Diecinueve
A la cima del cerro del Manchen se ascendía por un camino escarpado que, no obstante su angostura, permitía en algunos tramos llevar el caballo al galope. El sendero no era muy transitado y pocos lo ascendían con prisa por temor a desbarrancarse. Pero la tarde del Viernes de Pascua, Gregorio Carrillo azuzaba a su yegua monte arriba como si le fuera la vida en alcanzar un tramo de la ladera donde el emboscado camino se abría a un claro poblado de matojos. Allí se apeó del corcel, ató la rienda a un arbusto y se sentó en una piedra a medio enterrar desde la que podía observar el valle.
Bajo un rosario de pequeñas nubes, de corazón gris y bordes de color canela, Santiago esparcía sus casas de techos ocres, sus ranchos de adobes y palmas, sus desmesurados conventos y sus numerosas iglesias. Aún no se había puesto el sol, pero las arboledas comenzaban a adquirir tonos umbríos y a Carrillo se le figuró que todo a su alrededor se revestía con los atuendos de un réquiem. Así y todo, se hizo al ánimo de la espera. Había subido a sabiendas de que la cita no tenía ya mucho sentido. Sólo la insistencia de un hermano de San Lázaro le había inducido a aceptar un encuentro del que no esperaba que pudiera cambiar las cosas.
Mientras contemplaba abstraído el paisaje, Carrillo tuvo el presentimiento de estar siendo observado y, al girar la mirada en torno, comprendió el porqué de la cita en aquel lugar. Desde la espesura del bosque se podían divisar los movimientos en el claro y detectar si había llegado con gente armada.
Pero nada se movía en el calvero y, cosa de un credo más tarde, Carrillo llegaba a la conclusión de haber subido al Manchén en vano. Ejemplar remate, y ejemplar paisaje, se dijo, para un día de malogros y derrotas.
El oidor se puso de pie y se dirigió al arbusto tras el cual había dejado la yegua. Y allí, como una aparición, descubrió de pronto a Manuel de Vargas.
Le costó reconocerle. El capitán de dragones llevaba puesto el uniforme, pero se había afeitado la barba y su rostro tenía la lividez de un enfermo. Traía de la rienda un alazán de cuartos poderosos cuyos labios coqueteaban con los de la yegua del oidor y, cruzado al cinto, un sable corto de combate.
Carrillo abrió los brazos para mostrar que iba desarmado.
—Os agradezco que hayáis venido, señoría —dijo Vargas.
El oidor aceptó el saludo en silencio, mientras escrutaba la figura de aquel hombre de piernas musculosas, propias de todo hombre de a caballo, y de mirada limpia, aunque fatigada.
—Sé que os jugáis más que yo, al venir a hablar con un proscrito, así que no os haré perder tiempo. He sabido que hoy o mañana concluirá el juicio de Rosa Pacheco y que, cualquiera que sea la sentencia, será apelada ante la corte de la cual sois magistrado. Mi proposición es sencilla. Ofrezco a la Audiencia mi persona por la libertad de esa mujer. Yo maté a Sinesio Dueñas y no me exculpo por ello. Era un hijo de puta. Pero puedo cargar también con los otros dos crímenes y ser el chivo que la Audiencia necesita. Soy una salida más creíble que Rosa. Y a los ojos de la gente, será una solución más justa, pues, aun habiendo nacido en los barrios, soy un hombre del gobierno.
—Habéis pensado en todo, por lo que veo.
—Estoy seguro de que mi detención, seguida de un juicio sumario, disminuiría las provocaciones y el peligro de que la ciudad se desintegre.
Carrillo observó la expresión ansiosa de Vargas. Muy pocos comprendían el carácter sacrificial de la vida pública y el uso de la víctima propiciatoria como purgante de las impurezas sociales. No había medio más socorrido para restaurar el equilibrio social que el rito expiatorio, sacramento por antonomasia de la especie. La inmolación transmitía la idea de que los males de la comunidad serían erradicados con el sacrificio de un ser humano. Y si Vargas no lo sabía, lo intuía, al ofrecerse como una víctima más verosímil que Rosa.
