Cinco

Francisco Gómez de la Madriz bordeó a grandes pasos el corredor del patio de la Audiencia y se detuvo ante una puerta de doble hoja, hecha de chichipate macizo y asegurada con una cerradura de hierro forjado. Dos pilotes empotrados de la misma madera, una de las más duras del Reino, sostenían ambas hojas, y sobre ellas corría una viga de un pie de alto.

Observado en silencio por Amézqueta y los conjurados, el pesquisidor extrajo del bolsillo dos llaves: una, la que le había exigido a Berrospe, otra, la requerida a José de Estrada. Con rápidos ademanes, introdujo ambas en los dos ojos de la cerradura e intentó girarlas a un tiempo, pero ninguna dio vuelta.

Los conjurados se miraron con caras de tahúres, pero la alarma no empezó a hacer mella en ellos hasta que Gómez, luego de inspirar vigorosamente, trató por segunda vez de abrir la cerradura sin éxito.

Varios intentos más tarde, el pesquisidor daba una patada a la puerta y soltaba una obscenidad relacionada con la Virgen María. O Estrada o Berrospe o ambos le habían dado una llave falsa.

Viendo, y temiendo, que el pesquisidor fuera a perder los estribos, Tarariro tomó la iniciativa de intentar abrir la puerta, pero también fracasó en su propósito de girar a la vez los pestillos de la doble cerradura.

—Vos —dijo a uno de los mulatos—, andáte con Santa Fe y decíle que necesitamos a los cerrajeros.

El hombre salió corriendo y, poco después, Agujero y Meanvilo aparecían por el corredor de la Audiencia.

—¿Pudisteis abrir el salón del Tesoro? —les preguntó Tarariro.