Veinte

El lacayo Gaspar de Cuéllar entró a la estancia donde Carrillo y Berrospe jugaban al ajedrez, dobló la cintura, enderezó el cuerpo y carraspeó con discreción.

—Excelencia, llaman a la puerta que comunica con el Real Palacio.

—¿A estas horas?

—Dicen que es un correo urgente de Nicaragua.

—Hablando del rey de Roma —comentó Carrillo.

Había un atisbo de cinismo en las palabras del oidor. Durante la última media hora, sólo habían hablado de piratas y galeones. La costa atlántica del reino era un colador. Filibusteros ingleses y holandeses saqueaban ciudades, templos y casas sin encontrar resistencia. Los habitantes de Cartago, Esparza y Chiriquí, en Costa Rica, estaban aterrados. Panamá había sido quemada hasta los cimientos. En Honduras, los piratas penetraban tranquilamente por el Valle de Trujillo, y en Guatemala, por el Golfo Dulce de la Mar del Norte.

Nicaragua era, no obstante, la provincia más castigada. Los filibusteros se movían por el río San Juan como Pedro por su casa. Granada había sido saqueada varias veces, y León, capital de la provincia, había sido incendiada y casi puesta por sus cimientos en 1685.

Un mensaje urgente de Nicaragua, por tanto, sólo podía significar malas noticias.

—Ábreles, Gaspar, y me traes el correo de inmediato.

Berrospe movió la cabeza con pesadumbre. Las miserias y las carencias del Imperio no parecían tener fin. Los dominios españoles estaban desguarnecidos. En Cartagena de Indias, una flota situada allí debía proteger las costas de las provincias del Reino de Guatemala, pero nadie la había visto jamás. La Armada de Barlovento, nombre con el que se conocía la flota, era una escuadra fantasma a la que los nobles de Santiago llamaban la armada invisible. Siempre que salía a colación el tema, se quejaban de haber desembolsado casi un millón de pesos en treinta años sin que se la hubiera visto una sola vez por las costas del Reino, y Berrospe no encontraba manera de justificar un tributo que tenía como fin proteger los puertos y limpiar de piratas las costas.

—Al imperio le ha entrado la polilla. Vivimos un tiempo de ruina y de derrota —dijo el presidente, como si hablara para sí—. En los cien años de este siglo que termina, España ha librado setenta y seis guerras. ¿Y qué hemos logrado con eso? Convertirnos en carne de despojo, en pan de filibusteros, bucaneros y otras ratas de agua salada. Las guerras nos han arruinado, señoría. No podemos defender nuestros dominios. La miseria nos rodea y falta plata hasta para cubrir las necesidades más apremiantes.

El desánimo de Berrospe parecía ir más allá de que los filibusteros hubieran atacado o no Nicaragua. Y el de Carrillo no estaba para dar consuelos, tras haber tenido que cancelar la cita con doña Mariíta Almazán. Así que, adoptando la expresión ambigua con que lo mismo felicitaba un cumpleaños que daba un pésame, pero cargando la voz de reticencias, preguntó:

—¿Qué fue lo que os trajo aquí? ¿Qué se os perdió en este Reino?

El presidente no respondió de inmediato. Echó una última ojeada al tablero, reflexionó unos segundos, inclinó lentamente el rey y lo tumbó en señal de rendición.

—Me equivoqué, licenciado. De medio a medio. Las personas yerran con frecuencia en la vida, pero no creo que tanto como erré yo. ¿A quién se le puede ocurrir dejar la comodidad de Sevilla para gobernar este reino de gente desunida y desobediente?

Berrospe echo mano del bastón y se puso trabajosamente en pie, Caminaba un poco mejor que dos horas antes, pero a su rostro saltaba una fugaz expresión de dolor cada vez que daba un paso.

—Sólo a mí y a nadie más que a mí. Y a una edad en la que pocos hombres se plantean grandes propósitos y sólo aspiran a vivir en paz el último tramo de su vida.

