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Corte castellana, 1204-1217

Hasta ese día de 1204, doña Berenguela había sentido el destino (o Dios, o la necesidad) suspendido sobre su cabeza como una nube. El destino era cobijo, moco, un tipo de amor; y aunque a veces era caprichoso, el destino era cómodo. Su rígido esquema mental le impedía actuar movida por nada que no fuera la fuerza de ese destino. Dios la había engendrado para ser abuela de un emperador de los romanos. La vida era fácil, no había que elegir ni que decidir. Sólo tenía que despertarse cada día, comer, trabajar y fornicar, dormir, ¡respirar!, «para ser» abuela. Pero ahora, con el empeño del Papa por acabar con la «nefanda cópula» (ésas eran las palabras literales) se extendía por todas las cosas una sensación de vaguedad y despropósito. Oía el repicar de las campanas de la iglesia vecina, y le parecía que aquel sonido era algo incomprensible; contemplaba las ciruelas en los árboles, y sentía que aquel «rojear» nada tenía que ver con la vida; veía crecer a sus hijos y nada se agitaba en su pecho.

Todo se iba al traste, sus sueños, su matrimonio, los derechos sucesorios. Y por si fuera poco, hasta que los cónyuges no se separaran, quedaba prohibido celebrar en el reino oficios religiosos, administrar sacramentos o tocar campanas, incluso los muertos permanecían en casa sin poder ser enterrados religiosamente. Sus hijos crecerían bajo la tara de la ilegitimidad, ¿qué pensaría de ella el pueblo castellano?

Por primera vez en su vida, sintió que su fe se tambaleaba.

Aconsejada por don Rodrigo Jiménez de Rada, abandonó su afición por los injertos. Arrambló con trajes y almohazas, ollas, cortinas y ciruelos arrancados de cuajo y volvió a la corte castellana de su padre dejando a su hijo mayor el infante don Fernando en León.

Una sensación de torpor volvió a arrastrarla a su puesto en el tabuco ventanero. Se trataba de un espacio abocinado con ventana aspillerada, construido en la torre del homenaje del castillo, con poyos en el grosor del muro que las mujeres de la corte utilizaban para sentarse a bordar, tocar un instrumento o simplemente charlar mientras cascaban nueces.

En los grises días posteriores a estas noticias, la reina pasaba allí el día entero. Ni dormida ni despierta, con esa especie de espantoso bienestar que encuentra uno en lo más hondo del desánimo, espiaba el entrechocar de la loza que llegaba de la cocina, a las criadas tendiendo la ropa blanca en los prados próximos al castillo, sus risas, sus conversaciones y sus amoríos con los caballerizos: la vida «fuera de ella».

Y cuando alguien le preguntaba qué hacía allí, en la ventana, erguía el pescuezo como una gallina para fijar la vista en un punto lejano del paisaje. En sus pupilas se encendía una llamita y toda ella quedaba dura, quieta durante unos instantes. Decía: Espero.

Entonces se extendía el silencio, penetraba por todas partes como una niebla espesa hasta que acababa confundiéndose con ella. Berenguela era el silencio y el silencio era Berenguela.

Al cabo de un tiempo, las criadas se dieron cuenta de una cosa: un día a la semana, su puesto en el tabuco quedaba vacío. Por la tarde salía del castillo y se lanzaba al campo con una urgencia difícil de explicar con palabras. Cruzaba los arbustos enganchándose en las espinas, hollando las flores, y por fin se montaba sobre una mula que andaba suelta por el patio de armas. Franqueaba la verja y se alejaba al trote.

Adquirió el hábito de salir todos los martes sin que nadie supiese adónde iba.

