ÆTAT. 60

1769: ÆTAT. 60.] En 1769, hasta donde alcanzo a discernir, no disfrutó el público lector de ninguna nueva publicación de Johnson, ya fuera en su nombre, ya en el de alguna de sus amistades. Sus Meditaciones son prueba concluyente de que tuvo muchos padecimientos tanto en cuerpo como en alma, y sin embargo se desempeñó con denuedo en contra del mal y se esforzó con nobleza por prosperar en intelecto y devoción. El corazón generoso y agradecido de cualquier persona sensible ha de compadecerse de las aflicciones que sufrió tan ilustre benefactor de la humanidad; ahora que sus desdichas son de seguro conocidas del mundo entero, debe respetarse esa dignidad de carácter que le impidió quejarse nunca de sus cuitas.

Como Su Majestad el Rey instituyó durante el año anterior la Real Academia de las Artes en Londres, Johnson disfrutó del honor de ser nombrado profesor de Literatura antigua en la misma.[23] En el transcurso del año escribió algunas cartas a la señora Thrale, pasó parte del verano en Oxford y en Lichfield y estando en Oxford escribió la siguiente carta:

Al reverendo señor Thomas Warton

31 de mayo de 1769

Estimado señor,

hace ya muchos años, cuando tenía yo por costumbre retirarme a leer en la biblioteca de su colegio, prometí recompensar a éste por el permiso otorgado sumando a sus fondos un Virgilio de Baskerville. Ahora se lo envío, y es mi deseo que lo deposite en sus anaqueles dejando constancia de mi donación.[24]

Si tuviera asimismo la amabilidad de saber cuándo dispone de una hora de asueto, estaré encantado de tomar el té con usted. Tengo compromisos pendientes mañana por la tarde y el viernes por la tarde, pero dispongo de las mañanas.[25]

Soy, etc.

SAM. JOHNSON

Llegué a Londres en otoño, y habiéndole informado de que iba yo a contraer matrimonio en cuestión de unos meses, deseaba disfrutar de su conversación tanto como me fuera posible antes de comprometerme con un estado que sin duda me sujetaría mucho más tiempo en Escocia, y que me impediría verlo con la misma frecuencia con que lo había visto mientras estaba soltero, si bien descubrí que se encontraba por entonces en Brighhelmstone con el señor y la señora Thrale. Mucho lamenté no gozar de su compañía durante el jubileo en honor de Shakespeare, celebrado en Stratford-upon-Avon, localidad natal del gran poeta.[c74] La estrecha relación de Johnson tanto con Shakespeare como con Garrick exigía doblemente su presencia, que habría sido sumamente gratificante para éste. En esta ocasión lamenté de un modo especial que no mostrase el calor de la amistad por su aventajado discípulo, del que bien cabe suponer que hubiera tenido un muy benigno efecto sobre ambos. Cuando prácticamente todo hombre de contrastada eminencia tuvo el placer de compartir este festival del genio, la ausencia de Johnson por fuerza fue motivo de conjeturas y lamentos. El único rastro suyo que se pudo ver fue en el antojadizo anuncio de un mercero, que vendía cintas shakespearianas de distintos tintes; a manera de ilustración de su apropiación del bardo, introdujo en el anuncio uno de los versos que le dedica en su célebre Prólogo a la inauguración del Teatro de Drury Lane: «Supo dibujar cada tornadura versicolor de la vida».

Desde Brighthelmstone, el doctor Johnson me escribió la siguiente carta. Quienes piensen que debiera haberla obviado son sin duda dueños de sentimientos menos ardientes que los que yo siempre he reconocido tener.[26]

A James Boswell

Brighthelmstone,

9 de septiembre de 1769

Querido señor,

¿por qué me lastra usted con tanta inquina? Nada he dejado de decir de cuanto pudiera hacerle bien o producirle placer, a menos que se trate de que me he abstenido, en efecto, de darle mi opinión sobre su Crónica de Córcega. Creo que mi opinión, si tiene usted en estima mi criterio, le habría resultado grata, pero cuando se considera cuánta vanidad se excita con las alabanzas no estoy tan seguro de que le haya sentado todo lo bien que debiera. Su «historia» es como tantas otras historias, mientras que su «diario» es sumamente curioso y deleitoso. Existe entre historia y diario esa misma diferencia que siempre se hallará entre las ideas que se toman en préstamo y las ideas que genera uno en su interior. Su historia está copiada de los libros; su diario brota de su propia experiencia y aguda observación. Expresa usted imágenes que ejercieron sobre usted una fuerte impresión, y las imprime con idéntica fuerza en la conciencia de sus lectores. No sé si podría nombrar alguna otra narración que mejor excite la curiosidad del lector, ni que mejor la satisfaga.

Me alegra que vaya usted a casarse. Así como le deseo lo mejor en asuntos de menor importancia, lo mejor le deseo con ardor proporcional en ese crítico instante de su vida. Todo cuanto pueda yo aportar a su felicidad seré muy reacio a retenerlo, pues siempre lo he estimado y lo he valorado aún más a medida que se ha tornado usted un hombre útil y de costumbres regulares y morigeradas, efectos que un matrimonio feliz no dejará de surtir.

No me parece probable que regrese pronto de este lugar de retiro. Tal vez aún me quede otra quincena, y una quincena es demasiado tiempo si el amante está ausente de la amada. ¿Tendrá final de hecho una quincena? Soy, querido señor, su más afectuoso y humilde servidor,

SAM. JOHNSON

Luego de su regreso a la ciudad nos reunimos con frecuencia; reanudé la práctica de tomar nota de sus conversaciones, aunque no con toda la asiduidad ni con todo el tesón que desearía haberlo hecho. En esta época, en efecto, tuve sobrada excusa para no adjudicar mucho tiempo a mi diario: luego de ser Córcega tomada por las tropas de la monarquía francesa, el general Paoli dejó de estar al frente de sus bravos compatriotas, y tras escapar con grandes apuros de su isla natal buscó asilo político en Inglaterra, con lo cual fue mi deber, así como un gran placer, ocuparme de sus necesidades. Todos los particulares de las conversaciones de Johnson que consigné al papel en esta época los iré introduciendo aquí sin atender estrictamente a ninguna disposición metódica. A veces amalgamaré breves notas correspondientes a distintos días, a veces un día determinado tendrá importancia suficiente para distinguirse por separado.

Dijo que no era de su agrado guardar la festividad dominical con severidad rigurosa y ánimo ensombrecido, pues prefería hacerlo con gravedad y sencillez de conducta.

Le dije que David Hume había compilado una breve colección de escocesismos. «Me extraña —dijo Johnson— que los haya sabido encontrar».[27]

Se negó a admitir la importancia de la cuestión relativa a la legalidad de las órdenes judiciales.[c75] «Semejante poder —observó— ha de estar conferido a cualquier gobierno, con el fin de dar respuesta a casos de necesidad. Y no puede haber una queja justa por ello salvo cuando se incurre en abuso de ese poder, caso en el cual quienes administran el gobierno han de ser tenidos por responsables. Es una cuestión que suscita tal indiferencia, que tan poco interesa al pueblo, que si un hombre recorriese Gran Bretaña ofreciendo una exención de toda orden judicial por medio penique, pocos serían quienes quisieran adquirirla». Ésta es buena muestra de esa laxitud en el hablar que a menudo le he oído reconocer con toda llaneza, pues no cabe duda de que si bien el poder de emitir una orden judicial se suponía plenamente legal, y la aprensión que causaba pendía sobre nuestras cabezas, no poseíamos esa seguridad de la libertad que es concurrente con nuestra feliz constitución, y que gracias al intrépido hacer del señor Wilkes quedó por fortuna establecida.

Dijo que «la duración del Parlamento, ya sea de siete años, ya sea de carácter vitalicio, de acuerdo con lo que dure la vida del rey, se me antoja tan inane que no daría yo ni media corona con tal de inclinar la balanza de un lado u otro.[c76] El habeas corpus es la única ventaja singular con que cuenta nuestro gobierno respecto al de otras naciones».