»Fui treinta años administrador de la marina. Tengo rango de vicealmirante, pero no soy militar. Ni siquiera soy caballero. Nunca me concedieron ningún hábito ni conozco al Rey en persona. Los empleos administrativos son así de poco heroicos.

»Un día me ofrecieron este destino en compensación por mis años de servicio. Me hablaron de las prebendas. Eran las mismas que las de un virrey. Tendría muchos y buenos caballos, dos carrozas, cuatro acémilas, tres esclavos, negros o mulatos, a elegir, cuatro esclavas y ocho indios de servicio. La comida sería abundante y de primera, si bien debía comer solo, salvo con huéspedes y personas de alto rango.

»Las instrucciones que me dieron en el Consejo de Indias no eran demasiado exigentes. Debía confesar y comulgar a menudo, para dar ejemplo. Comportarme con modestia en el vestir. Ser grave y ajustado en el trato. Vestir capa larga y ropa de color negro o bien de colores apagados y poco vistosos. Debía llevar barba crecida, a fin de parecer mayor, y no hablar mucho. Andar con majestad y sosiego. Tener juegos de recreación, como el ajedrez, pero no de azar. Y no aceptar regalos costosos. ¿A quién no le atrae vivir como un rey a esta edad? ¿Y qué mayor crédito y honra se le puede conceder a un hombre que gobernar un Reino con sabiduría y justicia?

Berrospe se acercó a la esfera armilar, próxima a la ventana, pasó los dedos por la brújula y el astrolabio y, antes de detenerse en la estantería donde se alineaban los libros, sus ojos se posaron unos momentos en el galeón que adornaba el centro de la estancia.

—Hay días que me siento como Sancho en la ínsula de Barataria. Pensé que gobernaría un Reino —dijo enderezando una de las velas de la miniatura—. Me dieron un bosque. Hermoso como pocos, pero despoblado, sin apenas caminos y con cuarenta volcanes en fila. Creí que lo haría desde una urbe soberbia. Resultó ser una ciudad hecha por y para los clérigos. Imaginaba hallar aquí grandes palacios, edificios civiles imponentes, obras públicas hermosas. Encontré este caserón. Y la barraca de enfrente, claro, ésa que habita el Cabildo.

»Di, en una palabra, con el finisterre del Imperio, una provincia remota como para Roma lo era la Tracia, el Ponto Euxino o Palestina. Lo mismo que su homónima, en Compostela, Santiago de Guatemala es orilla, fin y destino. Alejada de rutas y pasos, hay que hacer una larga peregrinación para llegar aquí.

Acarició el terciopelo del tapete donde se asentaba el galeón y se dirigió a la librera.

—No es fácil aprovisionar grandes barcos —dijo—. Hay que reunir puntualmente carne salada, leña, pólvora, queso, municiones, tocino en barricas, vino, brea, cordajes, qué se yo. Se requiere habilidad e inteligencia, pero no es un oficio heroico. Y yo siempre envidié a los hombres que se hacían a la mar desde Sevilla en aquellos grandes navíos, tan largos como este palacio. Sólo ver zarpar las flotas, era un espectáculo asombroso. Pero lo era más verlas llegar, luego de salvar tormentas y librar batallas contra corsarios y filibusteros. Si el Imperio podía mostrarse al mundo en una sola estampa, una sola, ésa era la flota de Indias.

Se caló unos quevedos y se puso a escudriñar los libros.

—Hoy esa flota agoniza. O por mejor decir, está muerta. La última que llegó a La Habana, lo hizo hace dos años con ocho o diez galeones.

—¿Y qué ha sido de los otros?

—Huracanes, corrientes traicioneras, arrecifes ocultos. Más de quinientos yacen en el fondo del mar con sus riquezas intactas. Nunca los pudimos rescatar. Ni menos aún reponer.

