ÆTAT. 57
1766: ÆTAT. 57.] En 1764 y 1765 diríase que el doctor Johnson estuvo tan ajetreado y afanoso en preparar su edición de Shakespeare que poco tiempo le quedó para ningún otro empeño literario, ni tampoco para atender su correspondencia particular.[c1] No tuvo a bien escribirme una sola carta durante más de dos años, de lo cual se verá que a su debido tiempo pidió disculpas.
En cambio, estuvo en todo momento listo a prestar ayuda a sus amigos, y a meros conocidos, en la revisión de sus obras, amén de escribir para ellos o mejorar sustancialmente sus dedicatorias. En ese género de composición esencialmente cortés nadie sobresalió tanto como el doctor Johnson. Aunque su altanería intelectual le impidió firmar una sola dedicatoria con su propio nombre, fueron muchas las que compuso en beneficio ajeno. Algunos, me refiero a las personas a las que así favoreció sin dejar constancia, no están deseosos de que esto se haga público, entiendo que por un recelo excesivo y por temor a que se pueda sospechar que recibieron una ayuda incluso mayor;[c2] hay otros que, luego de toda la diligencia que he dedicado al asunto, han dado largas a mis consultas. Hace ya muchísimos años me dijo que «creía haber escrito dedicatorias dirigidas a todos los miembros de la familia real», y que le era indiferente sobre qué versara la obra dedicada, siempre y cuando fuera inocente. Una vez dedicó cierta música para flauta travesera a Edward, Duque de York. Cuando escribía dedicatorias en nombre ajeno de ningún modo consideraba que diera voz a sus propios sentimientos.
A pesar de su prolongado silencio, nunca dejé yo de escribirle cuando tuve algo digno de comunicarle. Por lo común guardaba copia de las cartas que le escribía para disponer de una visión completa de nuestra correspondencia y no estar en desventaja a la hora de entender cualquier referencia que hubiera en sus cartas. Él conservó la mayor parte de las mías con esmero, y poco antes de su muerte las ordenó y lacró en varios fajos con el fin de que me fueran devueltas, como en efecto se hizo. Entre ellas encontré una de la que no hice copia, y que reconozco haber leído con fruición a una distancia de casi veinte años. Está fechada en noviembre de 1765, en el palacio de Pascal Paoli en Corte, capital de Córcega, y rebosa generoso entusiasmo. Tras hacer un esbozo de lo que había visto y oído en la isla, le decía así: «Me atrevo a decir que éste está siendo un viaje lleno de entusiasmo. Me atrevo a emplazarle a que me dé su opinión».
Esta carta suscitó la respuesta siguiente, que encontré a mi llegada a París.
Al señor Boswell, chez Sr. Waters, Banquier, à París
Johnson’s Court, Fleet Street,
14 de enero de 1766
Querido señor,
rara vez sirve de nada pedir disculpas. Aplazaremos hasta su regreso las razones, buenas o malas, por las que he sido tan ingrato corresponsal y le he escatimado mis cartas. Quede por la presente seguro de que ni un ápice ha menguado la estima ni el afecto con que le despedí en Harwich. Tanto una como otro han aumentado con todo lo que me ha referido acerca de usted y de otros;[c3] a su retorno ha de encontrar a un amigo inalterado y, espero, inalterable.
Todo cuanto de mí puede temer es el enojo que me causaría si me decepcionase. A nadie le agrada frustrar las expectativas que se formen en su favor, y el disfrute que me prometo a partir de sus notas y comentarios es tan grande que tal vez no sea posible poner atención ni discernimiento en grado suficiente para permitírmelo.
Pero no deje de venir, tiente la suerte. Ansío verle y oírle; espero que no volvamos a pasar tanto tiempo separados. No deje de venir a verme, y cuente con recibir tal acogida como la bienvenida que se da a quien sabia y noble curiosidad ha llevado quizá a donde nunca estuvo ningún nativo de este país.
No tengo noticias que contarle, nada que merezca ser puesto en su conocimiento. Y tampoco quisiera menguar a propósito el placer que cualquier novedad pudiera producirle a su regreso. Mucho me temo que se nos haga difícil conservar entre nosotros un intelecto que, como el suyo, durante tanto tiempo se ha regalado con el gran festín de la variedad. Pero probemos pese a todo, a ver de qué nos sirven la estima y el afecto.
Como la liberalidad de su señor padre le ha permitido a usted la indulgencia de hacer tan largo viaje y de tanto divagar, no me cabe duda de que verá en su salud achacosa o incluso en el deseo que tiene de verle razón más que suficiente para adelantar su regreso. Cuanto más vivimos y cuanto más pensamos, mayor es el valor que aprendemos a dar a la amistad y a la ternura de nuestros padres y amigos. Padre y madre no tenemos más que uno y demasiado se promete quien ingresa en la vida contando con hallar muchos amigos. Sea cual fuere el motivo, tengo la esperanza de verle pronto por aquí, y quiero pensar incluso que le induzca a regresar pronto el que tanto lo desee, mi querido señor, su afectuoso y humilde servidor,
SAM. JOHNSON
Regresé a Londres en febrero y me encontré al doctor Johnson acomodado en una buena casa de Johnson’s Court, Fleet Street, en cuya planta baja tenía sus aposentos la señorita Williams, mientras que el señor Levett ocupaba su puesto en la buhardilla. El fiel Francis seguía estando a su servicio. Me recibió con gran amabilidad. Los fragmentos que he conservado de nuestra primera conversación son los que siguen: le dije que Voltaire, conversando conmigo, había distinguido a Pope y Dryden de este modo: «Pope conduce un buen calesín, con un par de buenos rocines enjaezados; Dryden en cambio lleva un carruaje con tiro de seis caballos, con postillones y todo». JOHNSON: «Pues no, señor. Lo cierto es que van ambos en el pescante de sendos carruajes, cada uno con tiro de seis caballos, sólo que los de Dryden ora van a galope tendido, ora trastabillan, mientras que los de Pope llevan un trote constante».[1] Dijo de El viajero, de Goldsmith, puesto en circulación durante mi ausencia, que «no se ha publicado un poema tan espléndido desde los tiempos de Pope».
Y aquí es de justicia zanjar con auténtica precisión una cuestión que largo tiempo ha corrido en boca del público, relativa a que fuera Johnson autor de una parte considerable de dicho poema. Es indudable que gran parte de los sentimientos y expresiones que contiene fueron extraídos de largas conversaciones con él, y está probado que fue sometido íntegramente a su amistosa revisión; ahora bien, en 1783, a petición mía, marcó a lápiz los versos que había aportado, que son solamente el 420: «de parar en exceso temeroso, cansado en exceso de seguir», y los diez últimos versos con la excepción del penúltimo pareado, que diferencio en bastardilla:
Qué pequeña parte, de cuantas soporta el alma humana,
es la que los reyes o las leyes causan o sanan.
