Siete

Berrospe separaba y volvía a unir las yemas de los dedos de sus manos, al tiempo que examinaba de nuevo su situación. Tenía el rey acorralado y un flanco desprotegido por el que un peón insolente amenazaba convertirse en reina. El alcance de las piezas de Carrillo era superior al de las suyas, pero no quería pedir tablas para no sufrir el bochorno de que el oidor se las negase.

Con todo, se sentía mejor. Su cerebro había vuelto a su lugar y el dolor del dedo gordo remitía. La cura de apio y agua era portentosa. Se la había sugerido un sirviente japonés llegado a Sevilla, vía México, en el galeón de Manila. El único inconveniente era la frecuencia con que debía acudir a la bacinica y los escozores que le causaba el desbeber.

—Nunca os he visto beber vino ni aguardiente. ¿Habéis probado alguna vez el pulque? —le dijo a Carrillo.

—Soy abstemio, excelencia —repuso con sequedad el oidor.

Pese a que le conocía poco, Berrospe sentía afecto por aquel hombre. Le inspiraba confianza, parecía honrado y venía de familia humilde. Había nacido en Salamanca, donde su padre, un modesto mercader de paños, le había logrado enviar a la universidad, de donde salió con un doctorado en Derecho Civil. Pero su personalidad no era del todo transparente. Carrillo tenía un lado oculto que el presidente no lograba desvelar. Era reservado en sus opiniones y sólo alguna vez le había oído decir con alguna franqueza que los oidores de las Indias parecían extraídos del Antiguo Testamento, pues les atraían tanto la espada como los códigos, y que eso debía corregirse. Berrospe atribuía tal discrepancia a que Carrillo había ascendido demasiado pronto a ministro de Estado y juez de jueces, y a que, siendo letrado de nuevo cuño, sus doctrinas chocaban con las de otros más viejos.

—Hacéis muy bien —dijo Berrospe, quien no podía tomar a causa de la gota—. El vino acarrea muchos males. Y en nuestro caso, todos los habidos y por haber.

Carrillo le devolvió un gesto de curiosidad.

In vino veritas, ¿no? —dijo el presidente con retintín—. Pues no, señoría. En el vino, la mentira, las trampas y los líos con su ilustrísima. Os supongo enterado de que, últimamente, las iglesias de Santiago permanecen cerradas hasta dos y tres días por semana.

—Algo he oído. También sé que falta aceite. No me extraña. Donde todo está regulado o prohibido, todo falta y todo es caro. Eso decía mi padre, que sabía de estas cosas.

—Pero lo del vino es alarmante. Apenas hay en el Reino. Ni siquiera para decir misa, problema grave para una ciudad como Santiago. Sin vino, no hay misas. Sin misas, no hay fieles. Sin fieles, no hay plata. Y sin plata, ¿de qué comen un obispo, sus canónigos y más de un millar de curas y frailes?

Berrospe sólo tenía ojos para el peón blanco que corría como un conejo hacía la madriguera donde una varita mágica habría de convertirlo en reina, pero intentaba disimularlo con la cháchara.

—La bebida en este reino era hasta hace poco un reflejo de las gentes que lo habitan. El aguardiente hechizo o de caña, bebida de negros. El pulque y la chicha, bebidas de indios. El vino y el aguardiente de uva, bebidas de mestizos y blancos. Ahora, en cambio, todos toman lo que encuentran, porque está prohibido traer vino del Perú. Ya os podéis imaginar la razón: los vinateros andaluces no quieren competencia. Pero lo ridículo del caso es que, desde hace dos años, no llega un solo barco español a estas costas.

—Aún así, hay vino en Santiago.

—Todo de contrabando, un pasatiempo en el que han estado implicados regidores del Cabildo, funcionarios de su majestad, un fiscal y hasta un presidente. Y ahora, con la excusa de las “necesidades litúrgicas”, se han metido en el ajo hasta los curas.

—No lo puedo creer.

—Pues sería bueno que lo hicierais. En gran medida, mi pleito con el obispo se debe a su negligencia en poner coto al tráfico ilícito de vino.

Berrospe levantó un caballo y, con afectación desmedida, lo dejó caer a un costado de su rey. Con ello daba a entender a su adversario que había encontrado la solución para provocar las tablas, lo que le cambió el humor y le llevó a silbar suavemente una tonadilla que sólo interrumpió para decir:

—A lo que debo agregar que, subir a los niños a una tarima y hacerles cantar ¡guerra, guerra!, tenía un motivo muy distinto al de clamar por la muerte de los dos alguaciles.

Carrillo alzó muy despacio los párpados y se quedó mirando al presidente con la curiosidad propia de quien está punto de oír una confesión o un secreto.

—Anteayer metí en la cárcel a dos clérigos en Escuintla —dijo Berrospe y volvió a la tonadilla.

—Pero eso no se puede hacer, excelencia.

—Estaba harto de los prevengos, los requieros y los amonestos del obispo. ¿Sabíais que en Santiago no existe cárcel de clérigos?

—No, pero…

—Yo tampoco. Hasta hace unos días. ¿Y sabéis lo que dicen los clérigos, en son de guasa? Que el único castigo que reciben aquí es el amago de un pescozón.

—El sobrino del obispo los absuelve —adivinó Carrillo.

—¿Como no los va a absolver, si es el juez eclesiástico de la diócesis?

—¿Y qué habían hecho los dos que están presos?

—Pues lo que os vengo diciendo: se dedicaban al contrabando de vino. De la provincia de Chile, me cuentan. Y hasta donde he podido averiguar, también negociaban armas, jabones y telas inglesas que entran por la boca del río Tinto, en la costa atlántica de Honduras.

