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Valladolid, en torno a 1258

Así fue como, entre sangre, sartenes y escudillas, doña Kristina se enteró no sólo de que el rey ya estaba casado, sino de que la loca que estaba empeñada en hacerle la vida imposible era la reina, madre ya de dos hijos (Fernando de la Cerda y Beatriz), tres con ese que ella misma había sacado de su vientre. Al escuchar la noticia tuvo que sentarse —entonces, ¿qué hacía ella ahí?, ¿para qué había viajado desde Noruega? ¿para qué había renunciado a su propia vida?—, los ojos duros como los de la gallina que no pudo degollar el día anterior; pero, una vez más, no expresó una sola queja.

Sólo días después, recogiendo hierbas en el bosque con la dueña Mafalda, no pudo evitar sacar el tema. Empezaba a sentirse algo estafada y si iba a vivir entre esas gentes, reina o no, tenía que saber toda la verdad. Después de aplastar una langosta con la suela de los escarpines, lo primero que hizo es preguntar por la plaga.

—¿Plaga? ¿Qué plaga? —le dijo la criada, como si nunca antes hubieran hablado de ello, inclinándose ante un arbusto para arrancar sus frutos.

—Bueno... —titubeó doña Kristina—, hay muchos insectos por todas partes..., y vos misma me dijisteis un día que eran langostas.

—¿Lan qué...?

La princesa bajó la cabeza. A veces, pensaba que era ella la que imaginaba las cosas y que a lo mejor se estaba volviendo loca...

—Langostas. Bueno..., eso me dijisteis vos. Que desde que erais niña, había una plaga en Castilla.

—¿Yo os dije que había langostas? —dijo Mafalda lanzando unas ramas al cesto—. No lo recuerdo... En todo caso, las haya o no, ya conocéis su significado.

La princesa la miró con interés:

—No, no lo conozco.

—Muerte —sentenció Mafalda.

—¿Muerte?

—Sí, muerte; en realidad es él, el demonio, el que viene a comernos por los pies; nos come por los pies mientras dormimos, viene a comernos, empezando por los pies: para llevarnos al Infierno.

Doña Kristina quedó desconcertada.

—Tan pendiente estoy de ellas —dijo entonces— que temo desocuparme de lo que realmente es importante. Temo decepcionar al rey.

—¿Vos decepcionar al rey? —La dueña se aproximó hasta echarle su aliento fétido. Luego comenzó a renegar con la cabeza—: No, no, no, hija, no.

—Entonces, ¿vos creéis que aún desea desposarme?

—¡Pues claro! ¿No sabíais que la Cerda estaba corrupta antes de contraer matrimonio y que por eso va a repudiarla?

—¿Co-rrup-ta? —preguntó doña Kristina sin entender.

—Sucia —aclaró la dueña—. Ya sabéis...

Ante este comentario, doña Kristina vio el cielo abierto. Algo le había parecido oír a las damas de compañía sobre eso. Ahora lo entendía todo. Los engaños iban dirigidos hacia la reina y no hacia ella. Alfonso X quería repudiar a su esposa, pero el asunto era delicado y había que mantener la calma.

—Co-rru-pta —repitió.

A Alfonso X, la princesa noruega no le había decepcionado lo más mínimo; al menos sobre esto, era cierto lo que decía la vieja Mafalda. Era buena mujer, mansa, sesuda, de energía inflexible, letrada y paciente (¡qué paciencia estaba demostrando tener la pobre con doña Violante!), mucho más de lo que cabía esperar, mucho más que su propia esposa y todas las mujeres que había conocido. La noche del encuentro, flotando bocarriba en las aguas de la tina helada, mientras pensaba en doña Kristina, una gran felicidad le inundó el alma. Y, entonces, ¿qué me ocurre, por qué no bajo a cenar con ella, a charlar amistosamente y a presentarle al resto de los cortesanos?, se dijo dos o tres días después, cuando le sobrevino un extraño sentimiento, una cuchillada de debilidad y de añoranza, la borrosa conciencia de que lo que verdad deseaba era volver a su rutina anterior, al momento en que todavía esperaba a la princesa.