Pero el oidor no estaba en condiciones de aceptar el trato.
—Es imposible, capitán. No puedo hacerlo.
—Claro que sí. Conozco lo bastante la Audiencia como para saber que es posible. Su señoría, además, tiene mano con el presidente. Lo sé porque lo he visto y lo he vivido.
El oidor no quiso decir a Vargas que había perdido esa influencia y que ahora era Luis de Esquivel el hombre más cercano a Berrospe. Al presidente le había deslumbrado el éxito del cortesano ante Gómez de la Madriz y los amotinados, y lo tenía casi por su ángel de la guarda.
—Es tarde, muy tarde —respondió Carrillo bajando la voz—. Rosa Pacheco será ejecutada el domingo. El presidente ha firmado la sentencia de muerte y el pregón se divulgará esta tarde.
Vargas se le quedó observando al oidor con la expresión de quien ha llegado tarde a una boda, pero aún así reaccionó con más serenidad de la que Carrillo hubiera esperado.
—Es igual. Todavía puede hacerse el canje, señoría. Yo estoy dispuesto a entregarme ahora mismo.
—Si os entregarais ahora, ambos seríais ejecutados. La justicia no admite errores, capitán. Así es su modo. Me avergüenza ver cómo la Audiencia trata a un hombre leal y decente como vos, pero no hay otra alternativa.
Vargas comenzó a retroceder. Había entrecerrado los ojos, y los nudillos de sus puños estaban como la cal.
—¡Malditos! —dijo en un tono que denotaba rencor y amargura—. ¡Son todos unos malditos!
Carrillo se arrepintió de haber sido tan cortante. El capitán de dragones estaba más atormentado de lo que en principio supuso y, por su aspecto enajenado y sus palabras, le pareció un hombre a punto de cometer un desatino.
—¡Esperad, capitán! —le dijo.
Pero Vargas había dejado de escuchar. Con rápidos movimientos, calzó las espuelas, montó el alazán, cruzó el claro al galope y se perdió entre los árboles del cerro.
El oidor emprendió a pie el descenso del Manchen, llevando el caballo de la rienda y el corazón encogido. Nunca en sus años de juez la impotencia le había dolido tanto. Las ilusiones que se había hecho al manipular desde las sombras un proceso que requería más astucia que inteligencia habían sido exageradas. Los intereses pesaban más que el amor al prójimo, la presunta majestad de la ley, la sed de justicia, el espíritu de concordia y otras expresiones hueras, como solían ser todas las grandes expresiones. Persuadir no era cuestión de razonar, sino de otras aptitudes de las que él carecía. Había confiado demasiado en las palabras y en la rectitud y santidad de quienes las habían escuchado. La razón del derecho era demasiado endeble ante la razón política. Quizás toda razón lo fuese. Lo había comprobado sólo dos horas antes, en la Audiencia, cuando defendía la apelación de Joseph de Larios, tras la sentencia de muerte dictada por Bejarano contra Rosa Pacheco.
—Una decisión como ésta, señorías, no es un acto judicial, es un acto de gobierno —había dicho Esquivel, invitado a la reunión por Berrospe.
—Mejor decid un asesinato legal —había replicado Carrillo.
—No soy jurista, señoría. Desconozco vuestra jerga. Pero llámese como se llame, éste es un asunto político y debe juzgarse como tal.
—Somos un tribunal de justicia, señor, no una corte de verdugos.
—Eso es verdad, pero también sois parte inseparable del gobierno político del Reino y, como tal, no podéis actuar sólo como juez, sino también como ministro.
A Carrillo le resultaba difícil imponerse al portavoz del Consejo de Indias, pero, así y todo, había intentado razonar con Esquivel.
