Catorce
«El abajo firmante, don Antonio de Lara y Mogrovejo, oidor y presidente interino de la Audiencia de Santiago de Guatemala entre 1649 y 1654, da a conocer en forma voluntaria y espontánea esta confesión de parte, poniendo por testigo a Dios y a su hijo Jesucristo.
»Me mueve a hacerlo mi honra y el celo que siempre puse en la administración de este reino. En breve abandonaré Santiago y, dado que el señor obispo no podrá respaldar esta confesión, pues falleció hace un mes de apoplejía, y el tesorero real naufragó y murió ahogado en los cayos de la Florida en septiembre del pasado año, cuando regresaba a España, no quiero dejar la impresión de que me embolsé dineros que no eran míos o que los usé ilícitamente en mi provecho.
»Sé que el tiempo y la historia, albaceas de la verdad, me absolverán llegada la hora. Mas para salir al paso de cualquier infundio que pudiera poner en solfa mi buen nombre, he dispuesto reseñar por escrito los motivos que me asistieron para llevar a cabo las graves y difíciles disposiciones que hube de tomar en los años del Gran Fraude.
»A principios de 1650 empezó a circular en Santiago la especie de que la moneda de ocho reales acuñada en el Perú, a la que los vecinos llamaban perulera, y que junto con la de México era la más abundante en el Reino, tenía menos plata de la debida. El gremio de los plateros había hecho las pruebas del caso y encontrado que las monedas tenían un veinticinco por ciento de cobre, en lugar del siete que ordenaba la ley.
»Cuando se me informó de tan gravísimo delito, ordené examinar algunas de dichas monedas y, en efecto, el tesorero real comprobó que los pesos valían seis reales de plata, en lugar de ocho, y los tostones, tres, en lugar de cuatro.
»Yo creí al tesorero real y también a los plateros. Pero la verdad era que los ensayos estaban mal hechos adrede, que los pesos valían siete reales, en lugar de seis, y los tostones, tres y medio, en lugar de tres.
»Las monedas tenían, en consecuencia, más plata de la que los plateros y el tesorero real me habían dicho, pero menos de lo que la ley ordenaba, lo que abría las puertas a un negocio muy lucrativo. Sin embargo no alcancé a descubrir la impostura hasta que un nuevo tesorero me hizo ver el engaño.
»Los moclones, pues así dieron los vecinos en llamar a las monedas falsificadas, se habían vuelto trata secreta de plateros, comerciantes y gente con posibles, quienes compraban las piezas a un valor ligeramente más alto de su contenido en plata, las fundían en hornos clandestinos y las exportaban convertidas en barras con muy buena utilidad.
»Como los avorazados sólo piensan en el provecho presente, y nunca en el perjuicio futuro, la moneda comenzó a escasear, y el comercio, a atenuarse, sin que nadie diera un celemín por el daño que causaban.
»Pero no acabaron ahí los achaques.
»Debido a que los dos cuños, el del Perú y el de Nueva España, eran idénticos, la gente no podía distinguir la moneda buena de la mala. Se me ocurrió entonces tomar una medida de extrema necesidad consistente en identificar las monedas auténticas y remarcarlas, haciéndoles un agujero con un punzón, o bien cortarlas un pedazo. Pero el procedimiento era lento y engorroso y, siguiendo el consejo del tesorero real, lo pospuse para otro momento.
»Así las cosas, recibí una comunicación de Lima en la que se me informaba que los dos tesoreros de su majestad habían sido condenados a muerte por fabricar moneda falsa, y que el alcalde y el ensayador real, un tal Felipe Ramírez, implicados también en el desfalco, habían sido ejecutados en la plaza de Armas. Y para enredar más la madeja, llegó de Madrid una instrucción en la que su majestad ordenaba retirar de circulación, ipso facto, toda moneda acuñada en la ceca de Potosí.
»El procedimiento que se me indicaba seguir era identificar los moclones que llevaran el anagrama FR, del ensayador Felipe Ramírez, retirarlos de circulación y cambiarlos por pesos legítimos, acuñados con plata de ley. Todo muy sencillo y muy fácil, pero ¿de dónde iba a sacar yo los pesos genuinos, cuando no teníamos en las cajas de Santiago ni para pagar los haberes de los oficiales de su majestad?