Algunos decían que se dedicaba a hacer extrañas transacciones con los campesinos, otros se empeñaban en haberla visto retozando con un hombre por los prados, incluso algunos afirmaban que se dedicaba a perseguir sus propias huellas por el campo; pero lo cierto es que todo eran suposiciones y habladurías difíciles de creer. Volvía a la hora de cenar, con restos de barro hasta en el moño, la mirada afiebrada, con desgarrones en la ropa y arañazos en las manos. Se metía en su alcoba y no volvía a salir hasta el día siguiente.

A las cinco de la mañana, abría los ojos de golpe. Decía: ella va a venir. Saltaba de la cama y trotaba por el pasillo como una perra coja para instalarse en su puesto de la ventana.

Y así un día y otro día, tiesa frente a la ventana, un mes y otro mes, sin pronunciar más que tres palabras seguidas, un año y otro año, y se pasaba la vida.

Incluso llegó a alertar al arzobispo de Toledo, que, después de haber desaparecido casi misteriosamente de la corte, había regresado por orden expresa del rey don Alfonso VIII, padre de doña Berenguela.

Corrían rumores por aquel entonces de que el poderoso califa Muhamad al Nasir, Miramamolín, como le llamaban los cristianos, estaba preparando un ejército en Marrakech para emprender una gran campaña en tierras cristianas. Con la ayuda del arzobispo, el rey castellano había logrado convencer al papa Inocencio III sobre la conveniencia de proclamar una santa cruzada contra los almohades del sur de la Península. Y mientras los monarcas peninsulares intentaban arreglar sus diferencias para unirse contra el enemigo musulmán, don Rodrigo consiguió agrupar en las afueras de la ciudad de Toledo a huestes, mesnadas y milicias, así como a caballeros cruzados reclutados en su mayor parte de Alemania, Francia e Italia, para la batalla que se avecinaba. Pero estos cruzados, hombres violentos e ignorantes, estaban acostumbrados a las tropelías y no entendían la convivencia pacífica y el intercambio de culturas que reinaba en ciudades como Toledo. Así que acababan de asaltar la judería, asalto que había ocasionado muertes y desorden.

Era un asunto sumamente delicado; don Alfonso VIII estaba vinculado afectivamente a esa judería porque había tenido una relación amorosa con una judía llamada Raquel, que vivía en Toledo, y de la que tuvo un hijo.

Pero antes de ir a darle explicaciones sobre estos hechos, el arzobispo no pudo evitar fisgonear por el pequeño huerto rodeado de altas empalizadas de cañas secas trasladado a la corte castellana. Lo que en otros tiempos había sido un vergel, era ahora un erial. Con la punta del pie levantó los terruños y los arroyos secos invadidos por las ortigas y las zarzas. Los surcos que habían hecho para plantar los ciruelos injertados se habían convertido en zanjas pedregosas y cubiertas de maleza, y los pocos frutales que quedaban se curvaban sobre sí mismos. Moribundos. Suspiró profundamente. En su fuero interno echaba de menos las conversaciones bajo los frutales, los paseos por la sombra fresca, la siesta, el olor de las ciruelas podridas, el fluir del pensamiento..., pero estaba convencido de que la felicidad era rebelión de la carne, sospecha que había que desterrar.

El diablo estaba detrás de los placeres de la vida, se escondía en las conversaciones, en la sombra, en el recuerdo de su madre, en el olor de las ciruelas injertadas y sobre todo en los senos de las criadas; y no sería él quien diera alas al diablo.

Le habían advertido de la extraña actitud de doña Berenguela en su puesto de la ventana, de su aspecto destartalado y de que estaba ausente la mayor parte del día: loca y vieja, le dijeron, como si un gran dolor le estuviera royendo por dentro. Pero al verla, el arzobispo no tuvo esa impresión. Seguía vistiendo el brial oscuro y austero de siempre, con el cordón demasiado ajustado que le resaltaba los pechos flácidos y el vientre hinchado, y tenía el cabello recogido en una cofia con crespina. Pero su rostro reflejaba una extraña luz interior, apacible, una pizca de felicidad que nunca tuvo.

