Seis

Vargas se desplazó hacia el centro de la plaza, donde estaban alineados los dragones. En su cabeza bullían nuevas preguntas que tampoco podía contestar. ¿Con qué autoridad había destituido el pesquisidor al presidente? Y si la destitución era legal, ¿por qué había tomado subrepticiamente el palacio? ¿Quiénes estaban con él? ¿Qué tenía Sinesio Dueñas que ver en el asalto? ¿Estaba de acuerdo con el pesquisidor? ¿Había sido ése el motivo de que Gómez hubiera ordenado alejar los dragones del Real Palacio? Y sobre todo Rosa, Rosa, Dios bendito, ¿qué pintaba ella en todo aquel enredo?

Un mudo mandato interior le conminaba a esperar. No podía entrar a sangre y fuego en la Audiencia. Eso pondría en peligro la vida de Rosa y crearía el caos en la ciudad. Si los dragones que había enviado en busca de Berrospe regresaban con el presidente a buena hora, el problema estaría resuelto al amanecer. Y si el pesquisidor era culpable de usurpación de poderes, Berrospe podría poner en evidencia ese Domingo de Ramos, cuando todo el mundo saliera de misa, a quienes amparados en las sombras habían asaltado la Audiencia como vulgares ladrones.

Estaba a punto de ordenar a los mulatos que descabalgaran, cuando en el corredor de la planta alta del palacio divisó a dos hombres con sendos hachones de cera y, entre ambos, el perfil inconfundible de Bartolomé de Amézqueta.

El ex oidor iba vestido de negro, con una negra hopalanda hasta los pies y un bonete sin borla en la cabeza. Pero lo que más llamaba la atención de su indumentaria, por los destellos que despedía a la luz de los hachones, era el medallón de oro que, unido a una gruesa cadena, pendía de su cuello y que le distinguía como presidente de la Audiencia de Guatemala, así como la vara que portaba en la mano y que le identificaba como capitán general del reino.

—¡Capitán Vargas! —bramó el letrado—. ¡Os conmino a que depongáis las armas y a que os sometáis a mi autoridad sin dilación!

Al ver movimiento en el corredor, los mulatos hicieron el intento de llevarse las carabinas al rostro, pero Vargas les detuvo con un gesto. Empezaba a comprender. Gómez había sido el instrumento de Amézqueta. O quizá fuera al revés, pero la toma de palacio no era cosa de un solo hombre.

—¡Don Gabriel Sánchez de Berrospe ha sido destituido por orden de Su Majestad, el Rey, representado en Santiago por el licenciado Francisco Gómez de la Madriz! —gritaba Amézqueta—. ¡Y yo soy ahora la suprema autoridad del Reino!

Vargas no respondió. Desconfiaba de aquel sujeto a quien el presidente había sometido a juicio y expulsado de la Audiencia. Amézqueta asistía a las deliberaciones a deshora, no leía las causas antes de juzgar, enviaba escritos indecorosos a los otros magistrados, permitía que jueces inferiores, abogados y escribanos alterasen las sentencias y había provocado, tres años antes, la sedición en el cuartel de San Jerónimo. Su deslealtad era sabida y notoria. Lo había comprobado en el Petén. Y si ya entonces había dado muestras claras de rechazo a la autoridad del presidente, ¿por qué habría de fiarse?

—¡No os reconozco como capitán general —le gritó a Amézqueta— y os conmino a que desalojéis inmediatamente el palacio, junto con los hombres que os acompañan y la mujer que tenéis secuestrada!

—¡Esa mujer es una delincuente! —bramó Amézqueta—. ¡Asesino a Janeiro Urbina y a Victoriano Ariza y quería hacer lo mismo con Sinesio Dueñas!

Vargas dejó que el silencio colmara la plaza unos instantes, al cabo de los cuales, todavía desconcertado, gritó:

—¿Quién lo dice?

—¡Yo lo digo! —exclamó Francisco Gómez, apareciendo en el corredor—. ¡Y yo soy la voz del Rey y se me obedece sin más!

Vargas no se dejó impresionar tampoco por los gritos del pesquisidor. No le merecía ningún respeto. No podía decir si por la edad, muy cercana a la suya, por lo pagado de sí mismo o por su acento peninsular. Además, no le veía sereno, sino presa de una excitación impropia de quien se suponía amparado por la ley y la razón. Vargas no era un experto en esas cosas, pero, por más sinuosidades que tuviese la vida pública, si la deposición de Berrospe no era legal, aquellos hombres habían cometido un delito de alta traición.

En cuanto a Rosa, si era verdad que había asesinado a Urbina y a Ariza y pretendido romperle el alma a Pezespada, habría tenido sus razones y él no iba a ponerlas en tela de juicio. Vez hubo en que deseó conocer más detalles de la muerte de Marcos Ramírez, pero, si antes no lo había hecho, menos iba a hacerlo ahora. Amaba a Rosa por lo que era, no por lo que había sido.

