Once
Rosa murió por segunda vez el día que fue violada por los alguaciles de la Audiencia. Su cuerpo amaneció cubierto de manchas oscuras y, en las semanas que siguieron, perdió por completo el apetito y el miedo se volvió insoportable. Había descubierto la razón por la cual no la habían asesinado. Querían repetir el festejo. Rosa era un dulce demasiado apetitoso como para deshacerse de él y lo querían conservar para darse de vez en cuando un capricho.
Y con absoluta impunidad. Media hora después de que los alguaciles abandonaran la panadería, apareció don Agustín Bejarano, juez de la Sala del Crimen, para levantar el cadáver de Marcos y confirmar la denuncia presentada por Urbina y Ariza, según la cual, el panadero, tras resistirse a pagar la alcabala, había intentado asesinar a Dueñas.
Por la actitud del juez y la manera con que éste conducía las indagaciones, Rosa sospechó que la justicia no estaría de su lado. Abrigaba así y todo la esperanza de que Dueñas fuese condenado por el crimen, pero los testimonios de Urbina y Ariza prevalecieron sobre los de Rosa. Ambos adujeron legítima defensa y los alguaciles salieron absueltos, sin que el juez atendiera la demanda por triple violación. En la sentencia, don Agustín Bejarano expresó su pesar por el alevoso ataque del que habían sido objeto los alguaciles y, algunos días después, el Cabildo adjudicaba a la diócesis la casa y los enseres de Marcos, en pago de las deudas que el panadero tenía con la Iglesia.
Rosa supo ese día que pedir justicia en Santiago era como hacer cruces en el agua y, desahuciada por el juez, se fue a vivir a la caballeriza que había heredado de su padre.Pero no era fácil ganarse la vida en un entorno donde decir mujer viuda era decir mujer indigente. Ciudad de mujeres solas, muchas de ellas sin padre, de monjas y madres solteras, de jóvenes condenadas a ser vientres y a ser violentadas y acosadas por quienes las sabían sin refugio ni auxilio, Santiago podía ser un jardín de las delicias para el varón, mas para las mujeres era un infierno.
Días hubo, cuando niña, en que la ciudad le había parecido un lugar maravilloso, cuando su padre la paseaba a caballo por la alameda del Calvario y las gentes les sonreían y regalaban monedas a la niña resucitada, días de procesiones, desfiles, alardes, días en que el agua gorgoteaba dulcemente en el búcaro y las camelias exhalaban sus aromas en el jardín.
Pero todo se había vuelto sucio y maloliente ahora. Rosa aborrecía su lecho, ya que el hedor no quería irse del cuarto, y le angustiaba sentarse, pues aún sentía entre sus piernas la pegajosa humedad de la noche en que había sido forzada. Comía lo justo para sobrevivir y aún lo poco que comía le causaba asco. Todo cuanto se llevaba a la boca le recordaba aquella pestilencia que la memoria se encargaba de atizar en vigilias interminables.
Lo más mortificante de todo era, sin embargo, el miedo a revivir el horror. Sólo imaginar que podía ser penetrada de nuevo por alguno de los alguaciles le quitaba el sueño. De modo que, cuando llegaba la noche, se recostaba vestida sobre la cama y permanecía despierta hasta el amanecer, con los ojos muy abiertos, una candela encendida y el puñal de tres aristas bajo la almohada.
De niña le solían decir que gozaba de una vida milagrosa. Nadie hubiera podido anticipar que, años más tarde. Rosa la Resucitada iba a vivir de milagro. Sus grandes y oscuros ojos se apagaron y, con los días, su semblante fue adquiriendo el aspecto que su apodo denunciaba.
Nadie la volvió a ver reír. Su rostro se congelo en una belleza endurecida, sin rastro alguno de dolor, pero tampoco de dulzura. Su cuerpo se espigó, sus pechos y sus caderas menguaron. Y la bellísima mujer que era se volvió un espectro de rostro afilado e inexpresivo que, pese a todo, fue adquiriendo con los días una gracia fascinante, como si haber muerto dos veces le hubiera procurado el atractivo que a otros les procuraban las vírgenes y las santas.
Hablaba poco o nada con la gente y llevaba una vida autónoma, aunque cerca de los vivos, como se decía de la vida de los muertos. Tan genuina le llegó a parecer esta verdad que más de una vez se preguntó si no sería una aparecida en vez de una resucitada.
Durante todo ese tiempo, Rosa rememoró con frecuencia los casos de docenas de mujeres agraviadas por la justicia de Santiago, en especial por el oidor Ozaeta, natural de Quito, un cincuentón rijoso y despreciable. Y pudo entender entonces que muchos maridos, hermanos e hijos de las victimas hubieran querido aplicar por su cuenta la ley del Talión. No había impulso más avasallador ni que produjera un desasosiego tan grande. El deseo de venganza era más fuerte que el dolor, el asco y la vergüenza. E insensiblemente, Rosa se fue dejando avasallar por él.
Los nobles lo llamaban restitución de la honra. Lo tenían por un derecho nativo y hasta se jugaban la vida por reivindicarlo. Pero ese mismo derecho se negaba por principio a las mujeres. Ellas no tenían honor, habían nacido sin él. Lo decían a cada poco los clérigos. Las mujeres habían deshonrado a la Creación en el jardín del Edén, clamaban en los púlpitos. La maldad se había esparcido desde entonces sobre la Tierra y, en castigo, las mujeres habían sido condenadas a someterse a los dictados de los hombres.
