Diez
Antonio Corrales, regidor del cabildo de Santiago, tomó el mazo de naipes, lo partió en dos y con rápidos movimientos intercaló varias veces una mitad en la otra. Colocó la baraja en el tapete, pidió el corte y empezó a repartir.
—¿Alguien fue al funeral de Urbina? —preguntó con indolencia.
Nadie respondió. Los jugadores sólo atendían al breve vuelo de los naipes que les lanzaba Corrales, hombre de doble papada, la cual movía con petulancia cuando se daba algún tufo.
Jugaban al quince. La sota, el caballo y el rey contaban medio punto; las demás cartas, su valor. Quien se pasaba de quince, perdía, quien quedaba más cerca, ganaba, y quien sumaba quince, cobraba doble y repartía.
—Quiero una y que sea un rey, que buena falta nos hace —dijo Juan de Hurtarte, alcalde ordinario de Santiago, con un párpado a medio cerrar para que el humo del cigarro no se le metiera en el ojo.
Gaspar Lobato, otro regidor del Cabildo, comerciante en añil y exportador de cueros, arrojó con despecho las cartas.
—Vaya día.
Hurtarte apilaba con una mano monedas de circunferencia irregular, como si fueran galletas, en tanto con la otra levantaba muy despacio la esquina del naipe que le había dado Corrales.
—Otra, don Antonio —dijo, cuando vio la carta, y empujó al centro de la mesa dos monedas—. Tengo una corazonada.
Un nuevo naipe aterrizó frente a los que estaban boca abajo.
Hurtarte lo examinó y se frotó la nariz.
—Me quedo —dijo con fingida ambigüedad.Sólo entonces, y en el mismo tono, se permitió decir:
—Yo sí fui a la catedral. Por obligación. Nada digno de contar. El obispo no dijo esta boca es mía.
—Yo pediría otra carta —le susurró alguien al oído.
Pero Hurtarte, hombre de expresión boquitorcida, no «taba para lecciones.
—Los mirones se callan y dan tabaco —rezongó.
—Me han dicho que el presidente regresó de Escuintla esta tarde —comentó Corrales.
—Para lo que sirve, da igual que esté aquí que en Comayagua —dijo Alonso Gil, otro de los regidores.
—Doce —dijo Lobato.
—Trece y media —cantó Hurtarte.
—Catorce —dijo Corrales y arrastró hacia sí todas las monedas de la mesa.
—¡No puede ser, don Antonio! Vuestra merced debe de tener varias cartas escondidas en el jubón.
Corrales ondeaba la papada y sonreía, en tanto Nicolás Peláez, secretario del Cabildo, intentaba animar el cotarro.
—¿Saben vuestras mercedes qué significan los palos de la baraja?
Nadie parecía interesado en saberlo. Peláez era malo para los chascarrillos.
—Las espadas, la nobleza. Los bastos, la plebe. El oro, los comerciantes. Y las copas, los clérigos.
Nadie rio. Corrales no movió un músculo y Gil Moreno continuó masticando con expresión beatífica un chicloso colocho de guayaba.
Peláez intentó de nuevo pegar la hebra.
—¿Habéis ido últimamente a cazar venados? —le preguntó a Hurtarte.
—¿Cómo queréis que vaya —replicó, malhumorado, el otro— si la Casa del Plomo está cerrada y no hay metal ni para hacer platos de loza?
Pedro de Arizmendi se acercó a los jugadores.
—¿Puedo? —preguntó tomando una silla.
—Podéis y debéis. Estáis en vuestra casa y nunca mejor dicho —dijo Corrales en tono campechano.
Arizmendi echó una ojeada al montón de monedas que había acumulado Corrales y dijo:
—Jugáis con el niño Jesús, por lo que veo.
—Era San Antonio quien jugaba con él —rio Corrales— y como me llamo lo mismo que el santo…
—Lleváis ya varios días en casa, don Pedro —dijo Peláez, por decir algo—. ¿Cómo habéis encontrado aquí el ambiente?
—Comparado con los peligros y la suciedad de Madrid, esto es un paraíso. Sólo un engorro le veo.
—¿Cuál?
—Cada día hay más campanas.
Ahora sí rieron todos.
—Y demasiados cohetes. No le dejan a uno dormir.
