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Corte de León, en torno a 1200

El amor hacia Castilla cambió mucho las cosas. Mientras doña Berenguela pasaba la mayor parte de su tiempo esperando junto a la ventana, don Alfonso IX de León, el Baboso, comenzó a salir por las noches en busca de coyunda (¡una gran mujer gorda es lo que quiero!, se le oía gritar al montar sobre el caballo). Al enterarse su esposa, decidió tomar cartas en el asunto. Esas salidas, discurría fríamente, podrían llegar a «dispersarle» de sus deberes conyugales. Pero antes de hacerlo, le comentó el problema y la solución que había encontrado a su único amigo el arzobispo de Toledo.

—Lo peor es que la contención no se aprende. —Estaban en la huerta y hacían hueco en la tierra para un ciruelo que habían decidido trasplantar a una zona más soleada—. Se nace siendo contenido o, por el contrario, no se nace. Como se nace siendo mosquito o no mosquito. Y Alfonso no es contenido. No digo que sea mosquito, pero no es contenido.

Don Rodrigo Jiménez de Rada hundió las raíces del ciruelo y volvió a tapar el agujero. Quedó de rodillas, reflexionando durante un rato mientras hurgaba en la tierra. Allí, en la sombra fresca de la huerta, lejos de sus obligaciones y embebido en la actividad de injertar ciruelos, se encontraba huido del mundo. Hacía un corte en el tronco de la variedad que iba a ser injertada, introducía la yema del otro ciruelo y cubría la zona abierta con unos paños; ya estaba. Sólo tenía que esperar a que prendiera. La aparición de una hoja, plegada aún, le llenaba de asombro.

A veces, al ver un pajarillo entre las ramas sacudiéndose el agua de las alas, o cuando se ponía a pensar en su madre, con la que iba a coger higos cuando era niño, se ponía a suspirar.

Otras veces, se sentaba bajo uno de estos árboles. Aspirando el olor amargo y algo pútrido de la carne de las ciruelas aplastadas contra el suelo, comenzaba a soñar. El pensamiento fluía libre, debatiéndose entre la culpa y el deseo, y algo visceral y prohibido, duro como el músculo de una bestia, se agitaba en su interior.

Pensaba en su criada, cuando un día un pañuelo se cayó al suelo y ella se dispuso a recogerlo; por un momento quedó así, inclinada, mostrándole el inicio de su pecho. Se imaginaba a sí mismo lamiendo esos pechos turgentes, mordisqueando sus pezones deliciosos. Pero esa visión cándida (y a la vez brutal) le secaba la garganta con una angustia desconocida: el miedo caía sobre él como un depredador. Cada vez más a menudo sentía que aquella paz del huerto de los ciruelos no podía ser buena y que, tarde o temprano, tendría que poner fin a la afición.

Se limpió el sudor de la frente con la manga volante del traje y dirigió la mirada hacia arriba para encontrar el rostro de su interlocutora.

—No. Contenido no es.

Se incorporó y se sacudió la tierra del manto. Durante unos minutos, siguió el revoloteo de un abejorro entre los hierbajos.

—Los centinelas impedirán que salga —prosiguió—, pero el «desasosiego de tripas» seguirá dando vueltas por la habitación como león enjaulado.

La reina le miró con aprensión.

—No os entiendo —dijo.

—Pues es fácil —explicó él—. No me hagáis entrar en detalles... Tan sólo os diré que el hombre tiene humores exigentes, mucho más exigentes que los de la mujer.

—¿Humores?

—Sangre, flema, bilis de predominio amarilla. Eso por un lado; por otro, está el equilibrio de los elementos, «lo húmedo» con «lo seco», «lo frío» con «lo cálido», «lo amargo» con «lo dulce», ¿entendéis? Digamos que la enfermedad de vuestro esposo se debe a una desproporción, a un predominio del calor sobre el frío que acaba concentrándose en la sangre.

»En el caso del hombre, esto es algo que ocurre desde que fue expulsado del Paraíso. Por ello, el rey necesita fundamentalmente sosiego de tripas. Es su naturaleza, lo mismo que este ciruelo necesita agua y sol, ¿habéis dudado de cambiarlo de sitio para que le dé el sol? —Quebró una ramita seca y la miró—. Vuestro esposo necesita vuestro amor...

—¡Mi amor! —exclamó ella aterrada.

—Vuestro amor y vuestra disposición. ¡Dadle muestras de ellos!

Así que esa misma noche, doña Berenguela, deseosa de zanjar el asunto de una vez por todas, se dirigió a su esposo, que se estaba preparando para salir.