Lo más extraño de todo fue que a la mañana siguiente al encuentro en el altozano de Palencia, había ordenado a su mayordomo que viajara hasta Sevilla para traerle las cartas del arzobispo de Toledo que todavía no había leído. No las abrió (para qué, si ya tengo a doña Kristina aquí...), pero pasó los días siguientes entretenido en clasificarlas en montoncitos por fecha de entrada: la sola presencia del sobre lacrado con la caligrafía pomposa del arzobispo le reconfortaba más que la de la princesa.

Un día se presentó en la corte el antiguo confesor de doña Berenguela, don Remondo. Estaba alarmado por el derroche de dinero efectuado últimamente por Alfonso X para sostener la causa imperial, y se sentía en el deber de amonestarle.

El fallecimiento repentino de los otros dos candidatos (Conrado IV y Guillermo de Holanda), el apoyo de Pisa y de Marsella, la adhesión a la causa castellanoleonesa del rey de Noruega y, sobre todo, los buenos auspicios que venían de Roma le habían hecho creer a Alfonso X muy vivamente que la corona imperial estaba a su alcance. Sin embargo, de improvisto, antes de que doña Kristina llegara a Castilla, se había presentado un nuevo obstáculo: una nueva candidatura, la de Ricardo de Cornualles, hermano de Enrique III de Inglaterra.

El emperador germánico accedía a dicho cargo a través de la vía electoral. Lo que dejó a todos confusos y perplejos fue que, en poco tiempo, los electores (siete en total, cuatro de ellos destacados señores laicos y tres altos cargos eclesiásticos) llegaron a efectuar dos votaciones: en la primera de ellas, que tuvo lugar unos meses antes de la partida de la princesa noruega, salió elegido el candidato inglés con tres votos; y, en la otra, celebrada en abril de 1257, salió Alfonso X, también con tres votos. Finalmente, después de muchos chanchullos, uno de los electores que faltaba por votar, el rey Otokar de Bohemia, se pronunció a favor de Alfonso X, quedando así el rey de Castilla oficialmente elegido rey de romanos.

Entre tanto, ante esta confusión y mientras el rey castellanoleonés ya sólo esperaba su coronación por el Papa, en Castilla se estaba generando mucho malestar. Emulando al candidato inglés, que había buscado apoyos para su causa a cambio de importantes ayudas económicas, el Sabio había recabado impuestos y había gastado mucho dinero. No en vano, las convocatorias de reuniones de Cortes o de simples ayuntamientos se habían hecho cada vez más frecuentes. Y mientras Alfonso X hacía grandes planes para administrar el Sacro Imperio romano, nombrando a senescales, cancilleres, vicarios y protonotarios, entre las gentes del pueblo llano se decía que el rey era derrochador, soberbio y arrogante, y que había dejado de prestar atención a los asuntos que de verdad eran importantes para el reino.

Antes de entrar en el despacho del rey para expresarle el descontento del pueblo, así como para exponerle las ideas que tenía para remediarlo, don Remondo fue interceptado por doña Violante. Llevaba al hijo en brazos y, con la excusa de mostrárselo, le empujó hacia una de las habitaciones, y cerró la puerta con un empujoncito del pie. Luego le ofreció un refresco, que el presbítero aceptó gustoso porque venía muerto de sed.

—Mirad qué criatura de Dios —le dijo acercándole al infantillo—, ¿no es hermoso, padre?

—Mucho —dijo don Remondo acariciando su moflete peludo con la uña afiladísima del meñique.

—Se llama Sancho.

—Bonito nombre. Muy familiar.

—Sí..., es un De la Cerda, y al rey y a mí nos gustaría que fuerais el padrino.

