ÆTAT. 29
1729: ÆTAT. 20] La «mórbida melancolía»[a nota c140, Vol. I] que sin descanso acechaba en su constitución física, a la que podemos atribuir sus particularidades, así como su aversión a una vida ordenada, adquirió tal virulencia cuando cumplió veinte años que llegó a afectarle de un modo espantoso. Hallándose en Lichfield durante las vacaciones universitarias de 1729, se sintió abrumado por una espeluznante hipocondría, una constante irritación, inquietud e impaciencia, y un terrible abatimiento, tristeza y desesperanza hicieron miserable su existencia. De esta funesta enfermedad nunca llegó a recuperarse del todo, y todos sus empeños, como todos sus disfrutes, no fueron sino provisionales interrupciones que pasajeramente le aliviaron de esta torva influencia.[c11] ¡Qué maravillosos, qué inescrutables los caminos de Dios Nuestro Señor! Johnson, bendecido con el poder del genio y del saber en un grado infinitamente superior al de la normal naturaleza humana, recibía al mismo tiempo la continua visita de un trastorno que tanto llega a afligir a quien lo sufre que quienes lo conozcan por atroz experiencia propia no le envidiarán sus exaltadas dotes. Parece altamente probable que en gran medida se lo ocasionara un defecto del sistema nervioso, esa inexplicable parte de nuestro armazón. Dijo al señor Paradise que a veces llegaba a ser tal su languidez, su desmadejamiento, que no sabía distinguir la hora que marcaba el reloj de la ciudad.
Ante el primer ataque virulento de este trastorno, Johnson se desvivió por superarlo mediante ejercicios forzosos. A menudo iba a pie a Birmingham y regresaba también caminando,[c12] y probó suerte con otros muchos recursos semejantes, pero todo fue en vano. Su manera de confiármelo fue la siguiente: «No sabía entonces cómo paliarlo». Tan intolerable llegó a ser su aflicción que se remitió al doctor Swinfen, médico de Lichfield, que era su padrino, en cuyas manos puso el caso describiéndoselo en latín. Tanto asombró al doctor Swinfen la extraordinaria exactitud, el poder de indagación y la elocuencia de su carta, que, en su entusiasmo y su celo por cuidar de su ahijado, la mostró a varias personas. Su hija, la señora Desmoulins, que más adelante fue mantenida con humanitaria compasión en casa del doctor Johnson en Londres, me explicó que al descubrir que el doctor Swinfen había dado publicidad a su caso llegó a ofenderse tanto que ya nunca se reconcilió del todo con él. Razones no le faltaron para darse por ofendido, pues aun cuando el doctor obrase con su mejor voluntad y con buenos motivos, cayó en la desconsideración de traicionarlo en un asunto que le afectaba en lo más hondo, y que era muy delicado, en virtud de lo cual había sido encomendado a su confianza, y expuso una dolencia de su joven amigo, ahijado y paciente que, en la superficial opinión de la humanidad en general, suele traer desprecio y deshonra.
Pero no permitamos que los hombrecillos de escasa o nula valía se alcen con el triunfo por saber que Johnson era hipocondríaco, es decir, que estaba sujeto a lo que el erudito, filósofo y muy piadoso doctor Cheyne tan bien ha tratado con el título de «la enfermedad inglesa». Aunque padeciera la dolencia en grado de gravedad extrema, nunca se vio rebajado por culpa de ésta. Es posible que nublase su inmenso poder intelectual, y que el pleno ejercicio del mismo le resultara imposible en ocasiones, si bien su propio espíritu nunca se anuló del todo. Como prueba de ello es necesario tener presente que cuando peor se encontraba supo componer ese juicioso informe sobre su propia situación, en el que mostró un vigor poco corriente no sólo de imaginación y de buen gusto, sino también de finísimo criterio. Soy consciente de que él mismo era propenso a llamar con excesiva presteza a su dolencia por el nombre de locura, noción de la cual ha precisado sus sucesivas gradaciones, con exquisita finura, en uno de los capítulos de su Rasselas. Sin embargo, a buen seguro existe una clara distinción entre un trastorno que sólo afecta a la imaginación y al ánimo, mientras sigue siendo sólido el juicio, y un trastorno en el que el propio juicio resulta perjudicado. Esta distinción me la explicó el difunto profesor Gaubius, de Leyden, médico del Príncipe de Orange, en una conversación que sostuve con él hace algunos años, y en la que se explayó como sigue: «Si un hombre —dijo— me cuenta que está pesarosamente trastornado, pues imagina que ve a un rufián que se abalanza contra él con la espada desenvainada, aunque al mismo tiempo es consciente de que padece una alucinación, diagnostico que sufre un trastorno de la imaginación; ahora bien, si un hombre me dice que eso es lo que ve, y es tal su consternación que me suplica que lo mire y lo atestigüe con mis propios ojos, diagnostico que está loco».