—Deberíamos hacer un reglamento más estricto —dijo Corrales agitando la papada—. La pólvora es peligrosa.
—Y las campanas también. Habría que ponerles límite.
—Eso es más difícil que verse la lengua —replicó Arizmendi, lo que provocó otra avalancha de risas.
Desde las últimas luces, se habían ido congregando en la casa de Arizmendi, gran senescal de Santiago y cabeza visible de su nobleza, quien, luego de permanecer más de seis meses en Madrid y de un fatigoso viaje de otros dos hasta Veracruz, y desde allí, por tierra, a Oaxaca, Chiapas, Huehuetenango, Totonicapán y finalmente Santiago, había invitado a sus amigos para darles cuenta de su gestión en la Villa y Corte.
Respetuosos de la liturgia que imponía la Semana Mayor, todos vestían ropa luctuosa y, en percheros de madera oscura, habían colgado sus capas bajo los negros sombreros ornados de plumas negras. Negras eran también sus casacas, sus calzas, sus zapatos hebillados y el cuero de sus correajes. Sólo las blanquísimas camisas de cuello endurecido con yuca, los puñetes de puntillas en las bocamangas, también blancos, y el rojo de la cruz-espada de Santiago, que alguno llevaba bordada en el pecho, destacaban en el claroscuro del salón.
Tras una cena frugal, jugaban y departían alumbrados con candelas y teas, mientras dos fámulos con azafates de plata iban y venían ofreciendo rodajas de naranja azucarada, piña en dulce, pepitoria, tazas de chocolate y aguardiente de Valparaíso servido en pequeñas copas de cristal.
El salón no era un lugar excesivamente suntuoso, pero sí revelador de los gustos de su dueño. El piso era de ladrillo, y el artesonado, de maderas preciosas. En una pequeña mesa situada junto a la ventana que daba al corredor del jardín, había un reloj con un Júpiter de plata sobredorada. Dos finas esteras y una alfombra revestían el solado. Y una biblioteca con no menos de doscientos volúmenes adornaba la pared mis estrecha del salón, junto a un biombo chino de caoba adquirido en Acapulco a los mercaderes del galeón de Manila.
Arizmendi no tenía obras religiosas en la casa, pero sí en el pequeño oratorio construido en el jardín. La casa no era un lugar apropiado para el arte religioso, decía, va que en ella lo profano dominaba a lo sagrado. En cambio en el oratorio acumulaba una de las colecciones de arte más valiosas del reino: un San Jerónimo, de Zurbarán, dos Dolorosas de la escuela de Tiziano, una con las manos cruzadas, la otra con los brazos abiertos, y un tapiz con las imágenes de la huida a Egipto. El retablo era obra de un mestizo de Santiago, Mateo de Zúñiga. Estaba hecho de caoba tallada y en él se alojaban cinco imágenes policromadas, como de una vara de alto, y un Cristo monumental, obras todas ellas de Alonso de la Paz y Toledo, otro artista de sangre mezclada a quien Arizmendi comparaba con Martínez Montañés.
Había, sin embargo, una salvedad en el propósito de separar lo profano de lo sagrado, y era la pintura que presidía el salón de juego, la cual, si bien no era religiosa, su contenido reflejaba el desaliento, las angustias y, en gran medida, la resignación que espesaban el fin de siglo. Era un cuadro del taller de Claudio Coello, pintor de moda en la Corte de Madrid, que reunía, abigarrados y en montón, los signos de la brevedad de la vida: una palmatoria agonizante, una calavera pajiza, un reloj de arena a punto de vaciar sus últimos granos en la ampolla inferior y una bandeja colmada de monedas de oro y plata, anillos, brazaletes y otras joyas. Al pie del cuadro, en grandes caracteres, se podía leer este lema: sic transit gloria mundi, así terminan las glorias de este mundo.
A diferencia de otros patricios que colgaban en las paredes de sus casas la espada, la rodela o las espuelas de algún antecesor venido con las huestes de Alvarado, Arizmendi prefería rodearse de pinturas y objetos de arte. Su padre había llegado al valle del Tuerto setenta años atrás, pero en vez de dedicarse al cultivo del cacao o el añil, había optado por el comercio. El monopolio arbitrado por el Consejo de su majestad entre Sevilla y Santiago, le había permitido hacerse con una inmensa fortuna. Pero el declive sevillano y el auge del puerto de Cádiz, donde los vínculos comerciales de los Arizmendi eran limitados, la caída del tráfico marítimo de la península a las Indias y la baja actividad de la flota, habían orillado al senescal a una difícil situación financiera.