»Ante la gravedad de la situación, reuní en sesión urgente al obispo de Santiago, al tesorero real, a los oidores de la Audiencia, a alcaldes y regidores del Cabildo y a un grupo de notables, y con claras y distintas razones les informé del asunto. Quería tomar con ellos una decisión compartida, pues, siendo yo hombre de leyes, entendía poco o nada de comercio y de monedas.
»Excuso decir el malestar que cundió entre tanta gente de bien cuando conocieron la noticia. La escasez de plata tenía asfixiado el comercio, me dijeron muy acalorados (como si no hubieran sido ellos los principales causantes, por haber mandado fundir los moclones y venderlos) y no podían aceptar que se les confiscara la poca que quedaba en Santiago.
»La orden no era, pues, de recibo, y aunque todos la acataban, no tenían la intención de cumplirla. Ninguno confiaba en que los dos virreinatos entregaran las monedas genuinas en los plazos asignados. El Perú y la Nueva España, me dijeron los patricios, han jugado siempre con nosotros y hecho lo que les ha apetecido, sin importarles que esta tierra perdida entre los dos grandes enclaves de las Indias muriera de inanición.
»Lágrimas de comerciante no son nunca de fiar, pero debo admitir que en el fondo tenían buenas razones. Lo natural hubiera sido retirar las monedas falsas, fundirlas, reacuñar la plata resultante y poner en circulación otras nuevas y genuinas. El Consejo de su majestad, sin embargo, se había negado por principio a que en Santiago se erigiese una fábrica de moneda, de modo que esa solución no era viable.
»Agobiado con tanta dificultad y tanta atadura, les dije a los principales de Santiago que me proponía obedecer a la letra lo que el Consejo de su majestad me pedía, en los términos que me lo pedía, y que prohibiría con carácter de urgencia la circulación de la moneda chanflona, como la empezaban a llamar en los barrios.
»También les informé que, debido a la carencia de moneda buena para cambiarla por la falsa, ordenaría el retiro forzoso de esta última e indemnizaría a sus dueños con moneda genuina en la medida que fuera llegando de Nueva España y el Perú. Entretanto, la moneda fraccionaria de dos reales debía suplir las necesidades del comercio.
«Nadie estuvo de acuerdo con la disposición. Los importadores sobre todo, ya que no les aceptaban pagos en moneda fraccionaria. Ni en España ni en las Indias.
»Sólo cuando el tesorero real les persuadió de que el retiro de la moneda falsa era imperativo, ya que, si se la seguía utilizando como medio de pago, el daño sería aún más grave, puesto que continuaría desapareciendo de circulación, y el comercio sin moneda tendería a paralizarse, pudimos llegar a un mal acuerdo: ellos entregarían los moclones falsos y yo no les cobraría tributos hasta tanto no se saneara el circulante con monedas de buena ley.
»Al siguiente día, ordené pregonar la obligación de entregar cuanta moneda falsa hubiere en el Reino a los alguaciles de la Audiencia y a los corregidores reales, so pena de cárcel y multas. Asimismo dicté otras medidas para evitar que salieran del Reino monedas ni plata.
»Mas como era de esperar, la resistencia fue muy grande. Para nadie es plato de gusto que le quiten su dinero, por malo que éste sea, con la promesa de reembolsárselo por otro mejor en una fecha insegura. La gente valora más un pájaro en mano que ciento volando. Con lo cual, y pese a las medidas draconianas que hube de imponer, la requisa no alcanzó el éxito que yo esperaba. Quien más quien menos escondió sus monedas o las fundió, los plateros, esa mala raza, siguieron haciendo su agosto y la cantidad de plata en circulación se redujo a una cifra irrisoria.
»Muy ocupado esos días en erigir el baluarte que hoy protege el Golfo Dulce de ataques de filibusteros y piratas, al cual puse por nombre San Felipe de Lara, en honor a su majestad el rey Felipe IV, que Dios guarde, y en mérito a mi humilde apellido, no presté al asunto de los moclones la atención ni el seguimiento deseables. Y la expedición que, con la ayuda de los capitanes generales de Cuba y Santo Domingo, organicé para recuperar la isla de Roatán, en las Honduras, de la cual se habían apoderado los ingleses, no me permitió contar con el tiempo que tan delicada materia exigía.
