención de salir, no sin antes lanzar la garra de su mano para atrapar el último bizcocho que quedaba sobre la mesa.

La abadesa no dijo nada más. Cuando el arzobispo volvió a entrar en su celda por la tarde, la encontró en la misma silla donde la había dejado, inmóvil.

Pero le había prometido a la reina madre que rezaría para erradicar la plaga, y por la noche, hizo de tripas corazón. No sólo se puso a rezar personalmente, hincada en la piedra del suelo, sino que también dispuso a su séquito de monjas con los brazos en cruz. Durante días y días oraron como posesas, sólo deteniéndose dos veces al día para comer. El trabajo se iniciaba al alba, con avemarías y otros rezos contundentes, y terminaba antes de la misa de la tarde con una retahíla de rosarios. Pero la noche englutía las plegarias, y, por la mañana, ahí estaban las langostas de nuevo, centelleando como maravedíes en el árido paisaje, royendo los bancos de la iglesia, trepando por los hábitos y las imágenes.

Así que cada día había que rehacer lo empezado, corregir la intensidad y la elección de los rezos, reponer las fuerzas de las monjas en un combate sordo que empezaba a parecer una lucha contra el Malvado.

Transcurrían los días y, sin dejarse abatir por el desánimo, la abadesa Sancha seguía desplegando una actividad apabullante. Asignaba padrenuestros y avemarías, vigilaba los descuidos en los rostros y las flojeras de la voz, levantaba los brazos caídos. Hasta que por fin, al decimocuarto amanecer, todos tuvieron que admitir que doña Sancha había vencido. No había una sola langosta en todo el convento y, a decir por las noticias que fueron llegando a lo largo de la tarde, tampoco en el resto del reino.

Y ese día, se produjo otra suerte de milagro. Justo después de la siesta, cuando el infante Alfonso, extenuado por la diarrea que le había producido la leche de burra, había dejado de maullar, llamó a la puerta de la abadía una mujer que dijo llamarse Urraca Pérez y haber perdido una cabra.

Vestía un paño burdo cuajado de lamparones, atado a la cintura con un cordel, y era baja (baja no, retaco), entrada en carnes, garrida, morena de tez, con el pelo como algodón en rama y las mejillas arreboladas. Tenía una mirada que era mezcla de inocencia y sagacidad, indicativa de una existencia ambigua en un mundo de cabras o de putas. Pero lo que más llamaba la atención eran sus piernas, delgadísimas en comparación con el pecho y el abdomen, tanto que resultaba casi imposible que la sostuvieran, con rodillas desnudas y carnosas. Saltaba a la vista que no tenía linaje de ningún tipo y era evidente que su sangre era todo menos azul. Pero era cariñosa y muy mansa, eso también era evidente, y para las monjitas, deseosas de acabar con todo aquel tinglado que ya empezaba a perturbar la paz del convento, era suficiente.

—Llamaba porque perdí una cabra...

—¿Una cabra, decís? Ah, sí, pues venid, a ver si está escondida por estos pasadizos...

Así que la llevaron en volandas y la hicieron pasar a la celda en la que se alojaba doña Berenguela.

Dijeron: Por fin hemos encontrado una nodriza para el infante. Comprobará vuestra merced que es alta, hermosa, rubia, sana y de una estirpe antigua y excelente, y lo que es más importante: tiene leche bastante. Y le propinaron un empujón hacia dentro.

La buena mujer quedó boquiabierta junto a la puerta, pellizcándose el delantal, los ojos redondos y duros. Doña Berenguela la inspeccionó de arriba abajo. Al acercarse comprobó que emanaba un olor penetrante a queso.

—Despechugaos —le ordenó.

Y la otra, perpleja, sin atreverse a rechistar:

—¿Yo?

Mientras se desataba el cordel de la cintura para sacar el pecho, blando, blanco como el color de su piel, buscando con los ojos por toda la estancia, se sorbió estrepitosamente los mocos y volvió a decir aquello de que ella sólo llamaba porque había perdido una cabra.

Así fue como la cabrera Urraca Pérez asumió el cargo de nodriza real.