Aún para nosotros en cualquier parte consignada,
nuestra propia felicidad forjamos, o damos por hallada;
con secreto rumbo, que ninguna sonora tormenta altera,
se desliza suave la corriente de alegría plácida y casera.
El hacha alzada, la rueda agonizante,
de Lucas la corona de hierro, de Damián
el lecho de acero punzante,
a los hombres alejados del poder, rara vez conocidos,
dejan razón, fe y conciencia en nuestras manos esclarecidos.
Y añadió: «De éstos puedo dar garantías».[c4] Representan una pequeña porción del total, que consta de 438 versos. Goldsmith, en el dístico insertado, habla de Lucas como si fuera una persona de sobra conocida, y cualquier lector superficial o apresurado ha pasado por ello sin detenerse; los que hayan prestado más atención han sentido idéntica perplejidad al ver a Lucas que al ver a Lydiat en La vanidad de los deseos del hombre. La verdad es que el propio Goldsmith incurrió en un error inadvertido. En la respublica hungarica[c5] aparece una crónica de una rebelión a la desesperada que en el año de 1514 encabezaron dos hermanos apellidados Zeck, llamado uno Jorge y el otro Lucas. Aplastada la rebelión, fue a Jorge, y no a Lucas, al que se le castigó obligándole a llevar una corona de hierro candente: «corona candescente ferrea coronatur». La misma y severísima tortura fue impuesta al Conde de Athol, uno de los asesinos del rey Jacobo I de Escocia.
El doctor Johnson en la misma ocasión me hizo el favor de señalarme los versos que proporcionó a La aldea desierta, poema de Goldsmith, que son los cuatro últimos:
El orgulloso imperio del comercio veloz se apresura en su pudrición
a la par que la trabajada mole barre el océano en su destrucción,
y el poder que sólo de sí depende puede al tiempo desafiar
mientras resisten las rocas los embates del cielo y del mar.
Hablamos de la educación. «Hoy en día —dijo— se tiene en general la extraña idea de que todo debiera impartirse por medio de lecciones y conferencias. Yo la verdad es que no entiendo que eso pueda ser ni la mitad de aconsejable que la lectura de aquellos libros de los que están tomadas las lecciones y las conferencias. No sé de nada que se enseñe mejor con este método, salvo si se muestran experimentos. Con lecciones bien se puede enseñar Química. ¡Con conferencias bien se podría enseñar a hacer zapatos!».
De noche cené con él en la Taberna de la Mitra, con el fin de reanudar nuestro trato íntimo en sociedad en el mismo lugar en que tuvo origen. No obstante, se había producido un cambio considerable en su manera de vivir. Tras haber padecido una enfermedad en el transcurso de la cual se le aconsejó que dejara el vino, se abstenía del licor y sólo bebía agua o limonada.
Le conté que un amigo suyo extranjero,[c6] a quien había conocido en el transcurso de mis viajes, estaba tan desdichadamente pervertido y convertido al descreimiento de los infieles que trataba toda esperanza de inmortalidad con brutal liviandad, y llegaba a decir: «Como ha de morir el hombre igual que un perro, yazga igual que un perro». JOHNSON: «Si es que muere como un perro, que yazga como un perro». Añadí algo que este hombre me había dicho: «Detesto a la humanidad, pues me considero uno de sus mejores especímenes, y bien sé lo malo que soy». JOHNSON: «Muy singular ha de ser en su opinión si se tiene por uno de los mejores, ya que ninguno de sus amigos piensa eso mismo de él». «No —dijo más tarde—, ningún hombre sincero puede ser deísta, pues nadie podría serlo tras un examen justo de las pruebas que obran a favor del cristianismo». Cité a Hume.[a nota 139, Vol. III] JOHNSON: «Se equivoca, señor: Hume reconoció ante un clérigo del obispado de Durham que nunca había leído el Nuevo Testamento con la debida atención». Comenté la idea de Hume, a saber, que todos los que son felices son felices por igual, sea una muchachita que estrena un vestido nuevo para el baile de su escuela, un general al frente de un ejército victorioso, o un orador tras pronunciar un discurso elocuente ante el pleno de una asamblea. JOHNSON: «No es cierto que todos los que son felices lo sean por igual. Un campesino y un filósofo quizá estén satisfechos por igual, pero no son felices en la misma medida. La felicidad consiste en la multiplicidad de la conciencia de lo placentero. No tiene un campesino capacidad para gozar de la misma felicidad que un filósofo». Recuerdo que esta misma cuestión la ilustró de modo muy acertado, en relación con Hume, el reverendo señor Robert Brown, estando yo en Utrecht: «Un vaso pequeño y otro grande —señaló— pueden estar colmados por igual, hasta el borde, pero el grande contiene más agua que el pequeño».
El doctor Johnson estuvo muy amable esa noche. «Ha vivido usted —me dijo— veinticinco años, y les ha sacado un buen rendimiento». «Por desgracia —repuse—, mucho me temo que no. ¿Sé acaso algo de Historia? ¿Tengo conocimientos de Matemáticas? ¿He aprendido lo elemental de las leyes?». JOHNSON: «Señor mío, por más que sus conocimientos de ciencia no le permitan dedicarse a su enseñanza, y así como tampoco domina ninguna profesión tan a fondo como para ejercerla con bien, la masa general de conocimientos que ha adquirido sobre los libros y los hombres sí le otorga la capacidad de hacerse dueño de cualquier ciencia, y le adecua para el ejercicio de cualquier profesión». Le dije que un amigo un poco tarambana[c7] me aconsejó que no me dedicara a la abogacía, porque en ese terreno me sobrepasaría cualquier majadero que tuviera tesón. JOHNSON: «En la parte formularia y estatutaria de las leyes, un majadero con tesón quizá le sobrepase, pero en la parte ingeniosa y racional, un majadero nunca podrá sobresalir, por mucho tesón que ponga».
Hablé del modo de conducta que no pocos han adoptado con el fin de medrar en el mundo, vale decir, cortejar a los hombres de grandeza, y le pregunté si alguna vez se había sujeto a tal sistema. JOHNSON: «Señor, difícilmente, pues nunca estuve tan cerca de los hombres de grandeza para dar en cortejarlos. Quizá sea prudente arrimarse a uno de los hombres de grandeza contrastada, pero siendo sin embargo independiente. Ahora bien, no debe uno hacer lo que considere erróneo; además, señor, uno debe calcular bien, y no pagar demasiado caro lo que se tiene. Dicho de otro modo, no debe uno pagar un chelín en cortejos a cambio de un beneficio que a lo sumo valga seis peniques. No obstante, si puede obtener un beneficio que valga un chelín pagando sólo seis peniques en cortejos, será un bobo si no se pliega a rendir pleitesía».
«Si debe permitirse la existencia de conventos —dijo—, tendrían que servir de retiro solamente a personas incapaces de servir al público, o bien que ya hayan cumplido ese servicio. Nuestro primer deber consiste en estar al servicio de la sociedad; una vez cumplido ese deber, podemos dedicarnos de lleno a la salvación de nuestras almas. No conviene fomentar la pasión juvenil por la devoción abstracta».
