Nueve
Serían las dos de la madrugada, cuando don Marianito Fuensanta, canónigo de la catedral y asistente del señor obispo, abrió con sigilo la puerta de la recámara donde dormía el prelado y caminó de puntillas hasta el lavabo de palangana situado en un rincón. Allí comenzó a hacer ruiditos con el peine de carey, la navaja de afeitar y la jabonera. Pero el obispo no se movió.
Fuensanta se dirigió entonces a la escribanía, recolocó varios libros, dejó caer unos sobre otros, alzó y posó un par de veces el pequeño crucifijo de peana y repitió los tintineos y los tumbos con una palmatoria de plata y las plumas recién retejadas que dormían sobre una bandeja.
Viendo que ni aun así monseñor despabilaba, se dirigió a la ventana del cuarto y corrió de un tirón la cortina de anillas de caoba, las cuales, al chocar entre sí, crearon un repiqueteo semejante al de unas castañuelas.
De entre las cobijas salió una voz de fastidio.
—¿Qué es lo que ocurre, Mariano? ¿Qué se te ha perdido a esta hora?
Fuensanta, a quien sus colegas apodaban Gallareta por su aspecto de un ave zancuda muy abundante en los lagos y los ríos del reino, detuvo sus trasteos y maniobras y se quedó inmóvil en el centro de la estancia.
—Algo ocurre en la plaza, monseñor —dijo—. Creo que deberíais asomaros.
—No me fastidies, Marianito. ¡Con lo que me cuesta dormirme! ¿Qué horas son?
El canónigo encendió la palmatoria y la acercó a un reloj-custodia, como de dos pies de altura, orlado con una complicada enredadera de flores y hojas de oro, y cuyo receptáculo, reservado en otro tiempo a la hostia consagrada, había sido reemplazado por una esfera con las horas.
—Las dos menos pocos minutos —contestó Fuensanta, en tono atiplado y redicho.
—¿Y qué es lo que ocurre en la plaza, si se puede saber?
El canónigo alzó los hombros y las cejas y desplegó un gesto ambiguo.
Hubiera querido responder «ocurre lo que monseñor se merece por haber confiado al precipitado de José una tarea tan delicada», pero optó por la prudencia. Fuensanta era hijo de una prima del obispo y a menudo le respondía con descaro, pero, pensando que ya bastante barullo era el que tenían encima, se limitó a apartar las cobijas y las sábanas de la cama de monseñor y a echarle sobre los hombros un sobretodo.
—Oí dar gritos en la plaza y hay soldados a caballo —dijo Fuensanta.
—¿Soldados? —masculló el obispo—. ¿A estas horas?
Las ventanas de la planta alta del palacio arzobispal daban a la plaza y monseñor Andrés de las Navas y Quevedo caminó hacia ellas sin mucha convicción.
Con setenta y cinco años de edad, dieciséis de ellos en la diócesis de Santiago, tenía fama de ambicioso y buscapleitos y, fuera porque provenía de una familia de jornaleros andaluces, fuera por pertenecer al Real y Militar Orden de Nuestra Señora de la Merced, ni los dominicos ni los franciscanos le tragaban. Siendo obispo de Nicaragua, el clero se le había rebelado, y el deán, Ginés Ruiz, apoyado por vecinos y curas, presentó graves acusaciones en su contra ante el Consejo de Indias de las que había salido indemne por milagro. Con la edad, don Andrés se había vuelto más discreto, pero convencido de que la langosta era una plaga más llevadera que la de los franciscos y los dominicos juntos, se había jurado mutilar el poder económico de ambos v transferírselo a los clérigos seculares, quienes, de no tener mejores ingresos, se le volverían a alzar, como habían hecho en Nicaragua.
—No puedo creer lo que veo —exclamó su ilustrísima al ver a los mulatos de la guardia alineados frente al Real Palacio—. ¿Qué ha ocurrido, Marianito?
—Muy sencillo, monseñor. El jefe de la guardia presidencial ha sorprendido al pesquisidor, a Amézqueta, a los veteranos y a algunos de nuestros clérigos dentro del palacio y no los deja salir. Si ya decía yo que todo esto iba a acabar mal, pero como hay gente que hace las cosas a la pura baqueta, sucede lo que sucede. A ver cómo nos espantamos ahora este mosquero.
Gallareta hablaba a borbotones, aunque sin trabársele la lengua. Gesticulaba sin parar, bizqueaba, enfatizaba las palabras con desmesurados arqueos de cejas y todos sus ademanes y remilgos convergían en una que otra pausa breve que acentuaba con los labios fruncidos para hacer notar que sus argumentos eran tan preclaros que no le quedaba más alternativa que darse sin remedio la razón.
