ÆTAT. 51

1760: ÆTAT. 51.] En 1760 escribió una «Alocución de los pintores a Jorge III, con motivo de su coronación y acceso al trono de estos reinos»†, monarca entronizado como ningún otro en medio de las más sinceras felicitaciones de sus súbditos. Dos generaciones de monarcas extranjeros habían preparado los ánimos para el gran regocijo de contar con un nuevo rey que se vanagloriaba de «haber nacido en suelo británico». También escribió para Baretti la dedicatoria al Marqués de Abreu† de su Diccionario italiano e inglés, que era entonces el enviado extraordinario de España a la corte de Gran Bretaña.

Johnson se hallaba por entonces o muy desocupado o muy ajetreado con su Shakespeare, pues no encuentro más publicaciones suyas, con la excepción de una «Introducción a las deliberaciones de la Comisión para procurar vestimenta a los prisioneros franceses»,* una de tantas pruebas de que siempre fue sensible a los llamamientos humanitarios, y una reseña que publicó en la Gentleman’s Magazine sobre la aguda y competente vindicación de María, Reina de Escocia, que escribió Tytler.* La generosidad del sentir de Johnson sobresale con brillo propio en la siguiente frase: «Desde hace cerca de medio siglo ha estado muy de moda menospreciar y vilipendiar a la dinastía de los Estuardo, y exaltar y magnificar al tiempo el reinado de Isabel. Pocos apologetas han encontrado a su favor los Estuardo, toda vez que los muertos no pagan por halagos. Sin mediar recompensa, ¿quién se opondrá a la crecida de su popularidad? Subsiste pese a todo entre nosotros, sin haberse extinguido por completo, el celo por conocer la verdad, el deseo de establecer lo cierto por oposición a los dictados de la moda».[c147]

De este año no he descubierto una sola carta privada que escribiera a ninguna de sus amistades. Sin embargo, diríase que durante este periodo albergó la fluctuante intención de escribir una historia de los recientes éxitos del ejército británico en todos los rincones del planeta, pues entre sus resoluciones o apuntes hay uno del 18 de septiembre que dice: «Encargar libros sobre historia de la guerra[192]». Y cuánto es de lamentar que no se cumpliera su intención. Su majestuosa expresión hubiera transportado hasta la ultimísima posteridad las gloriosas hazañas de su patria con idéntico y ferviente resplandor al que imprimieron por entonces en la conciencia de todos. No hubiera sentido la menor tentación de desviarse siquiera en lo más mínimo de la verdad de los hechos, que tenía por sagrada, ni de tomarse licencias que, según me comentó una vez en amigable conversación el doctor Macleane de La Haya, un muy erudito teólogo, parecía tolerar alegremente a los historiadores.

«Hay —me dijo— mentiras inexcusables y mentiras consagradas. Por ejemplo, cuando llegó la noticia de la desgraciada batalla de Fontenoy, se nos dice que a todos los presentes se les encogió el corazón y los ojos se les anegaron de lágrimas. Hoy sabemos que ninguno de aquellos hombres almorzó menos que cualquier otro día, aunque debieran haber estado consternados; decir que en efecto lo estuvieron, incluso hasta el desconsuelo —sonrió—, se puede tener por mentira consagrada».

Éste fue el año en que Murphy, considerándose maltratado por el reverendo doctor Franklin, que era uno de los autores de la Critical Review, publicó una indignada reivindicación en su «Epístola poética a Samuel Johnson, Ars Magister», en la que elogia a Johnson de manera justa y elegante:

¡Genio trascendente!, cuya prolífica vena

nunca conoció del poeta estéril desvelo y pena,

al que Apolo abre de su tesoro las reservas

y las musas obsequian sus sagradas prendas.

Di, prodigioso Johnson, cómo es que se forja tu verso

con tal elegancia, con tal energía del estro,

si es tu Juvenal quien instruye al siglo

con ira renovada, y en metro comedido,

o ve la bella Irene, ay, ahora que ya es tarde,

su inocencia trastocada en culpa sin alarde;

en cada verso dorado, escribas lo que escribas,

lo sublime y lo donoso se combinan;

tu fraseo nervioso impresiona a los ojos

y la armonía del alma presta embeleso al todo.

Y, ya más cerca del final:

Tú, mi buen amigo, que ves la pugna peligrosa

a la que un demonio irresistible mi vida arroja,

dime, si a la fontana jonia mis pasos encamina,

¿dónde se juntan las nueve musas, do musitan?