»Pero ahora que los años han pasado puedo decir, con el alma en la palma, y gran cargo de conciencia, que las confiscaciones tuvieron un efecto tan nocivo que todavía hoy me atormenta y no me deja dormir.
»Quien diga que la plata no importa, es un místico o un majadero. La práctica desaparición de la moneda empobreció a los menos y convirtió en miserables a los más. El comercio hubo de recurrir al trueque en muchos casos y, en otros, supe que se comerciaba con cacaos en vez de moneda efectiva de oro y plata. Muchos agricultores se arruinaron. Las exportaciones se redujeron casi a cero. Desaparecieron la ropa, la comida, el vino. En los hospitales, moría más gente de hambre que de enfermedad. Los ricos fundían sus vajillas para poder comer, en tanto peones y mozos buscaban en vano quién les ocupase por un plato de frijoles. El numero de vagabundos y maleantes se triplicó. La plebe de los barrios amenazó con amotinarse. Y siendo este un reino remoto y de poca importancia, por sus escasos y muy pobres moradores, nadie prestó atención a nuestras demandas en México, en Madrid ni en Lima.
»Fuéronse años y vinieron fechas. El gobierno de su majestad se declaró en bancarrota y el Reino de Guatemala se hundió en una espantosa penuria.
»Cierto día, el tesorero me informó de que en las cajas reales había alrededor de doce mil moclones falsos sin reclamar. Hartos de esperar el cambio por moneda buena, sus dueños habían abandonado el Reino. Otros dieron por perdidos los moclones, algunos habían fallecido y el tesorero quería saber qué se hacía con aquella plata.
»Dicen que los gobernantes se salvan haciendo justicia, pero yo ignoraba la manera de ser justo con unos dineros que, a fe mía, no eran propiedad del Rey ni del gobierno.
»No podía enviarlos a Madrid como tributos cobrados, pues era moneda prohibida. Ni podía explicar al Consejo de su majestad la razón por la cual, durante cuatro años, no había cobrado impuestos y, de pronto, aparecía aquella remesa extraordinaria. En el peor de los casos, habría sido acusado de malversación, y en el mejor, de incuria.
»En vista de ello, reuní una vez más a los notables de Santiago para disponer de consuno lo que debía hacerse, pero también ellos pensaron que lo mejor era guardar silencio administrativo. No querían arriesgarse a que el gobierno de su majestad les acusara de evadir tributos durante cuatro años o a que mandaran de Madrid un juez para que hiciera aquí un estropicio.
»El escándalo que se había desatado en Europa a causa del Gran Fraude y la pérdida de confianza en la moneda española de ocho reales, unidad universal de comercio en todo el mundo, nos hizo temer que la cadena se rompiera por el eslabón más débil y que cayera sobre todos nosotros una condena semejante a la que había sido impuesta a los ensayadores y plateros del Perú. Así que, de mutuo acuerdo, dispusimos ocultar el pecado, con el fin de evitar la penitencia.
»Sólo era preciso soterrar el cuerpo del delito hasta que pasara la borrasca y, andando el tiempo, se pudiera explicar el asunto en la Corte con la serenidad que, dadas las circunstancias, no era posible en ese momento.
»Y así se hizo.
»El lugar que elegí para ocultar los moclones fue el camarín contiguo a la capilla del Real Palacio, donde el capellán se revestía para el culto. El obispo había dicho misa allí alguna vez, y se le ocurrió que podríamos sellar con un tabique la pequeña sacristía, cuya pared de poniente da al patio de carruajes. Y como la del norte daba a la Plaza Mayor, la del Este, al corredor del zaguán, y la del Sur, al Real Tesoro, simulamos que las obras se hacían en el salón de este último a fin de que el ruido no despertara sospechas.
»Dos humildes albañiles, a quienes amenacé con pena de la vida si llegaban a hablar con nadie de la obra, se encargaron del trabajo. Sellaron el camarín por el lado de la capilla, abrieron un boquete en la pared medianera de la tesorería y, en una noche, los moclones fueron emparedados tras el altar, en cajas de madera.