El 30 de septiembre almorzamos juntos en la Mitra. Traté de defender la superior felicidad de la vida campestre, aduciendo caprichosos razonamientos muy usuales entonces. JOHNSON: «Señor, nada más falso ni más alejado de la realidad. Los salvajes no disfrutan de ventajas corporales por encima de las que tienen los hombres civilizados. No gozan de mejor salud; en cuanto a las cuitas o desasosiegos del espíritu, no están por encima de ellos, sino por debajo, como los osos. No, señor mío; no discursee con tales paradojas,[c77] no vale la pena hablar más de ello. Esas bagatelas a nadie pueden entretener, y menos aún instruir. Lord Monboddo,[c78] uno de los jueces de Escocia, hablaba largo y tendido de esas monsergas. A él se lo tuve que aguantar, pero a usted no pienso aguantárselo». BOSWELL: «¿Y no habla Rousseau de esas mismas monsergas, como dice usted?». JOHNSON: «Desde luego, pero Rousseau sabe que está diciendo monsergas, por lo cual se ríe de que el mundo mire asombrado tanto desatino». BOSWELL: «¿Cómo es posible?». JOHNSON: «Un hombre que tan bien desmenuza sus dislates tiene que ser conocedor de que son dislates lo que dice, pero mucho me temo —añadió con una risa socarrona— que Monboddo no tiene ni idea de que son monsergas».[28] BOSWELL: «En tal caso, ¿está de más aparentar determinada singularidad para que a uno lo miren con asombro?». JOHNSON: «Desde luego que está de más, máxime cuando se propaga un error. Mal está de todos modos. Hay en la naturaleza de los hombres una propensión generalizada a provocar el asombro ajeno, aunque todo hombre juicioso ha de curarse en salud, y en efecto lo evita. Si uno aspira a provocar el asombro ajeno por ser mejor que los demás, perfecto, aunque no sea preciso causar tal asombro que a los demás se les pongan los ojos como platos. No obstante, considere cuán fácil es provocar el asombro ajeno por la vía del absurdo. Bastaría con que uno se presentara descalzo en un salón concurrido. Recuerde a aquel caballero al que en el Spectator se tuvo por sospechoso de haber incurrido en lisa y llana demencia por su extrema singularidad, como hacía al no usar jamás peluca, sino sólo un gorro de dormir. En abstracto, el gorro de dormir era preferible, pero en términos relativos toda su ventaja se iba al garete al suscitar que los chiquillos lo persiguieran con sus burlas y puyazos».[c79]

Hablando de la vida londinense dijo así: «La felicidad que Londres nos depara no la pueden concebir quienes no hayan pisado la ciudad. Me atrevería a afirmar que hay más cultura y más ciencia en diez millas a la redonda del lugar en que estamos ahora sentados que en todo el resto del reino». BOSWELL: «La única desventaja es la gran distancia a que vivimos unos de otros». JOHNSON: «Así es, aunque la ocasiona la gran extensión, que es a fin de cuentas causa de todas sus demás ventajas». BOSWELL: «A veces he tenido el deseo de retirarme a vivir a un desierto». JOHNSON: «Bastante desierto tiene usted en Escocia».

Aunque me había prometido disfrutar de abundantes e instructivas conversaciones con él sobre la conducta decorosa que ha de tener un hombre casado, de la cual tenía yo una perspectiva ya inmediata, no dijo demasiado a este respecto. El señor Seward le oyó señalar en cierta ocasión que «un hombre tiene pésimas posibilidades de ser feliz en el matrimonio, a menos que case con una mujer de principios religiosos muy firmes». Conmigo sostuvo lo contrario de la idea más corriente, a saber, que una mujer no tiene por qué ser peor esposa si es culta, opinión en la cual difiero humildemente de su parecer, debido a cuanto he observado sobre las Artemisas.[c80] Reconozco que es muy provechoso que una mujer sea sensata y esté bien informada, y entiendo que sir Thomas Overbury,[29] con su tosca versificación, ha reseñado de forma muy juiciosa el grado de inteligencia que es deseable en una compañera femenina:

Dadme, además de buena, una esposa comprensiva,

de natural sensata, pero no culta en exceso;

cierto saber de su parte a mi vida entera

más amplia conversación aporte;

asimismo, su virtud innata la fortifique,

que son más firmes en su bondad quienes

el porqué bien conocen.

Cuando censuré en su presencia a un caballero conocido mío[c81] por haberse casado en segundas nupcias, ya que así mostraba una gran falta de respeto por su difunta primera esposa, así me respondió: «No, señor, ni mucho menos. Muy por el contrario, en caso de que no volviera a casarse podría colegirse que su primera esposa le había inculcado una fuerte aversión al matrimonio; en cambio, al tomar una segunda esposa rinde el mejor de los cumplidos a la primera, ya que demuestra que ella le hizo tan feliz en su vida marital que desea casarse de nuevo». Qué ingenioso giro supo dar a esta cuestión, delicada por demás. Sin embargo, en otra ocasión reconoció que a punto estuvo de solicitar a la señora Johnson la promesa de que no volvería a contraer matrimonio si él falleciera, aunque finalmente se abstuvo. No puedo menos que pensar, claro está, que en su caso tal petición habría sido irracional, pues si la señora Johnson olvidó o al menos no le pareció lesivo para la memoria de su primer amor —su esposo de juventud, y padre de sus hijos— contraer matrimonio por segunda vez, ¿por qué había de impedírsele un tercer matrimonio si tal fuera su deseo? En su perseverante y cariñosa apropiación de su amada Tetty, luego incluso de su defunción, parece haber pasado completamente por alto el derecho que anteriormente tuvo el honesto comerciante de Birmingham. Presupongo que el hecho de que ella hubiera estado casada con anterioridad fue para él, a veces, fuente de cierta intranquilidad, pues recuerdo que a propósito del matrimonio de uno de nuestros comunes amigos[c82] comentó lo siguiente: «Ha cometido una soberana estupidez; se ha casado con una viuda cuando pudo casarse con una doncella».

Tomamos el té con la señora Williams. El año anterior tuve el placer de conocer a la señora Thrale en casa del doctor Johnson una mañana, y hablamos lo suficiente para que me fuera dado admirar sin reservas su talento y para demostrarle que era yo tan johnsoniano como ella. El doctor Johnson había tenido seguramente la amabilidad de hablarle bien de mí, ya que esa misma tarde me entregó una tarjeta muy cortés de parte del señor Thrale y de su esposa, invitándome a su casa de Streatham.

El 6 de octubre cumplí con esta amable invitación y encontré, en una elegante villa, sita en un hermoso paraje, a unas seis millas de la ciudad, todas las circunstancias que hacen del trato en sociedad una actividad realmente placentera. Aunque se comportaba como si estuviera en su propia casa, Johnson era mirado con cierto temor, templado sin embargo por el afecto, y parecía constituir por igual la mayor de las preocupaciones que tuvieran el anfitrión y la anfitriona. Me alegré de verlo tan feliz.

Ejercitó su ingenio contra Escocia con sana jovialidad y buena intención, lo cual me dio, no siendo yo un fanático de los prejuicios nacionales, la oportunidad de entablar una pequeña polémica con él. Yo había dicho que Inglaterra estaba en deuda con nosotros por los horticultores, ya que son escoceses los mejores jardineros y paisajistas. JOHNSON: «Es natural, señor; la horticultura es mucho más necesaria en su país que en estos pagos, de ahí que sean tantos los escoceses que la aprenden. Las especies que aquí se crían silvestres, en Escocia tienen que ser cultivadas con grandes cuidados. Dígame —añadió arrellanándose en el sillón y riéndose—, ¿son ustedes capaces de que el endrino se críe a la perfección?».

Me jacté de que nosotros habíamos tenido el honor de ser los primeros en abolir la humillante, molesta y desagradable costumbre de dar propinas a la servidumbre. JOHNSON: «Vamos, señor mío: ustedes abolieron las propinas porque no les alcanzaba para darlas».

La señora Thrale discutió con él sobre los méritos de Prior. Él lo atacó con especial virulencia; dijo que escribía del amor como un hombre que jamás lo hubiera sentido; sus poemas de amor eran de mero principiante; recitó la canción titulada «Alexis rehuyó a sus compañeros de festejo», de El pastor que desespera, en un tono tan ridículo que todos nos extrañamos de que algo tan descabellado hubiese gustado alguna vez a alguien. La señora Thrale siguió en sus trece con gran valentía, en defensa de las cancioncillas de amor, hasta que por fin él la hizo callar diciéndole: «Mi querida señora, no le demos más vueltas. Las bobadas sólo pueden defenderse con bobadas».

La señora Thrale alabó luego el talento de Garrick para la poesía ligera y festiva, y como muestra adujo su canción de Florizel y Perdita, demorándose con especial agrado en este verso: «Sonreiría con los simples, con los pobres comería».[c83]

JOHNSON: «No, mi querida señora; ni por asomo. ¡Pobre David! Sonreír con los simples…, ¿qué tontería es ésa? ¿Y quién querría sentarse a comer con los pobres si puede ahorrárselo? No, no y no: a mí que me dejen sonreír con los sabios y comer a la mesa de los ricos». Le repetí a Garrick esta salida ingeniosa y me sorprendió que su sensibilidad de escritor no se irritase con ella. Para apaciguarlo, reseñé que Johnson, refunfuñando, no había escatimado invectivas con ninguno de nosotros, y cité el pasaje de Horacio en que compara a quien ataca a sus amigos por mero afán de comicidad con un buey que empuja una carreta, que va señalado con un manojo de heno sobre los cuernos: «fœnum habet in cornu».[c84] «En efecto —dijo Garrick con vehemencia—, él lleva todo un penacho».

«Tal vez —dijo Johnson hablando de historia— sepamos de ciertos hechos históricos que son verdad, tal como lo sabemos con certeza en la vida cotidiana. Los motivos por lo común nos son desconocidos. No podemos fiarnos de los personajes que hallamos en la historia, a no ser que los retraten quienes bien los conocieron. Por ejemplo, los de Salustio, o los de lord Clarendon».

No reconoció que la oratoria de Whitefield fuera de gran mérito. «Su popularidad —dijo— es debida sobre todo a la peculiaridad de sus maneras. Lo seguirían las muchedumbres así subiera al púlpito con el gorro de dormir, o si predicara encaramado en un árbol».

