Doce

Salvo por el color de su piel, cualquiera hubiera dicho que Virtudes de los Santos, alias la Salivitas, era una mujer de raza blanca. Tenía los ojos castaños, la nariz pequeña y una barbilla menuda con una suave depresión en medio. Sólo sus empinadas nalgas y un belfo ligeramente abultado que acentuaba aún más su atractivo denotaban sus raíces africanas.

Virtudes era el epítome de un tipo de belleza, perturbador y lascivo, muy buscado en Santiago por los blancos para entrenar a los jóvenes en las artes del amor, para barragana de clérigo o para compañía de viejos que se conformaban con tocar. Y si en algún sitio podía encontrarse una belleza de ese corte era en Chipilapa, barrio alegre y promiscuo donde negros y españoles de orilla habían engendrado una crecida población de mulatos.

La mayoría tenían empleos dignos o se dedicaban a algún oficio, pero un buen porcentaje de ellos era gente de rompe y rasga. Su complexión, más fuerte que la del indio y el mestizo, resistía mejor los trabajos serviles, por lo que eran muy buscados. Y el morbo que las mulatas ejercían sobre españoles y criollos suponía una atracción mayor que la de mestizas e indias.

La prostitución estaba rigurosamente prohibida en Santiago, pero la Audiencia lo disimulaba merced a los buenos oficios de oidores como Ozaeta y de alguaciles como Pezespada, beneficiarios y comisionistas del negocio, en metálico y en especie. La prohibición databa de cuarenta años atrás, cuando el rey Felipe IV la había ilegalizado en España y en las Indias debido a la proliferación de enfermedades venéreas. Antes de eso, incluso las comunidades de Castilla habían administrado mancebías con el fin de atender obras piadosas. Ahora, en cambio, tanto a un lado como al otro del océano, el oficio se encubría a condición de que los burdeles no ofendieran la pupila de los discretos.

La Casa de Santa Fe, como se conocía el bodegón en el que Salivitas vivía y trabajaba, era el más acreditado de Santiago. Su dueño, el mulato Santa Fe, manejaba los negocios del robo y el contrabando, en tanto una hermana suya, apodada la Perendenga, atendía los del amor. La mulata encubría su oficio de celestina con el de vendedora ambulante de alhajas, las cuales ofrecía a caballeros y señores que deseaban comprar algún regalo para sus esposas.

Era tan sólo un pretexto. Una vez a solas con el dueño de la casa, la Perendenga extendía las joyas sobre un pañolón de seda y preguntaba con un hilo de voz:

—¿Mulata o mestiza? ¿Flaca o gordita? ¿Gallina o polla? ¿Lisa o tetona?

En ocasiones, la Perendenga le hacía la misma pregunta a las damas, sólo que trocando el femenino por un sonrojante reparto de adjetivos masculinos. Y su renombre era tal que ningún caballero con posibles pensaba en otra margaritona cuando era atacado de súbito por las naturales urgencias de la carne.

De todas las pupilas de la Perendenga, sin embargo, ninguna había logrado alcanzar el relieve de Salivitas. El motivo no se debía a su edad, tenía diecisiete años, ni a sus nalgas encumbradas ni al brillo de sus labios encendidos ni al regocijo que fluía de su mirada ni a sus artes en el lecho ni a sus bellezas ocultas, sino a la pasión que había despertado en don Francisco Gómez de la Madriz.

La Salivitas tenía trastornado al pesquisidor desde que el exoidor Amézqueta le había llevado por primera vez a la casa del mulato. Aparte de sus muchos atractivos, Salivitas se lavaba a diario el cabello, se aplicaba agua de rosas en axilas superiores e inferiores y recibía al pesquisidor descalza hasta la barbilla, lo que tenía al letrado como en vísperas de bodas. Los vínculos del mulato con el contrabando inglés que entraba por la embocadura del río Tinto» además, permitían a Gómez disfrutar en la Casa de Santa Fe de otros placeres difíciles de hallar en Santiago, como aguardiente de Valparaíso, tabacos de Cuba y, en ocasiones, hasta vinos de Jerez.

