13

Celada del Camino, Burgos, 1226

Pasaron dos o tres días durante los cuales la abuela permaneció encastillada en su habitación, tal era su disgusto. Hasta que una tarde, abrió la puerta de golpe y salió como una ráfaga de viento buscando al niño. Había decidido que saldrían de excursión a Pampliega, a cinco kilómetros de Celada del Camino, villa situada sobre un cerro que presidía la vega del río Arlazón, con un hermoso caserío circundado por una muralla románica. En el pórtico de la iglesia de San Vicente se hallaba enterrado el rey visigodo Wamba, y tenía especial interés en que el niño conociera la historia de aquel antepasado.

Lo buscó por toda la casa, hasta que finalmente oyó unas risas procedentes de la huerta.

Doña Urraca bañaba al niño, que estaba de pie en una tina metálica, haciendo intentos de agarrar las mejillas de la nodriza para besarla, riendo porque se resbalaba y caía una y otra vez de culo.

Cuando vio que su abuela venía hacia él, metió la cabeza entre las faldas de doña Urraca.

Doña Berenguela gritó:

—¡Ea, salid de ahí, niño! ¡Y poneos la saya!

Como no había manera de que el infante sacara la cabeza del regazo de la nodriza, ésta le prometió que le prepararía una merienda especial, con carne, aceitunas e higos secos, ante lo que don Alfonso acabó cediendo. Le secó, le puso la saya y, cerciorándose de que la abuela no miraba, le ciñó contra sí y le endilgó cuatro o cinco besos sonoros y húmedos. Los despidió en la puerta diciéndoles que se quedaba vigilando a la vaca del establo que estaba a punto de parir. Pero tenía las mejillas pintarrajeadas y estaba vestida muy alegre, con una saya de flores con escote de caja nada apropiada para el parto de una bestia, y a doña Berenguela le extrañó un poco. También le pareció raro que el niño la mirara con tristeza.

Montados a caballo, tomaron un atajo entre caminos de oro puro y viñedos alineados con racimos ya maduros. El infante Alfonso trotaba muy cerca de la abuela, sintiendo el calor de su carne añosa y su respiración jadeante, su olor a vieja, pero no se atrevió a abrir la boca en todo el trayecto. Tampoco ella tuvo necesidad de hablar hasta que se encontró frente a la tumba abandonada. Ahí le explicó al niño que Wamba fue el último rey que dio esplendor a los visigodos, con un reinado nada fácil, pues lo pasó casi enteramente sofocando las luchas internas de la nobleza contra la monarquía, los nobles entre sí, los católicos contra los arríanos y la población hispanorromana contra los visigodos.

Mientras escuchaba, el infante Alfonso abrió la alforja y sacó la carne asada y las aceitunas. En bajo, comenzó a contar las aceitunas, una, dos, tres, hasta que tomó una y comenzó a mordisquearla. Un poco más allá, se extendía el río, inmóvil, rayado por el sol, y doña Berenguela no paraba de hablar. Siguió explicando que una conjura acabó con el poder de Wamba. Fue engañado y envenenado, decía, y así, en ese estado, le tonsuraron, le vistieron con hábito de monje y le obligaron a renunciar a la corona.

Cuando terminó el discurso, el niño levantó la cabeza y se quedó pensativo, con la vista fija en el río. Luego escupió el hueso de la aceituna.

—Me quiero ir ya —dijo.

—Pero con vos será distinto —prosiguió ella ignorando el ruego—. Vos os convertiréis en emperador.

—La vaca está a punto de parir... Me quiero ir ya —insistió el niño.

—¡No podéis pensar más en las vacas! —farfulló la abuela al tiempo que se ponía en pie—. ¡Ni podéis vestir como un pobre! ¡Ni podéis escupir los huesos de la aceituna! ¡Ni podéis mamar de los pechos de una guarra!

Al oír esto último, el infante Alfonso se tapó los oídos.

—¡No podéis..., hay cosas que están mal...!

Él se apretó aún más las palmas contra los oídos y ella siguió hablando. Ahora desembuchaba su monólogo interrumpido sobre cómo llegar a ser emperador, Carlomagno y la noche de Navidad del 800, discurso que de tanto repetir y desvirtuar ni ella misma entendía ya. El niño no le encontraba el sentido a nada.

—Me quiero ir...

—No podéis...

Callaron. Estaban apoyados contra el tronco de un árbol, contemplando el atardecer, y, poco a poco, el silencio y los colores del cielo, el calor que subía desde el corazón de la tierra junto a aquellas palabras, «emperador», «destino», se convirtieron en la sombra de un silencio más grande, de un pensamiento más profundo. La abuela comenzó a cabecear hasta quedar dormida con la boca entreabierta, dejando a la vista los pocos dientes que tenía. El niño se quedó mirándola.