—Jugáis con pólvora, excelencia. El fuero eclesiástico es inviolable y enfrentarse al obispo es como pretender hablar a Dios de tú.

—Monseñor estaba avisado. Se lo había advertido varias veces.

—Lo que queráis, pero invadir la jurisdicción de la Iglesia puede causarnos problemas muy graves.

—Antes de irme a Escuintla le dije que si él no castigaba a los clérigos que se dedicaban al comercio ilícito, yo ordenaría a mis jueces entrar con alguaciles en los templos y en las viviendas de los curas, para que confiscaran la mercancía y encerraran a los delincuentes.

—¿Y qué os dijo el obispo?

—El obispo no dijo nada. Bueno, sí. Me dijo que, sin vino, es imposible conservar la fe. Es un maricón de miércoles. Sólo se mete conmigo en los sermones. Cuando se las tiene que ver cara a cara, adopta pose de mártir y hurta el bulto.

—¿Entonces?

—Fue su hijo putativo, José Sánchez, el que se puso de uñas y me soltó la filípica. ¿Quién sois vos, así me dijo, quitándome el tratamiento de mi dignidad y de mi rango, para detener a nuestros clérigos, juzgarlos, castigarlos y privarlos de sus bienes?

—Y tiene razón.

—No, señoría, no la tiene. Soy el vicepatrón real de lo eclesiástico y tengo poder para hacer estas cosas. Pero, fuera de eso, desde el momento en que el vino, las telas, las armas y otros géneros son introducidos ilícitamente en el Reino, pertenecen a su majestad.

Berrospe dio un mordisco a un tallo fresco de apio el cual le crujió entre sus dientes como si fuera granizo.

—Dense por avisados, les advertí a los dos —dijo con la boca llena—. Y agradezcan que les amonesto de palabra, y no por escrito, para que no quede constancia de esta vergüenza. Y ándese con tiento su ilustrísima en el púlpito y no conturbe al pueblo ni lo incite con sediciosas homilías. Es la última vez que os lo advierto. La próxima, os zampo en un barco y os mando de regreso a España, junto con vuestros sobrinos.

—No pudo su excelencia darle mejor excusa para que nos declarara la guerra.

—Todo tiene un límite, señoría.

—Respuesta válida, pero también para ellos.

—Son ellos los que se pasan, no yo. Ni se someten a las leyes civiles ni les gusta que les corrijan. Quieren hacer las cosas a su antojo y abusan de sus privilegios. Ahí tenéis a los jesuitas, a los dominicos, a los mercedarios. ¿Creéis que he sido capaz de sacarles un cobre en los años que llevo aquí? Las Cajas Reales, exhaustas; el comercio, muerto; la agricultura, en quiebra. En cambio ellos, viviendo como príncipes. Y Dios guarde que nadie les toque su plata.

Carrillo sacudió la cabeza.

—Es una acusación delicada, excelencia.

—Por eso no les he soltado aún los perros. Los jesuitas que rodean al Rey hubieran pedido mi cabeza. Pero ahora tengo los pelos de la mula en la mano. El lunes consignaré a esos dos curas. Y cuando tenga una sentencia en firme contra ellos, nada ni nadie salvará al obispo ni a sus nepotes del destierro.

—¿Cómo podéis estar tan seguro de que conseguiréis una sentencia favorable?

—Hablaré con los jueces.

—Eso tampoco está bien. ¿Vais de nuevo a corromper la Audiencia, después de lo que os ha costado limpiarla?

—¿Y qué queréis que haga, permitir que todos me pasen por encima?

—No, pero hay otros modos.

—Estamos aquí para sanear la justicia, no para consentir delitos. Ésta es la razón por la que expulsé de la Audiencia a los otros magistrados y de que pidiera a Madrid oidores nuevos.

—Ni el pesquisidor ni el obispo se van a quedar mano sobre mano.

—Dudo que se atrevan a intentar nada.

—Conviví con Gómez tres meses. Tiene los sesos en los talones, es capaz de cualquier cosa. Y si son ciertos los rumores que corren, lo sensato sería repartir armas y munición en los cuarteles.

—Nada de armas, señoría. No por ahora.

—¿Y si se nos adelantan?

—No lo harán. Es mucho lo que se juegan.

—Esto me huele a olla de enfermo, excelencia.

Berrospe se quedó callado unos instantes, como si hubiera perdido el hilo que enhebraba sus ideas.

—Cuando un esclavo de Tiberio —dijo al fin—, haciéndose pasar por Agripa, dispuso sublevar a sus compañeros, Tiberio le dejó hacer y permitió que el movimiento se desvaneciera, como en efecto ocurrió. A menudo, señoría, los impulsos sediciosos se calman en forma espontánea y todo se resuelve por sí solo. La prudencia es en casos así la mejor arma. O bien esperar a que los hechos, ya más claros, sugieran qué decisión tomar. La vida pública es una inquietud, y el pueblo suele aquietarse con la misma rapidez que se alborota.

A Carrillo le pareció el comentario algo pedante, si no libresco. Aquellas palabras no eran propias de Berrospe, sino de alguno de los autores cuyas obras se alineaban en la biblioteca del presidente.

—Pues yo no pienso que ese método sea aplicable aquí y ahora —comentó el oidor.

Berrospe no respondió. Tomó dos grandes sorbos de agua, se tragó el bagazo de apio y volvió la vista al tablero de ajedrez. La situación no había mejorado con el último movimiento. El rey negro parecía más protegido, pero el peón del oidor había ganado otra casilla.