—Majestad —dijo inclinando levemente la cabeza, con esa mezcla de cordialidad jovial y de indiferencia propia de las más altas jerarquías religiosas—, cuánto tiempo...

Quiso decir: ¿qué tal nuestros injertos?, pero no se atrevió. Le dio vergüenza, porque sabía que durante mucho tiempo, desde que había empezado a encargarse del asunto de la Cruzada y de la gran batalla contra los almohades, la había dejado sola en una empresa que siempre había sido de ambos. Y sobre todo era consciente de que a pesar de que había tenido varias entrevistas con el Papa por el asunto de la cruzada, no se había molestado en interceder por su matrimonio.

—Tengo entendido que pasáis los días aquí, en la ventana...

Ella se giró lentamente hasta quedar frente a él. Alzó la cabeza para mirarle. Pero era una mirada ciega, como si mirara a través de su cuerpo o no le viera en absoluto.

—Espero —dijo.

—¿Esperáis?

—Espero.

—¿Y a quién esperáis?

—Tengo barruntos.

—Barruntos... ¿Barruntos de qué?

—Ella tiene que venir en cualquier momento.

Don Rodrigo se quedó pensativo.

—¿«Ella»?

—La princesa del norte.

—Como sabéis —prosiguió el arzobispo—, los cruzados acaban de derribar los adarves de la judería de Toledo, y no os quiero ni dar cuenta de lo que ha pasado allí dentro. Vuestro padre, el rey, está enojado conmigo, piensa que en parte es mi culpa por no haber tomado las precauciones debidas, cuando, en rigor, no..., en fin. Antes de ir a verle para presentarle mis disculpas, he pensado que lo mejor sería hablar con vos. Como también habréis escuchado, vuestro esposo, el rey de León —carraspeó—, quiero decir, vuestro ex esposo, es el único que ha puesto condiciones territoriales a la unión de los reinos peninsulares contra el califa Miramamolín...

El arzobispo hizo una pausa. La reina seguía con esa mirada ciega y estaba claro que no había escuchado nada de lo que había dicho. El crepúsculo invadía la sala con una luz anaranjada. Afuera, el viento mecía las espigas de trigo.

—¿De qué norte es esa princesa? —dijo de pronto.

—Del norte. ¿Es que hay más de uno?

—Vos sois la que mejor conocéis al rey de León... —siguió el arzobispo—. Y había pensado que a vuestro padre le gustará saber que tenemos la manera de convencerle..., está tan disgustado con el asunto de la judería... Tal vez si fuerais hasta León para hablar con él... Nobles caballeros, obispos y compañas de soldados venidos de ultrapuertos esperan, como también los castellanos de las merindades, de las señorías de Villa y Tierra y de Extremadura, vascongados, navarros y los aragoneses de... —Se detuvo por un momento para coger aire y seguir hablando, pero, en ese momento, oyó:

—Estoy muy ocupada.

—¡Ocupada! —rezongó él—. Bueno..., si llamáis estar ocupada a pasar los días esperando a que... —Suspiró—. Todos nos obstinamos en esperar, pero es un absurdo. —Hizo una señal con una mano hacia la ventana—. Por ahí no va a venir nadie...

La reina rebulló. Parecía enojada.

—No avisa —dijo, y volvió a fijar la vista en un punto lejano del paisaje.

El arzobispo chasqueó los dedos e inmediatamente entró una criada que le sirvió un vaso de vino. Hizo esfuerzos sobrehumanos por no mirarla, pero sus ojos se fueron tras de ella y doña Berenguela lo notó. Estaba nervioso. Desde que salió de Toledo, había estado preparando mentalmente su entrevista con el rey. No sólo estaba en juego su reputación en el asunto de la Cruzada, sino también sus aspiraciones. Porque en aquel momento, luchaba por la primacía de la sede toledana frente a ciudades como Braga o Santiago, y el rey castellano tenía mucho que decir en aquello. Estaba seguro de que si lograba involucrar al reino de León en la batalla, el padre de doña Berenguela olvidaría el asunto de la judería.

