ÆTAT. 71
1780: ÆTAT. 71.] En 1780 el mundo aguardó con impaciencia a que Johnson diera por concluidas sus Vidas de los poetas, en las que trabajaba tanto como le permitía su natural indolencia.
Le escribí el 1 de enero y el 13 de marzo, remitiéndole mis notas sobre la información de lord Marchmont relativa a Pope, quejándome además por no haber sabido nada de él desde hacía casi cuatro meses, y diciendo que me debía dos cartas; le comuniqué que había vuelto a sufrir de melancolía, confiando en que hubiera gozado él de mucho más grata y provechosa compañía (los poetas), tanto que no había tenido tiempo de pensar en sus amigos lejanos, ya que si tal hubiera sido el caso hallaría yo cierta recompensa a mi inquietud; que debido al estado de mis asuntos no cabía que este año viajara a Londres, y le rogué que me devolviera los dos poemas de Goldsmith con sus versos señalados.
Como su amigo el doctor Lawrence acababa de sufrir la mayor aflicción a que está sujeto el hombre, que el propio Johnson había acusado del modo más duro, le escribió en una admirable vena de simpatía para darle pío consuelo.
Al doctor Lawrence
20 de enero de 1780
Estimado señor,
en un momento en el que todas sus amistades tendrían que darle muestras cordiales de amabilidad, y de tal guisa que todo el que le conozca se mostrase amigo suyo, quizá le extrañe no haber sabido nada de mí.
Me ha estorbado una insidiosa e incesante tos, por culpa de la cual a lo largo de estos diez días me han sangrado una vez, he ayunado cuatro o cinco, he ingerido medicamentos una y opiáceos, me parece, media docena. Hoy parece que empieza a remitir.
La pérdida, mi querido señor, que ha sufrido usted recientemente es la misma que sufrí yo muchos años ha, y sé por tanto muy bien cuánto se le ha arrebatado y qué poca ayuda se recibe del consuelo. Quien sobrevive a una esposa a la que largo tiempo amó se encuentra descoyuntado, desgarrado del único espíritu que tenía sus mismos temores, esperanzas e intereses, de la única compañía con quien había compartido tanto bien y tanto mal, con la cual era capaz de abrir su ánimo con toda libertad, para recorrer de nuevo el pasado o anticiparse al futuro. Se lacera la continuidad del ser, se detiene y cesa el curso asentado de los sentimientos y los actos, y queda la vida misma inmóvil y en suspenso, hasta que son las causas externas las que la empujan por nuevos cauces. Pero ese tiempo en suspensión es terrible.
Nuestro primer recurso en la desazón de nuestra soledad, tal vez sea, a falta del hábito de la piedad, una lúgubre aquiescencia de nuestra carencia y necesidad. De dos mortales que juntos viven, uno ha de perder al otro, pero no cabe duda de que hay mejor y más elevado consuelo en la consideración de esa Providencia que por encima de todos nosotros mira, y en la creencia de que los vivos y los muertos estamos por igual en manos de Dios, quien ha de reunir a quienes ha separado, o que sabe que es mejor no reunir.
Soy, estimado señor, su más afectuoso y más humilde servidor,
SAM. JOHNSON
A James Boswell
8 de abril de 1780
Querido señor,
bien, pues había resuelto enviarle la carta de Chesterfield, pero le vuelvo a escribir sin hacerlo. Nunca imponga tareas a los simples mortales. Requerir dos cosas es la mejor manera de que no se haga bien ninguna.
Por las dificultades que señala en sus asuntos le extiendo mis condolencias, aunque las dificultades son ahora moneda corriente; no son por consiguiente menos penosas, pues menor es la esperanza de encontrar ayuda. No pretendo yo darle consejo, ya que desconozco el estado actual de sus asuntos; cualquier consejo en general sobre la prudencia y la frugalidad de bien poco le serviría. Tiene usted sin embargo el derecho de no incrementar su propia perplejidad haciendo un viaje que lo traiga aquí, y tengo además la esperanza de que quedándose en casa dé satisfacción a su señor padre.
El pobre, querido Beauclerk…[192] nec, ut solis, dabis joca.[c180] Su ingenio y sus charadas, su agudeza y su malicia, su regocijo y su raciocinio, en fin, han terminado. No se hallará a menudo a otro como él entre la humanidad toda. Instruyó que se le enterrase junto a su madre, muestra de ternura filial que no podía yo esperar. Ha dejado a sus hijos al cuidado de lady Di, y si ella muriese quedarán al cuidado del señor Langton y del señor Leicester, pariente suyo y hombre de un carácter excelente. Su biblioteca se ha ofrecido en venta al Embajador de Rusia.
No obstante el ruido que han hecho los periódicos, el doctor Percy no ha sufrido graves pérdidas en lo literario.[193] Se quemaron ropas, muebles y enseres por valor de un centenar de libras, pero creo que sus papeles y también sus libros se salvaron de la quema.
El pobre señor Thrale ha corrido un peligro extremo debido a un trastorno de apoplejía, aunque se ha restablecido mejor de lo que nadie esperaba gracias a los buenos oficios de sus médicos. Ahora se encuentra reposando en Bath; lo acompañan la señora Thrale y su hija.