»Pero la angustia de saber que había provocado tanta pobreza, el ver tanta necesidad a mi alrededor y tanta prosperidad deshojada, me agobiaban de pesar. La culpa no era totalmente mía, pero tampoco podía absolverme. Y así se lo hice saber al ilustrísimo señor obispo, don Alonso de Arrese y Zaragoza, natural de Nueva España, hombre bondadoso y pastor sabio, quien me confesó que él también tenía sobre su conciencia esa pena.
»Es verdad, llegó a decirme, que no se perdona el pecado hasta que no se devuelve lo robado, pero que, si bien se miraba, era un pecado aún mayor tener esa plata oculta.
»Monseñor me justificó su argumento citando a San Basilio el Grande, quien decía que las riquezas escondidas no son de utilidad para nadie. Y haciendo uso de un cariño y una comprensión que nunca sabré pagar, consoló mi pesar con las más tiernas palabras y me prometió buscar la justa penitencia a un pecado del que todos habíamos sido partícipes, incluido el mismo rey Felipe IV.
»Por aquellas fechas, el señor obispo había terminado de reparar las capillas de la catedral, muy dañadas por el último terremoto, y cierto sábado en que fui a confesarme con él me sugirió que el destino de los moclones bien podría ser la quinta capilla según se entraba por la derecha, entre la del Santo Sepulcro y la de las Ánimas, a la sazón sin nombre ni altar.
»Su ilustrísima echaba de menos el homenaje debido al santo del que la ciudad había tomado su nombre, y ese espacio recién encalado y vacío le parecía el lugar más adecuado para hacerlo.
»¿Qué mejor penitencia, me dijo, que ofrecer al apóstol Santiago esa plata y expiar con ella nuestros pecados?
»Nadie crea que fui víctima de la listeza de un pastor que quiso aprovechar la culpa que en aquellos días me agobiaba, pues si bien es verdad que yo anhelaba quietud para mi espíritu, no era menor mi deseo de que nadie hiciera uso espurio de los dineros que dejaba, por más que estuvieran tapiados a cal y canto. Ya se sabe cuán difícil es guardar un secreto así. De hecho, el rumor ya estaba en la calle. Había un tesoro enterrado en palacio, se decía.
Y conociendo el percal del que muchos oficiales de su majestad se visten, sospeché que la plata se esfumaría del camarín en menos que se reza una salve.
»Por eso hallé tan atinada la solución del obispo. La plata, además, era de todos: del pueblo, de sus nobles, de la Iglesia, del monarca. Y acordando que el secreto quedaría entre monseñor Arrese, el tesorero y yo, dispusimos desenterrar los moclones y darles el uso que había sugerido su ilustrísima.
»Venido el día dispuesto, volvimos a abrir el boquete y sacamos del camarín los, sobre poco más o menos, doce mil moclones que allí se guardaban. Y un discreto y reconocido platero, en quien el señor obispo tenía confianza suma, pero a quien puse noche y día la vigilancia del tesorero para que no se robara ni una onza, se encargó de llevar a cabo una de las obras de arte más portentosas del reino: la capilla de Santiago.
»Con aquel resto de monedas falsas, el artífice moldeó en plata maciza y tamaño natural la imagen que todos hoy admiramos y que, excuso decir, no es el Santiago Mataindios de estuco policromado que cabalga en la cúpula del altar mayor, sino el Santiago peregrino y pobre, en posición sedente y con un báculo en la mano, como el que figura en el pórtico de Compostela.
»Es un mérito que sin falsa modestia me atribuyo, pues así quise que fuese representado el apóstol, en señal de humildad y penitencia por nuestros muchos pecados.
»Aún así, sobró plata. Bastante plata. Calculo que unas cien libras. Conque, siempre de acuerdo con el señor obispo, ordenamos fundir un baldaquino acrisolado del mismo metal, con cuatro columnas salomónicas, y doce ciriales repujados, seis a cada lado del apóstol, para que la imagen refulgiera con mayor esplendor si cabía.
»La capilla adquirió así una magnificencia que deslumbró a propios y extraños y ungió mi alma de sosiego. Para sorpresa mayor, el platero no sólo resultó un extraordinario artista, sino también muy honrado. Los moclones no se agotaban, como si las cajas no tuvieran fondo, hecho que el señor obispo adjudicó a la Providencia divina. De modo que, sin propósito de vanidad alguna, sino con el de reparar nuestras faltas, pedimos al platero fundir dos esplendorosas lámparas de unas veinte libras cada una, que temo causarían asombro en la mismísima basílica de San Pedro, y la pieza más refinada de la capilla: un tabernáculo en plata sobredorada con un Agnus Dei de oro fundido en la puerta.