No sé muy bien debido a qué espíritu de contradicción estalló en una violenta declamación contra los corsos, de cuyo heroísmo hablé yo en los términos más elogiosos y encendidos. «Señor —dijo—, ¿a cuento de qué todas estas pejigueras en torno a los corsos? Han estado en pie de guerra durante más de veinte años con los genoveses sin haber tomado nunca sus ciudadelas y fortalezas. En veinte años podrían haber derruido las murallas y reducirlas a una montonera de polvo. En veinte años podrían haber hecho pedazos las murallas y haber resquebrajado las piedras a dentelladas si fuera preciso». Fue en vano discutir con él sobre su carencia de artillería; en ese momento no había quien se le resistiera.

En la velada del 10 de octubre presenté al doctor Johnson y al general Paoli. Grande había sido mi deseo de que se conocieran estos dos hombres, por los cuales tenía yo la más alta estima. Se saludaron con viril aplomo, con mutua conciencia de su propia capacidad y de la capacidad y proezas del otro. El general hablaba italiano y el doctor Johnson inglés, y se entendieron francamente bien con un poco de ayuda que les presté, pues les hice las veces de intérprete, por lo cual me comparé con un istmo que comunicase dos grandes continentes. Tras el saludo de Johnson, el general dijo así: «Por lo que he leído de sus obras, señor, y por lo que de usted me ha contado el señor Boswell, hace mucho tiempo que le profeso una gran veneración». El general habló de que las lenguas se forman a partir de las ideas y costumbres particulares de cada pueblo, sin conocer las cuales no nos es posible conocer la lengua. Podemos conocer el significado directo de las palabras aisladas, mediante las que no se transmite la belleza expresiva, el brío de la genialidad, el propio ingenio. Todo ello ha de remitir a otras ideas. «Señor —dijo Johnson—, habla usted la lengua como si no hubiera hecho otra cosa que dedicarse a su estudio, en vez de haber regido los destinos de toda una nación». «Questo è un troppo gran complimento». «Eso mismo habría dicho yo —repuso Johnson— si no le hubiera oído hablar». El general le preguntó qué opinión le merecía el espíritu de descreimiento que tanto empezaba a prevalecer por el mundo. JOHNSON: «Esta penuria del descreimiento, señor, confío en que sólo sea una nube pasajera que recorre el hemisferio, y que pronto haya de disiparse, cuando el sol la atraviese con su esplendor de costumbre». «Así que piensa usted —dijo el general— que el pueblo cambiará de principios como cambia de camisa». JOHNSON: «Desde luego, señor; si no concede mayor atención a sus principios que a su indumentaria, así ha de ser». El general señaló que «buena parte de ese descreimiento que se ha puesto tan en boga obedece al deseo de dar muestras de valentía. Los hombres que no tienen oportunidades de mostrar su valentía en las cosas de esta vida, toman la muerte y el más allá como pretexto con el cual hacer vistoso despliegue de su valor». JOHNSON: «Eso podría ser mera, estúpida afectación. El miedo es una de las pasiones del alma humana, del cual es imposible despojarla del todo. Recuerde que el emperador Carlos V, cuando leyó en el epitafio de un español que “aquí yace quien nunca tuvo miedo”, comentó con ingenio: “En tal caso, nunca apagó una vela con los dedos”».

Dijo unas palabras en francés al general, pero al descubrir que no le salían con facilidad pidió pluma, tintero y papel, y redactó esta nota:

J’ai lu dans la géographie de Lucas de Linda un Pater-noster écrit dans une langue tout à-fait differente de l’ltalienne, et de toutes au tres lesquelles se derivent du Latin. L’auteur l’appelle linguam Corsicae rusticam; elle a peut-etre passé, peu à peu; mais elle a certainement prevalue autrefois dans les montagnes et dans la campagne. Le même auteur dit la même chose en parlant de Sardaigne; qu’il y a deux langues dans l’Isle, une des villes, l’autre de la campagne.

El general Paoli le informó al punto de que la lingua rustica sólo se hablaba en Cerdeña.

El doctor Johnson se vino luego a mi casa, donde tomamos té hasta altas horas. «El general Paoli —dijo— tiene el porte más altivo que jamás haya visto yo en un hombre». Negó que los militares fueran siempre los hombres de mejor crianza: «La buena crianza, en su estado de máxima perfección, consiste en no tener marca particular de profesión ninguna, sino una elegancia general en el porte; en cambio, en un militar por lo común se distingue el marchamo del soldado, l’homme d’épée».

Johnson esquivó esa noche toda discusión sobre la intrincada cuestión de la predestinación y el libre albedrío, que yo traté de suscitar. «Señor —dijo por todo decir—, sabemos que nuestra voluntad es libre, y punto redondo».

Me honró con su asistencia a una comida que ofrecí el 16 de octubre en mi casa de Old Bond Street, con sir Joshua Reynolds, Garrick, el doctor Goldsmith, Murphy, Bickerstaff[c85] y Thomas Davies. Garrick dio una vuelta a su alrededor con vivacidad y afecto, lo sujetó por las solapas de la levita y, mirándolo a la cara con jovialidad, pero con el ánimo travieso, lo felicitó por la buena salud de que parecía disfrutar. Mientras, el sabio, moviendo la cabeza, lo miraba con benévola complacencia. Como no llegó uno de los invitados a la hora señalada,[c86] propuse, como es habitual en tales situaciones, que se sirviera la comida. Y añadí: «¿Debe hacerse esperar a seis personas por una?». «Claro que sí —repuso Johnson—, si esa persona sufre más porque nos sentemos a la mesa que las seis por esperar». Goldsmith, para entretener la aburrida espera, dio en pavonearse y presumir de su traje, y creo que estaba gravemente envanecido de él, pues su espíritu tenía extraña propensión a causar en el fondo tales impresiones. «Vamos, vamos —dijo Garrick—, no se hable más. Es usted seguramente el peor… ¡Ja, ja!». Goldsmith intentaba por todos los medios interrumpirle, pero Garrick siguió a lo suyo y rió irónicamente: «Sí, sí; usted parecerá siempre un caballero, pero yo le hablo de ir bien o mal vestido». «Pues permítame decirle —replicó Goldsmith— que cuando mi sastre trajo a casa una levita de color vivo, dijo así: “Señor, he de pedirle un favor. Cuando alguien le pregunte quién le hace sus trajes, tenga la bondad de reseñar que es John Filby, en Harrow, Water Lane”». JOHNSON: «Eso, señor, fue porque sabía que el color vivo, por no decir raro, atraería las miradas de la gente, y de ese modo podrían tener conocimiento de su nombre y ver lo bien que sabía hacer una levita, así fuera de un color tan absurdo».

Después de la cena, la conversación giró primero en torno a Pope. Johnson comentó que sus personajes masculinos tenían un trazo admirable, mientras que cuando retrataba a las mujeres no le salían tan bien.[c87] Nos repitió, con voz vehemente y melodiosa, los últimos versos de la Zopenquíada,[30] Mientras peroraba en voz muy alta y elogiaba esos versos sin freno, uno de los presentes[c88] se aventuró a decir: «Demasiado espléndidos para tal poema, que, por cierto, ¿de qué trata?». Johnson (con desdén): «Pues evidentemente trata sobre los zopencos, cómo no. Valía la pena ser un zopenco por entonces. ¡Ah, señor mío…! ¡Si hubiera vivido usted en aquel entonces…! Ahora que ya no hay ingenios, no vale la pena ser un zopenco».[c89] Bickerstaff observó una peculiar circunstancia: la fama de Pope fue mucho mayor en vida suya que después. Johnson dijo que sus Églogas eran poemas endebles, aun cuando no contuvieran defectos de versificación. Nos contó con gran satisfacción, sin disimulo, la anécdota de que Pope quiso enterarse de quién era el autor de su Londres, del que dijo que no tardaría en ser déterré. Comentó que en los poemas de Dryden había pasajes extraídos de profundidades tales como Pope nunca pudo alcanzar. Recitó algunos bellos versos del primero, sobre el amor, que he olvidado, y dio gran aplauso al personaje de Zimri.[c90] Goldsmith señaló que el retrato de Addison que traza Pope demuestra un hondo conocimiento del alma humana. Johnson dijo que la descripción del templo en La novia enlutada era el pasaje poético más espléndido que hubiera leído jamás: no recordaba nada de Shakespeare que se le pudiera comparar. «No obstante —dijo Garrick, de pronto muy alarmado por el dios de su idolatría—,[c91] no sabemos hasta dónde llega su capacidad, ni en amplitud ni en variedad. Hemos de dar por supuesto que hay pasajes semejantes en sus obras. No debe Shakespeare resentirse por culpa de nuestra mala memoria». Divertido por esta muestra patente de entusiasmo espoleado por los celos, Johnson siguió adelante con renovado ardor. «No, señor. Congreve es espléndido en la naturaleza —y sonrió ante la trágica angustia de Garrick, pero no perdió la compostura al añadir—: no quiero con esto comparar a Congreve en conjunto con la totalidad de la obra shakespeariana, sólo sostengo que Congreve tiene un pasaje mejor que cualquiera de los que puedan encontrarse en Shakespeare. Es posible, señor, que un hombre tenga diez guineas por todo tener en el mundo, pero puede tenerlas en una sola pieza, y de ese modo su moneda es más vistosa que las del hombre que tiene diez mil libras, si bien tiene sólo una moneda de diez guineas. Lo que intento decir es que no podrá usted mostrarme en todo Shakespeare un solo pasaje que contenga una simple descripción de objetos materiales, sin que se entreveren con ella los conceptos morales, o sin que al menos se produzca tal efecto».[c92] Murphy trajo a colación la descripción que hace Shakespeare de la noche anterior a la batalla de Agincourt, aunque se objetó que era una descripción con figuras humanas; Davies sugirió el discurso en que Julieta imagina despertar en el túmulo sepulcral de sus ancestros. Alguien se remitió a la descripción de los blancos acantilados de Dover.[c93] JOHNSON: «No, señor. Habría de ser todo precipicio, todo vacío. Los cuervos impiden la caída en el abismo. La remota lejanía que empequeñece los navíos, junto a otras circunstancias, componen una muy buena descripción, pero no impresionan el ánimo del lector, no le transmiten de golpe la idea horrible de una inmensa altitud. La impresión se divide: uno pasa de un escenario de espacio inmenso al contiguo. Si la muchacha de La novia enlutada hubiera dicho que no alcanzaría a lanzar el zapato hasta lo alto de una de las columnas del templo, no habría reforzado la idea que se pretende transmitir, sino que la habría debilitado».