Pero la droga del pesquisidor se llamaba Salivitas, adicción de la que no tenía por el momento intención de liberarse. Dos años atrás, Gómez era sólo un licenciado in fieri, uno de los tantos que en España aspiraban a formar parte un día de la aristocracia de la toga y de la pluma. Ahora, en cambio, tenía en sus manos un reino. Alejado, despoblado, perdido en la frontera del Imperio español, pero al fin y al cabo un reino. Sin experiencia en tan difícil oficio y con menos de treinta años en el cuerpo, el poder le infundía una peculiar tensión que, al cabo de la jornada, se ponía de manifiesto en un intenso hormigueo en el bajo vientre. Y Salivitas se había convertido en la sangría genital que le restauraba por las tardes el equilibrio y el humor que oidores, frailes y patricios le hacían perder durante el día.

Llegado el anochecer, Virtudes de los Santos se arrojaba sobre Gómez y, en tanto sus tibios labios desfilaban por las afligidas carnes del pesquisidor, le iba recitando en voz baja y con palabra impostada una salmodia granuja, aprendida de las putas viejas de Santiago, que aceleraba los pulsos de Gómez hasta hacerlo babear.

«Yo soy el aroma que enciende tu deseo —le decía, entre gemidos, Salivitas—, la fragancia que llena tu carne de picazones.

»Si es que en verdad eres hombre, que lo dudo.

»No creo que tengas fuerzas para hacerme mujer, para apagar mi fuego y aliviar esta cosquilla que me desazona.

»Siento que ahora mismo no puedes. Estás muy frío. Nada se despierta en ti, nada se yergue. ¿Qué es lo que te turba, mi vida?

»No te oigo suspirar ni veo que sudes ni que tu respiración se agite ni que crezca tu deseo de tenerme.

»Ay vida, cómo te siento de flojo y de débil, estando yo tan enfebrecida.

»Ay, cómo me duele que no puedas conmigo, ahora que lo necesito tanto, tanto.»Ay, qué poco me quieres. Bien se ve que no soy tu flor olorosa ni tu vaso ni tu antojo.

»Mi gruta está aterida y reseca, y tú no sabes cómo cubrirla de rocío. Y yo quiero darte placer, pero tú no lo deseas.

»Qué pena para una niña como yo que no ha conocido varón y sólo sabe mover el palo del telar».

La salmodia era todo cuanto quedaba de un antiguo poema zutuhil que, mezclado con cadencias africanas, Salivitas repetía mal y pronunciaba peor. Pero, una vez se sumía en el trance, Gómez no estaba para juzgar elegías, ni menos la dicción de Salivitas, quien le susurraba el recitado aspirando aire en cada lengüetada y haciéndolo silbar entre los dientes, como si algo en lo muy hondo le escociera.

La fingida urticaria provocaba el alborozo carnal de Francisco Gómez, quien, paso a paso, era informado de que Salivitas había empezado a ver lucecitas de colores y a escuchar música de violines, espectáculo que el pesquisidor también debía de presenciar pues, desorbitado y jadeante, concluía el cuerpo a cuerpo con la sensación de haberse asomado a la baranda del arco iris.

En uno de aquellos coloridos viajes se hallaba el pesquisidor la víspera del Domingo de Ramos mientras los conjurados esperaban, unos con inquietud, otros con enojo, a que tomara las riendas de la intriga. Pero el día había sido difícil. Luego de intimidar a medio mundo y de arrancar confesiones a base de amenazas y castigos, había logrado meter a cuatro nobles en la cárcel. Y eso merecía un alegrón, aunque la faena principal se atrasara. De suerte que, tirado en un colchón de paja y todavía resollando tras haber visto una vez más el espectro luminoso de la mano y de la lengua de Salivitas, Francisco Gómez de la Madriz se dejaba ahora pasar un lienzo húmedo y tibio por el pecho, las muslos y la entrepierna.Su gozo íntimo, empero, era más hondo que todas las apoteosis y todos los estremezones que le procuraba la mulata. Siendo niño había aprendido a usar el recurso del berrinche, y de joven, el oficio de la trepa, método según el cual el atajo era la distancia más corta entre dos puntos. Y Santiago era su atajo, la vía rápida por la que esperaba subir cuanto antes a donde quería: un empleo de juez en las cancillerías de Granada o de Valladolid.