Verse con los amigos de nuevo era, así y todo, un placer impagable, por más que las noticias que traía no fuesen las mejores. Volver a acariciar sus caballos y sus mastines, escuchar el silencio profundo del valle o admirar la frondosa veranera que trepaba por el muro contiguo a las estribaciones del cerro del Manchén, le inundaba de una paz muy deseada. El aire embalsamado y tibio de Santiago era un manantial de placer cuando lo comparaba con el cierzo de Madrid. Los seis meses en la Corte, además, esperando a ser recibido por el presidente del Real Consejo de Hacienda, le habían deparado una de las experiencias más desalentadoras de su vida. Y ahora relataba con pesar su impotencia para convencer a los oficiales de la Corte de las urgentes medidas que necesitaba el Reino.
—Nuestros intereses corren caminos opuestos a los del gobierno de su majestad —decía, sin apartar la mirada de los naipes que repartía Corrales—. Nadie se interesa en la Corte por nuestros problemas. Para Madrid sólo existen el Perú y la Nueva España. Y para Nueva España y el Perú, nosotros no existimos. O no merecemos existir y nos tratan como sirvientas. No obedecen a Madrid. Así de simple. Y a nosotros nos falta poder y peso para que México y Lima obedezcan al Consejo de su majestad… Una carta, don Antonio… La geografía nos ha condenado a vivir en un limbo, al margen del comercio y de la historia. Estamos lejos de todo y de todos. Lleva casi el doble de tiempo viajar de Veracruz aquí que hacer el Camino de Santiago. Somos una isla, caballeros, sólo que rodeada de montañas y bosques. Los galeones se desvían a Veracruz o a Cartagena de Indias y a nosotros nos dejan a dos velas. No nos permiten navegar ni al Norte ni al Sur ni a La Habana. Y para importar mercancías o llevar las nuestras a otras partes hay que fletar barcos de fuera y son pocos los que quieren venir… Otra carta, don Antonio, y que sea mejor que la otra, si me hace la merced… Nuestros puertos no son tales, sino parajes insalubres y peligrosos. Vivimos encaramados en estos montes, muy lejos de la mar, y son pocos quienes tienen interés en comerciar con un reino deshabitado y a trasmano cuyas costas están infestadas de piratas… Paso… —dijo arrojando los naipes al montón del descarte.
—No todos vivimos del comercio, don Pedro —dijo Corrales, blandiendo la papada.
—Es lo mismo, don Antonio. Aunque su merced se dedicara a cultivar añil, ¿qué haría con él? Tiene que venderlo en alguna parte y para eso necesita caminos y puertos. Pero en la Corte piensan de otro modo. Para ellos, no somos más que un enclave lejano, situado en una región deshabitada y boscosa que vive feliz y contenta en un régimen de autarquía.
Corrales dio principio a otra mano, Arizmendi empujó dos monedas de plata y tomó un sorbo de aguardiente.
—En cuanto a nosotros —dijo, señalando a los demás jugadores—, sólo somos buenos para exprimir a los negros y a los indios. Eso es lo que piensa allí todo el mundo.
El senescal examinó sus cartas.
—Me quedo… —dijo arrojando otras dos monedas a la mesa—. Las limitaciones al comercio están arruinando a las Indias. Y si esta situación se prolonga, aquí no habrá nada qué hacer. Por favorecer a los monopolios de la Península, no nos permiten comerciar con terceros y únicamente se acuerdan de que existimos a la hora de cobrar tributos.
La mortificada voz del patricio atrajo a los caballeros que se encontraban alejados de la mesa.
—Con franqueza, yo no veo compostura. La Corona no quiere que se acuñe aquí moneda ni que seamos los únicos proveedores de cacao a Nueva España, como sería lo justo. El tráfico ilícito de grano entre Guayaquil y México continuará, por tanto, y la Corona no podrá impedirlo porque no tiene cómo.
