Cuatro

Era ya la medianoche y Vargas continuaba aún inmerso en un monólogo desasosegado que duraba ya varias horas. Chrisanto le pasaba de cuando en cuando un paño humedecido por el rostro y cerraba los párpados en un gesto que denotaba el dolor que le causaba aquella cháchara entrecortada y febril.

—Mi vida se ha torcido para siempre… Creí que la podía manejar como se maneja un caballo, pero me subí a otro animal y no supe cómo tenerlo de la rienda… Todo lo he echado a perder por seguir un impulso ciego… Ahora sé que cuando matas a alguien, también matas algo de ti mismo… Fui un burro, hermano… Eché a perder mi libertad, mi vida… No pensé… Creí que podía ser independiente y mírame… Lo que pensé que era libertad, es la soledad y el destierro… Debería haber seguido las reglas de su mundo, sus juegos traicioneros, sus engaños… Habría rescatado a Rosa y llevado a Dueñas al patíbulo… Pero no pensé, hermano, no pensé…

—Serénate, Manuel. Lo hecho, hecho está y te queda la esperanza de que Dios te perdone.

—Seré un prófugo por el resto de mis días… He perdido todo lo que un hombre puede perder… No soy nada, no soy nadie… Tengo que huir antes de que me encuentren, pero no puedo hacerlo sin Rosa… No puedo dejarla en manos de esa gente canalla…

—Date un tiempo. Puedo esconderte aquí unos días. Nadie lo sabrá. Pero no te precipites, no hagas ninguna locura.

—He sido demasiado cuerdo demasiados años. Y la cordura no es la vida… A causa de la cordura estoy metido en este lodazal, sin haberlo comido ni bebido… Nunca supe qué quería, para serte sincero… Ahora sí lo sé… Pero necesito tu ayuda, hermano… Tú tienes amigos en los jesuitas. Te dejarían entrar, serías mi mensajero… ¿Lo harías, por mí?

—Pero, ¿qué puedes hacer tú solo contra ellos? La Audiencia te busca, los jesuitas te llevan ganas. Te atraparán. Acabarás en la horca.

Tarariro me dijo que había una manera de atraerme su favor. Y era sublevando a mis mulatos contra la Audiencia. Me seguirán, estoy seguro… Ésa es mi fuerza, con eso pienso negociar… Aceptarán mi ofrecimiento… Sólo yo puedo salvarlos del apuro en que están metidos.

—Deja de hablar. Descansa.

—Mis hombres me obedecerán, si se lo pido… Aún soy su capitán, me serán fieles.

—Acabarás colgado en la Plaza Mayor o con una bala en la cabeza. Toma, bebe otro poco.

Vargas rechazó el láudano y, apoyándose en los codos, le dio por hablar en forma atropellada.

—Le dirás al padre Azpeitia que tengo un plan y que quiero hablar con él… Éste es el trato: la libertad de Rosa a cambio del apoyo de la guardia presidencial. Y si eso no es aceptable, le dices que me entregaré yo a cambio… Mi vida en prenda de la de Rosa. Soy más valioso para ellos, ¿entiendes?

Chrisanto no respondía, no quería responder.

—No me entiendes, Chrisanto… No sabes lo que quiero decir.

Vargas se dejó caer sobre el petate.

—¿Te acuerdas de aquella música que nuestro padre tocaba con una flauta de carrizo? —dijo—. La tañía algunas tardes, cuando se ponía el sol… Parece que la escucho ahora. Siempre me causó una profunda tristeza. Sobre todo cuando alargaba las notas y las hacía trinar… Me imaginaba al oírla que éste era el valle más infeliz y solitario de la tierra.

Hablaba ahora más despacio, interrumpiéndose en cada frase, como si le costara articular lo que decía.