—El juicio ha sido apresurado y espurio —le dijo—. Lo he presenciado de principio a fin. No hay pruebas ni testigos fiables. La acusación del fiscal es del todo gratuita y puedo decir sin empacho que Bejarano ha incurrido en prevaricación. Es un juez bíblico, un déspota de la toga. Sigue la ley del encaje, como decimos en Salamanca, juzga y decide según lo que le haya encajado en la cabeza. Se deja llevar por conjeturas y opiniones, y se cree inspirado por el soplo divino. Por si eso fuera poco, ha instruido el proceso en tres días. Y todo juez decente sabe que la prisa es la madrastra de la justicia.
—Debo exculparle por eso —dijo Berrospe—. Yo mismo le pedí prontitud en la evacuación del caso.
Aquella intromisión del presidente había indignado a Carrillo.
—Una conducta así es inadmisible, excelencia.
—¿Cómo os atrevéis a corregir al presidente? —se había crispado Esquivel.
—Porque estoy en mi derecho.
—¿También es vuestro derecho atosigarme para repudiar la sentencia de Bejarano? —había replicado el presidente.
—Es a la inversa, señor. Sois vos y el licenciado Esquivel quien atosigáis ahora a los magistrados de la Audiencia. Y en un asunto como éste, no tenéis derecho a hacerlo.
—Por todos los demonios, señoría, ¿qué es lo que queréis de mí, si se puede saber?
—Comprender que ningún juez debe dictar sentencia fundado en pruebas inseguras o en la razón menos probable. En situaciones así, la Audiencia debe anular la decisión del juez, y su excelencia, firmar el indulto por injusticia notoria, en vez de pedir a Bejarano que incurra en prevaricación y juzgue como mejor conviene al gobierno.
Esquivel se había puesto furioso al escuchar estas razones.
—Un juez no puede complacerse en la misericordia —había dicho en un tono que no admitía réplica—. Éste es un mundo imperfecto donde los hombres de buen corazón, como su señoría, deben comportarse con dureza para que la sociedad no se precipite en el caos. Y con ello no invento la pólvora. Las leyes de Castilla no sólo permiten, sino que ordenan también ser crueles y hasta arbitrarios en las penas. Todo juez está sujeto a estas servidumbres. Deberíais saberlo.
Carrillo era el único doctor en Derecho Civil que había en el Reino, pero allí todos se las daban de letrados, incluyendo aquel cortesano petulante ante cuyo poder de seducción Berrospe había caído de rodillas como ante una jovencita lujuriosa. ¿De qué servía estudiar cánones y códigos, si a la hora de la hora nadie obedecía las normas y se retorcían las leyes con el fin de acomodarlas a la situación del momento y a los intereses de quienes las infringían? En Santiago no existía un Derecho para todos, sino uno para cada grupo. La Iglesia, se escudaba en el Derecho teocrático; la Corona, en el Derecho autocrático; y los criollos, en el Derecho aristocrático. Y al Derecho Civil y al Derecho de Gentes que los partiera un rayo.
—Éste es un asunto de seguridad pública —había terciado Eguaras— y lo que procede es decir a la plebe que no vamos a consentir que se alborote.
Carrillo no quería violentar a su colega, quien, como Esquivel y Berrospe, estaba también por el rechazo de la apelación contra la sentencia de Bejarano. Pero no había duda de que a veces los hombres se volvían ciegos y sordos a un tiempo.
—No hay peor razón que ésa, señoría —le dijo—. Rosa Pacheco viene de los barrios y, si la ahorcamos, tened por cierto que nos echaremos encima a la plebe. Cuando quienes imponen las leyes son los primeros en violarlas, cualquier persona se siente también con el derecho a transgredirlas o a crear por la fuerza una legitimidad y una justicia nuevas.
—Eso sólo son pajas de letrado —dijo Esquivel.
—¿Para qué ser leales y decentes, se dirán en los barrios, para qué decir la verdad y ser justos, para qué hacer ostentación de santidad, si quienes deben ser espejo de conducta hacen lo contrario de lo que dicen?