Hablando de un abogado que tenía un grave defecto de dicción, uno de los presentes, para contrariar a Johnson, dijo que era una desgracia que no le hubiera enseñado Sheridan el arte de la elocución. «Si hubiera estudiado oratoria con Sheridan —dijo Johnson—, se le habría quedado la sala desierta». GARRICK: «A Sheridan le puede su demasiada vanidad para ser bueno». Pasemos a ver el modo en que Johnson defendía a un hombre, tomándolo como si dijéramos en sus propias manos y separando el grano de la paja. «No, señor. A buen seguro que hay en Sheridan cualidades merecedoras de nuestra reprensión, y no pocas que son irrisorias. Pero no es malo. No, señor: si hubiera que dividir al género humano en buenos y malos, su sitio quedaría sin lugar a dudas entre las filas de los buenos. Además, señor, preciso es reconocer que Sheridan sobresale cuando se trata de declamar, aun cuando no dé muestras de carácter».

Tal vez debiera haber suprimido esta disquisición, relativa a una persona de cuyo mérito y valía tengo una respetuosa opinión, y más que la tendría si no hubiera cruzado una diatriba tan aborrecible contra Johnson en su Vida de Swift, a la vez que nos trató a sus admiradores cual si fuéramos una banda de pigmeos. Quien provoca el látigo del ingenio luego no puede quejarse de que le escuece.

Salió a relucir la señora Montagu, dama distinguida por haber escrito un Ensayo sobre Shakespeare. REYNOLDS: «Creo que es un ensayo que la honra». JOHNSON: «A fe mía, señor, que la honra, aunque a nadie más hace honor ninguno. Yo, desde luego, no lo he leído entero. Pero es que cuando encuentro el cabo de una malla y lo veo enmarañado no suelo esperar que, si tiro del hilo, tarde o temprano encuentre una labor de encaje. Me atrevería incluso a decir, señor mío, que no contiene el libro una sola frase de verdadera crítica». GARRICK: «Al menos, señor, pone de manifiesto cuánto se ha equivocado Voltaire con Shakespeare, cosa que a nadie más se le había ocurrido». JOHNSON: «Señor, a nadie más le ha parecido que valiera la pena. ¿Qué mérito puede tener una cosa así? Igual daría elogiar a un maestro de escuela por azotar al chiquillo que hace alguna travesura. No, señor: eso no es crítica de verdad: no muestra belleza de pensamiento tal como se forma en el funcionamiento del alma humana».

Los admiradores de este Ensayo[31] tal vez se ofendan ante el desdén manifiesto con que Johnson habló de él; no obstante, conviene recordar que manifestó su más sincera opinión, sin dejarse llevar por ningún prejuicio ni por el celo orgulloso de una mujer que había irrumpido cual intrusa en la cátedra de la crítica, pues sir Joshua Reynolds me ha referido que cuando se publicó el Ensayo y aún no se sabía de quién era la obra Johnson se extrañó de que a Reynolds le agradase. En esta época, ni siquiera sir Joshua había recibido información concluyente en lo tocante a su autoría, con la salvedad de que uno de nuestros literatos más ilustres[c94] le aseguró que el autor del opúsculo no conocía las tragedias griegas en el original. Un día, cuando en torno a la mesa de sir Joshua se dijo que la señora Montagu, en un elogio desmedido al autor de una tragedia moderna, exclamó «Tiemblo por Shakespeare», Johnson replicó: «Si Shakespeare tiene a ——— por rival y a la señora Montagu por defensora, está desde luego en muy delicada situación».

«El escocés —siguió diciendo Johnson, refiriéndose a lord Kames— ha optado por el método más acertado en sus Elementos de crítica.[a nota c164, Vol. I] No quisiera dar a entender que nos haya enseñado nada, pero sí nos ha sabido contar cosas antiguas de un modo nuevo». MURPHY: «Diríase que ha leído muchísima crítica escrita en francés, y que aspira a apropiarse de ella; es como si hubiera pasado años haciendo disecciones anatómicas del corazón humano y hubiera examinado a fondo todos y cada uno de sus rincones». GOLDSMITH: «Ese libro es mucho más fácil de escribir que de leer».[c95] JOHNSON: «Tenemos un buen ejemplo de crítica de verdad merecedora de tal nombre en el Ensayo sobre lo sublime y lo bello, de Burke. Y, si mal no recuerdo, también están Du Bos y Bouhours,[c96] quienes demuestran que toda la belleza depende de la verdad. No tiene un gran mérito reseñar en cuántas obras teatrales aparecen los fantasmas, o en qué es mejor tal o cual fantasma. Se trata antes bien de mostrar cómo impresiona el terror al alma humana. En la descripción de la noche que se hace en Macbeth,[32] el escarabajo y el murciélago rebajan la idea general de las tinieblas reinantes, la espesura de lo tenebroso».

Se habló de los políticos. «Esto de las recogidas de firmas es una nueva forma de incomodar al gobierno, y sumamente fácil de llevar a cabo. Me ocuparé de proponer recogidas de firmas por tres cuartos o medias guineas con la ayuda de un poco de vino caliente. No conviene cejar en el empeño y fomentar las recogidas. Claro que no vamos a volar por los aires media docena de palacios porque se esté quemando una granja».[c97]

La conversación dio entonces otro giro. JOHNSON: «Es pasmosa la ignorancia de ciertas cuestiones que a veces se encuentra en los hombres de contrastada eminencia. Un ingenio que andaba de visita por la ciudad,[c98] que escribía poemas obscenos en latín, me preguntó cómo era posible que Inglaterra y Escocia, que en tiempos eran dos reinos, fuesen ahora uno solo. Y sir Fletcher Norton no parecía estar al corriente de que existen publicaciones tales como las revistas».

«La “Balada de Hardyknute”[c99] no tiene gran mérito, en el supuesto de que sea de veras antigua. La gente habla de la naturaleza, pero la mera, obvia naturaleza, puede exhibirse con muy reducida capacidad intelectual».

El jueves 19 de octubre pasé la tarde en su casa. Me aconsejó que completase un diccionario de voces peculiares de Escocia, de las cuales le enseñé una muestra. «Señor —me dijo—, Ray ha compilado una colección de vocablos del norte del país.[c100] Si hiciera lo propio en su lugar de origen, haría algo de gran utilidad para la historia de la lengua». También me alentó para que siguiera adelante con una recopilación que tenía yo en marcha de las cosas antiguas de Escocia. «Hágalo grande, que sea un volumen en folio». BOSWELL: «¿Y qué utilidad tendrá?». JOHNSON: «Usted despreocúpese de su utilidad, limítese a hacerlo».

Me quejé de que no hubiera hecho mención de Garrick en su Prefacio a Shakespeare, y le pregunté si acaso no lo admiraba. JOHNSON: «Sí, señor, pero igual que se admira a “un pobre actor, que titubea y flaquea cuando le llega la hora en escena”, igual que “a una sombra”».[c101] BOSWELL: «¿Acaso no ha dado a Shakespeare una notable relevancia pública desde la misma escena?». JOHNSON: «Señor, reconocer tal cosa sería vilipendiar el siglo. Muchas de las obras de Shakespeare son peores sobre la escena. Sin ir más lejos, Macbeth».[c102] BOSWELL: «¿De veras piensa que nada se gana con el decorado y la acción? Por mi parte, de veras desearía que hubiera hecho mención de Garrick». JOHNSON: «Mi querido señor, de haberlo mencionado a él habría tenido obligación de mencionar a muchos más. La señora Pritchard, la señora Cibber, y al propio señor Cibber, que también alteró a Shakespeare». BOSWELL: «¿Ha leído usted su apología?». JOHNSON: «Sí, señor, y me parece sumamente entretenida. En cuanto al propio Cibber, si de su conversación se suprimiera todo cuanto jamás debió decir, se queda en muy poca cosa.[c103] Recuerdo que me trajo una de sus odas para que le diese mi opinión, con tan mala suerte que no pude tolerar tamaña bazofia, y no se la permití recitar hasta el final. ¡Tan mínimo fue el respeto que tuve por el gran hombre! —añadió riéndose—. En cambio, recuerdo que a Richardson le extrañaba que pudiera yo tratarlo con tanta familiaridad».