—¿Qué va a decir mañana la gente cuando vea salir del palacio a tres curas maniatados y el presidente los meta en la cárcel por conspirar contra el Rey? Mirad qué buen negocio hemos hecho: a cambio de los dos clérigos que Berrospe tiene en Escuintla, ahora tendremos cinco. El escándalo va a hacer hablar a los mudos.
—No me calientes los cascos, Marianito.
Pero Marianito no escuchaba y se dirigía al obispo con el desparpajo del sirviente que se ha vuelto conciencia y purgatorio del patrón.
—Se nos cayó el rancho encima. Cuente, cuente, su ilustrísima. Veinticinco de a caballo y otros tantos de a pie. Y todos con armas modernas. ¿Cómo cree que van a escapar el pesquisidor y nuestros clérigos?
—Hay que hacer algo enseguida, Marianito —murmuró el obispo sin apartar la vista de la plaza.
—Pues no alcanzo yo a ver qué pueda hacerse, con tanto caballo y tanta carabina y tanto mulato ahí afuera —cotorreo el canónigo.
—Lo primero es despertar a José.
—No lo considero prudente. Si metemos a José en más dibujos, temo que nos pinte a todos de payaso.
—¡Basta! —tronó el obispo.
Fuensanta cerró la boca e inclinó la cabeza hacia abajo y hacia un lado, en un hipócrita gesto de respeto, pues sabía que, en el fondo, monseñor Andrés de las Navas no estaba tan ofendido.
José Sánchez, vicario y sobrino del prelado, era también su testaferro, la persona sobre quien caían las maldiciones de las órdenes religiosas, de los oidores y de la Audiencia, y al que se achacaban todos los errores y las malandanzas de la Mitra. Debido a su pobre salud y sus pocas fuerzas, el obispo ponía por delante la cara de José para que éste recibiera las bofetadas. Así preservaba la buena imagen que debía tener la cabeza visible de la Iglesia. A cambio, el sobrino había concentrado en su persona los títulos de juez eclesiástico y vicario de la diócesis, manejaba las finanzas de la Iglesia y tenía en un puño a los clérigos.
Fuensanta estaba convencido de que el obispo debería haber transado con Berrospe la liberación de los clérigos contrabandistas, pero José no lo había permitido. ¿Quién era el presidente de la Audiencia, le había endilgado a Berrospe, para detener clérigos, juzgarlos, castigarlos y privarlos de sus bienes en un tribunal civil? Así que, Bula de la Cena en mano, canon 19, su ilustrísima había declarado lesionada «la sagrada inmunidad eclesiástica que por derecho divino le correspondía» y exigido que «a las personas sagradas de la Iglesia», es decir, a los clérigos acusados de contrabandistas, se les permitiera «vivir inmunes, exentos y libres» de la jurisdicción secular.
—Alguien nos ha traicionado, Marianito.
—¿Quién, monseñor?
Ojalá lo supiera, pero hay que irse de aquí enseguida, no sea que terminemos como el obispo de Comayagua.
Era una frase hecha que circulaba entre el clero de Santiago y que tenía su origen en un suceso ocurrido años atrás. Cierto obispo franciscano, obispo de Comayagua, en la provincia de Honduras, había tenido con el gobernador de la provincia un pleito análogo al que monseñor Andrés de las Navas se traía con Berrospe. El gobernador, don Juan Guerra de Ayala, hombre de colmillo retorcido, quiso sujetar al prelado y éste le excomulgó. Don Juan cercó entonces el palacio episcopal con una compañía de soldados, incomunicó al obispo, prohibió la entrada de agua y alimentos y mantuvo el estado de sitio hasta que el pobre viejo falleció dos semanas más tarde, no se sabía bien si por inanición o del disgusto.
—Que traigan mi silla de manos, Marianito. Y que despierten a José y a Marcos. Tenemos que irnos de aquí.
—¿A dónde, ilustrísima?
Monseñor no respondió. Acababa de descubrir una luz en la puerta del Real Palacio, pero sus cansados ojos no alcanzaban a identificar lo que ocurría en los soportales.
—Marianito, ven acá. Dime una cosa. ¿Qué es lo que ves allí?
—Veo una luz y movimiento en la puerta del Real Palacio —dijo el canónigo.
—Y qué más.
—Los dragones han empezado a moverse hacia el edificio.
—¡Jesús, Jesús, aquí se va a armar la de San Quintín!
—¡Apúrate, Marianito! No te quedes ahí pasmado. Tenemos que escapar de aquí cuanto antes.
—¿Y a dónde vamos? ¿Con los jesuitas?
—¿Y dónde más, Mariano, hijo de mi vida? —dijo el obispo con marcado acento andaluz—. No va a ser con los dominicos.