Tras ponerle al corriente de cómo están sus amigos, permítame decirle algo sobre usted. Anda siempre quejándose de melancolía, por lo cual concluyo de tantas quejas que en el fondo le gusta. Nadie habla, y menos por los codos, de aquello que desea ocultar, y cualquiera desea ocultar aquello que le avergüenza. No quiera ahora negarlo: manifestum habemus furem; haga ley obligatoria e invariable no hacer jamás mención de sus enfermedades espirituales, si nunca habla de ellas, pensará poco o nada en ellas, y si poco tiempo les dedica rara vez le vendrán a molestar. Cuando habla de ellas es palmario que aspira bien al elogio, bien a la compasión; el elogio no ha lugar, y la compasión ningún bien ha de hacerle. Por consiguiente, a partir de este momento no hable, no piense más en ellas.
Su trámite con la señorita Stewart me produjo una gran satisfacción. Mucho le agradezco sus atenciones. No me la pierda de vista; su presencia puede ser de gran credibilidad y, por tanto, de gran importancia en beneficio de ella. El recuerdo de su hermano sigue fresco en mi ánimo; era un hombre tan ingenioso como digno.
Le ruego presente mis respetos a su señora y a las niñas. Mucho me gustaría verlas.
Soy, querido señor, afectuosamente suyo,
SAM. JOHNSON
Hallándose la señora Thrale con su esposo en Bath, Johnson y ella cruzaron una correspondencia frecuente, vivaz y copiosa. Ofrezco a mis lectores una de las cartas originales que ella le envió durante esta temporada, que seguramente les entretendrá más que las epístolas bien escritas, pero a la postre estudiadas, cuando no retocadas, que ha insertado ella en su colección, porque pone al descubierto la fácil prontitud de sus intercambios literarios. Tiene también el valor de ser clave de la respuesta de Johnson, que ella asimismo ha dado a la imprenta, y de la cual adjuntaré algún extracto.
De la señora Thrale al doctor Johnson
Bath, viernes, 28 de abril
Ayer recibí una muy amable carta de usted, querido señor, que traía una fecha muy de circunstancia. Se tomó usted la molestia de leer mi circular, según me dice el señor Evans, cosa que sinceramente le agradezco; aún se pueden hacer travesuras a distancia, sin estar una presente.
Pasamos la noche de ayer en casa de la señora Montagu. Estuvo el señor Melmoth: no es persona que me agrade, yo tampoco a él; es, sin embargo, tan tory que detesta al Obispo de Peterborough por sus convicciones acérrimas de whig, pero es tan whig que a usted lo detesta por tory.
La señora Montagu lo aduló estupendamente, así que disfrutó de la tarde. Esta velada la pasaremos en un concierto. A la pobre Queeney[194] sólo ahora empieza a pasársele la infección de ambos ojos. Ha tenido que pasar mucho tiempo sin salir, y no ha podido leer ni escribir, de modo que mi señor la trató de la mejor de las maneras, proporcionándole las visitas de una joven de esta localidad, hija de un sastre, que se dedica a enseñar música, y que da hasta seis lecciones diarias a diversas damas, a cinco chelines y tres peniques la lección. La señorita Burney dice que es una extraordinaria intérprete; la muchacha me merece un gran respeto por ganarse la vida de manera tan bella; es muy modesta y de buenos modales, y aún no ha cumplido los diecisiete.
Vive usted en un torbellino, ya lo veo. Si no le escribiera yo a menudo, ya me tendría medio olvidada, lo cual sería un grave error, pues ayer mismo sentí cómo el aprecio y el respeto que profeso por usted se me venían a la cara, cuando arreciaban las críticas.
Esta mañana ha sido asunto de connoisseur, fuimos a ver unos cuadros, obra de un artista y caballero de esta localidad, el señor Taylor; mi señor siempre se las ingenia, donde quiera que esté, y ha encontrado un buen acompañante para salir a montar, de los que van despacio. (…) Se le ve bastante bien, pero no pienso yo gran cosa de la salud de un hombre al que no se le puede coser la boca. Burney y Queeney y yo a diario le tomamos el pelo en cada una de sus comidas, y la señora Montagu se ha puesto bastante seria con él, pero ¿qué se puede hacer? Él está decidido a comer, creo, y sé que si come como lo hace no vivirá mucho; me hace muy desdichada, pero he de aguantarlo. Permítame gozar siempre de su amistad. Soy, sincera y afectuosamente, querido señor, su fiel servidora,
H. L. T.
Del doctor Johnson a la señora Thrale
Londres, 1 de mayo de 1780
Queridísima señora,
el señor Thrale nunca podrá vivir en la abstinencia, a no ser que algún día se convenza de vivir según ciertas reglas. (…)[195] Estimule, como pueda, a la Jovencita que posee dotes musicales.
Nada es más común que el mutuo rechazo entre dos personas allí donde se esperaba la mutua aprobación. Hay a menudo por ambas partes una vigilancia nada benévola, y como se excita mucho la atención, de modo que nada pase sin percibirlo, cualquier diferencia de gusto o de opinión, y alguna diferencia incontinente que pueda surgir de manera harto común, bastan para generar una aversión inmediata.
No permita nunca que las críticas tengan efecto ni en su cara ni en su espíritu; es muy raro que a un escritor le hagan daño quienes lo critican. No puede apagarse a soplidos la antorcha de la reputación, aunque a menudo se mueve por sí sola; son muy pocos los nombres que pueden tenerse por lámparas perpetuas, que alumbran sin consumirse. Por parte del autor de las Cartas de Fitzosborne[c181] no puedo considerarme en peligro. Lo vi en persona una sola vez, hace unos treinta años, y en alguna disputa baladí lo reduje a mero silbido. Como no lo he vuelto a ver, ésa es la última impresión que guardo. El pobre Moore, el autor de fábulas, estaba entre los presentes.