Le dije que dos días antes había presenciado la ejecución de varios condenados en Tyburn,[c104] y que ninguno de ellos parecía tener la menor preocupación. JOHNSON: «La mayoría de ellos, señor, nunca ha pensado en nada». BOSWELL: «Pero ¿no es el miedo a la muerte connatural al hombre?». JOHNSON: «Lo es a tal punto que toda la vida no es más que puro empeño por apartarla de nuestros pensamientos». Luego, en un tono de voz más bajo, muy serio, habló de sus reflexiones sobre la terrible hora de su propia disolución y del modo en que se conduciría en tal ocasión: «No sé —dijo— si desearía tener a un amigo a mi lado, o que todo pase entre Dios y yo».

Hablando de nuestros sentimientos ante las desgracias ajenas, JOHNSON: «Bueno, mucho ruido se ha hecho alrededor de eso, pero son sobre todo exageraciones. No, señor; tenemos cierto grado de sentimiento que nos impulsa a hacer el bien; más que eso, la Providencia no lo quiere. Sería infelicidad que a nada nos condujera».[c105] BOSWELL: «Pero suponga ahora, señor, que uno de sus amigos íntimos fuera detenido por una ofensa por la que pudiera ser condenado a la horca». JOHNSON: «Haría cuanto pudiera por sacarle del aprieto, pagando la fianza y prestándole cualquier otra ayuda. Pero si fuera ahorcado con justicia, no sufriría yo». BOSWELL: «¿Almorzaría usted ese día?». JOHNSON: «Pues sí, señor, y almorzaría como si él estuviera a mi lado. Vamos: ahí tiene a Baretti, que va a ser juzgado mañana mismo, con peligro de ser condenado a muerte; los amigos han acudido a ayudarle procedentes de todas partes; sin embargo, si lo colgaran, ninguno de ellos comería una rebanada menos de bizcocho de ciruelas. Ese sentimiento de simpatía, señor, poco puede hacer para deprimir el ánimo».

Le conté que había almorzado recientemente en casa de Foote, quien me mostró una carta que había recibido de Tom Davies diciéndole que no era capaz de conciliar el sueño debido a la preocupación que le embargaba a raíz de «ese triste asunto de Baretti», y le rogaba que le indicara algo que pudiera serle de utilidad, al tiempo que le recomendaba a un joven muy industrioso que tenía una tienda de encurtidos. JOHNSON: «Pues sí, señor: ahí tiene usted un ejemplo excelente de cómo es la simpatía humana: un amigo ahorcado y un pepinillo encurtido. A saber si es Baretti o el muchacho de los encurtidos el que le quita el sueño a Davies. Ni siquiera él lo sabe. En cuanto a que no pueda dormir, Tom Davies es un gran hombre. Tom ha pisado las tablas del escenario, sabe cómo se hacen estas cosas. Yo no he pisado el escenario, no sabría decirle cómo se hacen». BOSWELL: «Yo me he censurado con frecuencia, señor, por no sentir el debido respeto por los demás, o no de forma tan sensata como me dicen muchos que debiera». JOHNSON: «No se deje engañar más por ellos. Se dará cuenta de que esas personas tan sensibles, que tanto sentimiento muestran, no suelen estar muy dispuestas a hacerle favores. Le pagan con el sentimiento».

BOSWELL: «Foote tiene un gran sentido del humor». JOHNSON: «Así es». BOSWELL: «Tiene un talento singular en la exhibición del carácter ajeno». JOHNSON: «Señor mío, eso no es talento: es vicio. Es justamente algo de lo que otros se abstienen. No es lo suyo una comedia, que exhibe el carácter de una especie, como es el del avaro compuesto por muchos avaros; lo suyo es pura farsa que pone al descubierto a los individuos». BOSWELL: «¿Y no se le ha ocurrido ponerle a usted en solfa?». JOHNSON: «El miedo se lo ha impedido, pues era sabedor de que yo le habría molido todos los huesos del cuerpo. Le habría ahorrado la molestia de tener que amputarse una pierna, pues no le habría dejado pierna sana que amputar».[c106] BOSWELL: «Y dígame, señor, ¿es Foote un descreído?». JOHNSON: «Eso no lo sé. No sé si es un descreído, aunque si lo fuera es un descreído como pueda serlo un perro; esto es, nunca se ha parado a cavilar a fondo sobre esa cuestión».[33] BOSWELL: «Supongo, señor, que lo habrá pensado de un modo superficial, y que se habrá quedado con la primera idea que se le ocurriese». JOHNSON: «En tal caso, señor, sigue siendo un perro, que a fin de cuentas se zampa el primer bocado que ve delante. ¿Nunca se ha parado a observar que los perros carecen de la facultad de la comparación? El perro devora por igual los trozos de carne grandes y los chicos. Le basta con tener ambos delante».

«Buchanan —observó— tiene menos centones que cualquier otro poeta moderno que escriba en latín. No sólo tenía un gran dominio de la lengua latina, sino que también era un gran genio poético. Los dos Escalígeros lo elogian».

Habló de nuevo del pasaje de Congreve deshaciéndose en elogios, y dijo: «Shakespeare nunca ha puesto seis versos juntos sin cometer un error, pero esto no refuta mi afirmación general. Si visito un huerto y afirmo que no hay fruta en los árboles, y viene luego un hombre meticuloso que encuentra dos manzanas y tres peras y me dice: “Señor, está usted equivocado, pues yo he encontrado manzanas y peras”, me reiría de él a la cara, pues ¿qué tiene eso que ver con lo que importa?».

BOSWELL: «¿Qué opinión le merecen los Pensamientos nocturnos del doctor Young?». JOHNSON: «Contienen algunos pasajes muy buenos, por supuesto». BOSWELL: «¿No encuentra usted que hay ahora menos religión que antaño?». JOHNSON: «No sé yo, señor, siquiera si la hay». BOSWELL: «Por ejemplo, antes había un capellán en cada una de las grandes familias, cosa que ahora no se ve». JOHNSON: «Tampoco se ven ya todos aquellos criados y arrendatarios que las grandes familias solían tener. Hay un gran cambio de costumbres en todos los aspectos de la vida».

Al día siguiente, 20 de octubre, se presentó, creo que por primera y única vez en toda su vida, como testigo ante un tribunal de justicia, pues fue llamado a declarar para dar testimonio sobre el carácter del señor Baretti, que había apuñalado a un hombre en la calle y estaba acusado de asesinato ante el Old Bailey.[c107] Nunca iluminó tal constelación de genios la siniestra sala de vistas que enfáticamente se llama Sala de Justicia. Estuvieron presentes Burke, Garrick, Beauclerk y el doctor Johnson, y no cabe ningún género de duda de que el testimonio favorable de todos ellos tuvo un gran peso ante los jueces. Johnson dio su testimonio con parsimonia, despacio, con distinción, de un modo insólitamente impresionante. Es de sobra sabido que el señor Baretti fue declarado inocente.

El 26 de octubre cenamos juntos en la Taberna de la Mitra. Me había enojado yo con Foote por cultivar con excesiva indulgencia su talento para la diatriba y la ridiculización a expensas de sus visitas, que coloquialmente llamaba yo hacer mangas y capirotes de sus asiduos. JOHNSON: «Cuando uno va a visitar a Foote, no va a visitar a un santo, sino a un hombre que será agasajado en casa de uno, y que luego a uno lo pondrá públicamente en la picota; si le agasaja a uno en su casa, lo hará con el único y exclusivo propósito de ponerlo públicamente en la picota. No es que haga mangas y capirotes de sus asiduos, ni que les tome el pelo: aquellos a quienes pone a caer de un burro son ya bobos de remate, así que él tan sólo los pone en danza».