—Estuve con Inocencio III...

—Lo sé.

—Bueno..., no comenté nada porque lo de vuestro matrimonio es una batalla perdida... —contestó mientras daba un primer sorbo al vaso de vino—. ¿Sabéis?, a veces la vida no le da a uno lo que desea, y uno espera y espera pacientemente, inventa excusas para seguir esperando e inventa ilusiones de las que alimentarse. —Fue hasta la ventana—. Pero afuera ocurren cosas. El ejército de Miramamolín pasa de los doscientos cincuenta mil hombres y no tardará en ponerse en marcha hacia Jaén y Sierra Morena. Necesitamos la unión de todos los reinos cristianos, y necesitamos que vayáis a convencer a vuestro ex esposo.

—¿Por qué desaparecisteis? —le interrumpió la reina, como si no hubiera oído nada de todo lo anterior.

El otro sintió que un escalofrío le recorría el espinazo.

—Yo también tengo mi propia batalla —dijo al cabo de un rato.

Tanto insistió don Rodrigo en aquel viaje a León que al día siguiente, después de comer, la reina dispuso un séquito de damas, escuderos, mozos de cuadra, herreros, acemileros y doncellas para hacer el recorrido desde Valladolid. Antes de salir, doña Berenguela puso sus condiciones: hablaría con su ex esposo, pero el otro tenía que conseguir que el Papa le concediera la dispensa matrimonial.

La carroza tirada por caballos avanzaba lentamente traqueteando por los caminos de baches; de vez en cuando saltaba un pedazo de tierra apelmazada, una piedra junto al casco de los caballos. El arzobispo y doña Berenguela iban acoplados entre mantas, invadidos por el sopor de la tarde, cabeceando un poco. Dejaban atrás villas y pueblos. Castroverde, Ureña, Villalpando, y los adornos dorados de los costados y los arcos de la carroza proclamaban a los cuatro vientos la importancia de sus ocupantes a los campesinos de los lugares que iban dejando atrás.

—Todos los pueblos cristianos unidos en uno —iba diciendo el arzobispo con tono monótono, casi como si estuviera dando la misa—. Será la batalla más hermosa y decisiva de la Reconquista.

—Sí, un solo pueblo —contestaba ella—, pero en cuanto el impulso de la Reconquista se debilite, cada uno por su lado a fastidiar al prójimo. Porque ése es el modo de ser del hispano: individualista y cabrón.

Pueblos y aldeas encaramados en lomas, temblando entre el calor, miserables, de adobe o cortos, pelados, larguísimos como longanizas, monasterios e iglesias, esqueletos de animales muertos, calles pobladas de malas hierbas y gentes, nubes de niños que los seguían al pasar, una mula que masticó una flor. También alguna ciudad con calles malolientes y excrementos, rodeados de ríos contaminados con los despojos de los carniceros y los desechos de los curtidores.

Dormitaban, entregándose lentamente al bamboleo de la carroza, propinándose cabezazos.

—Sé que desaparecisteis por miedo —dijo doña Berenguela de pronto—. Un día os atrevisteis a decir que yo no esperaba más que «a mí misma» junto a la ventana; pues bien, vos «huis» de vos mismo, que es mucho peor.

—Yo no tengo que huir de nadie y menos de mí mismo sencillamente porque soy libre —replicó él—. Libre y feliz. Hago lo que me viene en gana desde que me levanto hasta que me acuesto.

Ella se incorporó indignada.