Berrospe extrajo un libro de pocas páginas, encuadernado en cuero y, dirigiéndose de nuevo a la mesa de ajedrez, se sentó frente a Carrillo.

—Por eso vine a Santiago. Quería vivir la carrera, la aventura de las Indias. Me equivoqué. Era demasiado tarde. Me engañó mi ingenuidad y la fachada que aún conservaba el Imperio. Y aquí estamos, señoría, con dos crímenes sin resolver, bajo la mira de un juez pesquisidor, intrigante y ambicioso, y la enemistad de un obispo que amenaza romper el equilibrio de Santiago, justo cuando estoy a punto de concluir mi tiempo aquí.

Berrospe hojeaba el libro, pero no encontraba lo que buscaba.

—Nunca he sido tan infeliz —dijo—. Nunca antes fui tan vapuleado, deshonrado e incomprendido.

Un gesto de complacencia hizo entender a Carrillo que el presidente había dado con la página debida.

—Todos hemos cometido errores: unos graves, otros intrascendentes, otros con premeditación, llevados por un arrebato o empujados por la maldad —leyó Berrospe—. Pero el error es el único camino para volver a la inocencia. Lo saben quienes han transitado por esa ruta y han purificado el alma con el fuego de las realidades.

El diminuto martillo del reloj de mesa interrumpió las palabras del presidente por espacio de once tintineos.

—Leo con frecuencia a Séneca —dijo quitándose los quevedos y alargando el libro a Carrillo—. Sobre todo este librito, titulado De clementia.

Mientras Carrillo examinaba el libro, Berrospe recogía las piezas del ajedrez y las iba metiendo una a una en la caja, sin dejar de hablar.

—No se puede ir por la vida ni la historia creyendo que se tiene siempre razón. A nosotros nos ha pasado con frecuencia. Hemos cometido tantos disparates, tantos desatinos. Éramos un país despoblado. Aún así, creímos estar en condiciones de dominar el mundo, sin darnos cuenta de que para ello debíamos echar mano del talento y la santidad que no teníamos.

Berrospe cerró la caja.

—No somos ángeles, señoría. Pero lo hecho, hecho está, y ya no tiene remedio. Sólo nos resta ser dignos de clemencia. Y eso únicamente si confesamos abiertamente que nuestros errores nos duelen y que no nos hacen felices.

Carrillo buscaba la página que había leído el presidente, pero éste le interrumpió.

—Aceptadlo como un obsequio. Quiero agradeceros vuestra lealtad. Desde que estoy en Santiago, no ha habido persona en la que haya depositado tanta confianza como en su señoría.

Berrospe hizo una pausa, como si se hubiera arrepentido de haber hablado más de lo que debía o haberse ido de la lengua con un hombre que no era demasiado abierto.

—Acaso no la merezca.

—¿Qué cosa, señor?

—Vuestra lealtad, puede que no la merezca.

—No os descalifiquéis. Éste es un oficio muy duro. Hay que tragarse muchos sapos, contradecirse muchas veces y hasta renunciar en ocasiones a nuestros más caros principios.

—En todo caso, quería que supierais cuánto aprecio vuestra hombría de bien.

—La lealtad no se da, excelencia. Se merece —dijo Carrillo con su habitual laconismo.

—Aquí es difícil ganarla. Santiago es una ciudad inestable. Indios, africanos, españoles. Tres razas y tres culturas distintas, menuda ensalada. Hay entre ellos una guerra que no se ve. A veces da la impresión de que se va a armar la de Troya. Otras, es un plato de aceite. Se desajusta con la misma facilidad que vuelve a acomodarse. Y a mí me cuesta mucho entender eso.

—No sois el único, excelencia.

Carrillo respondía con cortesía, pero también con desapego. Aquella inoportuna partida le había chafado la noche y, por si eso fuera poco, Berrospe quería convertirlo en su paño de lágrimas. Así que lo más práctico era irse a dormir.