Santiago no valía dos peines, pero su ascensión a lo más alto había encontrado un brío y un impulso insospechados desde que Amézqueta le había puesto en relación con aquel mundo de rufianes, destiladores clandestinos, ladrones de casas y contrabandistas que bullían en Chipilapa. Su catadura moral no le preocupaba lo más mínimo. Aquella era la materia con la que podía hacer temblar a los nobles de Santiago y estaba dispuesto a utilizarla como otros utilizaban el estiércol para abonar la caña y el trigo.

Algo especial, Chipilapa. Latía allí un escondido vigor del que la nobleza sólo tenía noticias remotas, un poder que sólo hombres como Amézqueta o Tarariro sabían utilizar. Los mestizos estaban con ellos, pero los mulatos de Chipilapa, con él. No en balde el barrio tenía un nombre tan singular, cuando la mayoría llevaba el de una Virgen o un santo. Se lo debía a una planta aromática de flores amarillas, llamada chipilín, con la cual se sazonaban los frijoles, y era homónimo de un pueblo de mulatos libres, próximo a Escuintla, a los que el capitán Juan de Gálvez, un notable de Santiago, había privado de sus derechos de pesca en la costa del Pacífico. Los mulatos se habían amotinado y quejado a Francisco Gómez y éste había anulado la adjudicación. Le quitó a Juan de Gálvez los derechos de pesca mal habidos y se los devolvió a los mulatos. Y en memoria de tal hecho, los vecinos de Chipilapa le habían nombrado su protector.

Las órdenes religiosas renegaban de aquel barrio a causa de las muchas ofensas que se cometían contra Dios en un lugar tenido por milagroso, pues, cerca de allí, al otro lado del río, en el paraje del Empedrado, se veneraba una cruz que había temblado sin movimiento de tierra aparente en 1683. Pero todo eso le resbalaba a Francisco Gómez. En Chipilapa moraba buena parte de un ejército fogueado en la guerra contra los indios infieles del Petén y sólo era preciso un audaz golpe de mano para ponerlo sobre las armas: el que había planeado dar ese 4 de abril, víspera de Domingo de Ramos, a las diez en punto de la noche.

Urgencias más urgentes, sin embargo, le habían llevado a visitar de nuevo el balcón del arco iris, atraído por la fragancia que llenaba su carne de picazones y por aquella niña que no había conocido varón y en su vida había hecho otra cosa que mover el palo del telar, labor que a buen seguro había practicado Salivitas pues en Santiago había más de quinientos telares, manejados casi todos por mujeres y niñas.

Virtudes de los Santos se disponía a hacer una vez más honores a su apodo cuando unos fuertes golpes en la puerta volvieron a Gómez al mundo de las realidades.

—¿Qué quieres ahora, mulato? —gritó.

Más que una pregunta fue uno de los habituales mugidos con los que el pesquisidor respondía cuando alguien le llevaba la contraria o interfería con su voluntad. Gómez no sabía sujetarse ni medirse y tenía a gala saltar por encima de dignidades y cortesías, peor si se trataba de un negro hijo de su madre.

—No soy Santa Fe —replicó una voz afuera—. Soy el licenciado Amézqueta.

El pesquisidor apartó a Salivitas de sus ingles, se incorporo del colchón y, sin cubrirse las vergüenzas, abrió la puerta del cuartucho.

Gómez era un poco corneta. Sus piernas, muy delgadas y lampiñas, semejaban los trazos de un paréntesis, de modo que su figura desnuda distaba mucho de ser garbosa.

—Son casi las diez, señoría, se limitó a decir Amézqueta.

Gómez miró al ex oidor algo azorado. No es que Amézqueta le inspirara respeto, pero era el socio que necesitaba para recorrer el atajo. Y esto unido al hecho de hallarse desnudo le infundió cierto pudor, pues, en pocos minutos más, debía rendirle honores de presidente de la Audiencia y capitán general del Reino.

—Dadme sólo unos minutos —susurró a Amézqueta—. Enseguida estoy con su señoría.