Le llamaba la atención verla dormida, el rostro surcado de grumos y arrugas, con espuma blanca en la comisura de los labios, áspera de tanta vida. Miraba las manchas amarillas y las venas abultadas de su rostro, y hasta le metió un dedo en la nariz para tocarle los pelillos, duros como púas de erizo. Luego fijó la vista en el suelo y siguió escarbando. En el silencio del campo, sólo quebrado por el piar de los pájaros y los ronquidos de su abuela (emitía un bullicio bronco, como si tuviera animales dentro de la nariz), buscaba bichos. Pero al cabo de diez o quince minutos, sintió la mirada de doña Berenguela clavada en su nuca.

—¡Qué de cositas pequeñas creó Dios!, ¿verdad? —exclamó ésta de pronto—. Las piedras, las hojas, las flores, los granos de tierra, las hormigas...Y fijaos que, creando todo eso, Dios renuncia a ser todo. La creación es renuncia por amor...

El infante Alfonso escuchaba atentamente, intentando comprender sus palabras. Preguntó:

—¿Dios creó las hormigas por amor? ¡Nadie puede amar a una hormiga...!

La abuela quedó pensando.

—La vida es así y sólo Dios, que la ha hecho, sabe por qué. Porque no creo que crease a las hormigas por egoísmo, ¿no?

De pronto, su voz subió de tono y se oyó un estruendo:

—¡No podéis seguir durmiendo en la cama de la nodriza!

El infante reculó. Aquel comentario repentino le dejó confuso.

—Ya no duermo todos los días —dijo.

—¿Ah, no?

El niño le explicó que antes iba todas las noches a la cama de doña Urraca y que ella se echaba a un lado o se ponía encima para que él chupara su leche dulce, al tiempo que le hacía cosquillas por todas partes. Pero de un tiempo atrás, había hombres en la cama de la nodriza y ahora él tenía que aguantarse en la suya. Antes de que la abuela pudiera preguntar nada más, exclamó:

—¡Mirad, un saltamontes!

La abuela giró la cabeza y se quedó observando durante un rato, atentamente. Tenía el pensamiento puesto en la cama de la nodriza, en las cosquillas y en aquellos hombres que la visitaban, pero, poco a poco, cuando su mente empezó a asimilar lo que le entraba por la vista, su corazón pegó un brinco. Con un palo hizo palanca y levantó la roca. Su estupor fue grande cuando comprobó que no sólo una langosta, sino muchas habían buscado refugio allí debajo. Las venas comenzaron a palpitarle en las sienes, gruesas como serpientes.

—Hay muchos —le dijo el infante Alfonso al percatarse de la preocupación—, por los prados también, a veces se ven nubes..., pero no pasa nada, no son peligrosos. También los creó Dios.

Regresaron a toda prisa, el niño bastante por delante, atajando a través de matas, zanjas y charcas. Cuando el infante entró en el saloncito de la casa, se encontró con un hombre que se subía los pantalones a toda velocidad junto a la nodriza. Ella, recomponiéndose el peinado deshecho y propinándole codazos en el estómago, decía:

—Vos, preguntádselo vos.

El niño volvió a salir sin decir nada y fue a sentarse junto a la higuera. Entonces el hombre salió de la casa, se le acercó, se sentó a su lado, alargó un brazo para coger un higo, lo abrió y comenzó a chuparlo de manera repugnante. Mujer de buenas ubres, dijo.

Pero el infante Alfonso no respondió. Dentro, se oía a la nodriza moviendo ollas de un lado a otro. Dice que está tu abuela por aquí, y que si se entera de que hay un hombre en la casa, nos mata a todos. Hizo una bola con las pieles del higo acabado y lo lanzó a la hierba. Preguntó: ¿No vendrá en un buen rato, verdad? El niño fijó la vista en el paisaje:

No. Creo que no. Y él: ¿Seguro? Y el niño: Segurísimo. Está contando las cosas pequeñas que Dios creó por egoísmo. Y el hombre: Pues adiós. Y volvió a meterse en la casa.

Ante el descubrimiento de las langostas, la imaginación de doña Berenguela se había disparado. Había decidido adelantar su regreso y, tan pronto llegó a la casa —tan sólo diez o quince minutos después que el niño—, subió hasta su alcoba con intención de coger sus cosas y marcharse. Desde la alta claraboya, caía un chorro de luz anaranjada. Hacía mucho calor esa tarde, pero la casa estaba fresca y olía a tierra. La olla runruneaba en el fuego y los cerdos hozaban en el patio. Mientras ascendía la escalera con la saya arremangada, acezante, nerviosa ante la idea de una nueva plaga (ya no estaba doña Sancha para erradicarla, ¿qué iba a hacer ahora?...), oyó una risa de hombre.