La prolongada estadía de la señora Montagu, en contra de sus apetencias, es un gran inconveniente. Según la propia confesión de usted, desea una acompañante, y ella es par pluribus; conversando con ella, hallará variedad en una sola persona.
El 2 de mayo le escribí y le solicité que tuviéramos otro encuentro en el norte de Inglaterra a lo largo del otoño.
De Langton recibí poco después una carta, de la que extraigo un pasaje relativo a Beauclerk y a Johnson:
La triste, melancólica información que ha recibido en lo tocante a la muerte de Beauclerk es cierta. De haber encaminado suficientemente su talento por la senda que debía, siempre he tenido la intensa convicción de que habría tenido a su alcance, como sin duda calculó, el llegar a ser una figura ilustre; esa convicción mía, formada en gran medida por el juicio del doctor Johnson, recibe cada vez mayor confirmación al oír lo que después de su muerte ha manifestado éste al respecto.[a nota 57, Vol. IV] Hace unos cuantos días pasé la tarde en casa del señor Vesey, donde lord Althorpe, uno de los numerosos contertulios reunidos, interpeló al doctor Johnson sobre la muerte de Beauclerk, diciendo así: «Nuestro club ha sufrido una gran pérdida desde nuestra última reunión». «Una pérdida —repuso él— que tal vez ni siquiera toda la nación pueda reparar». El doctor pasó luego a glosar sus grandes dotes, y en particular alabó la inmensa facilidad con que pronunciaba observaciones siempre excelentes. Dijo que nadie estuvo nunca tan libre cuando iba a decir algo bueno, libre de una mirada honesta que ya expresaba lo que a punto estaba de decir, ni, una vez dicho, libre de esa mirada con que lo subrayaba. En casa del señor Thrale, pocos días antes, estábamos hablando de este mismo asunto y, refiriéndose a esa misma idea de su pasmosa facilidad, dijo: «El talento de Beauclerk era precisamente el que él más dispuesto estuvo a envidiar, más que los de cualquier persona que hubiera conocido».
En el transcurso de la velada a la que me acabo de referir, en el domicilio del señor Vesey, grande hubiera sido su gratificación, pues se puso de manifiesto la gran importancia en que es tenido el carácter del doctor Johnson, creo que incluso por encima de cualquier otro caso del que haya podido ser testigo. La concurrencia constaba sobre todo de damas, entre las que se hallaban la Duquesa de Portland, la Duquesa de Beaufort, a la que a tenor de su rango supongo que he de nombrar antes que a su madre, la señora Boscawen, y su hermana mayor, la señora Lewson, que también se encontraba allí; lady Lucan, lady Clermont y otras damas de nota tanto por su rango como por su entendimiento. Entre los caballeros se encontraban lord Althorpe, a quien ya he nombrado antes; lord Macartney, sir Joshua Reynolds, lord Lucan, el señor Wraxal, cuyo libro probablemente conozca usted, el Viaje a las regiones del norte de Europa; un caballero muy agradable de trato y muy ingenioso; el doctor Warren, el señor Pepys, magistrado de la Cancillería, al cual creo que conoce usted, y el doctor Bernard, preboste de Eton. Tan pronto llegó el doctor Johnson y ocupó un sillón, la concurrencia fue apiñándose en torno a él hasta formar de cuatro, si no de cinco en fondo, los de más atrás de pie, atentos, por encima de las cabezas de quienes hallaron asiento más cerca de él. La conversación discurrió un buen rato entre el doctor Johnson y el Preboste de Eton, mientras los demás aportaron algún que otro comentario. Sin tratar de detallar los particulares de la misma, que, tal vez, de hacerlo, me habrían llevado a devanar mi relato hasta alcanzar muy tediosa longitud, he creído, mi querido señor, que esta relación en general del respeto con que fue recibido nuestro valioso amigo seguramente le parecería aceptable.
Al reverendo doctor Farmer
25 de mayo de 1780
Señor,
bien conozco su disposición a secundar cualquier proyecto literario, razón por la cual me aventuro a tomarme la libertad de rogarle que se procure en los registros de los colegios o de la propia universidad todas las fechas u otras informaciones relativas a Ambrose Philips, Broome y Gray, todos los cuales cursaron estudios en Cambridge, y de cuyas vidas he de componer el relato más fidedigno que pueda acopiar. Tenga la bondad de disculpar esta molestia, señor, de su más humilde servidor,
SAM. JOHNSON
Mientras Johnson se afanaba en preparar un delicioso entretenimiento literario para el mundo en general, la tranquilidad de la metrópolis de Londres fue inesperadamente perturbada por la más horrorosa serie de ultrajes que jamás haya deshonrado a una nación civilizada. La legislación vigente otorgó cierto relajamiento de algunas de las severas provisiones penales existentes contra los súbditos de comunión católica, y ello fue con una oposición tan insignificante que llegó a parecer que la genuina bonanza y mansedumbre de toda la cristiandad unida en una política liberal se había hecho general en toda la isla.[c182] Sin embargo, pronto se dejó sentir un maligno espíritu de persecución en una indigna petición para que se derogara tan sabia y humanitaria disposición. La petición la respaldó en masa una turba con evidente propósito de intimidar, y fue justamente rechazada. Sin embargo, la intentona se produjo acompañada y seguida de tan osados y virulentos disturbios que no tienen parangón en la historia. De tan extraordinarios tumultos ha dado el doctor Johnson la siguiente descripción, concisa, vivida y justa, en sus Cartas a la señora Thrale:[196]
El viernes 2 de junio se congregaron los buenos protestantes en Saint Georges Fields, convocados por lord George Gordon, y de allí marcharon a Westminster, insultaron a lores y comunes, que aguantaron el chaparrón con gran docilidad; de noche comenzaron las algaradas con la demolición del templo católico junto a Lincoln’s Inn.
