Dos

A la luz de la palmatoria de barro que llevaba en la mano izquierda, el hermano Chrisanto contaba los enfermos que dormían sobre los camastros de tablas. Los bultos no diferían de los de otros seres humanos, pero bajo las cobijas se ocultaban los chancros, los muñones, las deformaciones de manos y pies y los vendajes de las Hagas. El monje conocía a los enfermos por sus nombres, tanto como el mal que padecían, mas, a pesar de los años que había dedicado a cuidarlos, aún no lograba explicarse el repudio que despertaban. Los vecinos se crispaban como gatos si veían a alguno en la calle, le escupían, le arrojaban piedras o llamaban a los alguaciles para que lo cazaran y lo condujeran encadenado hasta la puerta del hospital de San Lázaro. En una ciudad cuyos barrios eran un monumento a la suciedad y la pestilencia, la lepra brotaba como por ensalmo y la orden hospitalaria de San Juan de Dios no se daba abasto en sus esfuerzos por sujetarla.

Concluido el conteo por la derecha, el monje hizo lo propio con los bultos que se alineaban a su izquierda y, tras comprobar que el número era el esperado, treinta y dos en total, la mayoría jóvenes menores de veinte años, sopló la palmatoria, hizo la señal de la cruz y salió del pabellón.

La noche era un cálido letargo donde bullían los insectos y Chrisanto se detuvo a observarla. Había sido un día agotador, como casi todos, que el monje había ocupado en tareas tan elementales como curar y lavar heridas, lograr que los leprosos se sintieran útiles en la carpintería o la huerta, atender el parto de una de las cincuenta burras destinadas a la alimentación de los enfermos, impartir afecto a quienes solo recibían desdén y rescatar, en la medida que esto era posible, la dignidad y la autoestima que la enfermedad y el prójimo les habían quitado.

La puerta del pabellón tenía dos grandes cerrojos que el monje corrió antes de retirarse a su celda. Y fue en ese momento que a sus espaldas escuchó una voz que susurraba:

—¡Chrisanto! ¡Chrisanto!

A poca distancia de él había un hombre sucio y desarrapado, lo que le disgustó sobremanera. La higiene era la norma básica del hospital y aquel enfermo parecía un ecce homo.

—¿Qué haces aquí fuera, a estas horas? —le increpó—. ¿Por qué no estás en la cama, como los otros?

Apenas enunciadas, ambas preguntas le parecieron capciosas, si no estúpidas. Había contado treinta y dos, estaba seguro, y treinta y dos eran los enfermos del pabellón de varones, así que el hombre que tenía ante sí sólo podía ser un intruso.

—Soy tu hermano Manuel —dijo el extraño.

—¡Manuel, Dios mío! —dijo, echándose hacia atrás el capuchón y arrojándose a los brazos de Vargas.

Las noticias corrían con celeridad en Santiago y, desde primera hora de la tarde, en el hospital se sabía del escándalo ocurrido en la iglesia de los jesuitas, de la fuga del capitán Vargas y de la agitación que se vivía en los barrios.

—No te había conocido sin barba y con esa ropa. Pero estás herido —dijo el monje al sentir una tibia humedad en el hombro izquierdo de Vargas.

—Un puntazo, no es nada.

—Siempre dices lo mismo, no es nada, no es nada. Ven para acá.

—Estoy bien, te digo. Sólo vine a pedirte un favor.

Pero el hermano Chrisanto no escuchaba. Había tomado a Vargas por un brazo y lo arrastraba hacia otro de los modestos edificios con techos de palma y paredes de adobe, fingiendo aquel suave enfado que mostraba a los enfermos cuando no se cuidaban como debían.

Vargas se dejó llevar sin oponer resistencia por aquel hombre que anteponía siempre la salud y el bienestar del prójimo a cualquier otra consideración. Chrisanto de Vargas poseía desde la cuna el don de la hospitalidad, el carisma del amor al prójimo, decía él, y lo practicaba sin esfuerzo a toda hora.

—No debiste venir —refunfuñaba—. Si alguien llegara a enterarse, no saldrías nunca de este lugar.