—¡El presidente Berrospe ha puesto la ciudad al borde de la anarquía! —se desgañitaba La Madriz—. ¿Qué seguridad puede tener Santiago, cuando la propia policía no está segura? ¡Por eso ha sido destituido y desterrado! ¡Y no tengo por qué dar más explicaciones! ¡Deponed las armas ahora mismo y someteos a la autoridad del presidente Amézqueta!

Vargas había visto en el Petén un pavo llamado así, pavo petenero, un guajolote silvestre que cuando se exaltaba y le daba por graznar no había manera de callarlo. Y ahora, quizá debido a la lejanía y la oscuridad, tenía la impresión de que el pesquisidor estiraba el cuello como el guajolote y que usaba un cacareo parecido.

—¡No sois mi superior! ¡No tengo obligación de obedeceros! —le gritó a Gómez—. ¡Ni a vos ni al licenciado Amézqueta!

—¡Imbécil! —aulló el pesquisidor—. ¡Tenemos las armas, la munición, la pólvora! ¡Las milicias vendrán en nuestra ayuda, cuando sepan que estamos aquí!

Vargas hizo una mueca. ¿A quién quería engañar aquel bobo? Los conspiradores no podían tener bocas de fuego ni pólvora ni municiones. La cautela del señor presidente había sido providencial: una de las llaves de la Armería la tenía Vargas en su bolsillo.

—¡Yo soy la voz de su majestad en Santiago y me debéis obediencia absoluta! —volvió a gritar Gómez.

Las cóleras del pesquisidor y de Amézqueta habían convencido finalmente a Vargas de que la posición de ambos era insostenible y, caminando de espaldas, comenzó a alejarse del edificio.

—¡Capitán Vargas, por este acto os declaro reo de desacato a su majestad! ¡Y para cuando el sol haya salido, lo juro ante Dios que me escucha, seréis colgado con deshonra por traidor! —clamó Gómez de lejos.

Pero la intimidación no consiguió su propósito. Sin perder de vista el corredor, Vargas llegó hasta la línea de caballos, giró sobre los tacones de sus botas, encaró a los dragones y, extrayendo el sable de la funda, gritó:

—¡Desmonten!

Los mulatos se apearon con rapidez de sus corceles. Un grupo de los de a pie acudió a tomar las riendas y alejó los caballos de la zona de fuego.

Diecisiete hombres quedaron en línea, con las carabinas dispuestas y mirando al edificio.

—¡Carguen! —gritó Vargas.

Entre roces y chasquidos, los dragones extrajeron de las cartucheras sendos envoltorios de papel, los mordieron, cebaron con pólvora las carabinas, introdujeron los proyectiles en las respectivas recamaras y engatillaron el rastrillo de estrías que generaba la chispa.

La difusa luminosidad de la luna tallaba los rostros de los mulatos, sus abultados pómulos, sus labios brillantes y gruesos. En sus frentes espejeaba la humedad y, en sus ojos, la azorada determinación de quienes se aprestan a acabar con vidas ajenas.

—¡Apunten! —dijo Vargas.

Como un eje que las hubiese elevado a un tiempo, los mulatos se llevaron las carabinas a la cara. Y el efecto no se dejó esperar. Los dos hombres del corredor arrojaron los hachones y corrieron a refugiarse en el salón del Real Acuerdo. Otro tanto hicieron Gómez y Amézqueta.

Vargas aguardó un tiempo prudencial y, cuando comprobó que nada se movía dentro del palacio y que nadie regresaba al corredor, deslizó el arma en el guardasable.

Dijeran lo que dijesen aquel par de intrigantes, en ese momento la ley era él, y la única licitud, la suya. Ellos eran ahora los traidores y, traición por traición, la legitimidad pertenecía a quien detentaba las armas y la fuerza. No iba a negar al presidente, como San Pedro a Jesús, ni menos a traicionarle como Judas. Le debía lo que era, por más que no hubiera sido la lealtad lo que le había impulsando a sitiar el palacio, sino el hecho de saber que Rosa estaba en peligro. Los enredos de las jerarquías y los poderes le importaban menos. Rechazaba las perfidias y las bajezas de aquel mundo. Era una de las razones por las que deseaba dejarlo. Pero había caído en uno de sus juegos y ahora no podía dar marcha atrás. Debía rescatar a Rosa o, cuando menos, protegerla de quienes la tenían secuestrada. Y eso era lo único que le importaba ahora.

Sin dejar de mirar al corredor, y a sabiendas de que le observaban y le podían oír, Vargas dispuso entonces enviar un último mensaje a los ocupantes de la Audiencia:

—¡Todo el que intente escapar, será pasado por las armas! ¡No habrá piedad ni contemplaciones! ¡Y ojo con esa mujer! ¡Nadie saldrá de ahí con vida, repito, nadie, si alguien se atreve a tocarla!