No podría darle un diario detallado de la semana en que se desafió al gobierno. El lunes, el señor Strahan, que había sido objeto de insultos, habló con lord Mansfield, quien también creo que lo fue, sobre la conducta licenciosa del populacho; Su Señoría se tomó las irregularidades muy a la ligera. El martes por la noche arrasaron la residencia de Fielding[197] y quemaron sus pertenencias en la calle. El lunes habían saqueado la casa de sir George Savile, aunque se pudo salvar el edificio. El martes por la noche, tras dejar en ruinas la casa de Fielding, fueron a la prisión de Newgate a exigir la inmediata puesta en libertad de sus compañeros, apresados tras demoler la capilla. El guardián no podía ponerlos en libertad salvo con permiso expreso del alcalde, con el cual fue a consultar; a su regreso, vio a todos los prisioneros sueltos y la cárcel de Newgate en llamas. Fueron entonces a Bloomsbury y cercaron la casa de lord Mansfield, que arrasaron; en cuanto a sus bienes, los quemaron por completo. Con posterioridad han ido a Caenwood, donde se les adelantó un destacamento de la guardia. Saquearon las casas de algunos papistas, según creo, y quemaron un templo católico en Moorfields esa misma noche.[c183]
El miércoles salí a caminar con el doctor Scott para echar un vistazo a Newgate, que encontré en ruinas, con rescoldos todavía prendidos. Al pasar por allí vi que los protestantes saqueaban la cámara de sesiones del Old Bailey. No llegaban, creo yo, al centenar, pero hacían su trabajo a su antojo, con total impunidad, sin centinelas, sin sobresaltos, como si fueran hombres legalmente empleados a plena luz del día. Tal es la cobardía de un lugar entregado al comercio. El miércoles asaltaron Fleet, la sede de la Real Judicatura y Marshalsea, y la prisión de Wood Street y Clerkenwell Bridewell, y pusieron en libertad a todos los prisioneros.[c184]
De noche prendieron fuego a Fleet y la sede de la Real Judicatura y a no sé cuántos lugares más; se veía el resplandor de la conflagración, que teñía el cielo por distintos puntos cardinales. El espectáculo era terrible. Hubo amenazas: el señor Strahan me aconsejó que anduviera con cuidado. Ha sido usted dichosa al no presenciar estos días de terror.
El Rey dijo ante el consejo que «los magistrados no han cumplido con su deber, pero que él cumpliría con el suyo», y se publicó una proclama indicándonos que no permitiéramos la salida de los criados, pues la paz iba a mantenerse por medio de la fuerza. Fueron los soldados destinados a distintos lugares en otros tantos destacamentos, y hoy [9 de junio] en la ciudad reina la calma.
Los soldados se han apostado de tal modo que puedan presentarse de inmediato en donde se les requiera. No hay grupos de alborotadores; a cada individuo revoltoso se le persigue hasta su madriguera y se le conduce a prisión; lord George fue conducido anoche a la Torre. El señor John Wilkes estuvo hoy por mi vecindario, dispuesto a apresar al director de un periódico sedicioso.
Han destruido varias capillas; varios papistas inofensivos han sido víctima de saqueos, pero la mayor parte de las algaradas populares ha sido la quema de las cárceles. Una buena jugarreta de la chusma. Los morosos y delincuentes fueron puestos en libertad, aunque de estos últimos, como siempre ha sido, muchos dieron de nuevo con sus huesos en los calabozos; dos convictos por piratería se han entregado, y se espera que reciban el perdón.
El gobierno actúa ahora con la debida fuerza, y todos estamos de nuevo bajo protección del monarca y de la ley. Supuse que a usted y a mi señor les resultaría grato disponer de mi testimonio sobre la seguridad pública; supuse que dormiría usted más tranquila cuando le dijera yo que está a salvo.
Desde luego, se ha declarado un pánico universal del que fue el Rey el primero en recuperarse. Sin la concurrencia de sus ministros, o sin la asistencia de los magistrados civiles, puso a los soldados en movimiento y salvó la ciudad de más graves calamidades, que el gobierno de la chusma como es natural habría ocasionado.
La población ha salido indemne de una terrible calamidad. Los revoltosos intentaron asaltar los tribunales el miércoles por la noche, aunque no en gran número y, como tantos otros ladrones, sin demasiada resolución. Jack Wilkes encabezó la partida que les hizo poner pies en polvorosa. Se ha reconocido que si hubiesen asaltado el banco el martes, en pleno apogeo del pánico generalizado, cuando no había preparada resistencia ni se podía preparar, tal vez se habrían llevado cuanto encontrasen sin que nada ni nadie pudiera impedirlo. Jack, siempre celoso del orden y la decencia, declara que si se le confiara el poder no dejaría vivo a un solo revoltoso. Ahora, sin embargo, ya no hay ninguna necesidad de heroísmo ni de más derramamiento de sangre; ya nadie ostenta una cinta azul.[198]
Tal fue el final de esta miserable sedición, de la que Londres se libró gracias a la magnanimidad del soberano en persona. Al margen de lo que algunos quieren sostener, me satisface que no hubiera un plan, ni doméstico ni extranjero, y que la revuelta se extendiera por el gradual contagio del frenesí, incrementado por las cantidades de licores fermentados de que se apoderó el populacho para su consumo, engañado por sí solo, en el curso de sus depredaciones.