Hablando del comercio observó lo siguiente: «Es idea errónea suponer que el comercio reporta a una nación vastas sumas de dinero. No es así. Las mercaderías provienen de otras mercaderías, pero el comercio no produce un acceso capital a la riqueza. Ahora bien, aun cuando el margen de beneficio dinerario sea estrecho, hay un provecho considerable en cuanto al placer se refiere, pues el comercio da a una nación lo que otra ha producido, y así disponemos de vinos y frutas y muchos artículos de procedencia extranjera gracias al comercio». BOSWELL: «Así es, señor, y hay un provecho en el placer que proporciona un medio de vida a gran parte del género humano». JOHNSON: «Señor, no es posible llamar placer a algo a lo que todos son adversos, y que nadie inicia si no es con la esperanza de darlo un día por terminado para siempre; se trata de algo que a los hombres desagrada antes incluso de haberlo probado, y más aún cuando lo prueban». BOSWELL: «Pero es evidente que hay que dar empleo al intelecto, y que todos nos hastiamos cuando estamos ociosos». JOHNSON: «Esto se debe a que, como los demás están ajetreados, queremos compañía; ahora bien, si todos estuviéramos ociosos no habría hastío, ya que todos nos entretendríamos los unos a los otros. En el comercio, esto es algo incuestionable: ofrece a los hombres la oportunidad de mejorar su situación. Si no existiera el comercio, muchos de los que son ahora pobres serían pobres para siempre. Pero no hay un solo hombre que ame el trabajo por el trabajo mismo». BOSWELL: «Pues yo, señor, conozco a una persona que sí. Es un juez muy laborioso, que ama su ocupación como nada en esta vida».[c108] JOHNSON: «Eso es porque ama el respeto y la distinción que su cargo comporta. Si pudiera gozar de ambos sin trabajar, el trabajo le gustaría menos». BOSWELL: «Me dice que le gusta por sí mismo». JOHNSON: «Vaya, pues si así lo cree, es que ese hombre no tiene por costumbre pensar en abstracto».

Fuimos a su casa a tomar el té. La señora Williams lo preparó con suficiente destreza no obstante su ceguera, aunque su método para darse por satisfecha de que las tazas quedaban bien llenas al servirlas se me antojó cuando menos un tanto embarazoso, pues me dio la sensación de que metía el dedo un trecho en cada taza, hasta notar que el té se lo mojaba.[34] Embebido del natural regocijo que me produjo gozar del privilegio de acompañar por vez primera al doctor Johnson en las visitas que casi a diario hacía a esta señora ya a altas horas, lo cual me pareció equivalente a hallarme e secretioribus consiliis, de mil amores tomé una taza de té tras otra, cual si fuera la fuente del Helicón. A medida que mermó el encanto de la novedad, me invadió un mayor fastidio; además, descubrí que ella era mujer de temperamento quisquilloso.

Esa noche se congregó un círculo muy concurrido. El doctor Johnson estaba de un humor excelente, vivaz, dispuesto a perorar sobre cuestiones de todo tipo. El señor Fergusson, el filósofo autodidacta, le habló de una nueva máquina que se desplazaba sin que de ella tirase un caballo: un hombre iba encaramado encima y daba vueltas a un manubrio que a su vez accionaba el resorte que la hacía avanzar. «Así pues —dijo Johnson—, lo que se gana es mera cuestión de elegir si el hombre se desplazará solo o si prefiere desplazarse y desplazar también el peso de la máquina». Alguien mencionó el nombre de Dominicetti, a quien no quiso conceder ningún mérito. «No es más que humo de pajas el sistema de que tanto alardea. Los baños medicados no pueden ser más que agua tibia. Su único efecto puede ser que tenga una humedad templada». Uno de los presentes tomó partido por la postura contraria y sostuvo que son muy diversas las medicinas, algunas de muy poderosos efectos, que pueden introducirse en el cuerpo humano a través de los poros; por consiguiente, cuando el agua tibia se impregna de sustancias salutíferas, puede surtir efectos muy benéficos si se administra en forma de baño. A mí me pareció muy convincente. Johnson no le contestó, aunque dispuesto a salir victorioso en la contienda verbal, decidido a no perder en la disputa, recurrió al artificio que Goldsmith le había atribuido en las ingeniosas palabras que aparecen en una de las comedias de Cibber: «De nada sirve discutir con Johnson, pues cuando se le engatilla la pistola lo derriba a uno de un culatazo».[c109] Se volvió hacia el ufano caballero:[c110] «Muy bien, señor; en tal caso, no deje usted de visitar a Dominicetti y que lo fumigue a fondo, pero cerciórese de que el chorro de vapor se lo dirija a la cabeza, que no es otra la parte de veras pecaminosa». Suscitó con esto una triunfal oleada de risas en la variopinta concurrencia de filósofos, impresores y subalternos, hombres y mujeres por igual.

Desconozco cómo fue que se me ocurrió un pensamiento tan antojadizo y fantasioso, pero le pregunté: «Señor, si se viera usted encerrado en un castillo con un niño recién nacido, ¿qué haría?». JOHNSON: «Pues vaya, señor, no creo que disfrutara mucho de la compañía». BOSWELL: «¿Y se tomaría la molestia de criarlo?». Me pareció, como bien cabe suponer, reacio a comentar la cuestión, pero como quiera que yo perseverase, repuso: «Pues sí, señor, lo haría aunque necesitara disponer de todas las comodidades. Si no tuviera jardín, improvisaría un cobertizo en el tejado y allí lo llevaría a que tomase el aire fresco. Lo alimentaría, lo asearía a menudo y siempre con agua caliente, para que le gustara, no con agua fría que le causara dolor». BOSWELL: «Pero, señor, ¿no relaja el calor?». JOHNSON: «Señor mío, no imagine usted que el agua hubiera de estar muy caliente. No iba yo a escaldar a la criatura. No, señor; tratar a los niños con dureza no sirve de nada. Podría presentarle a cinco chiquillos londinenses que tumbarían a sopapos a cinco chiquillos de las Tierras Altas. Un hombre criado en Londres, señor, sabe llevar un fardo, o correr, o luchar, tan bien o mejor que un hombre criado en el campo con la mayor dureza». BOSWELL: «Será que la buena vida, digo yo, hace fuertes a los londinenses». JOHNSON: «A fe mía, señor, que no sé qué les hace. Nuestros porteadores de sillas de manos, en Irlanda, que son más fuertes que cualquiera, se han criado comiendo sólo patatas. La cantidad compensa cuando falta la calidad». BOSWELL: «¿Enseñaría usted algo a ese niño de que le he provisto?». JOHNSON: «No, no sería yo indicado para enseñarle nada». BOSWELL: «¿No le causaría placer enseñarle?». JOHNSON: «No, señor; no me daría ningún placer enseñarle nada». BOSWELL: «¿Es que no le causa placer enseñar a los hombres? Eso no me lo puede negar. Le causa el mismo placer enseñar a los hombres que a mí me causaría enseñar a los niños». JOHNSON: «Algo de eso sí que hay».

BOSWELL: «¿Cree usted que eso que se llama afecto natural es innato en nosotros? A mí más bien me parece que sea efecto del hábito, o de la gratitud por el cariño recibido. Ningún niño lo tiene por un padre al que no haya visto». JOHNSON: «Creo que existe un afecto natural e instintivo de los padres hacia sus hijos».

Se habló de la probabilidad de que Rusia se convirtiera en un gran imperio debido al rápido incremento de su población. JOHNSON: «Señor, yo en cambio veo poco probable que se propague más aún. Es imposible que tengan más hijos de los que pueden engendrar. Que yo sepa, no existe manera de que se multipliquen más aún. No se casa nadie por prudencia y sopesando las razones, sino por pura inclinación. Un hombre es pobre, así que piensa: “Como la cosa no se puede poner peor de lo que está, que se me ajunte esa misma”». BOSWELL: «¿Y no ha sido cualquier nación más populosa en unas épocas que en otras?». JOHNSON: «En efecto, señor, pero ello se debe a que la población mengua menos en unos periodos que en otros, sea por las migraciones, sea por las guerras o las epidemias, pero no porque sean más o menos prolíficas. La tasa de natalidad guarda en todo momento la misma proporción con el número total de los habitantes». BOSWELL: «Y, por considerar el estado en que se halla nuestro propio país, ¿no perjudica a la población que buen número de granjas pertenezcan al mismo dueño?». JOHNSON: «Pues no, señor; produciéndose la misma cantidad de alimentos, los consumirá el mismo número de bocas, aun cuando se empleen las personas de distintas maneras. Si el maíz fuese un producto caro y la carne de res estuviera barata, los propios granjeros se dedicarían al cultivo del maíz hasta que éste fuera abundante y se abaratase, y entonces se encarecería la carne, de manera que siempre se preserva cierta paridad. No, señor: que hagan lo que quieran los hombres de capricho, que le aseguro que es muy difícil perturbar el sistema mismo de la vida». BOSWELL: «De todos modos, ¿no encuentra que es lesivo para los propios terratenientes la opresión de los arrendatarios, que llevan a efecto subiéndoles los arriendos?». JOHNSON: «Muy lesivo. Sin embargo, no es algo que pueda tener una amplia influencia: a lo sumo será motivo de agobio para unos cuantos individuos. Considérelo así: los terratenientes no pueden sobrevivir sin sus arrendatarios. Éstos no estarán dispuestos a dar más por la explotación de la tierra, o no más de lo que la tierra valga. Si pueden sacar más rendimiento a su dinero poniendo una tienda o un taller, lo harán sin dudarlo, y de ese modo obligarán a los terratenientes a cobrar de nuevo un arriendo razonable por el aprovechamiento de las tierras, a fin de tener de nuevo arrendatarios. En Inglaterra, la tierra es un artículo sujeto a las leyes que rigen el comercio. El arrendatario que paga su arriendo al terrateniente no se siente más obligado para con él de lo que usted se considera con el hombre en cuya tienda adquiere un artículo. Sabe que el terrateniente no le permite aprovechar sus tierras por menos de lo que podría cobrarle a otro, del mismo modo en que vende el tendero sus bienes. Ningún tendero le venderá una yarda de cinta por seis peniques si el precio es de siete». BOSWELL: «¿Y no le parecería mejor que los arrendatarios dependieran de los terratenientes?». JOHNSON: «Toda vez que son mucho más numerosos los arrendatarios que los terratenientes, hablando quizá con todo rigor no deberíamos desear tal cosa. Pero si les place abaratar sus tierras, pueden cobrarse su valor una parte en dinero, otra cual si se les rindiera homenaje. No estaría yo en desacuerdo con eso». BOSWELL: «Así pues, señor, se ríe usted de todo proyecto de mejoría política». JOHNSON: «La verdad, señor, es que la mayor parte de los proyectos de mejoría política suelen ser risibles».