Arizmendi se limitaba a repetir cosas ya sabidas, pero, de un tiempo a aquella parte, la nobleza de Santiago no sabía hablar de otra cosa. El envío de cacao desde Perú a Nueva España estaba castigado con severas penas, pero los cacaoteros de Guayaquil burlaban Ja prohibición, y el grano entraba subrepticiamente por Acapulco, Zihuatanejo, Huatulco y La Navidad a precios más bajos. De ahí que su cultivo hubiera decaído tanto en Guatemala y que la plata que debía entrar en circulación por la venta de éste y otros productos no llegara nunca a Santiago.
Gaspar Lobato dijo con voz neutral:
—La Audiencia mandó tirar al Guacalate hace dos días setenta cargas de cacao y otros tantos zurrones de añil. Parece que se habían podrido.—¿Y qué otra les queda? —saltó el alcalde como un tigre—. Están hasta el techo de tinte y de grano. Y cada día se les pudre alguna carga. Nos reciben el cacao y el añil como pago de impuestos, porque no hay plata. Y luego los sacan a subasta pública, en espera de que alguien se los compre. ¡Mire vuestra merced qué inteligencia! —dijo, llevándose un dedo a la sien.
—Trece y medio —cantó Arizmendi.
—Catorce y medio —casi gritó Gil Moreno.
—Quince —dijo Corrales.
Los demás tiraron las cartas sobre la mesa y el protegido de San Antonio arrastró una vez más las monedas hacia sí.
—Lo mismo les dije a los oficiales de la Real Hacienda, pero como si hablara a esa pared —explicó el senescal—. Les advertí que nuestros impuestos acabarían en el río, si no nos permitían acuñar aquí moneda. Pues si quieres arroz, Catalina. No lo entienden.
El alcalde apretó los labios.
—No lo quieren entender.
—Sé de amigos —dijo Lobato— que andan vendiendo sus vajillas o fundiéndolas en láminas para poder comer.
—No me extraña.
—Un rey que arruina a sus súbditos no es un rey, es una desgracia —sentenció Peláez.
Los demás cabeceaban en silencio entre humos de tabaco, cera y chocolate. Escuchaban sin apenas respirar, sumidos en una íntima sensación de abandono y sintiéndose súbditos de segunda de un monarca a quien en Europa ningún reino consideraba ya de primera.
—Y encima nos mandan a un intrigante para echar mas leña al fuego —farfulló Francisco Navarro, un concejal desmañado y de cejas en ángulo agudo—. Hoy han vuelto a aparecer pasquines en las calles y en todos nos crucifican.
—Y el presidente, papando moscas.
—Al presidente se le ha amontonado todo y ahora no sabe cómo desenvolver el tamal: dos alguaciles asesinados en dos días ni un peso en el Real Tesoro; el orden público, en el alero; y un juez pesquisidor que aparece de pronto para sacar plata de donde no la hay.
—Estamos en manos de la incompetencia y la desidia —dijo Hurtarte, el alcalde—. ¿Por qué tenemos que dejamos gobernar por gente así?
—Porque no tenemos otra opción —replicó, firme, Arizmendi—. Y vuestra merced lo sabe.
El senescal recorrió con la mirada el círculo de patricios. Podían estar divididos, podían rivalizar y hasta enfrentarse agriamente por conseguir prebendas y negocios de la Audiencia y el Cabildo, pero tenían razón. El Reino de Guatemala no era tratado como los otros. Ni en la Península ni en las Indias. La desigualdad era patente.
—Ya sé que no hay otra alternativa, don Pedro, pero éste es el peor de los gobiernos posibles —dijo Hurtarte torciendo la boca algo más de lo habitual.
—No lo discuto. En tiempos de división y miserias, como éstos, Israel fue regido por hombres que gobernaban y juzgaban. Lo mismo que los oidores de la Audiencia. Y también fracasaron.
Corrales se disponía a repartir de nuevo las cartas, pero al notar que Arizmendi tenía un gesto muy severo, se detuvo.