Lentamente se acercó hasta la puerta de la alcoba de doña Urraca para comprobar con sus propios ojos lo que ya le habían insinuado las tripas. Porque al despedir a la nodriza en la puerta, antes de irse de excursión, el hígado y los riñones le habían dicho que esa muchacha de pueblo no se había pintado la cara así para asistir a una vaca parturienta, sino que iba a verse con un hombre en su propia casa, en la casa del futuro rey de Castilla y León, en la casa del emperador de los romanos. Y esto no iba a quedar de cualquier forma. La despediría; ya no hacía falta su leche. Pero al llegar a la puerta, quedó paralizada.

La nodriza estaba allí: insolente y gorda, el cabello recogido en una cofia exactamente igual a una suya, las mejillas reventando de sangre. Fea.

Pero la que ahora tenía ante sus ojos era muy distinta a la vulgar Urraca Pérez que había intercambiado dos o tres palabras con ella: estaba de pie, buscando algo junto a un aparador, mientras que una voz masculina le hablaba desde la cama, y había algo en ella que le hacía poderosa. Vestía una camisa margomada bordada en lino, con escote y mangas con bordados de tradición morisca, exactamente igual a una que ella tenía.

La observó durante un rato. Sus pechos blancos y abundantes detonaban en la penumbra y bajo la camisa se transparentaba el nido enmarañado del pubis. En su rostro ya no estaban esas facciones pueblerinas de cabrera —o eso le pareció a ella— ni los pliegues adormecidos y tristes de la necia que había asentido a su discurso por la mañana, sino que algo en él había cobrado vida. Su rostro estaba vibrante. Doña Berenguela tragó saliva y siguió espiando.

La nodriza no barría, ni ordeñaba a las cabras, ni hacía croquetas de caldo de pollo, ni doblaba la ropa del niño, ni le daba de mamar mientras le contemplaba con arrobo. Hablaba. Simplemente eso: hablaba con un hombre que estaba tumbado en la cama. Con los brazos en jarras frente al espejo del aparador, haciendo muecas soeces, le decía: Na de besos, ni de suavidades de voz, ni de caricias, ¿comprendéis?, y acto seguido, estallaba en carcajadas compartidas por las del hombre, meneándosele los pechos y los pliegues de la tripa. Desde el aparador hablaba y reía, y se ponía a corretear medio desnuda por la habitación sin dejar de hablar: El niño tie que empezar a leer, que no se caiga al río, que no trepe por los árboles.

En silencio, temblequeante, incapaz de reaccionar, doña Berenguela se deslizó hasta la puerta de su dormitorio. Se sentía impregnada de suciedad, pero al propio tiempo, intuía que, en torno a aquella desnudez apabullante y blanca, giraba el secreto de la vida. Algo que ella, a pesar de la edad y la experiencia, no había conseguido desentrañar.

De pronto advirtió algo: apoyado contra la pared del pasillo, rígido, todavía vestido con saya de paseo, el infante Alfonso la observaba en silencio. Las miradas se cruzaron, pero ninguno de los dos dijo nada.

Cuando la abuela se fue a meter en la cama, se dio cuenta de que su ropa, varios pellotes, un manto y el barboquejo del tocado estaban tirados por el suelo. Fijó la vista en el armario. La puerta estaba abierta, y lo poco que quedaba en el interior estaba revuelto. No tocó nada. Se metió en la cama, se tapó hasta las orejas y esperó al día siguiente.

Pero con las primeras luces del alba, apareció en la casa una monja de las Huelgas. Había viajado durante toda la noche sobre una mula para hacerle llegar un recado urgente a doña Berenguela. Dijo sin resuello:

—La abadesa doña Sancha está a punto de morir; quiere veros.

Así que la reina madre salió de la casa con intención de marcharse al monasterio de las Huelgas con esa misma monja recadera, sin que nadie la viera. La plaga había vuelto y ahora se daba cuenta de que sólo ella era culpable, por no haber dispuesto ya el enterramiento en el coro de la abadesa, tal y como había prometido.

No tenía intención de despedirse, pero a punto de subir al caballo, apareció en la huerta el infante cargando con la tina de metal. Como era más grande y más alta que él, iba dando traspiés hasta que por fin consiguió depositarla en el suelo. Volvió a entrar en la casa y salió con un cubo de agua templada que se dispuso a verter, tal y como hacía doña Urraca todas las mañanas. La abuela lo observó durante un rato. Por más esfuerzos que hacía, poniéndose de puntillas o subiéndose sobre una piedra, el niño era incapaz de inclinar el cubo sobre la tina. Y la nodriza no estaba por ninguna parte...