—Sí saldría —dijo Vargas con una tenue sonrisa—, sólo que para ir derechito al patíbulo.

El monje se detuvo a la puerta de la botica y echó mano al llavero. Adherida a la madera, tallada en yeso y sobre un campo gris, había una granada y encima una cruz, el emblema de la orden de San Juan de Dios, los monjes que administraban los seis hospitales de Santiago, entre ellos la leprosería. La mayoría de sus miembros no sabía latín ni había cantado misa. Se declaraban hermanos, porque no eran padres, como los clérigos y los religiosos. Eran austeros en el comer y el vestir, vivían en la mayor pobreza y carecían de haciendas, propiedades, ingenios de caña o molinos de trigo, pues sus ingresos provenían exclusivamente de las limosnas y las ayudas del obispado.

El hospitalario empujó la puerta de la botica y se dirigió a una mesa de piedra y unos cuencos de barro vidriado donde se maceraban unas hojas de maguey. El monje tomó una de ellas, separó con sumo cuidado el tegumento externo, una piel casi transparente, y lo colocó sobre un paño de algodón. Sacó agua de una garrafa y limpió la herida de Vargas. De un mueble extrajo un tarro con pomada de azogue, extendió una ligera capa sobre la cuchillada y la cubrió con la telilla de maguey.

—No hay nada mejor para cicatrizar una herida como ésa —dijo.

Mientras le vendaba el hombro, Vargas observaba a su hermano con expresión afectuosa. Chrisanto era igual que su madre, siempre atento a cuidar y a servir a los demás, sin mirar nunca para sí. A diferencia de otros que acudían a los conventos de Santiago para huir de la miseria, Chrisanto lo había hecho para ser más pobre. Y Vargas le había visto siempre como la personificación de la entrega y el sacrificio por los demás.

—Pasan los años y no cambias —le dijo, pensando en lo lejos que veía a su hermano de aquel otro mundo de clérigos y frailes corrompidos por la codicia y la pasión del poder.

—Soy feliz así.

—¿Rodeado de leprosos y pensando que en cualquier momento pueden contagiarte el mal?

—Tenemos un secreto aquí.

—No me lo digas.

—Vemos en cada enfermo el rostro de Cristo.

—¿Nunca tienes miedo?

El hospitalario dio una última vuelta al vendaje, arrojó la camisa ensangrentada a un canasto y descolgó un hábito de la orden que colgaba tras la puerta.

—Siempre. A todas horas. Cada mañana me pregunto si este día no será el día decisivo, en que el mal contamine mi carne y haga de mí otro leproso. Pero es más fuerte el deseo de curar esas llagas repugnantes y de posponer, hasta cuando se pueda, la fecha fatal en que esos infelices habrán de perder los dedos de una mano o se les deforme el rostro. Toma —dijo entregando a Vargas el hábito—. Ponte esto y recuéstate ahí. Tienes fiebre.

—¿Y no te inmoviliza el peligro?

—El peligro sólo inmoviliza a los que no aman. Ése es el otro secreto que tenemos aquí. El amor anula el miedo y se burla del peligro.

Chrisanto tomó una manta y cubrió con ella a su hermano.

—Ahora cuéntame, ¿qué te ha ocurrido?

Vargas le habló largo rato de su odisea. De cuando en cuando se irritaba y alzaba la voz, pero su tono iba siendo cada vez más débil. Chrisanto le escuchaba en silencio y, en ocasiones, se cubría el rostro con las manos. Su hermano repetía incidentes, se perdía en los pormenores. El relato se volvió pronto un incoherente run-rún que se iba apagando a medida que subía la fiebre hasta que, en un momento de lucidez, Vargas interrumpió su relato para decir:

—Necesito que me ayudes, hermano.

—Comprendo, Manuel, pero ahora no podría hacerlo aunque quisiera. Estás muy débil, necesitas descansar.

—No puedo quedarme aquí. Debo irme.

Chrisanto le pasó una mano por la frente.

—Ten paciencia, Manuel. Espera a que pase la noche. Ya hablaremos de eso mañana.

—Tengo que irme… debo salvar a Rosa, pero no puedo hacerlo sin tu ayuda.