—Eso es lo que vos creéis —dijo—. Todos los días os levantáis, sí, contempláis el sol elevarse sobre la llanura, inflarse para sacar al mundo de la terrible oscuridad en la que se encuentra; todos los días, mientras comenzáis a moveros, a rezar, a comer, a bostezar, a sentir «creyendo» que sois libre. Pues bien, no lo sois. No sois nadie más que el reflejo de lo que «otros» esperan que seáis. Creéis que sentís simpatía hacia el rey y hacia mí, ¿verdad? Pues no, aunque ni siquiera seáis conscientes de ello..., el rey es un estúpido arrogante y yo soy un témpano de mujer. Pero si no nos sonreís, si no nos conquistáis con vuestras mercedes, diremos que no tenéis un carácter agradable. Y vos necesitáis tener un carácter agradable porque anheláis vender vuestra persona y vuestros servicios... Así son las cosas y así lo serán siempre; viviréis durante mucho tiempo, un día tras otro, hasta que os llegue la muerte. Y lo peor de todo: llegará la muerte, el Juicio Final, y ni siquiera os habréis dado cuenta de todo esto que os estoy contando. Estaréis ante el rostro de Dios y ¿qué habréis tenido? Porque, vamos a ver, arzobispo de Toledo, ¿en cuántos momentos de vuestra vida habéis sido realmente feliz, eh?

Don Rodrigo estaba ofuscado.

—En much... Yo he sido y soy feliz en el sacrificio.

—No juntarán ni una hora. Una hora de felicidad para todo lo que lleváis de vida. —Doña Berenguela se quedó unos instantes en silencio. Luego añadió—: Y os diré algo más con respecto a «la espera»: tener a alguien a quien esperar es mucho más hermoso que no tener a nadie: alienta y consuela, da un sentido a la vida.

Pero a don Rodrigo no le dio tiempo a decir nada más. En ese momento, los caballos arquearon los lomos y amusgaron las orejas. La carroza se detuvo en seco y la cabeza de don Rodrigo golpeó la de la reina. El primero en salir del anonadamiento fue él (se había dado un buen golpe), porque después de un rato, doña Berenguela seguía tal y como había quedado, es decir, ligeramente inclinada hacia un lado. Sin dejar de sujetarse la cabeza, decidió echar un vistazo fuera.

Nada más salir, se encontró con una carreta atravesada en el camino. Tenía un asiento de madera forrado con una estera y un techo curvado de cañas, cubierto de lona blanca. En la parte trasera trasportaba un ingente arcón de madera con refuerzos de herraje que parecía un armario de lejos.

—¿Qué hacéis ahí en medio? —le gritó al carretero, un hombre de aspecto sucio y estrafalario, con la cara hosca y los ojos inyectados en sangre—. ¿No veis que en esta carroza viaja la reina de Castilla, doña Berenguela? ¡Dejad paso!

El carretero levantó los ojos para echar un vistazo a la carroza real, pero no contestó nada. Entonces la reina sacó la cabeza por la ventanilla.

—¿Qué lleváis ahí dentro? —le increpó.

El hombre le miró con sus ojos negros rebosantes.

—¿Que qué llevo aquí dentro? ¿Y vos me lo preguntáis? —dijo, y empuñando precipitadamente las riendas, arreó a sus mulas para ponerse en marcha—. ¡Vuestra maldita obsesión, eso es lo que llevo dentro!

La carreta se hizo a un lado, y la comitiva real prosiguió. Dentro de la carroza real flotaba un silencio helado. Nadie se atrevía a comentar las palabras del carretero, y en todo caso, a don Rodrigo le seguía molestando el golpe de la cabeza y sobre todo las últimas palabras de la reina. Poco después, en un paraje cercano a la villa de Mayorga, bajo unas nubes grandes y espesas, los caballos comenzaron a caracolear de nuevo y la comitiva tuvo que detenerse. Bajaron. El arzobispo delante y doña Berenguela detrás. No serían más de las cuatro, pero la tarde se cernía sobre ellos como una amenaza, y parecía noche cerrada. Aquel horrible arcón con aspecto de armario yacía ahora en medio del camino, solo, sin el carretero. Don Rodrigo dio dos o tres zancadas con intención de abrirlo y salir de dudas, pero al llegar hasta él, el corazón comenzó a galoparle en el pecho y detuvo el brazo. Unos cuantos metros por detrás, estaba doña Berenguela. El páramo oscuro, fresco, amarillo los envolvía. Ella le azuzó:

—¡Abridlo de una vez, arzobispo!