Introduje el asunto de la clarividencia y otras manifestaciones misteriosas, el cumplimiento de las cuales, sugerí, podría deberse al azar. JOHNSON: «Sí, así es, pero se han producido tan a menudo que la humanidad ha llegado al acuerdo de que no son fortuitas».[c8]
Conversé largo y tendido con él sobre lo que había visto en Córcega, así como acerca de mi intención de publicar una relación de todo ello. Me animó a que lo hiciera: «No podrá llegar al fondo de la cuestión —me dijo—, pero todo lo que nos cuente será nuevo para nosotros. Aporte tantas anécdotas como esté en su mano».
Nuestro siguiente encuentro en la Mitra tuvo lugar el sábado 15 de febrero, cuando le presenté a mi viejo e íntimo amigo, el reverendo señor Temple, entonces agregado en Cambridge. Al decirle que había pasado algún tiempo con Rousseau en su retiro campestre, y al citar alguna observación vertida por el señor Wilkes, con quien había pasado yo muchas horas gratas en Italia, Johnson dijo con sarcasmo: «Parece que ha gozado usted de muy buena compañía en el extranjero: ¡Rousseau y Wilkes, nada menos!». Convencido de que era suficiente con defenderlos de uno en uno, nada dije de mi amigo el tarambana, y respondí sonriente: «Querido amigo, no dirá de Rousseau que es mala compañía. ¿Realmente le considera un hombre malo?». JOHNSON: «Señor, si todo esto se lo toma a broma, no diré nada más. Si en cambio quiere que hablemos en serio, le digo que lo creo uno de los peores hombres que hay en el mundo, un bribón que debería estar excluido de todo trato social, como de hecho ha sucedido. Son tres o cuatro las naciones que lo han expulsado de su territorio, y es una vergüenza que goce de protección en este país»[c9]. BOSWELL: «No negaré, señor, que su novela pueda quizá haber causado daño, pero no puedo creer que tuviera mala intención». JOHNSON: «Eso no sirve. No se puede probar que la intención de nadie haya sido mala. Puede usted descerrajarle una bala en la cabeza a quien sea y decir que no era su intención hacerle daño: el juez lo condenará a la horca. Alegar que no medió intención, cuando el daño ya está hecho, no es admisible ante un tribunal. Rousseau, señor mío, es un hombre perverso. Yo antes firmaría una sentencia para proceder a su expulsión que a la de cualquier felón a quien se haya condenado recientemente en el tribunal del Old Bailey. Sí, no me desagradaría mandarlo a realizar trabajos forzados en las plantaciones».[c10] BOSWELL: «¿Lo cree tan perjudicial como Voltaire?». JOHNSON: «Es difícil establecer en cuál de los dos hay mayor iniquidad».
Me pareció muy chocante tanta y tan virulenta animadversión, no en vano había leído muchos de los briosos y convincentes escritos de Rousseau con gran placer e incluso con provecho, por parecerme edificantes, amén de haber disfrutado de su trato personal. Y acababa de regresar del continente, donde en general se le tenía admiración. Tampoco puedo conceder que merezca la severísima censura que decretó Johnson sobre su persona y su obra. Su absurda preferencia por la vida asilvestrada y al natural antes que la vida civilizada, así como otras singularidades, son prueba más de un grave defecto en su entendimiento que de manifiesta depravación en su sentir. Y a pesar de la desfavorable opinión que muchos hombres indignos han manifestado sobre su Profesión de fe del vicario saboyardo, yo no puedo menos que admirarla, pues se trata de la ejecutoria de un hombre pleno de sincera y reverencial sumisión al Misterio Divino, aunque asediado por dudas y perplejidades invencibles, estado de ánimo que conviene contemplar más con piedad que con ira.
Sobre uno de sus temas preferidos, el de la subordinación, dijo Johnson: «Hasta la fecha, mucho dista de ser cierto que los hombres sean iguales por naturaleza, tanto que dos personas no pueden pasar juntas media hora sin que una adquiera una evidente superioridad sobre la otra».
Le comenté el consejo que nos dan los filósofos, a saber, que busquemos consuelo, cuando estemos abatidos o avergonzados, pensando en aquellos que se encuentren en una situación aún peor que la nuestra. Señalé que no podía aplicarse a todos los hombres, pues habrá quienes a nadie tengan en peor situación que ellos. JOHNSON: «Desde luego que los hay, sólo que no lo saben. No hay nadie tan pobre y despreciable que no piense que aún hay alguien más pobre y más despreciable que él».
Como mi estancia en Londres esta vez fue muy breve, no tuve muchas ocasiones de estar con el doctor Johnson, si bien la veneración que por él tenía no mermó ni un ápice por el hecho de haber visto yo multorum hominum mores et urbes.[c11] Por el contrario, al estar yo provisto de la capacidad de compararlo con muchas de las personas más célebres de otros países,[c12] mi admiración por su intelecto extraordinario sólo vino a aumentar y a confirmarse.
La aspereza de que a veces hacía gala en sus modales, en efecto, se me antojó tanto más llamativa por haberme habituado a las costumbres estudiadas, suaves y cumplidas del continente. Con toda claridad reconocí en él, no sin gran respeto por su sincero celo de conciencia, el mismo tono indignado y sarcástico ante cualquier intento de socavar o debilitar los buenos principios.
Una tarde, un joven caballero[c13] le importunó contándole el descreimiento de su criado, del cual dijo que no daba crédito a las Escrituras porque no podía leerlas en sus lenguas originales, razón por la cual no podía estar seguro de que no fueran inventadas. «Vamos —dijo Johnson—, pues muy botarate ha de ser el sujeto, ¿o acaso cuenta con mejor autoridad para todo aquello en lo que cree?». BOSWELL: «Entonces, señor, el vulgo nunca sabrá si está en lo cierto, y tendrá por tanto que someterse al dictamen de los cultos». JOHNSON: «Sin duda. El vulgo lo forman los hijos del Estado, y como a un niño ha de tratársele». BOSWELL: «Entonces, señor, ¿un pobre turco ignorante ha de ser mahometano tal como un pobre ignorante inglés ha de ser cristiano?». JOHNSON: «Naturalmente. ¿Y qué? Todo eso son bobadas como las que le decía yo a mi madre cuando empecé a creer que era un tipo listo. Y debería haberme dado una buena tunda».