Es común efecto del desánimo o la melancolía que quienes padecen tales aflicciones imaginen que en verdad sufren aquellos males perniciosos que con más intensidad se presentan a su intelecto. Algunos se han imaginado privados del empleo de sus propias extremidades, otros bregan bajo la tremenda carga de enfermedades agudas, y aun hay quienes viven en la indigencia más extrema, cuando de hecho no existe ni el menor ápice de realidad en ninguna de tales suposiciones, de modo que al disiparse los vapores que los envuelven quedan convencidos de lo ilusorio de sus alucinaciones. A Johnson, cuyo supremo motivo de gozo era el ejercicio de su avezadísima capacidad de raciocinio, toda perturbación que viniera a enturbiarle e incluso eclipsarle esa capacidad era el peor de los males que pudiera temer. La demencia, como es natural, era por consiguiente el objeto de su más funestas aprensiones,[c13] y se imaginaba obsedido por la locura, o próximo a estarlo, precisamente en una época en la que daba muestras inequívocas de una solidez, de un vigor de criterio muy por encima de lo normal. Es desde luego extraño que su propia imaginación enfermiza lo hubiera llevado a engaño hasta tales extremos, pero más extraño aún es que algunos de sus amigos dieran crédito a su infundada opinión cuando disponían de pruebas tan irrefutables de que era una absoluta falacia, aunque de ninguna manera es de extrañar que quienes deseaban menoscabarlo se hayan apoderado, luego de su muerte, de esa circunstancia, sobre la que han insistido en injustísimos agravios.
Cercado por la opresión y el desconsuelo causados por una enfermedad que muy pocos han sentido con toda su intensidad y recrudecimiento, aunque son muchos los que la han experimentado en un grado más llevadero, Johnson, en sus escritos y en sus conversaciones, nunca dejó de hacer gala de todas las variedades de la excelencia intelectual. En su paso por este mundo camino de otro mejor, su intelecto brillaba pese a todo con gran luminosidad, e impresionaba a todos los que lo rodeaban con la verdad del noble sentimiento de Virgilio: «Igneus est ollis vigor et coelestis origo».[c14]
En la historia de su intelecto la religión es un aspecto importante. He reseñado ya las tempranas impresiones que en su tierna imaginación dejó su madre, quien continuó sus pías atenciones con asiduidad, aunque, a su juicio, no con criterio. «El domingo —me dijo— era para mí un día gravoso cuando era pequeño. Mi madre me encerraba ese día de la semana y me obligaba a leer el tratado Todos los deberes del hombre, gran parte del cual no me aportó ninguna enseñanza. Por ejemplo, cuando leía el capítulo sobre el robo, cuya maldad ya de niño me habían inculcado, no me quedaba más convencido de lo que ya estaba en cuanto a la maldad del robo, con lo cual no ganaba mayor acceso al saber. Convendría introducir a un chico en tales libros dirigiendo su atención a la disposición, al estilo, a otras excelencias de la composición, de manera que el intelecto así entretenido con una atractiva variedad de objetos no se llegara a fatigar».