Así que, con la mano un poco temblorosa, don Rodrigo levantó la tapa.

De dentro salió un rumor y a continuación una masa amorfa se elevó dibujando círculos concéntricos. Eran murciélagos.

En un abrir y cerrar de ojos abrasaron el cielo con su vuelo torpe, subían y bajaban atravesando el moño de la reina y las ropas del arzobispo para volver a salir. Uñas que rasguñan, ratas de la obsesión, pájaros del miedo —decía ella—, ya están aquí, en mis ojos. Estuvo así durante un buen rato, don Rodrigo intentando sacarlos, hasta que de pronto se reagruparon, alzaron el vuelo y desaparecieron entre los árboles.

Luego ocurrió algo aún más extraño. Doña Berenguela se palpó lo que le quedaba de moño. A continuación bajó los brazos, fijó la vista en una encina, se dirigió hacia ella con determinación y comenzó a hablar.

—Lo sé —dijo—, lo sé. Sé que llegará en cuanto estemos preparados y que mi obligación es esperar. Pero es que va a tener lugar una gran batalla, una de las más importantes de la Reconquista, y me piden que vaya a hablar con mi ex esposo para que el reino de León también esté presente...

El arzobispo miraba atónito: ¡la reina hablaba con una encina! Le habían dicho que estaba trastornada, pero nadie le había dicho que sufriera alucinaciones. Al cabo de un rato, doña Berenguela volvió con el gesto grave.

—Tenemos que regresar a Valladolid —dijo.

—¿Y quién lo ha dicho? —quiso saber don Rodrigo echando un vistazo a la encina.

—Lo ha dicho ella —respondió la otra—. La princesa.

Era la primera vez que le oía nombrar a la «princesa», aunque muchos en la corte ya le habían oído hablar de una mujer alta y hermosa, una princesa del norte de suaves facciones, con el cabello rubio y ondulado. Pobre reina, realmente estaba tan mal como se decía.

—¿Y qué motivos tiene la princesa para que no vayamos a León?

—Dice que tengo que estar en mi puesto, esperándola, y que, de todos modos, don Alfonso IX, el Baboso, no va a apoyarnos en la batalla. Ya está pactando con los moros.

Don Rodrigo se paró a pensar unos minutos; podía dar marcha atrás en cualquier momento, aquéllos eran sólo instantes de confusión. Podía acabar con aquella conversación absurda que acababa de empezar, tomar a la reina del hombro, susurrarle palabras cariñosas, hacerle subir a la carroza, conducirla hasta el castillo, decirle a su padre lo que ya sospechaba éste, es decir, que su hija estaba mal de la cabeza y que sufría alucinaciones, y encerrarla en una de las dependencias.

En realidad, no era la primera vez que pasaba por una situación parecida. Ya tenía la experiencia de su madre.

Fue justo cuando él volvió de Bolonia, antes de que fuera nombrado arzobispo. La madre comenzó haciendo cosas extrañas como echar azúcar al guiso en lugar de sal, sacar a pasear a los gatos de una correa, a confundir limones con huevos, a olvidarse de adónde había ido esa mañana o lo que acababa de comer; luego del nombre de las personas (a él empezó a llamarle Diego, que era el nombre de su padre). Hasta que dejó de vestirse por las mañanas para deambular desnuda por la ciudad. Don Rodrigo, preocupado, la llevó a que la vieran los físicos.

Después de una larga exploración consistente en observar los caracteres de la orina, le dijeron que tenía al demonio encajonado en la cabeza y que había que hacerle una trepanación.