Bajó del caballo echando pestes, le arrancó al niño el cubo de agua y vertió el contenido. Volvió a montar con intención de irse de una vez, pero justo antes de introducirse en el hueco de la entrada, se giró. El niño se había metido en la tina y la escrutaba en silencio, inmóvil.

Entonces la abuela se giró y metió espuelas. Pero de nuevo tuvo que detenerse para echarle una última ojeada. El niño, la esponja en la mano, volvía a tener la misma mirada del día anterior, cuando se cruzó con ella en el pasillo. Doña Berenguela se apeó del caballo. Dio unos cuantos pasos hasta donde estaba la tina y le arrancó la esponja de las manos. A continuación se remangó, se subió a una piedra y empinándose un poco sobre las puntas de los pies, con los muslos apoyados en el borde de la tina, el cuerpo inclinado hacia delante, comenzó a frotarle. El niño, acostumbrado a reír a carcajadas durante el baño, no se atrevió a abrir la boca.

—Eso que hizo Urraca ayer por la tarde... —dijo de pronto, mientras se dejaba zarandear—, ¿está bien?

Doña Berenguela le escrutó desde lo alto de la piedra. Siguió frotando hasta que finalmente detuvo la esponja.

—¿Eso...? ¿A qué os referís? —preguntó.

—Bueno..., me refiero a... ¿Está bien ponerse la ropa de una reina?

—No —dijo la abuela, y siguió frotando.

Mientras lo hacía —nunca antes había bañado a nadie, ni siquiera a sus propios hijos—, una sensación doméstica y amiga comenzó a invadir su ánimo, le subía por las piernas y se instalaba en sus tripas, un rumor subterráneo que se propagaba por todo su cuerpo en forma de alegría. Poco a poco, el niño comenzó a animarse, se reía tapándose la boca con la mano, luego a carcajada limpia, era una risa contagiosa, y doña Berenguela no pudo evitar que le saliera algún gallito.

¡Me gusta frotaros la espalda!, le hubiera gustado decir; pero se interponían cincuenta años de compostura y dominio de sí misma, y el comentario podría dar pie a que el niño pensase que era una abuela débil.

—La ternera está a punto de nacer —oyeron de pronto.

Era la nodriza, que venía a avisar al infante. Al verla, doña Berenguela soltó inmediatamente la esponja y bajó de la piedra.

—El niño casi se ahoga solo —dijo como si estuviera excusándose de algo.

—Sí —dijo doña Urraca sin dejar de contemplar la escena—. Eso parece...

Pero antes de que la otra pudiera refutarle nada, el chiquillo ya había salido del agua, se había puesto la camisa y la había tomado de la mano para llevarla al establo. Sin perder un minuto, doña Urraca se arrodilló junto a un primer líquido viscoso que acababa de expulsar la vaca, y hundió sus dedos sucios en los ollares de la bestia para impedirle que moviera la cabeza.

—Ya rompió aguas —anunció— y asoman las pezuñas...

La vaca estaba tumbada de costado, y a doña Berenguela, que nunca había asistido al parto de un animal, le pareció estar ante la vaca más tranquila del mundo. En sus ojos no había miedo, sino sólo soledad. El insondable abismo de soledad que muchas veces sentía ella al anochecer. Tampoco respiraba agitadamente, ni se movía más de lo habitual. Nada parecía indicar que aquella vaca estuviera en el trance de parir. El infante fue hasta el cobertizo y volvió con una soga. Doña Urraca la ató a las pezuñas de la ternera y, a la de tres, como si aquel movimiento hubiera sido ensayado miles de veces antes, como si en la maña y la destreza estuviera recogida toda la complicidad que los unía, tiraron con fuerza. El abdomen de la bestia fue extendiéndose hasta que la vagina se abrió. A continuación se oyó un chasquido, y por fin apareció la cabeza; un instante después, cayó al suelo la cría rodeada de sangre. Cuando el infante Alfonso comenzó a aplaudir, la vagina de la madre se contrajo de nuevo y volvió a abrirse. Salió un reguero espeso de sangre y, luego, como un segundo hijo, la masa viscosa de la placenta.

Doña Berenguela estaba de pie junto a la puerta y parecía una pura piedra o un árbol seco.

Cuando llegó a Burgos, tres horas después, el nudo de la ternura le apresaba la garganta como una soga.