Me tendría por culpable sin excusa si aquí dejara de hacer justicia a mi estimado amigo el señor Akerman, guardián de Newgate, que durante largo tiempo cumplió la muy importante labor que se le había confiado con uniforme e intrépida firmeza, a la vez que con una sensibilidad y una caridad y liberalidad tales que le hacen merecedor de que se le recuerde y se le distinga con honor.
En esta ocasión, debido al talante timorato y a la negligencia de la magistratura por una parte, y a los embates casi increíbles de la chusma por la otra, la primera prisión de esta gran nación quedó franca, y los prisioneros en libertad, a pesar de lo cual no puede haber ninguna duda de que el señor Akerman, cuya casa fue quemada, habría impedido todo esto si se le hubiera enviado a tiempo la ayuda que necesitaba.
Hace muchos años se declaró un incendio en la edificación de ladrillo que se construyó para ampliar la vieja cárcel de Newgate. Los reclusos, presa de la consternación y del miedo, prorrumpieron en un tumulto: «¡Nos vamos a quemar vivos! ¡Nos quemamos vivos! ¡Abajo con el portón!». El señor Akerman se apresuró en su auxilio, se personó en el portón, y, tras lograr que se impusiera el silencio tras un confuso vociferar —«¡oídle, oídle!»—, con gran aplomo les comunicó que nadie iba a echar la puerta abajo, que habían sido confiados a su cuidado, que a nadie se le permitiría escapar, pero que podía garantizarles que nadie tenía por qué temer al fuego, ya que el incendio no se había declarado en el recinto propiamente dicho de la prisión, que estaba construida con sillares de piedra, y que si todos ellos se comprometían a conservar la calma, él mismo acudiría con ellos para conducirles al otro extremo del edificio, de donde no saldría hasta que ellos se lo autorizasen. Ante su propuesta se mostraron de acuerdo los reclusos, a lo cual el señor Akerman, tras ordenarles que se retirasen del portón, entró en el edificio y con absoluta resolución ordenó que no se abriese el cerrojo exterior, ni siquiera en el supuesto de que los reclusos incumplieran su palabra (aunque él confiaba en que no fuera así) y por la fuerza le obligasen a dar la orden. «Si así fuera —dijo—, no se preocupen por mí». En paz y en orden, los reclusos lo siguieron y él los condujo por pasajes cuyas llaves estaban en su mano, hasta llegar al extremo de la cárcel más alejado del fuego. Tras satisfacerles plenamente con esta juiciosa conducta, y darles garantía de que no corrían ningún riesgo, se dirigió a los presos de este modo: «Caballeros, ahora ya están convencidos de que les dije la verdad. No tengo duda de que las bombas pronto apagarán el fuego; si no, llegará un cuerpo de guardia suficiente para darles alojamiento en las prisiones. Les doy mi palabra de honor de que no tengo ni un comino asegurado. He dejado mi casa para cuidar de ustedes. Mantendré mi promesa y me quedaré con ustedes si insisten, pero si me permiten salir para ir a cuidar de mi familia y velar mis pertenencias, les quedaré muy agradecido». Asombrados por su conducta, le dijeron: «Señor Akerman, ha sido usted valiente; ha sido muy amable: por supuesto que puede ir a atender sus asuntos». Así lo hizo, mientras los reclusos quedaron donde los dejó, y todos ellos se salvaron.
Alguna vez se ha oído a Johnson relatar la sustancia de esta historia con grandes elogios, a los que se sumó de corazón el señor Burke. Mi ilustre amigo, refiriéndose a la amabilidad con que trató el señor Akerman a los reclusos, pronunció esta alabanza de su carácter: «Quien durante largos años ha tenido de continuo ante los ojos a la escoria de la humanidad, y es pese a todo eminente por lo humanitario de su disposición, ha de haberla tenido originalmente y en muy alto grado, amén de seguir cultivándola con esmero».
En el transcurso de este mes, mi hermano David visitó al doctor Johnson provisto de la siguiente carta de presentación, que puse gran cuidado en que le estuviera esperando a su regreso a Londres.
Al doctor Samuel Johnson
Edimburgo,
29 de abril de 1780
Mi querido señor,
ésta le será entregada en mano por mi hermano David a su regreso de España. Se alegrará de conocer al hombre que juró «defender el viejo castillo de Auchinleck con todo el corazón, con la espada y con la bolsa», esa romántica solemnidad de familia que yo ideé, y de la que hablamos usted y yo in situ y con gran complacencia. Confío en que estos doce años de ausencia no hayan menguado su apego por el feudo, y que usted lo encuentre digno de presentarlo a sus amistades.
Tengo el honor de ser, con afectuosa veneración, mi querido señor, su más fiel y humilde servidor,
JAMES BOSWELL
Johnson lo recibió con una gran cortesía, y de este modo lo menciona en una de sus cartas a la señora Thrale:[199]
He tenido conmigo a un hermano de Boswell, comerciante en España,[200] al que la guerra ha obligado a abandonar su residencia de Valencia. Ha ido a visitar a sus amistades; Escocia le parecerá un lugar penoso tras doce años de residencia en un clima mucho más feliz. Es un hombre agradable de trato, que habla sin el menor deje de acento escocés.