No me importa morir por amor a una mujer, como a ti no te importaría morir por amor a tus leprosos… Es una manera de derrotar a la muerte: vivir para siempre en la memoria de la persona por quien sacrificas tu vida… Yo sólo soy carne de patíbulo. Nada ni nadie podrá salvarme, pero sí puedo salvar la vida de Rosa…

El hospitalario se levantó del camastro de tablas, tomó el paño, lo mojó en agua fresca. Vargas parecía rendirse al sueño.

—Me necesitan, Chrisanto —decía en su duermevela—. Sólo yo puedo salvarles, serles útil… Yo seré su coartada… Les diré que maté a los alguaciles por orden del presidente… Háblales, hermano… Al pesquisidor, al obispo, al padre Azpeitia… No me quiere… el jesuita no me quiere, pero le conviene más que sea yo el asesino y no Rosa… Es más creíble que el promotor de la conjura haya sido el capitán de la guardia de palacio… Que me culpen de todo a mí y ellos salvarán la cara… Diré lo que sea… Haré lo que me pidan… Sublevar la guardia, declarar en contra de Berrospe, decir que fue él quien quiso traicionar al Rey… Lo que me pidan… Pero que liberen a Rosa… Por Dios te lo ruego, hermano… Habla con los jesuitas… Díselo… díselo… No puedo seguir en este lugar… Debo marcharme… debo salir de aquí…

El toque de una pequeña campana interrumpió el parloteo de Vargas.

—Debo irme, Manuel —dijo Chrisanto—. Duérmete ahora. Volveré después del rezo de maitines. Y no intentes levantarte. Estás muy débil.

Vargas se quedó escuchando un rato la noche hasta que al rato, en medio de tiritones y sudores fríos, comenzó a percatarse de que sus sentidos no le respondían con certeza, que las líneas y las formas a su alrededor adquirían contornos borrosos y que perdía rápidamente su relación con el espacio y el tiempo. Y, abatido por un estado que era incapaz de alterar, juzgó que, si aquello no era la muerte, debía de ser su preludio. Quizá la herida había sido más grave de lo que pensaba y la infección le estaba matando. Sentía su cabeza crecer, pero el entendimiento era cada vez más remiso a obedecerle y se le había vaciado la memoria. El zumbo de un ventarrón impetuoso llegó entonces hasta el camastro donde yacía, le hirió a traición por la espalda, le alzó por los aires y le arrastró fuera del cuarto. E instantes después iniciaba una prolongada caída, como si aquella fuerza sobrenatural le hubiese arrojado desde lo alto del volcán de Agua. El viento le azotaba el rostro y la ropa restallaba en sus carnes como pólvora. Y cuando miró hacia abajo se dio cuenta de que estaba a punto de traspasar el primer círculo del Infierno, aquel valle triste del que hablaban los frailes, aquel abismo de dolor donde moraban los que nunca adoraron a Dios como debían y donde se mecían, suspendidos en el aire, los condenados a vivir por siempre con el deseo y sin la esperanza. Podía verlos colgar de hilos invisibles, exhalando espantosos lamentos, acaso más por el frío que por el pesar. Observó el hielo que se había formado en los dedos de sus manos y de sus pies y concluyó que en el Infierno no había calor, como se decía, sino aquel aire glacial que atormentaba sus carnes laceradas y sus huesos. Los réprobos iban quedando atrás y arriba, mientras él seguía cayendo, y a medida que se precipitaba a tierra se veía como una réplica de Luzbel cayendo a los abismos, un ánima oscura y sombría, con las alas lacias y un gesto de insolencia en su rostro, como el de la pintura que colgaba a la entrada del convento de las carmelitas. La lucidez, sin embargo, parecía regresar a su mente y, de la manera más natural, le asaltó la curiosidad de saber por qué Dios había permitido seguir viviendo a Luzbel y por qué lo seguía tolerando. ¿Cuál era el secreto de aquel ángel obstinado y arrogante que, lejos de sentirse derrotado en la gran batalla de los cielos, había alzado la bandera de la lucha perpetua contra Dios y contra el bien? El Creador le había dado alas para volar. Podía haber huido hacia los espacios de la luz, ¿no se llamaba acaso Luzbel? Pero había preferido adentrarse en el reino de las tinieblas.