En cuanto a sus progresos en materia de religión me comunicó los siguientes particulares: «Caí en un completo desinterés por la religión, en una total indiferencia si se quiere, a los nueve años. La iglesia de Lichfield, en la que teníamos un banco propio, estaba necesitada de obras de reparación, de modo que tuve que ir en busca de un banco a otras iglesias, y debido a mi mala vista, como esto me resultaba embarazoso, solía irme a leer por el campo los domingos. Cultivé esta costumbre hasta los catorce años, y todavía hoy me siento muy reacio cuando se trata de ir a la iglesia. De este modo me convertí en una especie de laxo charlatán contrario a la religión, ya que no me dedicaba mucho a pensar en su contra, y esta situación se prolongó hasta que marché a Oxford, donde no podía consentirse. Ya en Oxford, decidí leer Serio llamamiento a una vida de santidad, de Law, dando por supuesto que había de resultarme tedioso y tal vez incluso irrisorio. Pero la verdad es que lo encontré muy superior a mi capacidad, y ésa fue la primera ocasión de que me parase a pensar seriamente en la religión, luego de estar en condiciones de emplear con provecho el raciocinio en la indagación»[27]. Desde entonces, y en lo sucesivo, la religión fue objeto predominante de sus pensamientos, si bien, con los sentimientos que son de justicia en un cristiano que lo es a conciencia, lamentaba que el cumplimiento de sus deberes quedase muy por debajo de lo que tendría que ser.
Este ejemplo de un espíritu como el de Johnson, de entrada dispuesto siempre, aun a partir de un incidente inesperado, a pensar con angustiosa preocupación en los trascendentales asuntos de la eternidad y en «lo que debiera hacer para salvar su alma», podría aducirse de manera inagotable por oposición al desdén superficial y a veces profano que a menudo se adscribe a las impresiones ocasionales que con toda certeza han experimentado multitud de cristianos, aunque preciso es reconocer que los débiles de espíritu, a partir de la errónea suposición de que no vive el hombre en estado de gracia si no ha sentido una muy especial conversión, en algunos casos han querido ponerlos en solfa o dejarlos en ridículo, ridículo del cual el desconsiderado o injusto quiere hacer aplicación general.
La seriedad con que experimentó Johnson el sentimiento religioso, aun con el vigor de su juventud, se desprende del siguiente pasaje de los apuntes que llevaba a modo de diario: «7 de septiembre de 1736. Hoy he cumplido veintiocho años. Ojalá me permitas, Dios mío, por amor a Jesucristo tu hijo, pasar este año de manera tal que pueda hallar en Él consuelo a la hora de la muerte y en el día del juicio. Amén».
No es posible rastrear con exactitud el contenido de sus lecturas durante su estancia en Oxford ni durante las vacaciones que pasó en su casa. Bastante se ha dicho ya sobre su irregularidad en el estudio. Me comentó que desde sus años más tempranos le entusiasmaba la lectura de la poesía, pero que apenas leía un solo poema hasta el final; que leyó a Shakespeare a tan tierna edad que el parlamento del fantasma, en Hamlet, le aterrorizaba cuando estaba solo; que las Odas de Horacio eran las composiciones que mayor deleite le procuraban, y que hubo de pasar mucho tiempo hasta que les tomó gusto a sus Sátiras y Epístolas. Me dijo que en Oxford puso mayor ahínco en el griego que en ninguna otra materia; no tanto en los historiadores griegos cuanto en Homero y Eurípides, y de vez en cuando en algún epigrama; que la asignatura a la que más cariño tenía era la Metafísica, aunque no había leído gran cosa. Siempre tuve la clara impresión de que él mismo se hacía manifiesta injusticia cuando relataba lo que había leído, de que hablaba en relación a la vasta porción del estudio que es posible llevar a cabo, que pocos eruditos en toda la historia de la literatura han llegado a culminar, pues cuando una vez le pregunté si una persona, cuyo nombre ahora he olvidado, estudiaba con verdadero empeño, me respondió así: «No, señor. No creo que estudiara a fondo. Nunca he conocido a un solo hombre que estudiara a fondo. Desde luego, a juzgar por los resultados, concluyo que hay hombres que sí se han esforzado en el estudio, como Bentley y Clarke». Si lo juzgásemos por la vara de medir con la que se formaba su juicio sobre los demás, podríamos estar absolutamente seguros, tanto por sus escritos como por su conversación, de que sus lecturas habían sido amplísimas y muy profundas. El doctor Adam Smith, en comparación con el cual pocos pueden ser mejores jueces en esta materia, una vez me señaló que «Johnson conocía más libros que ningún hombre vivo». Tenía una peculiar facilidad para asimilar en el acto lo que de valioso pudiera tener cualquier libro sin someterse a la labor de examinarlo de cabo a rabo. Debido a la irritabilidad de su constitución, tenía en todo momento una impaciencia y una premura dominantes cuando leía o escribía. Cierta aprensión, surgida de la novedad, le llevó a redactar su primer ejercicio en la universidad dos veces, pero nunca se tomó esa molestia con ninguna otra composición: hemos de ver que sus obras de mayor excelencia las escribió presa de una calentura, con rapidez e intensidad[28].