Al doctor Beattie, de Aberdeen
Bolt Court, Fleet Street,
21 de agosto de 1780
Señor,
más años[201] de los que me complacería calcular han transcurrido desde que nos vimos por última vez, de lo cual, sin embargo, no hay motivo de queja ni de reprensión: Sie fata ferunt.[c185] Pero se me ha ocurrido que bien podríamos cruzar nuestros respetos mutuos. Si dice usted que soy yo quien debiera haberle escrito, ahora le escribo, y lo hago para decirle que tengo un gran aprecio por usted y por la señora Beattie, y que deseo que su salud sea buena y su vida larga. Pruebe a cambiar de aires y véngase unos grados hacia el sur: un clima más suave podría sentarle bien, se acerca el invierno, seguramente Londres será más cálido y alegre, más bullicioso, más fértil en entretenimientos que Aberdeen.
Mi salud ha mejorado, aunque esto de poco ha de servir en conjunto si le digo que la señora Montagu ha estado muy enferma y que ahora no dudo que sigue estando débil. El señor Thrale ha padecido graves trastornos, pero se encuentra mucho mejor, y espero que pronto se restablezca del todo. Se ha retirado a descansar durante todo el verano. Sir Joshua y su hermana están bien; el señor Davies ha tenido un gran éxito como escritor,[202] generado gracias a la corrupción de un librero.[c186] Más noticias que darle no tengo, por lo cual habrá de contentarse sabiendo lo que no sé bien si desea saber,[203] y es que soy, señor, su más humilde servidor,
SAM. JOHNSON
A James Boswell
Londres,
21 de agosto de 1780
Querido señor,
veo que le ha dado uno de sus arranques de taciturnidad, y que ha resuelto no escribir mientras no reciba carta, lo cual es muestra de humor cicatero, a pesar de lo cual se saldrá con la suya.
He pasado todo el verano en mi casa de Bolt Court, pensando en escribir las Vidas y, durante buena parte del tiempo, pensando a secas. Son varias, sin embargo, las que ya están acabadas, y todavía pienso en acometer las restantes.
El señor Thrale y su familia, desde que cayó enfermo, han estado primero en Bath y luego en Brighthelmstone, pero yo no he ido a ninguno de los dos sitios. Habría ido con gusto a Lichfield si hubiera tenido tiempo, y podría haberlo tenido si hubiera estado más activo, pero lo he perdido miserablemente haciendo bien poca cosa.
En los disturbios recientes, la casa y las pertenencias del señor Thrale corrieron grave peligro. Se apaciguó a la turbamulta en su primer intento de invasión dándole unas cincuenta libras en bebida y en carnes; la segunda intentona la repelieron los soldados. El señor Strahan tuvo una guarnición en su casa, que mantuvo durante dos semanas; pasó tanto miedo que se llevó buena parte de sus bienes. La señora Williams se refugió en el campo.
No sé si estará en mi mano realizar un viaje este otoño; ya es llegada más o menos la época del año en que iniciamos nuestro periplo. Sin embargo, he gozado de mejor salud que entonces, y tengo la esperanza de que podamos usted y yo vernos en alguna región de Europa, Asia o África.[204] Entretanto, dejémonos de trucos y jugarretas, mantengamos el afecto mutuo por todos los medios que tengamos a nuestro alcance.
El portador de la presente es el señor Dunbar, de Aberdeen, que ha escrito y publicado un libro muy ingenioso,[205] y que creo que me tiene aprecio, y que cuando lo conozca creo que tendrá aprecio por usted.
Supongo que sus damiselas ya estarán crecidas, y que su hijo estará hecho un joven culto. Los quiero a todos y quiero a su arisca esposa, a la que jamás persuadiré de que me quiera. Cuando haya terminado las Vidas se las enviaré a la atención de ella para que tenga la colección completa, aunque habrá de ser en papel impreso, pues por falta de un patrón no podré encuadernarlas para que encajen con las demás.
Soy, señor, su más afectuoso amigo,
SAM. JOHNSON
Este año escribió a un clérigo joven, de provincias, la siguiente carta, excelente por los valiosos consejos que contiene para los teólogos en general:
Bolt Court,
30 de agosto de 1780
Estimado señor,
no hace muchos días que el doctor Lawrence me mostró una carta en la que usted hace mención de mí; espero, por lo tanto, no le desagrade si me esfuerzo por conservar su buena disposición mediante ciertas observaciones que me inspiró su carta.
Teme usted pecar de impropiedad en el servicio diario al leer ante unos feligreses que no exigen exactitud. Su propio temor, deseo y espero, le protege del peligro. Quienes contraen esos hábitos absurdos ningún temor tienen. Es imposible hacer lo mismo con gran frecuencia dándole cierto aire de peculiaridad, pero ese aire puede ser bueno o malo aun siendo uniforme, y un poco de cuidado bastará para impedir que sea malo; para que sea bueno, por consiguiente, creo que habrá que ponerle algo de felicidad casual, acierto que no es posible enseñar.
El método que en la actualidad sigue en la composición de sus sermones parece muy juicioso. Pocos predicadores podrán hoy presumir de tener sermones tan propios como a buen seguro han de ser los suyos. Ponga cuidado en anotar, no importa dónde, los autores de los cuales haya tomado en préstamo sus discursos; no imagine que siempre habrá de recordar siquiera lo que ahora se le antoja imposible de olvidar.
Mi consejo, sin embargo, es que de vez en cuando pruebe a escribir un sermón original, y que en el trabajo de su composición no lastre su intelecto con demasiadas cosas a la vez; no se exija al tiempo un excesivo esfuerzo de cogitación, propiedad de pensamiento y elegancia de expresión. Invente primero, que ya embellecerá después. Producir algo allí donde nada había es un acto en el que se exige una energía mucho mayor que en la expansión o adorno de lo ya producido. Ponga sobre el papel sus pensamientos con diligencia, a medida que surjan, con las palabras que le vengan primero a la cabeza; cuando disponga de material, fácilmente le podrá dar forma. Posiblemente, tampoco será siempre necesario este método, ya que por fuerza de costumbre sus pensamientos y dicción han de fluir al mismo tiempo.