—¿Qué podemos temer, señoría? —replicó Eguaras—. Tenemos la guardia de a caballo. Las entradas de la ciudad están vigiladas. Y en Pastores, Jocotenango y Parramos hemos destacado vigías, por si a los conjurados se les ocurre volver. La plebe no es inteligente. Está desorganizada y carece de estrategia. ¿Cuál es el problema, entonces?
—Deberíais saberlo, señoría. Quienquiera que busque las causas de lo ocurrido en esta ciudad desde que llegamos hace tres meses, las hallará en la corrupción de la Audiencia, en los abusos de sus magistrados y sus alguaciles y en la desigualdad con que se administra la justicia. Es en el mal uso de esta virtud prudencial donde radican todos los males de España y de las Indias. Santiago es una sociedad de privilegios donde cada quién se aferra a los suyos con uñas y dientes. Todos quiere tener su propia ley y sus propios jueces y todos quieren ser sujetos de prebendas: los clérigos, los obispos, los patricios, los funcionarios reales. Hombres de buena fe lo denuncian a diario en la Corte. Pero nadie hace caso, nadie escucha. Todos somos iguales ante Dios, decimos, pero no ante las leyes. Y menos ante las penas. Según el sapo, así la pedrada, y según la estirpe, así el castigo. Esta Audiencia no condenará nunca a la horca a un noble, a un clérigo o a un escribano real, y menos a un pesquisidor, como Gómez de la Madriz, cazado en flagrante delito contra el gobierno de su majestad. Y esto sólo puede conducir a perturbaciones como la que hoy se palpa en Santiago. De Nápoles a las Filipinas, y de California al Río de la Plata, gozamos de una bien ganada antipatía por la inequidad de nuestros tribunales. ¿Qué hemos hecho con los cuatro patricios que encarceló el pesquisidor días atrás? ¿Juzgarlos por robarse el quinto real de la mina de Corpus? No, señoría. Los hemos dejado libres. ¿Y qué nos proponemos hacer con una infeliz que nada tuvo que ver en un pleito entre privilegiados? Ahorcarla en la Plaza Mayor. La plebe puede ser ignorante, pero no estúpida, y si creéis poder apaciguar su resentimiento por las armas, os equivocáis de medio a medio. Puede que sean incapaces de pensar de manera compleja, como su señoría o como yo, pero tienen un sentido innato, casi carnal, de la justicia contra el cual no se puede atentar sin atenerse a las consecuencias. Ésa es la causa de los motines, señoría. Y nosotros no estamos aquí para sofocarlos, sino para castigar a quienes violan las normas de la comunidad. Tenemos esa vocación, para eso hemos sido educados. Somos jueces, señoría, no guerreros ni verdugos. Y por todo lo que sabemos, fueron los alguaciles y los oidores de esta Audiencia quienes violaron aquí esas reglas, no esa mujer a la que pretendéis utilizar como víctima propiciatoria.
Sorprendido por la locuacidad de un hombre habitualmente taciturno, Eguaras había guardado silencio, pero el presidente no mostró permeabilidad alguna ante los argumentos del oidor.
—No puedo permitir más desacatos —dijo—. Hay que enviar con claridad el mensaje de que, quien se atreva a tocar a un oficial de su majestad, recibirá el mismo trato que Rosa Pacheco.
—No hay justicia sin crueldad —apostilló Esquivel—. Sólo la plebe cree que la justicia es piadosa.
—Esto no es hacer justicia. Es una atrocidad y un agravio —respondió Carrillo—. Y yo os digo que si os empeñáis en reprimir y castigar sin razón, esa gente acabará bailando sobre nuestras tumbas.
—¿Acaso creéis que en Francia, en Inglaterra o en Roma, las cosas se arreglan con agua bendita? —replicó Esquivel, haciendo chirriar sus botas—. El orden público ha de ser siempre prioritario a la justicia.