Cierta noche en que el deseo de morir era mayor que sus ansias de vengarse, y su miedo a ser violada otra vez, superior al de la misma muerte, Rosa salió a las calles de Santiago y camino sin rumbo hasta el amanecer. Cuando regresó a su casa, se sintió mejor, menos angustiada. Y aquel alivio impensado se tradujo en un hábito nocturno que acabaría por hacer de ella un ave insomne.Al principio, salía a las calles con su vestimenta habitual, pero, tras observar la conducta de la ronda con caballeros y nobles, dispuso que la vestimenta masculina era más segura. Los ronderos se apartaban al paso de los patricios, les saludaban sombrero en mano y hasta se ofrecían a acompañarles a sus casas. Rosa cambió entonces de ropaje, mientras aprendía a moverse entre las sombras, a escondidas de los depredadores.
Fue un remedio que palió sobremanera su pavor a quedar sola, pero aún le llevaría algún tiempo percatarse de que, más que una víctima, era una superviviente. Y sólo a base de repetírselo a diario, empezó a recuperar la confianza y la autoestima.
Su carácter la ayudó. Le venía de su padre, quien tenía un genio muy volado. Le insistió tanto en valorarse como persona, en no dejarse atropellar por nada ni por nadie, que incluso le llegó a ver en ocasiones como un enemigo más de los que él mismo la prevenía. Discutían con frecuencia. La madre de Rosa había muerto y ella era sólo una adolescente que no alcanzaba a entender las prevenciones que le hacía Luis Pacheco. Mas ahora reparaba que había sido aquella exigencia paterna lo que la había hecho fuerte. Su carácter no le permitía asumir el papel de mártir ni abandonarse a la autocompasión. Y eso sería a fin de cuentas lo que habría de salvarla.
Rosa no era ajena a los juegos. Y las salidas nocturnas la irían poco a poco arrastrando hacia el más peligroso de todos: seguir a los alguaciles de la ronda. Primero, sólo unos minutos. Después, cuando se percató de que podía hacerlo con impunidad, fueron horas. La transgresión la excitaba al extremo de esperar con ansiedad la llegada de la noche para aventurarse por las oscuras calles de Santiago.
Salía de la casa a las nueve, con las campanadas del reloj de Santo Domingo y, guiada por la mortecina luz del farol que pintaba el último de la ronda, y por el chachalaqueo y las carcajadas de los que iban delante, les seguía a los barrios de la ciudad, a sus casas, a las casas de sus amantes, a las tabernas o se apostaba en un predio vacío, entre la universidad y la Audiencia, para observar sus entradas y salidas del palacio.
Noche a noche, Rosa fue dibujando en su mente el mapa de los recorridos y los hábitos de los judiciales. Y si no otro bien, logró reemplazar el miedo de quedarse sola con el deseo de vengarse. Sólo tenía que recordar la tarde en que Dueñas y sus hombres le habían cambiado la vida para que le bullera en el pecho la sed del ojo por ojo. Y era tan violento el hervor y tan intensa la furia que su miedo se disipaba, como lo hacía ahora, mientras, agazapada a pocos pasos de la Compañía de Jesús, aguardaba pistola en mano a que su presunto seguidor asomara por alguna parte.
De tanto darle vueltas al pasado, empero, había perdido la noción del presente. Rosa no sabía qué hora era. Sinesio Dueñas debía de estar a punto de abandonar el Real Palacio y ello supondría perder un ocasión irrepetible. Dispuso entonces correr hacia la plaza, pero, cuando estaba a punto de hacerlo, alcanzó a ver frente a ella lo que parecía ser una alucinación.
De la calle lateral del colegio de la Compañía surgía una procesión de sombras, todas vestidas de negro y todas tocadas con bonetes. No iban en fila, sino a su aire, y bajo los pliegues de los manteos se podían oír roces de garrotes y objetos metálicos, como de machetes o sables.
Rosa estaba más sorprendida que asustada. Nunca antes había visto tal concentración de clérigos. Pero lo cierto era que, uno detrás de otro, iban ingresando al atrio esquinado hacia el que miraban las dos fachadas del conjunto jesuita, la del colegio de San Lucas y la del templo.
Resguardada bajo el dintel de piedra, Rosa esperó un tiempo prudencial. Podía desandar sus pasos, dar un rodeo y acceder a la Plaza Mayor por la esquina del Cabildo, pero pensó que, si no eran todavía las diez, estarían a punto de serlo y llegaría tarde al palacio. De manera que, cuando las sombras desaparecieron y el silencio volvió a la noche, enderezó sus pasos hacia la esquina de la calle Real con el fin de doblar hacia la plaza.
Pero si el insólito cortejo la había sorprendido, lo que ahora veían sus ojos la dejó perpleja. Tras el pretil que rodeaba el atrio de los jesuitas, no quedaba ni rastro del cortejo. El lugar estaba vacío y oscuro. Los clérigos, al parecer, se habían esfumado tras las paredes del colegio o de la iglesia.