Al arzobispo, lo de perforarle el cráneo le pareció muy arriesgado, pero tanto insistieron los físicos que se acabó haciendo. Extirparon al demonio, pero ella murió en la mesa de operaciones. Su madre lo era todo para él y aquella muerte había sido el golpe más duro de su vida. Ni siquiera hoy creía haberlo superado. No había ni un solo día que no pensara en ella, que no se lamentara de que no le había visto convertido en arzobispo de Toledo, que no pensara que tenía que haberse negado a la operación. Pero ¿y si aquellos murciélagos que acababan de desaparecer entre los árboles también eran demonios?

Mientras se llevaba la mano a la cabeza (le dolía mucho y empezaba a sentir vértigos), mientras comentaba con doña Berenguela que el rey de León siempre había sido amigo de los moros, se justificó pensando que lo único que hacía era retrasar un poco el instante de enfrentarse con la verdad. No se dio cuenta de que no sentía ninguna prisa por negar nada hasta después de haber preguntado a la reina madre con naturalidad que de qué reino procedía la princesa y por qué motivo iba a venir a Castilla.

El caso es que ocurrió lo que se temía; no hubo manera de convencer a doña Berenguela de que tenían que seguir hasta León y la carroza real volvió a Valladolid. Justo antes de ponerse en marcha, don Rodrigo echó un vistazo rápido a la encina. No la encontró por ninguna parte.

En su lugar, le pareció ver una vaga figura, una sombra que se deslizaba entre los árboles.

Meses más tarde, el rey de Castilla y el arzobispo de Toledo volvían a la corte con las armaduras salpicadas de sangre e incrustadas de tierra, una masa de chatarra abollada por el triunfo de las Navas de Tolosa. En la mano, a modo de pendón, un pedazo de la tienda de Miramamolín. La gran batalla había tenido lugar en septiembre sin las huestes leonesas, ya que, tal y como había dicho doña Berenguela (¿o era la princesa?), don Alfonso IX de León, el Baboso, ya había pactado con los moros.

Poco tiempo duraron las celebraciones. Durante las noches posteriores a la victoria estuvieron pasando cosas, cosas sin conexión entre sí, pero con un destino concreto.

Como si con aquella batalla hubiera dado el gran coletazo de su vida, murió don Alfonso VIII de guisa inesperada, en la aldea abulense de Gutierre Muñoz: cuida de tu madre, le imploró a doña Berenguela en el lecho. Días después, su madre le dijo: Te nombro tutora y regente de tu hermano Enrique, el rey de Castilla. Y tan sólo veintiséis días después del fallecimiento de su esposo, la encontraron tiesa un amanecer, sentada en el tabuco ventanero del castillo, sin descomponer el gesto ni la figura, como si estuviese dormida.

Al estar muertos los padres de doña Berenguela, don Rodrigo pensó que era el momento de poner fin a toda aquella invención de la princesa. Pero por muchas vueltas que le daba, no acababa de atreverse. En realidad, no volvieron a hablar entre ellos de lo ocurrido en el paraje de Mayorga, del arcón, de los murciélagos y de la sombra que se deslizó entre los árboles, y a él siempre le quedó la duda de si todo aquello no había sido más que producto de su propia imaginación, una consecuencia del golpe en la cabeza. Así que se dejó llevar por la rutina, por el paso del tiempo, hasta que un día se dio cuenta de que, en puridad, todo el mundo en la corte hablaba de la princesa. Llegaría en cualquier momento, decían, y se esmeraban por tenerlo todo dispuesto.

Además, algunas veces, en el desasosiego febril de los insomnios, oía ruidos: un chillido profundo parecido al de los murciélagos ascendía desde una lejanía infinita, aumentaba progresivamente y lo engullía todo. En el desamparo de las noches, le consolaba pensar en lo que doña Berenguela le había dicho: tener a alguien a quien esperar es mucho más hermoso que no tener a nadie.