—No se puede ser a un tiempo juez y parte, señores —dijo el senescal—. Ni en lo público ni en lo privado. La chusma descubre rápidamente el sesgo político de los jueces y, si lo encuentra adverso u hostil, se arroja en brazos de la rebelión y la anarquía. Eso fue lo que sucedió en Israel. Cada quién hada lo que bien le parecía, dice el libro de los Jueces. El pueblo se rebeló en siete ocasiones y hubo siete servidumbres bajo siete naciones extrañas. Nuestro caso es muy parecido, pero con una agravante. Además de jueces, nos gobiernan clérigos. Por eso estoy de acuerdo con vuestra merced: éste es sin duda el peor de los gobiernos posibles. Pero decidme una cosa, ¿existe una mejor opción para nosotros, una minoría desarmada, al fin y al cabo, que acata lo que le parece bien y negocia con los oficiales del Rey, y aún rechaza, aquello que no le parece? ¿Hay otra manera de guardar la paz y el orden en un reino como éste, perdido entre las montañas y dejado de la mano de Dios, donde la chusma se multiplica como cuyos?
—Esta es nuestra patria, don Pedro —dijo Hurtarte, que era hombre de pocas lecturas—. Aquí nacimos y aquí hemos de morir. Conocemos mejor que ningún zascandil salido de Valladolid o Salamanca los problemas de esta tierra. Merecemos gobernarla con las mismas libertades que se gobiernan otros reinos de su majestad.
—¿Y qué podemos hacer, si en Madrid no se fían de nosotros? —dijo Peláez.
—No se fían, es verdad. Pero sin nosotros no irán a ningún lado. Necesitan del poder local para gobernar el Reino.
—Y eso cada día está más verde —dijo Corrales, flameando la papada—. Nadie quiere ser regidor del Cabildo en estos días. ¿Para qué, si vivimos en un pozo de miseria? Hace escasamente un mes subastamos nueve cargos de regidor a quinientos pesos cada uno. La mitad al contado, y la otra mitad, a un año. Adivine, don Pedro, cuántos hemos vendido.
—No sé. Cinco, seis…
—Dos. Deberíamos ser el doble de regidores, por lo menos unos quince, pero nadie quiere estos empleos ni hacer nada por el ayuntamiento. Si no fuera por nosotros, ya estaría en manos de mulatos y mestizos.
—No quisiera que sonase como excusa, pero las cosas están así de mal en todas partes —dijo Arizmendi—. Cuando, luego de dos meses de espera, pude al fin hablar en Madrid con el conde de Adanero, presidente del Consejo de Hacienda de su majestad, entendí el porqué del desbarajuste, l a Real Hacienda está en bancarrota. Los ingresos están empeñados por diez años y el Consejo no tiene plata ni para sostener los gastos de la Casa Real, que ya es tristeza, l a Corona gasta mas de lo que recauda.
—Y para engordar la bolsa nos envían a un mamarracho que se alía a la peor ralea de Santiago y pretende encarcelarnos a todos por fraude y evasión de impuestos —dijo Hurtarte.
—¡Pues de mí va a cobrar éstas! —exclamó Lobato, metiendo el dedo pulgar entre el índice y el medio.
—Déjenme que les cuente una historia —dijo Arizmendi—. De regreso a Veracruz, conocí en el barco a uno de los muchos sieteciencias que merodean por la Corte. Se llamaba Gabriel de Villalobos y había vivido más de veinte años en las Indias. Venía huyendo de Orán por un asunto de faldas y había trabajado en el Consejo de su majestad como consultor en la lucha contra piratas y filibusteros.
»El Consejo de Indias, me dijo, está poblado de estúpidos. Es la norma desde hace dos décadas, poner en él gente inútil. O que no entiende ni papa de estas cosas. Su preocupación no son las Indias ni la liberación del comercio ni el calamitoso estado en que se encuentran estos reinos, sino la sucesión del rey y la guerra que se viene. No hay corte europea que no intrigue en estas fechas sobre el mismo asunto. Y en Madrid, ministros y consejeros están divididos en dos camarillas. Una, la que favorece a la estirpe de los Austrias. Otra, la que desea que Luis XIV de Francia instale en el trono español la dinastía de los Borbones. Y en esas carreras ocupan su tiempo.
»El hombre me impresionó. Tenía un discurso reformista que enderezaba contra la corrupción administrativa, el excesivo número de religiosos y clérigos, la debilidad militar, los tributos asfixiantes y la falta de manufacturas. Estaba convencido de que lo único que podía salvar a las Indias era el libre comercio. Por desgracia, en una Corte como la de Madrid, movida por los intereses de los Grandes de España y de la Iglesia, las propuestas de los mejores reformadores y consultores sólo merecen la burla de ministros, cagatintas y prelados.»