«La Providencia —observó— ha emitido el sabio decreto de que cuanto más numerosos sean los hombres, más difícil les resulte ponerse de acuerdo en cualquier cosa, y de ese modo se gobiernan. Si los pobres razonasen y se dijeran: “Ya no seremos pobres, ahora les toca el turno a los ricos”, no cabe duda de que podrían conseguirlo con facilidad, de no ser porque no pueden ponerse de acuerdo. Así los soldados de a pie: aunque mucho más numerosos que sus oficiales, son gobernados por ellos por idéntica razón».

«El género humano —dijo— tiene un fortísimo apego a los lugares en que se ha acostumbrado a habitar. Los habitantes de Noruega no deciden de consuno marchar a algún lugar de América, donde el clima es más benigno y la tierra da los mismos productos con una décima parte del trabajo requerido. No, señor: el afecto que tienen por su hábitat de antaño, sumado al pavor que produce la posibilidad de un gran cambio, los tiene sujetos a su tierra natal. Así las cosas, vemos muchos de los más espléndidos lugares del mundo escasamente habitados, y muchos lugares escarpados que se hallan poblados copiosamente».

Como trajeran el London Chronicle, que era el único periódico que con asiduidad consultaba, se me asignó el cometido de leérselo en voz alta. Me contrarió con su impaciencia; en realidad, me ordenó saltarme tantos trechos que mi cometido no pudo ser más fácil de cumplir. No toleró que leyese ni una sola palabra sobre las solicitudes hechas al Rey acerca de las elecciones en el condado de Middlesex.

Había contratado yo a un criado procedente de Bohemia durante el tiempo que pasé en Londres, y como estaba muy satisfecho con él pregunté al doctor Johnson si por el hecho de ser católico debería abstenerme de llevarlo conmigo a Escocia. JOHNSON: «Pues no. Si él no pone objeciones, ningún reparo puede poner usted». BOSWELL: «Así pues, no es usted enemigo declarado de la religión católica romana». JOHNSON: «Pues no, o no más, al menos, que de la religión presbiteriana». BOSWELL: «Lo dice en broma, claro». JOHNSON: «No, señor: así es como pienso de veras. ¿Qué digo? De las dos, prefiero la religión papista».[c111] BOSWELL: «¿Y a qué se debe?». JOHNSON: «Los presbiterianos no tienen iglesia propiamente dicha, ni ordenación del apostolado». BOSWELL: «¿Y eso le parece algo absolutamente esencial?». JOHNSON: «Siendo como era y es una institución apostólica, me parece peligroso prescindir de ella. Además, los presbiterianos no celebran la adoración en público: no practican una forma de oración a la que sepan que han de adherirse. Van a escuchar las prédicas de un hombre, y han de juzgar si se adhieren o no». BOSWELL: «No obstante, señor, profesan la misma doctrina que la Iglesia anglicana. Su confesión de fe y los treinta y nueve artículos contienen los mismos puntos de credo, incluida la doctrina de la predestinación». JOHNSON: «En efecto, señor: la predestinación era parte del clamor de la época, de modo que se menciona en nuestros artículos, aunque del modo menos positivo que se pueda suponer». BOSWELL: «Así pues, ¿es necesario creer en los treinta y nueve artículos?». JOHNSON: «Desde luego, señor, ése es un asunto que ha sido sujeto a muy agitados debates. Hay quienes consideran que es menester creer en todos ellos; otros han interpretado que se trata de artículos de paz, esto es, que no se debe predicar en contra de ellos». BOSWELL: «A mí me parece, señor, que la predestinación, o lo que a tal equivalga, no se puede evitar siempre y cuando defendamos la presciencia universal de la divinidad». JOHNSON: «¿Por qué, señor? ¿No ve Dios a diario que suceden cosas y no impide que acontezcan?». BOSWELL: «Cierto, señor, pero si es posible prever con certeza una cosa determinada, es que es algo inamovible, que no puede acaecer de otro modo; si aplicamos esta consideración al espíritu de los hombres, no hay libre albedrío, ni veo yo de qué modo pueda la oración servir de algo». Se refirió entonces al doctor Clarke y al obispo Bramhall en sus escritos sobre la libertad y la necesidad, y me rogó que leyese los Sermones sobre la oración de South, pero rehuyó el asunto que ha traído de cabeza a filósofos y teólogos más que ningún otro. No insistí al darme cuenta de su desagrado, y me abstengo de compendiar un atributo que por lo común se adscribe a la divinidad, por irreconciliable que resulte en su totalidad con el sistema del gobierno moral de los hombres. Su presunta ortodoxia atenazó en este punto su vigoroso poder de comprensión. Se hallaba sujeto en corto por una cadena que la imaginación a temprana edad y el hábito durante toda la vida habían hecho recia e irrompible, aunque podría haberla hecho saltar en un visto y no visto con sólo haberse aventurado a intentarlo.

«¿Qué opina —seguí diciendo— del Purgatorio, tal como lo predican los católicos?». JOHNSON: «Pues se me antoja una doctrina muy inofensiva. Son ellos de la opinión de que la mayoría del género humano no es ni tan obstinadamente mala para merecer el castigo eterno, ni tan buena que merezca su admisión en la sociedad de los espíritus benditos; por consiguiente, entienden que Dios tiene la misericordia de complacerse en permitir un estado intermedio, en el que puedan aspirar a la purificación mediante el sufrimiento gradual. Ya ve usted, señor, que no hay en ello nada que repugne a la razón». BOSWELL: «En tal caso, señor, ¿y las misas que celebran por los difuntos?». JOHNSON: «Si alguna vez se estableciera con certeza que hay almas en el Purgatorio, tan adecuado es rezar por ellas como lo es rezar por nuestros hermanos que aún siguen con vida en este mundo». BOSWELL: «¿Y la idolatría de la misa?». JOHNSON: «Señor, no hay idolatría en la misa. Ellos creen que Dios está presente, y por ello lo adoran». BOSWELL: «¿Y la idolatría de los santos?». JOHNSON: «Señor, ellos no veneran a los santos; tan sólo los invocan; les piden intercesión con sus rezos. Llevo todo este tiempo hablando de las doctrinas de la Iglesia de Roma. Le aseguro que, en la práctica, el Purgatorio es una imposición de lo más lucrativa, y que los creyentes sí incurren en idolatría cuando se encomiendan a la protección tutelar de determinados santos. Entiendo que su administración del sacramento sólo en una de las dos especies es delictiva, porque atenta contra la institución expresa de Cristo. Me extraña que el Concilio de Trento la admitiera». BOSWELL: «¿Y la confesión?». JOHNSON: «La verdad es que no lo sé, pero me parece buena cosa. Las Escrituras dicen: “Confesaos vuestras faltas los unos a los otros”, y los sacerdotes se confiesan igual que los seglares. Hay que tener en consideración que la absolución sólo se otorga con el arrepentimiento, y a menudo con la penitencia. Usted piensa que sus pecados obtendrán perdón sin penitencia, que basta con el arrepentimiento».

De ese modo me aventuré a comentar las objeciones más extendidas contra la Iglesia católica, con el fin de oír las opiniones de tan gran hombre a ese respecto. Lo que dijo queda recogido aquí con toda veracidad, aunque no es improbable que si uno hubiera optado por tomar el partido opuesto, él quizá hubiera razonado de manera diferente.

Debo sin embargo hacer mención de que profesaba respeto por «la religión antigua», que así llamó el afable Melancthon a la Iglesia católica romana, aun cuando se esforzaba por reformarla en determinados particulares. Sir William Scott me informa de que oyó a Johnson decir lo siguiente: «Un hombre que se convierte del protestantismo al catolicismo tal vez lo haga con toda sinceridad: de nada se desprende, y tan sólo viene a añadir más a lo que ya tenía. En cambio, quien se convierte del papismo a la religión protestante renuncia a tanto de lo que tenía por sagrado como lo que conserva. En esa conversión hay una enorme laceración del espíritu, tanto que difícilmente puede ser sincera y duradera». La verdad de esta reflexión puede confirmarse en muchos ejemplos eminentes, algunos de los cuales sin duda acudirán a la memoria de casi todos mis lectores.