Sin embargo, a tenor de las notas, apuntes y agendas más antiguos que obran en mi poder, da la impresión de que en diversos momentos se propuso, o al menos planificó, llevar a cabo un estudio metódico, acorde con un sistema de cálculo, el cual tuvo en gran estima durante toda su vida, ya que le valía para concentrar de manera firme su atención en algo de cuyo conocimiento carecía, y así impedía que su propio intelecto se volviera en su contra. Así, encuentro de su mano el número de versos de cada una de las dos tragedias de Eurípides, de las Geórgicas de Virgilio, de los primeros seis libros de la Eneida, del Arte poética de Horacio, de tres de los libros de las Metamorfosis de Ovidio, de algunos pasajes de Teócrito y de la décima sátira de Juvenal, así como una tabla en la que figuran diversas cantidades por día (supongo que se trata de los versos que se había fijado para leer), y, en cada caso, la cantidad total por semana, mes y año.
No hay hombre que haya tenido amor tan ardiente ni mayor respeto por la literatura que Johnson. Sus habitaciones en Pembroke College se hallaban en la segunda planta, sobre la puerta de entrada. Los entusiastas de la cultura han de contemplarlas siempre con veneración. Un día, cuando estaba allí sentado, solo, el doctor Panting, entonces director del College, al que calificó de «espléndido individuo jacobita», le oyó sin que él se diese cuenta desgranar este soliloquio con voz fuerte, enfática: «En fin, tengo la intención de ver qué se hace en otros centros del saber, de modo que iré a visitar las universidades del extranjero. Iré a Francia e Italia, iré a Padua, y me andaré con mucho ojo, atento a mis propios asuntos, porque un mentecato ateniense es el peor de los mentecatos»[29].
El doctor Adams me contó que Johnson, durante su estancia en Pembroke College, «gozó del afecto de cuantos le rodeaban, fue un alumno alegre y juguetón, y allí pasó la etapa más feliz de su vida». Ésta es, sin embargo, una prueba asombrosa de lo falaces que resultan las apariencias, y de lo poco que cualquiera de nosotros sabe del verdadero estado interior en que se hallan incluso las personas a las que vemos con gran frecuencia, pues lo cierto es que por entonces se hallaba deprimido debido a la pobreza e irritado por culpa de la enfermedad. Cuando le comenté la versión de los hechos que me diera el doctor Adams, repuso: «Señor mío, entonces era yo un loco violento. Era mi amargura lo que tomaban por ánimo juguetón. Vivía sumido en una pobreza miserable y sólo pensaba en luchar para abrirme camino con mi literatura y mi ingenio; por eso despreciaba todo poder y toda autoridad».
El Obispo de Dromore me comenta por carta lo siguiente:
El placer que le producía sacar de quicio a los tutores y a los condiscípulos se ha comentado a menudo. Pero yo he oído decir al reverendo William Adams, doctor en Teología, que entonces era muy joven, uno de los alumnos recién ingresados, y que es en la actualidad venerable director de ese College, lo cual ha de constar como es debido en su honor, que las comedidas y sin embargo juiciosas objeciones de hombre tan valioso, cuya virtud le inspiraba un gran respeto, y cuya erudición reverenciaba, de hecho le avergonzaban, «aunque mucho me temo —dijo— que era entonces demasiado orgulloso para reconocerlo».
He oído a algunos de sus coetáneos decir que se le veía por lo común sin hacer nada, a las puertas del College, rodeado por un círculo de jóvenes alumnos, a los que entretenía con su ingenio, y apartaba de sus estudios, si es que no les azuzaba a rebelarse contra la disciplina colegial, que en sus años de madurez en cambio encomió tanto.