»Aún quedaron novecientos veintisiete mociones, nueve cartuchos de cien y otro con veintisiete, que en algún momento pensé entregar al señor obispo para que se rezaran misas por la salvación de mi alma, pero que, a última hora, dispuse dejar en el camarín de la capilla, junto a este escrito, con las cuentas y los números del tesorero como prueba de que no me robé ni un real.
»Si yo fuera hombre que debiese, temería. Pero no temo porque no debo. Y delante de Dios lo digo: me voy con la conciencia tranquila. Honra y provecho no caben bajo un mismo techo, y yo me incliné por la honra, pues nací sin el tirón de la codicia, y el día que muera lo haré sin el pesar de no haberla conocido.
»Salgo de Santiago, pues, sin más caudal que el que traje. Y cuando el más alto tribunal me juzgue, se verá que lo que aquí afirmo es cierto. Sé que la leyenda del tesoro corre por todo Santiago, una ciudad cuyas gentes son llanas, quitadas de vanidades y muy queridas de Dios, pero muy dadas también a la murmuración y al infundio.
»Por todos estos motivos ruego que, si alguien llegara a leer un día esta confesión de parte, les revele y les pregone que el tesoro no está en la Audiencia, sino en la capilla del Apóstol, adornando uno de los espacios sagrados más suntuosos de las Indias, y que, por estar a la vista de todos, nadie podrá decir que Antonio de Lara se lo robó en los años del Gran Fraude.
»Pido indulgencia a quienes mis decisiones pudieron haber causado daño y espero ser digno de la piedad y la providencia de Dios nuestro Señor y de su majestad Católica. Mis intenciones fueron siempre rectas y moriré con el consuelo de saber que, en el peor de los casos, el monto de mis desaciertos está hoy en la casa de Dios Padre, para gloria de nuestra Santa Fe.
Santiago de Guatemala, a nueve de enero de 1654».
Cuando Arizmendi terminó de leer, tomó su sombrero de penacho y abandonó el palacio de gobierno sin avisar al secretario del oidor. En su rostro se había dibujado un amago de destemplanza y, a juzgar por los azotes que de vez en cuando se daba con los guantes en los muslos, se diría que, si alguien se hubiera cruzado en su camino, se los habría estampado en la cara.
Antes de subir al carruaje, Arizmendi volvió la vista a la catedral. Una vez más, un obispo había barrido para dentro sin tener en cuenta los intereses de la ciudad. Aun así debía admitir, mal que le pesara, que no se podía prescindir de aquellos hombres en Santiago. Sin la bendición del estatuto de sangre que, situándose por encima de la fe, dividía a los hombres en superiores e inferiores, las gentes de limpio linaje como él no tenían allí ningún futuro.
Cierto que el bendito estatuto contradecía el cristianismo impartido por San Pablo, integrador e incluyente, pero una cosa era la utopía paulina y otra las realidades de este mundo. Si aquella muchedumbre bárbara sin más código que su albedrío no era compelida por el terror sagrado, el orden del reino se desplomaría. Nadie podría sujetar a la plebe. Sería el caos. Y eso, claro, tenía un precio. Alto, muy alto, a su juicio, pero que sin embargo era preciso pagar como se paga todo aquello de lo que no se puede prescindir.
El senescal soltó un discreto resoplido. Guatemala era un reino arcaico y triste al que, no obstante, amaba con la desolación del padre que contempla la agonía de su hijo. Y no sin pesar hubo de reconocer que su desideratum de una ciudad cuyo carácter no estuviese definido por los clérigos, sino por una nobleza sin títulos, acaso fuera un sueño imposible.
O quizá él ya estaba demasiado viejo como para pelear con los prelados e impedir que siguieran absorbiendo rentas y fundiendo imágenes con la plata que tanto se necesitaba para alentar el comercio, sanear la ciudad, combatir el hambre o impedir que la plebe se alzara contra los patricios.