—Bien se ve que no sois juez.
- ¿Qué creéis que hace la plebe cuando el desorden se instala en las ciudades? Pedir el orden a grito pelado. Ya vendrá la justicia después. No se puede ser bondadoso con el populacho, señoría. Querer hacer el bien a la plebe es como echar agua a la mar.
—La plebe sabe siempre lo que quiere y no se suele violentar hasta que las necesidades la arrinconan.
—Fíese su señoría de la Virgen y no corra.
—Claro que corro, como cualquiera. Pero si entendéis que hacer justicia es tomar represalias, entonces apaga y vámonos. Lo justo es suspender la sentencia y poner a Bejarano en su lugar.
—Eso es inaceptable, señoría —había dicho Berrospe.
Carrillo no hallaba la salida. En asuntos de justicia, sólo Eguaras y Carrillo podían votar, pero sus opiniones eran opuestas. Se había dado un virtual empate y todo apuntaba a que el presidente, recurriendo a su autoridad de gobernador y capitán general, dirimiría el caso confirmando la sentencia.
—Supongamos que indultáis a esa mujer, ¿qué ocurriría? —preguntó Esquivel.
—Seguirían matando alguaciles —saltó Eguaras—. Y luego empezarían con los soldados.
—Insisto en que una ejecución, según están los ánimos, sería un suicidio.
—En ese caso, convendría hacer cuanto antes una demostración de fuerza —dijo Eguaras—. Hay que asustarlos antes de la ejecución para inhibir cualquier desmán.
—Estoy de acuerdo —dijo Esquivel—. Quien amaga sin herir, espanta. Quizá una salida de la guardia podría causar un efecto muy saludable.
Berrospe intentó aplacar a Carrillo.
—¿Tanto os importa esa mujer? —le dijo—. ¿Por qué ese interés en indultarla?
—Me interesa la justicia, señor, no la mujer. Los problemas de esta ciudad surgieron cuando los jueces quisieron manipular el gobierno de su excelencia. Ahora es el gobierno de su excelencia quien pretende manipular a los jueces. Y yo pienso que, así como no debe judicializarse la política, tampoco debe politizarse la justicia.
—Este hombre no está bien de la cabeza —dijo Esquivel—.
¿Dónde se ha visto que el gobierno y la justicia vayan cada uno por su lado?
—Tal vez yo tenga una visión diferente, señor, pero puedo aseguraros que la justicia no es lo que pensáis.
—Decidme entonces qué es —dijo Berrospe.
Carrillo había guardado silencio unos momentos. No se lo diría a la cara, pero el presidente había perdido ante él la poca confianza que aún le merecía. La responsabilidad había podido con Berrospe y ahora mostraba su verdadero carácter: el de un hombre acomodaticio y débil que traicionaba sus convicciones a la hora de sostenerlas.
—Qué desgracia tener que torturar, colgar, cortar cabezas, sembrar el terror —le había respondido, finalmente, en tono neutral y sereno—. ¿Sería distinta la vida si gobernaran los osos y los leones? Temo que fuera mejor, pues, aunque privadas de razón, las fieras respetan a los suyos. Y yo os confieso que hay días en que quisiera ser como ellas, días en que desearía no saber leer ni escribir ni saber de leyes para que éstas no fueran instrumentos de terror y de tortura.
—Palabras tan hermosas son que hasta parecen de santo —se había mofado Esquivel.
—No, señor —le dijo Carrillo, pero no mirando a Esquivel, sino a Berrospe—. Son de Séneca.
- sacando del bolsillo un librito, lo había puesto enfrente de Berrospe.
—Las tomé de aquí. Su excelencia me lo regaló hace unos días. Recuerda su título, ¿verdad? De clementia se llama. También recordará que me dijo que no éramos ángeles. Que nuestro errores nos perseguían toda nuestra vida, que por eso era bueno ser clementes con el prójimo y que la única manera de dignificarnos era reconocer nuestros desaciertos y hacernos merecedores así de la clemencia de los demás.