Otra tarde fuimos a visitarlo el doctor Goldsmith y yo con la esperanza de persuadirlo para que cenara con nosotros en la Taberna de la Mitra. Lo hallamos indispuesto y resuelto a no salir de casa. «Vámonos —dijo Goldsmith—. Esta noche no iremos a la Mitra, pues no podemos contar con el concurso del gran hombre».[c14] Johnson mandó en cambio que nos trajeran una botella de oporto, que Goldsmith y yo compartimos, mientras nuestro amigo, bebedor de agua por la fuerza, estuvo sentado con nosotros. GOLDSMITH: «Tengo entendido, señor Johnson, que ahora ya ni se acerca a los teatros. Parece que un estreno le importa ya tan poco como si nunca hubiera tenido nada que ver con la escena». JOHNSON: «Pues ya se ve, señor, que nuestros gustos sufren grandes alteraciones. Al joven nada le dice el sonajero del chiquillo, y al viejo poco o nada le importa la furcia del joven». GOLDSMITH: «Señor, su musa no era una furcia». JOHNSON: «No creo yo que lo fuera, pero a medida que avanzamos en el viaje de la vida nos desprendemos de ciertas cosas que nos complacieron, ya sea por estar fatigados y preferir así aligerar nuestro equipaje, ya sea por haber hallado otras cosas que nos agradan y compensan más». BOSWELL: «En tal caso, ¿por qué no nos da alguna nueva creación, así sea de otro género?». GOLDSMITH: «En efecto, señor, tenemos derecho a reclamársela». JOHNSON: «No, señor; no tengo yo obligación de hacer nada más. No hay hombre obligado a hacer más de lo que puede. Y es que un hombre ha de disponer al menos de una parte de su vida para sí. Cuando un soldado haya librado unas cuantas campañas y haya combatido en el frente, de nada se le ha de culpar si se retira a llevar una vida muelle y sosegada. El médico que durante mucho tiempo haya tenido consulta abierta en una gran ciudad, buena excusa tiene si se retira a una localidad pequeña y atiende a menos pacientes. Ahora mismo, el bien que pueda yo hacer mediante mi conversación guarda la misma proporción con el bien que pueda hacer con mis escritos, idéntica a la que guarda la práctica del médico retirado en la pequeña localidad con la de su consulta en la gran ciudad». BOSWELL: «Pero yo me pregunto, señor, si no le produce más placer escribir que no escribir». JOHNSON: «Pues no deje de preguntárselo».
Habló de la composición de versos. «La mayor dificultad —observó— estriba en saber cuándo se han compuesto algunos que sean buenos de verdad. Cuando compongo, por lo común los tengo en la cabeza, tal vez hasta una cincuentena, puede que más, mientras recorro de punta a punta mi habitación; sólo entonces me siento y los pongo por escrito, y a menudo, por pereza, escribo sólo medios versos. He llegado a escribir cien versos en un día. Recuerdo un día en que escribí un centenar de La vanidad de los deseos del hombre. Doctor —añadió volviéndose a Goldsmith—, ya ve que no me quedo mano sobre mano. El otro día compuse un verso, pero no lo acompañó ninguno más». GOLDSMITH: «Oigámoslo, sumémosle uno malo». JOHNSON: «No puede ser, pues no lo recuerdo».[c15]
Tales muestras de la fluida y lúdica conversación del gran Samuel Johnson creo yo que son dignas de atesorar, pues ponen de relieve las minúsculas variedades de un intelecto, magnificadas y poderosas cuando ciertas cuestiones de importancia exigían el ejercicio de sus plenas facultades, y nos aportan un conocimiento minucioso de su carácter y sus modos de pensamiento.
A Bennet Langton, en Langton, cerca de Spilsby, condado de Lincoln
Johnson’s Court, Fleet Street,
9 de marzo de 1766
Querido señor,
de lo que le hayamos hecho sus amigos, que desde que partiera usted hasta ahora nada hemos sabido de usted, ninguno de nosotros es capaz de dar cuenta a los otros; ahora bien, como estamos todos por igual desatendidos, ninguno se siente autorizado a ejercer el privilegio de la queja.
Nada hubiera sabido de usted o de Langton, desde que nuestra querida señora Langton nos dejó, de no ser porque un día me encontré en plena calle con el señor Simpson, de Lincoln, por medio del cual tuve conocimiento de que el señor Langton, su madre y usted habían estado postrados por la enfermedad, aunque tengo entendido que ya se han restablecido todos.
No me extraña que la postración le obligara a dejar en suspenso su correspondencia, pero esperaba que la reanudase con su recuperación.
Como no indica usted cuál es su paradero, ni cómo se encuentra, no sé si desea saber algo de nosotros. Sin embargo, le diré que el club subsiste, aunque hemos sufrido la baja de Burke, que se ha dedicado por entero a asuntos de pública relevancia[c16] que le han reportado tal vez mayor fama que la jamás alcanzada por nadie en una primera comparecencia. Pronunció dos discursos en la Cámara para rebatir la promulgación de la ley sobre el papel impreso,[c17] ambos públicamente elogiados por Pitt, que han llenado de asombro a la ciudad entera.[c18]
Burke es un gran hombre por su propia naturaleza, y se da por hecho que pronto alcance grandeza en lo civil. Yo también me he engrandecido, pues no he dejado de salir en los periódicos durante estas largas semanas.[c19] Más grande aún es que desde primero de año me he levantado todos los días a las ocho; estando levantado bien poca cosa he hecho, desde luego, pero no es parco progreso el haber obtenido durante tantas horas más la conciencia del ser.
Ojalá estuviera usted en mi nuevo estudio. Ésta es la primera carta que escribo en él. Lo encuentro francamente acogedor.
Dyer nunca falla en el club; Hawkins está remiso; yo no soy demasiado diligente en asistir. Nugent, Goldsmith y Reynolds son asiduos. Lye ha dado a la imprenta su Diccionario gótico y sajón; todo el club lo suscribe.[c20]
Presente mis respetos a todas mis amistades del condado de Lincoln. Soy, querido señor, afectuosamente suyo,
SAM. JOHNSON
A Bennet Langton, en Langton, cerca de Spilsby, condado de Lincoln
Johnson’s Court, Fleet Street,
10 de mayo de 1766
Querido señor,
suponiendo que me hallo más afectado de lo que es habitual por la muerte de su tío, Peregrine Langton, no se equivoca usted en modo alguno; era una de esas personas a las que he querido al mismo tiempo por instinto y con razón. Rara vez he tenido esperanzas de ninguna otra cosa tal como las he tenido de que incrementase nuestro trato hasta devenir franca amistad. Muchas veces he vuelto a situarme en Langton y he imaginado el gusto con que iría a pie hasta su residencia de Partney una mañana de verano; pero todo esto, ay, ya no es posible. Ahora hemos de esforzarnos con tesón para preservar lo que de él nos queda: su ejemplar piedad y su modélica administración de su patrimonio. Espero que efectúe usted cuantas indagaciones esté en su mano, y que ponga por escrito cuanto se le refiera. Las pequeñeces que distinguen los caracteres domésticos pronto se olvidan: si aplaza usted sus indagaciones, se quedará sin información; si desestima ponerlas por escrito, toda información será vana.[2]
Su arte de la vida a buen seguro merece reconocimiento y estudio. Vivió con plenitud y elegancia gracias a unos ingresos que a muchos parecerían rayanos en la indigencia y a la mayoría se antojarían escasos. Por consiguiente, cualquiera tendrá gran interés en saber cómo vivió. Espero que tuviera una muerte pacífica; sin duda le sorprendió en la felicidad.