Quedaron en silencio, don Remondo apurando el refresco, ella escrutando al hijo con su rostro hastiado, sin saber cómo empezar. De pronto, alzó la cabeza para mirar a su interlocutor.

—Quiero que evitéis que el rey me repudie por corrupta —dijo—, al menos mientras no lleguen noticias de su definitiva elección imperial. Ese matrimonio con la noruega, del que todo el mundo habla a mis espaldas, no debe celebrarse.

De pronto, la Cerda se echó a llorar. El presbítero dejó el vaso sobre la mesa.

—Ya decía yo que lo de mostrarme al infantillo era raro.

—El rey está ofuscado —gimoteó ella—. Lo de traer a esa muchacha no era más que un capricho, pero resulta que, ahora, la corte entera está encaprichada con ella.

—El capricho ya viene de lejos...

La reina explicó que había alguien mucho mejor para doña Kristina; seguro que a vos también os parece bien.

—¿Sí...?

—Don Felipe, el hermano del rey.

—¿Don Felipe? Don Felipe no puede casarse; es procurador de la Iglesia de Sevilla y, en cuanto tenga edad canónica, será elegido arzobispo.

La Cerda se limpió los mocos con la manga.

—Por eso —dijo—, por eso creo que a vos también os parecerá bien. De todos es sabido que no tiene vocación religiosa. El arzobispado de Sevilla debéis cubrirlo vos.

Don Remondo tendió el brazo para pedir que le llenaran el vaso y se quedó absorto en la contemplación del infantillo.

—La verdad —dijo— es que no está bien que un rey deje a su esposa plantada con cuatro hijos...

—Tres.

—Bueno, tres. Ahora mismo me disponía a hablar con él.

Don Remondo encontró al rey sentado junto a la mesa de su despacho, siguiendo con el dedo la trayectoria de los ríos y las líneas fronterizas de los viejos mapas de su abuela. Nada más saludarle, pasó a hablarle del descontento del pueblo con ese fecho del Imperio que a nadie importaba, y le propuso que concentrara todas sus fuerzas en la Cruzada africana, mucho más popular.

Alfonso X detuvo el dedo y alzó la cabeza para mirarle. Pero estaba claro que no había oído nada de todo lo que había dicho, porque enseguida siguió con lo que estaba haciendo.

—Con la Cruzada africana —añadió don Remondo— podríamos reconquistar para Castilla aquellas tierras de ultramar que en el pasado habían formado parte del Imperio visigodo y que vuestra abuela y vuestro padre habían deseado conquistar con tanto ahínco. Es una buena oportunidad para dar a vuestros súbditos un momento de respiro, ofreciendo a todos los participantes la posibilidad de salir de la pobreza y de la miseria con un rico botín.

Le pareció a don Remondo que ahora el rey sí escuchaba, aunque seguía recorriendo los imaginarios ríos con el dedo. Prosiguió con su discurso:

—La reconquista de antiguos y nuevos territorios en el norte de África dará, además, al Papa una clara señal de vuestra legítima voluntad de cruzado y, si os empeñáis, una mayor confianza en la selección de vuestra candidatura a la corona imperial... Por cierto —apuntó don Remondo echando un vistazo a los viejos pergaminos—, ¿qué tenéis con esa pobre princesa noruega? Primero hacéis que regrese toda la gente de su comitiva dejándola sin apoyo moral. Luego, me dicen que no habláis con ella, que no la sacáis a pasear y que se pasa el día arrinconada con las criadas, preparando su boda. De que se trata, ¿de un castigo? Yo no sé muy bien para qué la hicisteis venir, aunque sospecho que sólo para vengaros de vuestra esposa. El caso es que, si no la integráis, pronto empezará a añorar a los suyos, a pensar en Noruega...

Alfonso X levantó los ojos hacia la pared y permaneció pensativo durante unos instantes. Luego dijo:

—Desde que está aquí, el que siente añoranza soy yo...

—¿Vos? —quiso saber don Remondo—. ¿De qué?