La composición de los sermones no es muy difícil. Las divisiones no sólo ayudan a la memoria del oyente, sino que guían el criterio de su autor. Proporcionan fuentes de invención y mantienen cada parte en el lugar que le corresponde.
Lo que menos me agrada de su carta es la relación que hace sobre los modales de sus feligreses, de lo cual deduzco que han padecido largo tiempo la negligencia del párroco. El Deán de Carlisle,[206] que entonces ocupaba una pequeña rectoría en el condado de Northampton, me contó que se puede discernir si hay o no un clérigo residente en una parroquia según sean los modales civilizados o asilvestrados de los feligreses. Una congregación como la de usted está muy necesitada de reformas, y no quisiera que diera usted en pensar que sea imposible reformarlos. Una parroquia muy dejada y asilvestrada se salvó gracias a la intervención de una decrépita y gentil señora que acudió allí a enseñar en una escuela insignificante. Mi muy culto amigo, el doctor Wheeler, de Oxford, cuando era joven tuvo a su cuidado una parroquia vecina por 15 libras al año que nunca le fueron pagadas, aunque tuvo por oportuna conveniencia una tarea que le obligó a confeccionar un sermón a la semana. No pudo hacer que una lugareña comulgara; cuando la reprendía o la exhortaba, respondía ella que no era mujer leída. Se le aconsejó que encontrase a una mujer o a un hombre con más luces de la misma parroquia, con algo más de sensatez, para que hablase con ella en un lenguaje que no le costara entender. Tan honestos e incluso diría yo sagrados artificios ha de ponerlos en práctica cualquier clérigo, pues preciso es intentar por todos los medios la salvación de una sola alma. Hable con los suyos tanto como pueda, y hallará que cuanto mayor sea la frecuencia con que con ellos converse de asuntos de religión, más deseosos acudirán a sus prédicas y oficios, y más sumisos han de aprender sus enseñanzas. La diligencia, en un clérigo, siempre lo hace venerable a ojos de los suyos. Creo que ahora no me queda más que decir que, en la formidable tarea que ha emprendido, ruego a Dios que lo bendiga.
Soy, señor, su más humilde servidor,
SAM. JOHNSON
Las siguientes cartas que le envié fueron del 24 de agosto, el 6 de septiembre y del 1 de octubre, y de ellas extracto los pasajes que siguen:
Mi hermano David y yo hemos visto tan a pedir de boca cumplirse el por tantos años aplazado encuentro de ambos en Auchinleck que en cierto modo viene a confirmarse la plácida y reconfortante esperanza de ese O! preclarum diem! en un futuro estado.[c187]
Le ruego que nunca más vuelva a albergar la suspicacia de que me complazca yo en un humor cicatero, ni de que le gaste trucos ni jugarretas; bien recordará que cuando le confesé que una sola vez había guardado silencio intencionadamente por tratar de poner a prueba su afecto le di mi palabra de honor de que nunca más volvería a suceder.
Me regocija saber de su buena salud; ruego a Dios que sea por mucho tiempo. A menudo me he dicho que con agrado añadiría yo diez años a mi vida para restar diez a la suya; quiero decir que de buena gana sería diez años más viejo con tal de que fuera usted diez años más joven. Pero permítame que le agradezca los años en que he disfrutado de su amistad, y que me complazca con las esperanzas de disfrutarla por muchos años venideros en este estado del ser, siempre con la confianza de que en otro estado nos encontraremos para no separarnos jamás. De esto no podemos formarnos un concepto, pero el pensamiento, bien que indistinto, es delicioso cuando el ánimo concurrente es calmo y claro.
Las revueltas de Londres fueron ciertamente un espanto; no me dice usted nada de su propia situación durante tan bárbara anarquía. Una descripción de todo ello por el doctor Johnson formaría un gran panorama;[207] bien podría pergeñar otro Londres, un poema.
Me entusiasma su expresión condescendiente y afectuosa: «Mantengamos el afecto mutuo por todos los medios que tengamos a nuestro alcance». ¡Mi reverenciado amigo! ¡Cuánto enaltece mi ánimo ser tenido por digno compañero del doctor Johnson! Todo cuanto ha dicho usted en loor del señor Walmsley lo he pensado yo de usted desde hace mucho tiempo, aunque los dos somos tories, lo cual tiene una gran influencia en general sobre nuestros sentimientos. Espero que convenga en que nos podamos ver en York a finales de este mes; si viniera usted a Carlisle aún sería mejor en caso de que el Deán se encuentre en la ciudad. Le ruego considere que con el fin de mantener la mutua amabilidad deberíamos disponer una vez al año de esa libre e íntima comunicación del espíritu de la que sólo se goza estando juntos. Deberíamos disfrutar tanto de nuestra conversación solemne como de nuestra conversación placentera.
Le escribo por tercera vez para hacerle saber que acrece notablemente mi deseo de que nos veamos este otoño. Escribí al caballero Geoffrey Bosville, mi superior en el condado de York,[a nota c157, Vol. II] diciéndole que tal vez le haga una visita, pues tenía previsto celebrar un encuentro en York con el doctor Johnson. Le doy mi palabra de honor que no sugerí que le invitara a usted; sin embargo, me contestó como sigue: «No será preciso decirle que mucho me alegraría de verle por aquí a finales de mes, como usted propone; del mismo modo, albergo la esperanza de que pueda usted convencer al doctor Johnson para que tengan aquí su encuentro. Será el remate del gran favor que me hace con su presencia, si logra que un conocido suyo de tal categoría le asista con sus observaciones. A menudo me he entretenido con sus escritos, y una vez pertenecí a un club del cual era miembro; nunca llegué a pasar allí una velada, pero oí cosas de él que bien vale la pena recordar».