¿Por qué? Vargas no supo ni pudo responderse. Una nube púrpura se cruzó bruscamente en su camino, se volvió cobriza luego, cérea acto seguido y finalmente blanca como el albayalde. Y se dijo que quizás no estaba todavía en el Infierno y que tal vez no había traspasado aún el círculo de Judas, el más alejado del Cielo, o quién sabe si estaba en el de los lujuriosos, donde no era posible ver a las almas, sino solamente oír rechinar sus dientes. Lo más extraño de todo era que no llegara hasta él ningún fulgor ni ningún ruido. La ventolera se había ido apaciguando, y la nube de albayalde que le había cegado comenzaba a rasgarse suavemente. Por entre sus guedejas vio entonces salir un ángel que se le puso a la par. Vargas extendió su brazo con la esperanza de que le ayudara a detener su caída y el ángel le tomó de la mano. El calor fluyó con rapidez a sus dedos helados, a sus carnes, a sus huesos y al puntazo en la clavícula. Los tiritones comenzaron a espaciarse, y el calor, a entibiar sus mejillas y su frente. Regresaba a su estado natural y se sentía confortable. Quizá aquello no fuera la muerte después de todo, pero a su nariz le llegaba una pestilencia semejante al de las piedras que Barrabás utilizaba para elaborar la pólvora. Y al mirar de nuevo al suelo descubrió que el ángel no le conducía al valle, sino a la cima del otro volcán, el de Fuego, de cuyo cráter manaba un río de lava espesa. Lo más curioso era que no tenía miedo de caer en aquella sima de tinieblas y de ascuas. Sólo tenía sed, mucha sed, y un sabor amargo en el paladar.

Vargas abrió de golpe los ojos. Frente a él, su hermano le sonreía.

—¿Cómo te sientes? —le dijo.

—Con los pies en un volcán y la cabeza en las nubes.

—Es todo culpa del láudano. Pero ya pasó lo peor —le dijo—. Bebe un poco de esta manzanilla

Los párpados y el cuerpo le pesaban, pero la memoria y el entendimiento le obedecían, y eso le reanimó al punto de volver a su obsesión.

—Tenemos que irnos, hermano. Hay que salir de aquí cuanto antes.

—No deberías. No te encuentras bien, Manuel, y la ciudad está sobre ascuas. Me lo acaban de decir en el rezo. Los clérigos siguen encerrados en la Compañía, junto con el obispo y el pesquisidor. Y los cuarteles han sido alertados. Todos temen lo peor.

—Mejor todavía —dijo Vargas—. Ahora, más que nunca, los jesuitas, el obispo y los demás necesitan de mi auxilio para salir del aprieto en que están.

—Vas a una muerte segura, Manuel.

—Todos tenemos la vida comprada, hermano… La única diferencia es el plazo con que nos la cobran.

—No hablamos de lo mismo.

—Claro que sí. Tú decidiste un día sacrificar tu vida por los enfermos y los pobres… Yo lo hago hoy por la mujer que amo.

Vargas presionó un brazo del monje.

—Lo harás por mí, ¿verdad? Hablarás con ellos, ¿sí?

Chrisanto hizo un gesto afirmativo, no exento de pesadumbre.

—Duerme otro rato. Saldremos al amanecer.

Vargas entornó los ojos algo más sereno. El sueño le vencía. Y mientras tornaba a adormecerse, se explicó de pronto por qué el ángel sombrío había preferido las tinieblas a la luz. Nunca podría derrotar al Todopoderoso, pero sí sonrojarlo desde ellas. Era muy sencillo. Sólo tenía que poner al descubierto las deformidades y las taras del orden que había creado y, sobre todo, exhibir cada día las crueldades, las bajezas y los crímenes de aquel despreciable ser que había hecho a Su imagen y semejanza.