—No sé... Desde que llegó la princesa no paro de pensar en mi abuela, en los días que pasábamos juntos en el tabuco ventanero, en las tardes de lectura, en la visita de la comitiva noruega, en los días que pasaba organizando su llegada a Castilla.

Don Remondo sonrió.

—¿Cuántos años llevabais planeando su llegada?

—Bueno... —reflexionó el rey—, si lo pienso bien, desde que dejé Celada del Camino y me incorporé a la corte, la princesa del norte siempre ha estado presente en mi vida a través de los sueños de mi abuela.

—Claro —dijo don Remondo—, ¡y quién renuncia a una querida costumbre...!

Don Alfonso le miró extrañado.

—¿Qué queréis decir?

—Quiero decir que esperar a la princesa se había convertido en una costumbre. No sólo para vuestra abuela, sino también para vos.

—¿Vos creéis que de verdad deseaba traerla a Castilla?

—Bueno... —contestó el arzobispo de Sevilla—. Sí..., pero ya os dije una vez que su verdadero desvelo no era ése. —Carraspeó—. Y en cuanto a vos, está claro que lo que añoráis es la espera.

—¿La espera?

—La espera que ahora, con la llegada de la princesa/ se ha acabado y que deja en vos el más terrible de los vacíos.

Don Remondo tomó uno de los viejos mapas y lo dejó caer.

—Lo que tenéis que hacer es animar a la pobre muchacha. Sacadla de casa. Mostradle nuestro reino para que pueda amarlo como si fuera suyo. Casarla con alguien que esté libre, vuestro hermano don Felipe, por ejemplo.

—¿Casarla con Felipe...? —dijo entonces don Alfonso X. Pero en realidad, su pensamiento seguía puesto en doña Berenguela—: El amor —dijo de pronto—: ése era el gran desvelo de mi abuela, ¿no es así? Vos lo sabéis, erais su confesor.

Don Remondo quedó en silencio. Luego asintió lentamente con la cabeza.

—Estaba enamorada del arzobispo de Toledo, ¿verdad? —prosiguió el rey—. En sus cartas...

El presbítero se llevó las manos a la cabeza:

—¡Qué barbaridad! —gritó—. Jamás se me habría ocurrido pensar en eso. ¡Dios nos libre...! A ella ese ase..., a ella el arzobispo de Toledo no le importaba lo más mínimo.

A medida que pasaban los días y se acercaba la fecha fijada para los esponsales, Alfonso X se mostraba más vivamente inquieto. Desde que don Remondo le sugirió el nombre de su hermano para la princesa Kristina, se había dado cuenta de que nunca había tenido intención de desposarla él mismo, pero ¿cómo iba a explicarle a esa criatura venida del lejano norte que ya no podía casarse con él?

Como otras veces, sin quererlo, doña Violante fue la que sacó a su esposo del atolladero mental en el que se encontraba.

—Dicen que Ricardo de Cornualles está empeñado en convertirse en emperador del Sacro Imperio —le dijo una noche, justo cuando él se hacía un hueco en la cama.

El rey la miró extrañado.

—Yo soy el emperador. Eso son bulos que corren por ahí.

—Sí —dijo ella—. Como eso de que vais a casaros con la noruega porque yo estaba corrupta cuando llegué a Castilla...

Alfonso X se rascó una oreja.

—Puerco —le insultó doña Violante.

—Puta —contestó él.

Doña Violante arrimó su cuerpo peludo al de él. Bajando la voz, pero con un aliento cálido que quemaba en su cuello, añadió:

—Me gusta, me gusta que me llaméis así.

Y se acercó aún más.

—¿Sabéis que mi padre, el rey de Aragón, anda muy sensible con todo este atentado a su hegemonía territorial que supone vuestra elección como emperador?

—Lo sé.

—Y que yo tengo gran influencia sobre él.

El rey se giró para mirarla.

—¿Qué queréis decir?