—¿Y su señoría? ¿Acaso ha olvidado haberme dicho que éste era un oficio difícil y que ejercer el poder significaba tragarse muchos sapos, contradecirse a menudo y renunciar con frecuencia a nuestras más caras convicciones?
Carrillo se había ruborizado ante aquel jaque un tanto violento de su compañero de ajedrez, y su apelación a Séneca perdió la fuerza emotiva que necesitaba para conmover en última instancia a Berrospe, quien dispuso aplicar una antigua regla de la Audiencia según la cual, para ratificar o no una sentencia de muerte, se requerían tres votos. Y dado que sólo había dos oidores y que ambos se adversaban, dispuso rechazar la apelación de Larios. Con ello se abstenía de ejercer su voto de calidad, como presidente de la Audiencia, pero a la vez sancionaba, por omisión de ese mismo voto, la sentencia de muerte dictada por la Sala del Crimen.
Así dirimió el empate. No había sido el juicio de Salomón, pero sí la decisión de Pilatos.
Carrillo cruzó el barrio de la Candelaria cuando el ocaso se arropaba de humedades. Una vaga sensación de angustia gravitaba en las callejas. El pregón de la sentencia había sido ya impartido y la pesadumbre y el temor se palpaban en cada esquina de Santiago.
Al llegar a la Plaza Mayor, vio que el patíbulo estaba terminado y que los escasos viandantes que pasaban ante él se santiguaban y murmuraban un rezo.
Cuando rebasaba el palacio episcopal, Carrillo dirigió la mirada a los balcones. Quizá detrás de alguno de ellos se hallaba ahora el obispo o acaso el canónigo Fuensanta, ofendidos y humillados por que Berrospe había ordenado levantar el cadalso frente a la fachada de la catedral.
—No cometáis esa imprudencia —le había dicho Carrillo—. Hay que cuidarse de la patada del clérigo. Si no os la dio a la entrada, os la dará a la salida.
—Ellos fueron los culpables —le había replicado Berrospe—. No vamos a cargar nosotros solos con el mal efecto de la ejecución.
Era cierto que la batalla se había resuelto con una derrota de la Mitra, pero Carrillo pensaba que la paz entre el presidente y el prelado no era tal, sino una tregua. Fuensanta se lo había sugerido el día antes, cuando Carrillo le visitó para pedirle que reivindicara a Rosa Pacheco.
—Os doy mi palabra de honor de que nadie, salvo el presidente y los magistrados de la Audiencia, sabrá que la habéis exculpado —le había dicho a Fuensanta—. Sólo necesitamos una carta, cuatro líneas, donde digáis que esa mujer nada tuvo que ver en la conjura.
—¿Para qué, señor magistrado? ¿Para que lo uséis contra la Iglesia y nos culpéis de conspiración? Ni hablar —había respondido el canónigo, alzando el pico de su nariz—. Antes, la muerte.
La Mitra estaba humillada y, cuando tal cosa ocurría, en lo menos que pensaban los clérigos era en la misericordia. La pérdida de ingresos por la cancelación de la Semana Santa había sido, además, una catástrofe. Los nepotes del obispo iban camino del destierro. El prelado se había recluido en sus habitaciones, sumido en una profunda melancolía. Fuensanta había amanecido con un escupelo en un ojo. Y Carrillo confirmaba ese día que los poderes de la ciudad sagrada no eran hombres con sed de justicia, sino con sed de otras cosas.
La hoz de una luna tempranera colgaba sobre el volcán. Carrillo pensó entonces en su hijo por nacer. No venía al mejor de los mundos. Acaso viniera al peor. Y lanzando una última mirada al patíbulo se dijo con desaliento que, después de aquella jornada, tampoco él, Gregorio Carrillo, magistrado de la Audiencia de Santiago, habría de ser muy feliz el resto de sus días.