Ojalá le hubiera escrito antes, pues temo al escribirle ahora renovar su pena, pero no me abstengo de decir lo que ahora digo.
Espero que esta pérdida sea el único infortunio que sobrevenga a una familia en la que ningún infortunio debiera acaecer, siempre y cuando bastaran mis deseos para evitarlo. Hágame saber cómo se encuentran todos. ¿Ha comprado el señor Langton el caballito que le aconsejé? Le sentaría bien cabalgar por su finca cuando empiece el buen tiempo.
Tenga la bondad de presentar mis respetos a la señora Langton y a nuestra querida señorita Langton, y a la señorita Di, y a la señorita Juliet, y a todos los demás.
El club sigue gozando de buena salud. El lunes es mi noche.[3] Sigo levantándome tolerablemente bien y leo más que antes. Espero que aún salga algo en claro de todo ello. Soy, señor, su más afectuoso servidor,
SAM. JOHNSON
Tras haber pasado yo algún tiempo en Escocia, le comenté por carta que «a mi regreso a mi tierra natal, luego de algunos años de ausencia, me informaron que un gran número de conocidos había marchado a la tierra del olvido, y así me hallé como un hombre que ronda por un campo de batalla y que a cada paso descubre un nuevo muerto». Me quejé del estado de irresolución en que me encontraba, y señalé que había hecho un voto como garantía de mi buena conducta. Volví a escribirle sin acertar tampoco a conmoverle en su indolencia; no tuve noticias suyas hasta que no recibió un ejemplar de mi ejercicio inaugural, o tesis de Leyes civiles, que publiqué cuando fui recibido de abogado, tal es la costumbre en Escocia. Me escribió entonces como sigue:
A James Boswell
Londres, 21 de agosto de 1766
Querido señor,
la recepción de su tesis me ha devuelto a la memoria la deuda que tengo contraída con usted. ¿Por qué razón ******?[4] Le castigaré por ello, y para ello nada mejor que decirle cuán necesitado está su latín de una corrección a fondo.[5] Muy al comienzo, «Spei alteræ», por no señalar siquiera que debiera decir primæ, no es correcto gramaticalmente: alteræ debiera ser alteri. En la siguiente línea parece usted utilizar «genus» en términos absolutos para designar lo que nosotros llamamos familia, es decir, tomándolo por ‘de extracción ilustre’, sospecho con su permiso que sin la debida autoridad. «Homines nullius originis», por Nullis orti majoribus, o Nullo loco nati, es, mucho me temo, barbarismo.
Ruddiman ha muerto.[c21]
Ahora que bastante le he incordiado, trataré de complacerle. Su resolución de obedecer a su señor padre es algo que apruebo con toda sinceridad, aunque no debe usted acostumbrarse a encadenarse con votos volátiles: alguna vez le dejarán una espina clavada en el espíritu, que tal vez nunca sea capaz de extraer o expulsar. Tómese este aviso como debe, pues es de la mayor importancia.[c22]
El estudio de las leyes es tal como usted con gran tino lo califica, copioso y generoso;[6] al sumar su nombre a quienes las profesan, ha hecho usted exactamente aquello que siempre deseé cuando a usted quise desearle lo mejor. Espero que proseguirá usted ese estudio con vigor y constancia.[c23] Al menos gana usted, y no me parece ventaja baladí, una clara seguridad que lo aleja de esos folloneros, contrariados y tediosos descontentos que siempre hallan por dónde colarse en un intelecto desocupado, carente de dedicación clara y de resolución.
No debiera considerar que sea pequeño acicate para la diligencia y la perseverancia el que de ese modo dé usted gusto a su señor padre. Todos vivimos con la esperanza de complacer a alguien, y el placer de complacer debiera ser el mayor de todos, y a la postre siempre lo será, cuando nuestros empeños se ejerzan de consuno con nuestro deber.
La vida no es larga, y es demasiado en ella lo que no se debe pasar en ociosas deliberaciones acerca del modo en que hayamos de pasarla: la deliberación, quienes la comienzan con prudencia y la prosiguen con sutileza, deben, tras prolongada experiencia del pensamiento, concluirla mediante el azar.[c24] Preferir un futuro modo de vida por encima de otro, basándose en justas razones, es algo para lo cual se requieren facultades que no ha querido nuestro Creador otorgarnos.
Por consiguiente, si la profesión que ha elegido usted presentara algunas inconveniencias imprevistas, consuélese reflexionando que ninguna profesión carece de ellas, y que todas las contrariedades de un trabajo son lujo y blandura si se comparan con los incesantes anhelos de la desocupación y los expedientes insatisfechos de la pereza.
Haec sunt quae nostra potui te voce monere;
Vade, age.[c25]
En cuanto a su Historia de Córcega, no posee usted materiales que no estén o no puedan estar en poder de otros. De la manera que sea, ha sido usted presa de una imaginación calenturienta. Ojalá existiera cura, como existe cura para el amante desesperado, para todas las cabezas obcecadas en una única idea, lo que da lugar a una posesión indebida e irracional. Ocúpese de sus propios asuntos, y deje a los corsos los suyos.
Soy, mi querido señor, su más humilde servidor,
SAM. JOHNSON
Al doctor Samuel Johnson
Auchinleck, 6 de noviembre de 1766
Mi muy estimado y apreciado señor,
no me declaro culpable de ******.[7]
Habiéndome de este modo, espero, eximido de la acusación que contra mí se esgrimía, presumo que no le desagradará si rehuyo el castigo que para mí había decretado haciéndole caso omiso. Cuando dispara usted las flechas de la crítica contra un inocente sin duda ha de alegrarse de no haber dado en el blanco, o al menos de no haber apuntado de manera que lo hiera de gravedad.
Por dejar a un lado las alegorías, y con la debida deferencia, voy a ofrecerle algunas observaciones en defensa de mi latín, que ha encontrado usted tan defectuoso.