—Pues quiero decir —dijo ella— que ya es hora de que busquéis a alguien para la princesita noruega.

La noche la pasaron en charlas y consideraciones sobre el destino de los reyes y otras materias. A la mañana siguiente, el rey se presentó en la cámara de doña Kristina con tres de sus hermanos, Fadrique, Sancho y Felipe, a los que acababa de arrancar de sus lechos. Sin rodeos ni preámbulos introductorios de ningún tipo, mientras los infantes esperaban en la puerta, todavía a medio vestir y con legañas en los ojos, le dijo a la princesa que los tres estaban muy interesados en casarse con ella (con vos, pues desde que os vieron, están como hechizados, no logran conciliar el sueño) y que a ella le convenía mucho...

—Pero yo no los quiero —dijo doña Kristina con un hilo de voz, y bajó la cabeza—, os quiero a vos.

Pero el rey erre que erre, que tenía que escoger entre uno de esos tres hombres, sus hermanos, pues los tres estaban prendados de ella y, además, no podía casarse con él porque ya estaba casado y tenía cuatro hijos, que me diga, tres. La princesa permanecía inmóvil, no hablaba. El asombro la petrificaba. Con los ojos fijos en el rostro de Alfonso X, todavía parecía verle con el astrolabio, anotando la posición del sol y de la luna, acercándose a ella para abrazarla.

—Pero ¿y nuestro beso?

—¿Qué beso?

—El beso que me disteis en vuestra habitación... —A la noruega, el corazón le golpeaba tan fuerte en el pecho que a duras penas conseguía respirar. Murmuró lentamente—: No fue sólo un beso...

—¡Ah, eso! Ya se os pasará.

La princesa le miró con tristeza. Torció la cabeza para echar un vistazo a los acompañantes y dijo:

—Creí que ibais a repudiar a vuestra esposa para casaros conmigo...

—¿Quién os dijo semejante barbaridad?

Doña Kristina contestó que la dueña Mafalda, a lo que Alfonso X repuso que cómo se le ocurría creer a semejante bruja.

A continuación, sin esperar más comentarios, como si necesitara despachar aquello con la mayor celeridad, el rey comenzó a pasar revista a sus tres hermanos. Fadrique, el mayor, era un hombre intrépido y bondadoso, buen juez y excelente deportista, dijo. De ahí la cicatriz que tenía en el labio. En cuanto a Sancho, elegido para arzobispo de Toledo, era un hombre bueno y digno, oh, sí (y le palmeaba en el pecho). Y si este arzobispo no le valía, su otro hermano, Felipe, también era electo de Sevilla. Aunque, en este caso, creía que su vocación no era la de convertirse en clérigo. Le gustaba más cazar con halcones y perros, o irse al bosque a matar osos y jabalíes. Un hombre alto y ambicioso, delgado, de tez rubia, con el rostro delicado y bello. Doña Kristina escuchó todo esto con la cabeza un poco ladeada, asintiendo, y por la expresión lánguida de sus ojos verdes, el rey supo que ya no discutiría más.

Al salir de la cámara, el rey sorprendió a doña Violante con la oreja pegada a la puerta.

—¿Qué? —le increpó. Sus pupilas brillaban como las de un gato—: ¿Ha llorado?

El rey, sin embargo, tenía los ojos redondos y duros.

—No puede —contestó—. No puede llorar hasta que no pasen dos o tres días. Es demasiado pronto.

—¿Y cómo ha reaccionado?

—Ha dicho que si era mi voluntad, pues que la entendía.

—¿Que la entendía? ¡Qué memorcia! ¿Ya quién ha escogido?

—A Felipe. Los ha mirado a los tres detenidamente y luego ha dicho que, aunque a ella no le gusta ir al bosque a matar osos, escogía a Felipe.

El brillo de las pupilas de doña Violante parecía extinguirse.

—Ya —dijo—. ¿Y seguro que no se le ha escapado una lagrimita?

—Ni una sola.