Fue entonces que alcanzó a oír unos pasos precipitados en el corredor. No era normal que a esas horas la gente corriera por los pasillos del palacio, a no ser que en Nicaragua hubiera sucedido algo muy grave. Pero no tuvo tiempo a especular sobre el origen del ruido. La puerta se abrió de golpe, los conjurados invadieron el salón y, antes de que el presidente o Carrillo pudieran pronunciar una palabra, el pesquisidor Francisco Gómez de la Madriz, con una pistola en cada mano, se plantó ante ambos hombres y, en tono teatral, recitó:

—Gabriel Sánchez de Berrospe, os depongo de vuestro empleo por conspirar contra mi persona y organizar una sublevación contra la autoridad del Rey, a quien Dios guarde, en contubernio con el Cabildo de Santiago y algunos frailes. En virtud de los poderes delegados por su majestad en mi persona, quedáis oficialmente destituido. El licenciado Bartolomé de Amézqueta es el nuevo presidente de la Audiencia y capitán general del reino. Y mientras llevo a buen fin las tareas que me han sido impuestas por su majestad, os destierro a Panajachel con la advertencia de que, si violáis mi mandato, seréis sometido a juicio penal y condenado a muerte por insurrección.

—¿Qué tontería es ésta, licenciado? —dijo Berrospe, alzándose de la silla—. ¿De qué sublevación habláis, por los clavos de Cristo?

La imagen del presidente distaba mucho de ser todo lo impositiva y respetable que el momento exigía, pero Carrillo, al observar la afectación con que Gómez había pronunciado el discurso, no se mordió la lengua.

—Es muy sencillo, presidente —dijo en tono mordaz—. Este caballero se ha inventado una conspiración para encubrir la suya.

—Quitad a este hombre de mi vista —ordenó Gómez.

Carrillo contuvo con un gesto imperativo a los mulatos.

—Así que ésa será vuestra coartada ante el Consejo de Indias. Diréis que asaltasteis el palacio para sofocar una sublevación. ¿Contra vos, que no sois presidente de nada, o contra este corrupto? —dijo apuntando a Amézqueta. Rojo de indignación, el ex oidor se abalanzó sobre Carrillo, pero reaccionando de un modo que nadie hubiera esperado de una persona tan sosegada, el magistrado le recibió con una coz en la bragadura que dejó al recién nombrado presidente sin resuello, la espalda pegada a la pared, las manos entre las ingles, la boca como un buzón, los ojos desorbitados y mirándose las cejas. Su lamentable estampa desmerecía la dignidad de la que había sido investido y su expresión desencajada evocaba la de uno de los condenados del Juicio final de la Sixtina.

—¡Mucho cuidado con tocarme! Aún soy un ministro de su majestad —le dijo Carrillo a Gómez—. A no ser que queráis también destituirme, pero me gustaría saber con qué cargos, pues si no los tuvierais, ya os podéis ir preparando para unos cuantos años a la sombra.

—Pagaréis esta insolencia muy cara —dijo el pesquisidor—. Agredir a la autoridad suprema del Reino se castiga con pena de la vida.

—Durante el viaje, sospeché que no teníais dos dedos de frente. Ahora me doy cuenta que no tenéis ni uno solo.

Gómez de la Madriz había intentado imprimir a sus ademanes y palabras el formalismo jurídico de las grandes ocasiones, pero, a los ojos de Carrillo, no pasaba de ser un oficial recién ascendido a quien la toga le quedaba demasiado grande. Las emociones podían con él. Aún así, Gómez trató de disimular su agitación y, situándose a un paso del oidor, musitó:

—Dad gracias a Dios que sé contenerme.

Carrillo observó los pómulos saltones del pesquisidor, sus ojos brillantes, sus orejas enrojecidas y, frunciendo la nariz con desagrado, dijo:

—Estáis ebrio. Oléis mal.