Opina usted que debiera haber recurrido a «spei primæ» en vez de poner spei alteræ. Spes, en efecto, se utiliza a menudo para designar algo de lo que tenemos dependencia en el futuro, como es el caso de Virgilio, Églogas, I, V. 14:
… modo namque gemellos
Spem gregis ah silice in nuda connixa reliquit,[c26]
y en las Geórgicas, III, V. 473,
Spemque gregemque simul,[c27]
refiriéndose a los corderos y a las ovejas. Sin embargo, también se emplea para expresar cualquier cosa de la que tengamos dependencia en el presente, y bien aplicada está la voz a un hombre de influencia y distinción, que es nuestro sostén, nuestro refugio, nuestro praesidium, como llama Horacio a Mecenas. Así, en la Eneida, XII, V, 57, la reina Amata interpela a su yerno, Turnus: «Spes tu nunc una», y no era él entonces esperanza de futuro, pues añade ella:
… decus imperiumque Latini
Te penes;[c28]
cosa que bien podría haberse dicho de milord de Bute hace algunos años. Ahora bien, considero al actual Conde de Bute excelsae familiae de Bute spes prima, y a milord Mountstuart, su hijo primogénito, spes altera. Igual sucede en la Eneida, XII, V. 168, donde tras hacerse mención del Pater Æneas, que era quien encarnaba la spes en ese momento, se habla de la spes reinante o, como dirían mis amigos alemanes, spes prima, a lo que el poeta añade: «Et juxta Ascanius, magnæ spes altera Romæ».[c29]
Considera usted que «alteræ» no es gramaticalmente correcto, y me indica que debiera decir alteri. Debe usted tener presente que antaño alter se declinaba de manera regular, y que en la época en que fueron escritos los antiguos fragmentos que se conservan de las Juris Civilis Fontes sin duda se declinaba tal como lo hago yo. Esto, a mi parecer, debiera ser protección suficiente para un abogado que escribe «alteræ» en una disertación sobre una parte de su propia ciencia, pero como difícilmente me aventuraría yo a citar fragmentos de la antigua ley ante un hombre de tal sólida formación clásica como es el señor Johnson, no he hecho una pormenorizada investigación en torno a estos residuos con objeto de hallar ejemplos de lo que soy capaz de producir en una composición poética. Hallamos en Plauto, Rudens, acto 3, escena 4: «Nam huic alterae patria quae sit profecto nescio».[c30]
Plauto no cabe duda que es un comediógrafo antiguo, pero en tiempos de Escipión y de Lelio hallamos a Terencio, Heautontimoroumenos, acto 2, escena 3:
… hoc ipsa in itinere alteræ
Dum narrat, forte audivi.[c31]
Duda usted de que me avale alguna autoridad en el uso de «genus» en términos absolutos, para designar lo que llamamos familia, esto es, ‘de ilustre extracción’. Tomo genus en latín, que tiene un significado muy semejante a birth en inglés [‘nacimiento, cuna’]; ambos, en una primera acepción, expresan tan sólo linaje, pero ambos tienen también el sentido de κατ᾽ ἐξοχήν,[c32] ‘de noble extracción’. Genus se emplea de ese modo en Horacio, Sátiras, libro II, V. 8: «Et genus et virtus, nisi cum re, vilior alga est»,[c33] y en Epístolas, libro I, VI, 37: «Et genus et formam Regina pecunia donat».[c34]
Y en el célebre torneo entre Áyax y Ulises, en las Metamorfosis de Ovidio, libro XIII, V, 140:
Nam genus et proavos, et quae non fecimus ipsi,
Vix ea nostra voco[c35]
«Homines nullius originis», por nullis orti majoribus, o nullo loco nati, es, a su juicio, barbarismo.
Origo se emplea para denotar el abolengo, como en Virgilio, Eneida, I, V. 286: «Nascetur pulchra Trojanus origine Caesar».[c36]
Y en la Eneida, X, V. 618: «Ille tamen nostra deducit origine nomen».[c37]
Y así como nullus se emplea en designación de ‘oscuro’, ¿no es el genio de la lengua latina el que permite escribir nullius originis para designar ‘de oscura extracción’?
Me he defendido todo lo bien que he sabido.
¿Me permite aventurarme a discrepar de usted en lo referente a la utilidad de los votos que uno haga? Soy consciente de que sería muy peligroso hacer votos a tontas y a locas, sin la debida y sopesada consideración que se requiere, pero no puedo menos que pensar que posiblemente sean a menudo una gran ventaja para una persona de juicios variables e inclinaciones irregulares. Siempre me acuerdo de un pasaje que contenía una de sus cartas a nuestro amigo italiano, el buen Baretti, en el que hablando de la vida monacal decía usted que no le extraña que los hombres serios de veras se encomienden a la protección de una orden religiosa, una vez descubren qué incapaces son de cuidar de sí mismos. Por mi parte, y sin afectar ser ni de lejos un Sócrates, estoy seguro de que sostengo una lucha más encarnizada que de costumbre con el principio del mal, en la que todos los métodos de que pueda valerme serán siempre insuficientes para ayudarme a mantener con tolerable firmeza mis pasos por el camino de la rectitud.
Soy siempre, con la más alta veneración, su afectuoso y humilde servidor,
JAMES BOSWELL
A juzgar por la agenda que llevaba Johnson, parece que este año estuvo en casa del señor Thrale desde antes de San Juan hasta pasado San Miguel, y que después pasó un mes en Oxford. Había adquirido por entonces gran intimidad de trato con el señor Chambers, de dicha universidad, más tarde sir Robert Chambers, uno de los jueces designados para ocupar ese cargo en la India.
En este año nada publicó con su nombre, aunque escribió una noble dedicatoria al Rey que encabeza el opúsculo de Gwyn titulado Mejoras en Londres y Westminster;* también aportó el prefacio† y varias de las piezas que figuran en un volumen de Misceláneas, de Anna Williams, la dama invidente que tuvo caritativamente asilada en su casa. De éstas, son suyas el epitafio de Philips;* la traducción de un epitafio latino de sir Thomas Hanmer;† «Amistad, una oda»;* «La hormiga»,* una perífrasis de los proverbios, de la cual conservo un ejemplar de su puño y letra; a juzgar por las pruebas internas, le atribuyo también «A la señorita ———, con motivo de que regalase a quien escribe un monedero de oro y plata que ella misma había tejido»,† y «La vida feliz».†
La mayoría de las piezas de que consta este volumen se han beneficiado de manera evidente de las aportaciones de su pluma superior, en especial «Versos al señor Richardson, a propósito de sir Charles Grandison», «La excursión» y «Reflexiones sobre una tumba en la abadía de Westminster».[c38] Figura en este volumen un poema titulado «Con ocasión de la muerte de Stephen Grey, experto en electricidad», que nada más leerlo me pareció indudablemente de Johnson. Pregunté a la señora Williams si no era de él: «Señor mío —contestó un tanto acalorada—, escribí ese poema antes de tener el honor de conocer al doctor Johnson». Sin embargo, tanto me había impresionado la primera noción que se la comenté a Johnson, repitiendo a la vez lo que me dijo la señora Williams, y así me respondió: «Es muy cierto, señor mío, que había escrito ese poema antes de conocerme; ahora bien, no le ha dicho que yo lo reescribí por entero, con la sola excepción de dos versos».[c39] Las fontanas,† bello cuento de hadas, en prosa, es segura producción de Johnson; al mismo tiempo, no seré yo quien escatime a la señora Thrale la debida alabanza por ser autora de «Los tres avisos», un poema admirable.