Arizmendi hizo una pausa, antes de volverse a Hurtarte.
—Quienes, como Villalobos, han vivido este drama desde dentro no ven solución ninguna hasta que en la Corte no cambien las ideas, lo cual, según él, va para rato. Y yo estoy de acuerdo con eso.
—Pues yo pienso que sí hay solución —neceó Hurtarte.
El senescal cerró los ojos y alzó las cejas con expresión paciente. Hurtarte no era un mal hombre, pero sí terco y se le iba la vara con frecuencia.
—Esta ciudad y este Reino lo hicieron hombres de capa y espada —despotricó el alcalde—. Y todo marchó bien hasta que vinieron los hombres de sotana y los de toga, con sus procuradores, sus tinteros, sus papeleos y sus negocios. Pero aquí gobernar es sencillo. Basta con tener agallas y mano dura.
—Los pardos están cada vez más insolentes —dijo Corrales, agitando los pliegues de su papada y tratando de justificar al alcalde—. Y son cada día más numerosos. Siete de cada diez vecinos de Santiago son mestizos o indios ladinos. Y dos de cada diez, negros o mulatos. El peligro es tremendo.
—No hay nada como la voluntad de los pocos para poner de rodillas a los muchos —le interrumpió Hurtarte—. ¡Nunca pudo el tropel contra la tropa! Y esto es lo que nos hace falta, tropa. Y armas. No marineros en tierra, como Berrospe, ni jueces de palo, como ese Gómez de la Madriz, que no saben ni dónde tienen la mano derecha.
—¿Qué tropa, por el amor de Dios? ¿Acaso no veis que las milicias están integradas en su mayoría por mestizos y mulatos? —dijo Arizmendi—. Vivimos sobre una silla de tres patas, cada día más inestable. Una de ellas es la nuestra. Otra es propiedad del Rey. Y la tercera, del clero. Si las tres no están en paz y unidas, nos vamos todos de espaldas. Y ésa es la cuestión ahora mismo, caballeros. La Magdalena no está para tafetanes. España se tambalea y la guerra está a la vuelta de la esquina. ¿Queréis provocar aquí otra?
Algunos cabildantes dirigían ahora los ojos al suelo.
—Ellos son más de cien mil. ¿Cómo cree vuestra merced que podemos detenerlos, sin el auxilio de la Corona y de la Iglesia?
Las pausas del senescal hacían que sus palabras penetraran como clavos.
—Corre estos días un dicho en la Villa y Corte que los palaciegos recitan en voz baja. El rey, agonizando; los curas, tiritando; los nobles, temblando; y el pueblo, esperando. La mismísima situación que aquí. No estamos en un lecho de rosas y cualquier imprudencia sería fatal.
Se había hecho un profundo silencio. Los patricios eran leales al Rey. De hecho, Santiago llevaba el lema de «muy noble y muy leal ciudad» debido a ellos. Pero en su conciencia empezaba a manifestarse una naciente voluntad de autonomía que no sabía hallar cauce. Se limitaban a protestar a puertas cerradas y a oponerse a algunas decisiones de la Audiencia, nunca al poder del monarca.
No podían arriesgarse. Sus tierras, sus indios, sus esclavos, sus encomiendas, quedarían en el aire. Si el simple alzamiento de los mulatos de un cuartel había desatado tanta inquietud en la Corte como para enviar a un juez pesquisidor con plenos poderes, ¿qué no harían en Madrid si el Cabildo de Santiago daba muestras de querer ser tan autónomo como Cataluña y Portugal?
—Todos sabemos qué ocurriría si la silla se rompiese. Y todos sabemos también que no hay alternativa. La conveniencia tiene un costo. El nuestro, agachar la cabeza a muchas de las arbitrariedades de los oficiales de la Corte. El suyo, disimular nuestras desviaciones de las leyes que nos imponen e incluso nuestras desobediencias. En ese difícil equilibrio se funda el gobierno de este reino. Así que, don Antonio, otra mano y a cambiar de párrafo. Y para levantar el espíritu, otra copa.
Don Antonio Corrales que, ensimismado, peinaba el mazo de cartas, se despabiló de pronto, pidió el corte, tomó de nuevo los naipes y empezó a repartirlos entre los demás jugadores.