El comentario hirió al pesquisidor, quien, apretando mandíbulas, murmuró:

—¡Pedid perdón, os lo ordeno!

—No seáis bobo.—¡Encerrad a este hombre en la cárcel de Corte y tenedlo ahí a pan y agua hasta que yo mande lo contrario!

Carrillo le había sacado de quicio. La nuez le subía y le bajaba a una velocidad tal que parecía tener una rata arrapada en la garganta, y su piel estaba lívida, como si toda la sangre hubiera huido al remoto lugar de su cuerpo donde hervía a borbotones.

—¡No os saldréis con la vuestra —decía Carrillo, mientras los pardos le sacaban a tirones—, no se prende impunemente a un ministro de su majestad!

Gómez encaró entonces al presidente y, en tono imperativo, le dijo:

—La llave de la armería, ¿dónde está?

—Ponéis la Audiencia en manos de un facineroso —dijo Berrospe, señalando a Amézqueta.

—Mucho cuidado con lo que decís —amenazó Gómez—. ¡Vamos, la llave!

Berrospe empuñó el bastón y se dirigió al gavetero de taracea situado bajo el tapiz que reproducía el juicio de Salomón. Abrió una de las gavetas y extrajo la llave que había depositado allí horas antes, en presencia de Manuel de Vargas.

—Queréis saquear la armería para defender y sostener a este traidor, ¿no es así? —dijo señalando a Amézqueta.

—¡Cerrad la boca y entregadme esa llave! —dijo Gómez.

Amézqueta, quien se había recuperado del golpe, le dijo a Berrospe con desprecio:

—Sois un amargado y un infeliz.

El presidente no se dignó contestarle.

—No tardaréis mucho en descubrir la ineptitud y la torpeza de este individuo —dijo, al tiempo que arrojaba la llave a los pies del pesquisidor—. Es tan inútil como las tropas que tuvo bajo su mando en la guerra del Petén. Sólo mi guardia personal es una milicia en condiciones. Y ésa no está de vuestro lado.

—Ya lo veremos —dijo el pesquisidor.

Berrospe enderezó el cuerpo, avanzó unos pasos y se detuvo a dos palmos de Gómez. Apartó con suavidad las pistolas con las que el pesquisidor le apuntaba y mirándole de abajo arriba, como quien mira a un mueble destartalado, le dijo:

—En cuanto a vuestra acusación, ni me espanta ni me ofende. Mi conciencia está tranquila. La justicia del Rey tarda, pero llega. Roma no paga a traidores. Acabaréis encerrado en una mazmorra por el resto de vuestros días. Y si no, al tiempo.

Berrospe salió de la sala cojeando y se dirigió al zaguán de carruajes. Allí abordó el forlón que habría de llevarle a Panajachel. Le acompañaban un secretario, un sirviente y una escolta de cuatro alguaciles.

Poco después, el vehículo salía del zaguán de carruajes y abandonaba Santiago entre los sonoros estallidos de las trallas y los gritos de los postillones.

Berrospe enderezó el cuerpo, avanzó unos pasos y se detuvo a dos palmos de Gómez. Apartó con suavidad las pistolas con las que el pesquisidor le apuntaba y mirándole de abajo arriba, como quien mira a un mueble destartalado, le dijo:

—En cuanto a vuestra acusación, ni me espanta ni me ofende. Mi conciencia está tranquila. La justicia del Rey tarda, pero llega. Roma no paga a traidores. Acabaréis encerrado en una mazmorra por el resto de vuestros días. Y si no, al tiempo.

Berrospe salió de la sala cojeando y se dirigió al zaguán de carruajes. Allí abordó el forlón que habría de llevarle a Panajachel. Le acompañaban un secretario, un sirviente y una escolta de cuatro alguaciles.

Poco después, el vehículo salía del zaguán de carruajes y abandonaba Santiago entre los sonoros estallidos de las trallas y los gritos de los postillones.