En este año escribió una carta, sin intención de que se publicase, que posee quizá rasgos de estilo y de sentimiento tan intensos y tan marcados como cualquiera de sus composiciones. Obra en mi poder el original. Está dirigida al difunto William Drummond, librero de Edimburgo y caballero de buena familia, aunque de corta heredad, que en 1745 empuñó las armas en defensa de la casa de Estuardo. Durante el tiempo que pasó oculto en Londres, hasta que se promulgó el decreto de amnistía general por esta causa, trabó conocimiento y tuvo trato con el doctor Johnson, quien en justicia lo tuvo en la alta estima que corresponde a un hombre de su dignidad. Parece ser que algunos de los miembros de la sociedad escocesa para la propagación del saber del cristianismo se manifestaron contrarios al plan de traducir las Sagradas Escrituras al erse, o lengua gaélica, a raíz de la consideración política relativa a la desventaja inherente al hecho de mantener la distinción existente entre los habitantes de las Tierras Altas y otros habitantes del norte de Gran Bretaña. Informado de ello el doctor Johnson, supongo que por oficio del señor Drummond, le escribió como sigue, con gran indignación:
Al señor William Drummond
Johnson’s Court, Fleet Street,
13 de agosto de 1766
Señor,
no estaba yo preparado para tener conocimiento, ni nunca imaginé que fuera posible, que en una asamblea que se congrega con el fin de propagar el saber cristiano se someta a debate la cuestión de si cualquier nación no instruida en la religión debe o no recibir dicha instrucción, o si tal instrucción debe impartírsele mediante la traducción de los libros sagrados a su propia lengua. Si la obediencia a la voluntad de Dios es requisito indispensable de la felicidad, y el conocimiento de su voluntad es condición necesaria de la obediencia, no alcanzo a entender cómo podrá asegurar, quien se reserva ese saber, que ama a su prójimo tanto como a sí mismo. Quien voluntariamente prolonga la ignorancia es culpable de todos los crímenes que la ignorancia genera; en cuanto a quien extinga las luces de un faro, bien se le pueden imputar las calamidades de los náufragos. El cristianismo es la perfección suma de la humanidad; como ningún hombre es bueno sino en la medida en que desea el bien de los demás, nadie puede ser bueno en grado máximo si no desea para los demás la mayor medida del mayor de los bienes. Omitir así sea durante un año, o durante un solo día, el método más eficaz de propagar el cristianismo, en connivencia con cualquier propósito que tenga su fin a este lado de la tumba, es un crimen del que no conozco que exista aún ejemplo en todo el mundo, con la sola excepción de las prácticas de los dueños y explotadores de las plantaciones de América, raza de mortales a la que, supongo, ningún hombre desea parecerse.
Los papistas, qué duda cabe, han denegado a los seglares el uso de la Biblia; ahora bien, esta prohibición, que en no pocos lugares no se impone con rigor excesivo, se defiende mediante argumentos que tienen por fundamento el cuidado de las almas. Ocluir y oscurecer por motivos meramente políticos la luz de la Revelación es una práctica reservada a quienes han sido reformados; no cabe duda de que la más negra medianoche del papismo es el sol meridiano de tal reforma. No soy partidario de que ninguna lengua se extinga por completo. La similitud y la derivación de las lenguas constituyen la prueba más indudable de la transmisibilidad de las naciones y de la genealogía de la humanidad.[c40] Añaden a menudo certeza física a las pruebas históricas, y a menudo aportan la única prueba cierta de las migraciones antiguas y de las revoluciones de épocas que no dejaron monumentos escritos.
Las opiniones de cualquier hombre, o al menos sus deseos, tienen el tinte que les presta la influencia de sus estudios predilectos. Mi celo entusiasta por las lenguas tal vez pueda parecer calenturiento en demasía, incluso para quienes más deseo que bien me consideren y me estimen. Ante quienes nada tienen en sus pensamientos, por añadidura del comercio o la política, el mero poder del presente, o el dinero del presente, no me parece necesario defender mis opiniones; en cambio, con los hombres de letras nunca seré reacio a transigir si deseo la continuidad de toda lengua, por angosto que sea su terreno, por incómoda que sea su mera existencia para otros propósitos comunes, hasta que encuentre repositorio en alguna versión de un libro bien conocido, que pueda en lo sucesivo ser examinada y comparada con otras lenguas, y permitir sólo entonces que caiga en desuso. Con este propósito, la traducción de la Biblia ha de aconsejarse por encima de todo lo demás. No es seguro que ese mismo método no sirva para preservar la lengua de las Tierras Altas en el terreno del saber y en cambio la proscriba del uso cotidiano. Cuando los lugareños de las Tierras Altas lean la Biblia, querrán como es natural que se les aclaren los pasajes oscuros que contiene, y querrán conocer la historia concomitante o añadida. El saber siempre aspira a su incremento; es como el fuego, que primero ha de ser atizado por un agente externo, pero que luego se propaga por sí solo con voracidad. Cuando tengan el natural deseo de aprender, recurrirán como es natural a la lengua más próxima mediante la cual puedan satisfacer ese deseo, y uno dirá a otro que si aspira a poseer tal saber, tendrá que aprender la lengua inglesa.
Es posible que esta especulación parezca más sutil de lo que las groserías de la vida real admitirán con facilidad. Recuérdese, sin embargo, que desde antaño se ha puesto a prueba la eficacia de la ignorancia, y que no ha dado las consecuencias esperadas ni los frutos apetecidos. Por tanto, que pruebe suerte el saber, y que los patronos de las privaciones se hagan por un tiempo a un lado y admiren la introducción de los principios positivos.
Tenga la amabilidad, señor, de asegurar al muy digno caballero que haya emprendido la nueva traducción[8] que cuenta con mis mejores deseos de cara al éxito que corone su empresa, y si tanto aquí como en Oxford puedo servirle de alguna ayuda dígale que para mí será más que un honor contribuir a su empresa.
Lamento haber tardado tanto en escribir. Soy, señor, su más humilde servidor,
SAM. JOHNSON
Los adversarios de este piadoso plan se avergonzaron de la conducta que habían tenido, y la benévola empresa pudo seguir su curso sin obstáculos.[c41]
Inserto aquí las cartas siguientes, aunque no fueron escritas hasta un año más tarde, por versar acerca de esta misma cuestión.
Al señor William Drummond
Johnson’s Court, Fleet Street,
21 de abril de 1767
Apreciado señor,
me produce un gran contento que mi carta tuviera los efectos que usted señala. Confío en que no me adule atribuyéndome un bien mayor del que haya causado en realidad. Quienes han cambiado de opinión persuadidos por mis argumentos hacen gala de una modestia y una sinceridad que merecen grandes alabanzas.
Espero que el valeroso y digno traductor siga adelante con diligencia. Tiene a la vista honores más altos que los que este mundo pueda otorgarle. Ojalá pudiera serle yo de alguna ayuda.