¿Allí donde tremola en tus oídos el sagrado espanto,

tu rectitud moral, la suma dignidad de tu canto?

Di, tú que bien lo sabes, con qué arte infalible

despiertas en los corazones un sentir inmarcesible;

en cada página brillante dejas verdad enaltecida;

quiera el futuro que muchos años tu Rambler viva.

Aprovecharé esta ocasión para referir de qué modo comenzaron a tratarse Johnson y Murphy. Mientras duró la publicación del Gray’s Inn Journal, periódico que con éxito sacó adelante sin ayuda de nadie el propio Murphy cuando aún era muy joven, casualmente se encontró en el campo con el señor Foote, y al comentarle que tenía la apremiante obligación de volver a Londres con el fin de preparar y dejar listo para la imprenta uno de los números del Journal, éste le dijo: «Si de eso se trata, no es preciso que se marche usted. Aquí tiene una revista francesa en la que encontrará un muy bello cuento orientalizante; tradúzcalo y mándeselo a su impresor». Murphy leyó el cuento, se mostró muy satisfecho con él y siguió el consejo de Foote. Cuando regresó a la ciudad, alguien le señaló que ese cuento se había publicado en el Rambler, de donde fue traducido y publicado por la revista francesa. Murphy entonces fue a visitar a Johnson para relatarle el curioso incidente. Johnson al punto percibió su talento, conocimientos y afición a la literatura, su talante de caballero, y enseguida se estableció entre ambos una amistad que no se rompió nunca[193].

A Bennet Langton, de Langton, cerca de Spilsby, condado de Lincoln

18 de octubre de 1760

Querido señor,

usted que viaja por el mundo tiene sin duda mucho más que contar por carta que yo, que no me muevo de mi casa; debería por tanto escribirme con tanta frecuencia como le sea posible. Mucho me agradaría que recorriese toda Inglaterra de punta a punta con tal de que me impartiera sus observaciones en narraciones tan gratas de leer como la suya última. Siempre es deseable el conocimiento para quienes saben comunicarlo bien. Mientras andaba usted cabalgando y corriendo, viendo las tumbas de hombres cultos y los campos de batalla en que se batieron los valientes, yo no me he movido de mi casa, atareado en proponerme grandes cosas que no he llevado a cabo. Beauclerk marchó a Cheshire y aún no ha encontrado ocasión de regresar. Chambers pasó sus vacaciones en Oxford.

Me siento sinceramente preocupado por la preservación o la cura de la vista del señor Langton, y me alegro de que el cirujano de Coventry le haya dado tantas esperanzas. Sharpe es de la opinión de que la tediosa maduración de las cataratas es un vulgar error, y que pueden en cambio subsanarse en cuanto aparecen. Es una idea digna de consideración; dudo que pueda tener validez universal, pero en caso de ser cierta en algunos casos, y si es posible distinguirlos, podría ahorrar un dilatado e incómodo retraso de la intervención.

De mi querida señora Langton nada me cuenta usted, lo cual me resulta tanto más impropio de un amigo, pues bien sabe usted en cuánta estima la tengo y cuánto me importa su salud.

Quiero suponer que le refirió usted cuál es mi opinión, y del mismo modo supongo que no fue tenida en cuenta, a pesar de lo cual sigo convencido de que es la correcta.

No deje de enviarme noticias suyas, dondequiera que esté y tenga lo que tenga entre manos, tanto si planta árboles como si sigue escribiendo sus Ensayos rústicos, tanto si se entretiene en jugar con sus hermanas como si medita en soledad; a cambio, le relataré yo el éxito de Sheridan,[c148] que en la actualidad interpreta a Catón y ya en dos ocasiones ha representado a Ricardo. Tuvo más público la segunda noche que en la del estreno, y creo que en conjunto saldrá bien librado de la prueba, aunque me parecen muchos sus defectos, unos de natural deficiencia, otros de artificiosa afectación. Creo que carece de capacidad para investirse de esa dignidad, o elegancia, que algunos hombres que carecen de la una y de la otra en la vida cotidiana sí saben exhibir en escena. Cuando ha de forzar la voz no es agradable, y cuando la baja no siempre se le oye con claridad. Parece pensar demasiado en el público, y vuelve la cara a la galería con demasiada frecuencia.

No obstante, le deseo lo mejor, entre otras razones porque aprecio a su esposa[194].

Apresúrese, querido señor, a escribirme. Su más afectuoso servidor,

SAM. JOHNSON