Once
Poco después del toque de Vísperas, el primero que se oía en Santiago desde el entredicho, y que las iglesias tañeron con singular humildad, la puerta de doble hoja del templo de la Compañía de Jesús se abrió y bajo el tímpano rehundido y ornado con festones de estuco apareció la litera del señor obispo, especie de confesionario portátil llevado por ocho indios con correones al cuello. Le seguían varios hombres de sotana y, algo más atrás, Rosa Pacheco con los ojos vendados.
Sólo minutos antes, el jesuita que la atendía le había dicho:
«Prepárate, mujer. Van a llevarte a tu casa».
Uno de los clérigos se asomó al portillo del atrio e hizo señas a uno de los dragones que sitiaban el edificio. Desde una prudente distancia, Pedro de Eguaras ordenó a sus hombres acercarse.
Seis soldados se movieron hacia el atrio. Rosa entró en la litera a tientas y, a una orden silenciosa del clérigo que había abierto la portezuela, los indios se colgaron los correones al cuello, alzaron la silla de manos y, flanqueados por los dragones, iniciaron la marcha en dirección a la Plaza Mayor con un trote corto que tenía como propósito guardar la dignidad con que el palanquín se desplazaba cuando el obispo viajaba en su interior.
Sumida en la tiniebla, Rosa sólo escuchaba los resoplidos de los porteadores. Santiago parecía dormir, pero la venda que cubría sus ojos le causaba la impresión de encontrarse flotando en medio de ninguna parte.
A poco, los zarandeos y los brincos cesaron. Rosa escuchó unos susurros alrededor de la litera. La portezuela se abrió y una voz desconocida dijo:
—Ya puedes salir de ahí.
Rosa se apeó de la silla tanteando con reticencia el aire, pero antes de que pudiera dar un paso, varios brazos la inmovilizaron por detrás, al tiempo que alguien le tensaba la boca con una mordaza. Sobre su cabeza y sus hombros cayó un costal, pero aún tuvo alguna fuerza para mover los brazos y patear a quienes trataban de inmovilizarla, antes de que un golpe en la cabeza la hiciera perder el conocimiento.
Cuando volvió en sí, no sabía dónde estaba e ignoraba cuánto tiempo había transcurrido desde el desmayo. El sentido de la vista regresaba con lentitud, pero el del olfato se le había anticipado. El lugar donde se encontraba despedía una mezcla de olor a humedad y a sudor que le eran conocidos.
Dirigió entonces la vista a la palmatoria que había sobre una mesa, a la puerta reforzada con herrumbrosos herrajes, a las anillas que colgaban de la techumbre, y el corazón le dio un vuelco.
Aquella era la celda de torturas del Real Palacio, donde sólo tres días antes había sido flagelada por Sinesio Dueñas.