No está en mi mano prohibir la publicación de mi carta si puede ser de utilidad en una causa al lado de la cual cualquier otra resulta baladí. No obstante, primero quisiera que considerase usted si la publicación realmente servirá de algo; después, si no conseguirá cuanto se propone con la impresión y distribución de la misma en un número más bien reducido; asimismo, quizá debiera sopesar antes que nada lo que hubiera debido señalarle de entrada, es decir, si la carta, que ahora mismo no recuerdo demasiado bien, es apta para su impresión.
Si tuviera ocasión de consultar con el doctor Robertson, quien algo me conoce, quedaré por entero satisfecho acerca del decoro de lo que dictamine. Si él opina que debe publicarse, yo le encarecería a él que la revisara, pues tal vez haya algunas líneas escritas con negligencia, y todo lo que resultara inoportuno él sabrá con creces rectificarlo.[9]
Tenga la bondad de mantenerme al tanto, de vez en cuando, sobre los progresos de este magnífico plan.
Transmita mis mejores deseos al joven señor Drummond, al cual espero que llegue usted a ver convertido en el hombre que usted desea.
Últimamente no he visto a Elphinstone, aunque tengo entendido que vive asentado en la prosperidad. Mucho me alegrará saber lo mismo de usted, pues soy, señor, su afectuoso y humilde servidor,
SAM. JOHNSON
Al mismo
Johnson’s Court, Fleet Street,
24 de octubre de 1767
Señor,
regresé esta semana del campo, tras una ausencia de casi seis meses, y me encontré su carta junto con muchas otras que habría contestado antes si antes las hubiera visto.
La opinión que manifestó el doctor Robertson sin duda era la más acertada. A nadie conviene recordar los defectos que ya ha corregido. Me alegra que se enseñe la vieja lengua, y honro al traductor por ser un hombre a quien Dios mismo ha distinguido con la altísima encomienda de propagar su palabra.
He de tomarme la libertad de captarlo a usted para una obra de caridad. La señora Heely, cuyo marido tuvo no hace mucho un empleo en el teatro que usted regenta, es mi pariente próxima y pasa ahora por grandes penurias. Hace algún tiempo me escribieron para ponerme al corriente de su aciaga situación, a lo cual di una respuesta que los llevó a concebir esperanzas mayores de las que por mi parte habría sido apropiado darles.[a nota 210, Vol. IV] La representación que han dado a sus asuntos, según he descubierto, es tal que no merece toda la confianza que uno quisiera darle; a tanta distancia, aunque su predicamento exige que se obre con presteza, desconozco de qué modo actuar. Es posible que de ella o de su hija se oiga hablar en Cannongate Head. Es mi deber rogarle, señor, que se interese por ellas y que me haga saber qué es lo que conviene hacer. Estoy dispuesto a hacerles llegar hasta diez libras, y de buena gana le giraré a usted dicha suma, si tras el debido examen descubre que es probable que sirva de alguna ayuda. Si se hallan en situación de inmediata necesidad, adelánteles lo que considere usted oportuno. Lo que haya de hacerse lo haré gustoso por ella, pues no tengo mayores motivos para profesar un gran respeto al propio Heely.[10]
Creo que podría usted recibir más información de la señora Baker, la del teatro, cuya carta recibí al mismo tiempo que la de usted; por cierto, si la ve, pídale disculpas por mi aparente desatención al no haberle contestado.
Todo cuanto adelante usted sin que exceda de diez libras le será repuesto de inmediato, o pagado tal como usted desee. Confío plenamente en su buen criterio. Soy, señor, etc.
SAM. JOHNSON
El señor Cuthbert Shaw,[11] distinguido por igual en virtud de su genio, sus infortunios y su falta de ética más elemental, publicó este año un poema titulado «La carrera, por el hidalgo Mercurio Espuela», en el que a su entero capricho puso a los poetas vivos de Inglaterra a contender por la preeminencia y mayor fama en una carrera: «a demostrar con sus talones las proezas de su cabeza».
En ese poema se incluía el siguiente retrato de Johnson:[c42]
Por ahí llega Johnson, desgraciado de apariencia,
su rígida moral estampada en el rostro atarantado.
Si fuertes conceptos pugnan en su cerebro,
el dolor da en cama con el ingenio del becerro.
Con tal de verlo, el mozo de cuerda deja su carga
y el retoño aterrado al pecho del aya se agarra.
Con aire convulsivo, ruge en pomposa vena,
y cual colérico león sacude la melena.
Las Nueve, aterradas, que jamás han visto ni un instante
a ningún ser humano de tan pavoroso semblante,
debaten sin saber si quedarse o salir huyendo;
aparece Virtud, que lo reclama cual su hijo más tierno.
Con afable palabra aconseja que ceda
y no mancille su gloria en dudosa vega;
envuelto en dignidad señera toma asiento,
pues Fama, resuelta a dar a sus aspiraciones contento,
aun forzada a desestimar sus ínfulas presentes
de antaño tenía reservada una corona para ceñir su frente.
Se inclina, obedece, pues antes será el día
en que el Tiempo expire
que el empecinamiento de Johnson indique
a Virtud que se retire.
El honorable Thomas Hervey[c43] y su esposa habían tenido una fuerte y desdichada desavenencia; estaban a punto de separarse cuando intervino Johnson, por ser amigo de ambos, y escribió a Hervey una carta llena de reconvenciones que he sido incapaz de encontrar, aunque la sustancia de la misma se puede inferir a tenor de la carta de respuesta a Johnson que Hervey dio a la imprenta. La razón de este cruce de cartas entre el doctor Johnson y Hervey me la relató de este modo Beauclerk: «Tom Hervey tenía por Johnson un gran aprecio, y en su testamento le dejó un legado de cincuenta libras. Un día me dijo que “Johnson tal vez necesite ese dinero más ahora que dentro de algún tiempo. Es mi intención hacerle la donación directamente. ¿Tendrá usted la bondad de llevarle un billete de cincuenta libras de mi parte?”. Me negué en redondo a hacerle tal favor, pues quizá habría sido Johnson muy capaz de tumbarme de un puñetazo por haberle insultado, tan capaz como lo sería de embolsarse después el billete. Sin embargo, dije a Hervey que si le escribiera una carta y adjuntara el billete, me ocuparía de llevársela en propia mano. Por consiguiente, le escribió unas letras en las que le anunció que sólo se limitaba a adelantarle la entrega de su magro legado. A esta carta añadió una postdata que decía: “Me voy a separar de mi mujer”. Johnson le escribió entonces sin decir nada del billete, pero reprochándole que se fuera a separar de su esposa».
Cuando le referí a Johnson esta historia en términos tan delicados como me fue posible, me dijo que el billete de cincuenta libras se lo había entregado Hervey en consideración por el hecho de que le escribiera un panfleto en contra de sir Charles Hanbury Williams, del cual imaginó Hervey que era el autor de un ataque lanzado contra su persona, aunque luego se descubrió que era obra de un autor de poca monta que también había escrito «El bufón»: por ello, el panfleto contra sir Charles no se llegó a imprimir.[c44]