Cuando quedamos a solas introduje el tema de la muerte y me desviví por sostener que el miedo a la muerte se puede vencer. Le comenté algo que David Hume me había dicho: que no le causaba más inquietud pensar que no iba a ser después de la vida, de lo que pudiera inquietarle no haber sido antes de existir. JOHNSON: «Señor, si de veras piensa así es que tiene perturbadas las facultades de la percepción y ha enloquecido; si no lo piensa, miente. Podría decirle también que pone tranquilamente el dedo sobre la llama de una vela y que no siente dolor: ¿le creería usted? Cuando muera, al menos renunciará a todo cuanto tiene». BOSWELL: «Foote, señor, me dijo que cuando estuvo muy enfermo no tuvo miedo de morir». JOHNSON: «Eso no es cierto. Póngale usted una pistola a Foote en el pecho, póngasela a Hume en la sien, y amenácelos de muerte: ya verá cómo se comportan». BOSWELL: «¿Y no es de algún modo posible fortificar los ánimos para cuando nos ronde la proximidad de la muerte?». En este punto soy consciente de haber incurrido en un craso error al poner ante sus ojos algo que siempre había contemplado él con espanto; aun cuando se hallara en un celestial estado de ánimo, en su Vanidad de los deseos del hombre ha supuesto que la muerte es «toque de retirada que nos da la Naturaleza amable», para pasar de este estado del ser a «una sede más feliz», y sus pensamientos en torno a este cambio horroroso estuvieron siempre y en general llenos de lúgubres aprensiones. Su ánimo recordaba un vasto anfiteatro, el Coliseo de Roma. En el centro se erguía su criterio, que cual poderoso gladiador combatía con aquellas aprensiones que, como fieras salvajes en la arena, lo rodeaban desde sus celdas, listas para ser liberadas, prestas a abalanzarse contra él. Tras un conflicto, a veces mera escaramuza, las hace retroceder y vuelven a sus guaridas; como no acaba con ellas, siguen al acecho. A mi pregunta sobre si no es posible fortificar los ánimos para cuando nos ronde la proximidad de la muerte, respondió en un arrebato de pasión: «No, señor. Eso más vale no tocarlo. No importa cómo muere un hombre, sino cómo haya vivido. El hecho de la muerte en sí no tiene importancia, apenas dura nada». Y al cabo, con gesto de gran seriedad, añadió: «Sabe el hombre que así ha de ser, y se somete. De nada le valdría quejarse y gimotear».

Procuré reanudar la conversación. Tanto le provocó mi afán que dijo: «Ya basta de todo esto». Y entró en tal estado de agitación que llegó a expresarse de un modo que me alarmó y me intranquilizó mucho; se mostró impaciente en extremo de que yo me despidiese, y cuando ya me iba me llamó con voz severa: «Mejor será que no nos veamos mañana».

Volví a casa presa de una gran desazón. Todas las crudas observaciones que había oído verter sobre su carácter se apiñaron en mi memoria. Me sentí como el hombre que ha introducido una y mil veces la cabeza en la boca del león, sacándola siempre indemne, aunque éste al fin se la arranca de un mordisco.

A la mañana siguiente le envié una nota en la que reconocí la comisión de mi error, aunque subrayé que no se trató de algo intencionado; por tanto, no podía menos que pensar que había sido demasiado severo conmigo. A pesar de haber convenido que ese día no íbamos a vernos, le avisé de que pasaría a visitarlo de camino a la ciudad, aunque no le robaría más de cinco minutos de reloj. «En mi ánimo —le escribí— lo tengo a usted presente desde anoche, envuelto en nubes de tormenta. Permítame disfrutar de un solo rayo de sol y me dedicaré a mis asuntos fortalecido por la serenidad y el vigor de ese mínimo atisbo».

Nada más entrar en su estudio me alegró ver que no estaba solo, ya que eso habría hecho más embarazoso nuestro encuentro. Estaban con él los señores Steevens y Tyers, a los cuales no tenía yo el gusto de conocer en persona. Mi nota, por cómo lo encontré, lo había ablandado, ya que me recibió con gran complacencia, de manera que inesperadamente me sentí a mis anchas y me sumé como si tal cosa a la conversación.

Dijo que los críticos habían honrado en demasía a sir Richard Blackmore al escribir tanto en su contra; dijo que en su Creación había contado con la ayuda de varios ingenios, aquí un verso de Phillips, allá otro de Tickell, de modo que con estas ayudas, y la de otros, pudo dar por bueno el poema[35].

Defendí los presuntos versos de Blackmore, que más de uno ha ridiculizado por ser una completa estupidez:

Un jubón pintado el príncipe Vortiger se ha enfundado,

prenda que a un picto desnudo arrebató su antepasado[36].

Insistí en que se trataba de un concepto poético. Si se trataba de representar a un picto muerto en combate, y de hacer un jubón de su pellejo, el jubón pintado le ha sido arrebatado sin duda, por desnudo que estuviera.

Johnson habló en términos poco favorables de cierto autor muy voluminoso: «Antes escribía libros anónimos, y luego aún publicó otros en los que elogiaba los primeros, lo cual es cuando menos de granujas».

«Bien, señor —le dije en un susurro—, ahora sí que está de buen humor». «Así es», repuso. Iba ya a marcharme, y había llegado a la escalera. Me detuvo y, sonriente, me dijo: «Márchese, sí, pero para este lado». Curiosa manera de invitarme a seguir con ellos, como en efecto hice durante un rato[c112].

Este pequeño roce, la riña incidental y la reconciliación resultante, aunque tal vez haya quien piense que lo he relatado de un modo excesivamente minucioso, debe más bien tenerse por una de las muchas pruebas que ofrecía a sus amistades de que, aun cuando en no pocas ocasiones pudiera acusársele de tener muy mal humor, siempre fue un hombre de buen natural y disposición amena. He oído a sir Joshua Reynolds, fino y atinado observador de las costumbres, referir en concreto que cuando en alguna ocasión había tratado Johnson con aspereza a una persona determinada, estando en compañía de otras, aprovechaba la primera ocasión que surgiera para reconciliarse con ella, ya fuera brindando por ella, ya fuera dirigiéndole expresamente su discurso;[c113] en cambio, si hallaba que sus aproximaciones mediante indirectas, dignas donde las hubiere, eran recibidas con hosca desatención, se quedaba indiferente, en paz, convencido de haber hecho cuanto en su mano estaba por hacer, y daba por sentado que era el otro quien persistía en el error.

Como quiera que debía emprender viaje a Escocia el 10 de noviembre, le escribí a Streatham rogándole que me recibiera en la ciudad a lo largo del día 9, aunque si ello le resultara incómodo siempre podría yo pasarme sin un último encuentro. Su respuesta fue la siguiente:

A James Boswell

9 de noviembre de 1769

Querido señor,

tras sopesar con sumo cuidado los inconvenientes de ambas partes, estimo que le incomodará menos pasar a usted aquí la noche que a mí desplazarme a la ciudad. Es mi deseo que nos veamos, y la señora de esta casa me ordena que le invite a venir. Tanto si le es posible como si no, me temo que no tendré ocasión de escribirle de nuevo antes de que se case, en razón de lo cual ahora le digo, con toda mi sinceridad, que le deseo toda la felicidad posible. Soy, querido señor, su más afectuoso y humilde servidor,

SAM. JOHNSON

El día 9 me fue imposible salir de la ciudad hasta que ya era demasiado tarde, de modo que acudí a verle a la mañana siguiente, muy temprano. «Bien —dijo—, ahora que va a casarse, no espere de la vida más de lo que la vida le dé. A menudo se verá usted malhumorado, a menudo pensará que su esposa no se aplica a complacerle tanto como usted quisiera, a pesar de lo cual tendrá motivos para considerarse, en conjunto, un hombre feliz en su matrimonio».

Hablando del matrimonio en general, comentó lo siguiente: «Nuestras ceremonias nupciales son demasiado refinadas. Están hechas sólo para celebrar los matrimonios de mayor alcurnia. Deberíamos disponer de una ceremonia distinta para los matrimonios de conveniencia, pues son muchos los que así se contraen». Se mostró de acuerdo conmigo en que no era en modo alguno necesario que un clérigo realizase la ceremonia nupcial, ya que no estaba previsto en las Escrituras.

Fui tan insensato como para recitarle una cancioncilla epigramática que había escrito yo a cuento del matrimonio, y que el señor Garrick pocos días antes se encargó de que le pusiera música el muy ingenioso señor Dibden:

UN PENSAMIENTO MATRIMONIAL

En los días risueños de la luna de miel,

encandilado con los encantos de Kate,

de noche la amaba, la amaba todo el día

y la llamaba mi más linda gatita.

Ahora la gatita se ha hecho gata,

y enojosa como tantas esposas.

¡Ay, amigo Mat, por mi alma,

mucho temo que tenga siete vidas!

Mi ilustre amigo comentó: «Bien está la cantinela, señor, pero no está bien que profiera juramentos». Tras lo cual suprimí «por mi alma» y puse «ay, ay, ay».

Tuvo la amabilidad de acompañarme hasta Londres y despedirme al pie de la silla de postas que había de llevarme a Escocia. Y no me cabe la menor duda de que por desconsiderados que parezcan muchos de los detalles recogidos seguramente a más de uno, la mayor parte de mis lectores los tendrá por rasgos genuinos de su carácter, que en conjunto contribuyen a dar plena, justa, inequívoca visión del mismo.