—Así que vais a salir, con el frío que hace...

Y quedaron un buen rato en silencio. Cuando don Alfonso, el Baboso, terminó de vestirse, ella le dijo:

—No debéis pasar más frío saliendo a estas horas. Explicadme lo que hacéis con esas mujeres moras que yo lo haré todo exactamente igual.

Pero en cuanto doña Berenguela se acostó, él volvió a salir de la habitación de puntillas. En el silencio de la noche, la reina oyó sus pasos escalera abajo y luego el galope del caballo.

—Es que yo a vos... no os veo muy dispuesta, muy «capaz» de dar en todo momento —le dijo el arzobispo al día siguiente en la huerta de los ciruelos—. Lo que os quiero decir son dos cosas. Primero, que seáis generosa de corazón. Segundo, que eso no impide que busquéis el sosiego de tripas de vuestro esposo de otro modo..., fuera de casa...

Doña Berenguela no daba crédito a sus oídos. Se acercó tanto al religioso que sintió su aliento impregnado de cebolla.

—¿Qué me estáis insinuando?

El arzobispo cogió una laya y, para no tener que mirarla a la cara, se puso a escardar la tierra.

—El universo —dijo apartando un par de piedras— es el campo de batalla entre el espíritu y la carne...Y vos, en lugar de atender a esta batalla, pasáis la mayor parte del tiempo junto a la ventana esperando absurdamente a quién sabe qué, ¿no es así?

Pero ella no contestó. En la corte se rumoreaba que a veces la reina hablaba de una dama nobilísima con rasgos nórdicos y cabellera dorada, pero que realmente se creía que no esperaba a nadie. Don Rodrigo dejó de escardar y la miró fijamente: porque las lenguas alevosas dicen...

—¿Qué dicen? —interrumpió ella.

—Dicen que en puridad os esperáis a vos misma —el arzobispo carraspeó un poco—, a la dama que os hubiera gustado ser... Bueno, pues yo os recomiendo que no lo hagáis. Esperar puede convertirse en una pasión y esa pasión puede llegar a extrañaros de la gente y en última instancia de vos misma. —Volvió a carraspear—. Pero volvamos al asunto de vuestro esposo. Lo que os estoy tratando de explicar es que el hombre tiene una naturaleza distinta a la de la mujer desde que fue expulsado del Paraíso, y que si queréis tener al rey feliz y controlado, hay que empezar por ahí, por las tripas.

—¿Y qué pasa si las putas se preñan? —quiso saber ella.

Don Rodrigo dejó caer la laya al suelo. Acababa de ver una suculenta ciruela que colgaba del árbol. La arrancó y le pegó un mordisco.

—Hijos del placer no reinan —contestó disfrutando del sabroso bocado—. Pero, mujer, ¿no veis que esto no es más que una argucia más del diablo? Combatamos al diablo con sus mismas tretas.

Así que ella misma se ocupó del asunto. En los fríos atardeceres de invierno, hacía entrar en la habitación de su esposo a mujeres de senos vibrátiles y poca sesera, vestidas con poca ropa para una noche de amor salvaje. Al amanecer, perfectamente serena y tibia, las sacaba del brazo.

Pero la cosa no resultó ser tan sencilla como parecía a primera vista. Porque si bien estaba claro que el hombre tenía humores exigentes, en lo que no cayó en la cuenta don Rodrigo es que la mujer está dotada de un afán de fisgoneo aún más exigente. Después de varias semanas, la reina empezó a darle vueltas a lo que ocurría allí dentro, sobre todo porque don Alfonso, el Baboso, se mostraba cada vez más alegre y saludable. Así que se hizo instalar una cortina en esta alcoba, detrás de la cual puso una silla.

Mientras el rey de León pasaba los que serían los mejores días de su vida, libre, despreocupado, entonando cancioncillas picantes con aquellas mujeres, contento de sentirse querido (o al menos, «atendido»), ella, la columna vertebral anclada en el respaldo del asiento, apretando un pañuelito sudoroso, se dedicaba a compartir los jadeos, las risas y las salvajes miserias de los otros dos sin mover ni un solo músculo.

Como tampoco le vibró ni un sólo músculo cuando por fin llegó la respuesta del Papa con respecto a la validación de su matrimonio. Fue el propio Jiménez de Rada quien viajó desde Toledo para entregarle la carta con el lacre papal: no concesión de la dispensa y exigencia, incluso mediante la excomunión, de la separación de los esposos.