Disponemos así, mi querido señor, de confortable alojamiento en las inmediaciones de York, donde le aseguro que será de todo corazón bienvenido. Le ruego se resuelva a emprender viaje; no permita que el año de 1780 sea un paréntesis en nuestro calendario social y en ese registro de sabiduría e ingenio que llevo en honor de usted, con tanta diligencia, para instrucción y deleite de otros.
El señor Thrale tuvo nuevas elecciones por la representación en el Parlamento del distrito de Southwark, y Johnson amablemente le prestó ayuda escribiendo anuncios de su candidatura. Insertaré uno para que sirva de muestra:*
A los dignos electores del distrito de Southwark
Southwark, 5 de septiembre de 1780
Caballeros,
se convoca la formación de un nuevo Parlamento y de nuevo solicito el honor de ser elegido en calidad de uno de sus representantes; lo solicito con la mayor confianza, pues no tengo conciencia de haber descuidado mi deber, ni de haber actuado de otro modo que el correspondiente al representante independiente de votantes independientes, por encima del miedo, de la esperanza, de las expectativas, sin ningún propósito privado que promover, estando mi prosperidad unida a la prosperidad del país. Como mi restablecimiento de una grave dolencia aún no es perfecto, he declinado mi asistencia a la sala de juntas del distrito, y espero que esta ausencia por causas de fuerza mayor no sea ásperamente censurada.
Sólo puedo transmitirles mis más respetuosos deseos de que todas sus deliberaciones sean conducentes a la felicidad del reino y a la paz del distrito. Soy, caballeros, su más fiel y obediente servidor,
HENRY THRALE
A la honorable lady Southwell,[208] en Dublín
Bolt Court, Fleet Street,
9 de septiembre de 1780
Señora,
entre las sin duda numerosas muestras de condolencia que su grave pérdida le habrá ocasionado, tenga la bondad de recibir ésta de alguien cuyo nombre tal vez nunca haya oído, y que conoce a Su Señoría sólo por la reputación de su virtud, y que conocí a su señor sólo por su bondad y munificencia.
Su Señoría vuelve ahora a ser requerida para dar muestras de aquella piedad que ya diera en una situación de dolor y de peligro, sentando ejemplo tan ilustre; la beneficencia de su señor aún puede tener prolongación por parte de quienes con su fortuna heredan sus virtudes.
Confío en que se me disculpe la libertad que me tomo al informar a Su Señoría de que el señor Mauritius Lowe, hijo del padre de su difunto esposo,[209] dispuso, por recomendación de su señor, de una asignación trimestral de diez libras, la última de las cuales, que debía haber recibido el 26 de julio, no le ha llegado; hallábase en extrema esperanza de recibir a tiempo esta asignación, y se congratulaba al pensar que el 26 de octubre habría recibido la mitad de la cuantía correspondiente al año, cuando le dio de lleno la terrible noticia de que su benefactor había fallecido.
Espero poder albergar la esperanza de que esa necesidad, ese parentesco y ese mérito que suscitaron la caridad de Su Señoría sigan teniendo el mismo efecto sobre aquellos a quienes deja en vida, y que si bien ha perdido a un amigo, no haya de verse en la indigencia. La caridad de usted, señora, no puede aplicarse con facilidad allí donde más se necesita; para un ánimo como el suyo, sin duda que la inquietud es recomendación suficiente.
Espero se me permita el honor de ser, señora, el más humilde servidor de usted,
SAM. JOHNSON
En el día de su aniversario escribió Johnson esta nota: «Comienzo ahora mi septuagésimo año de vida con mayor fortaleza corporal y mayor vigor intelectual de lo que tengo por habitual a esta edad». Sin embargo, sigue quejándose de sus noches sin dormir y de sus días malgastados, y de olvidos varios, y de no cumplir sus resoluciones. Con este patetismo se expresa: «No puedo pasar mi vida entera, es imposible, con mi total reprobación».[210]
El señor Macbean, a quien he mencionado varias veces, siendo como fue uno de los amigos humildes de Johnson, un hombre meritorio pero desafortunado, se hallaba oprimido por la edad y la pobreza, por lo que Johnson solicitó al lord canciller Thurlow que se le admitiera en la Cartuja.[211] Me tomo la libertad de insertar la respuesta de Su Señoría, deseoso como estoy de aprovechar cualquier ocasión de aumentar debidamente el respeto en que debe tenerse a mi ilustre amigo:
Al doctor Samuel Johnson
Londres, 24 de octubre de 1780
Señor,
en este instante he recibido su carta del pasado 19, y devuelta desde Bath.
A comienzo del verano obré la colocación de una persona en la Cartuja, sin la sanción de una recomendación tan destacada y de autoridad como es la suya de Macbean, y me temo que de acuerdo con las normas de la casa no se presentará pronto la oportunidad de hacer una nueva obra de caridad. Sin embargo, en cuanto se produzca una vacante, si me hace el favor de llamarme la atención al respecto, procuraré recomendarlo para que la ocupe, aun cuando no sea mi turno de nominación.
Soy, señor, con gran respeto, su más fiel y obediente servidor,
THURLOW
A James Boswell
17 de octubre de 1780
Querido señor,
lamento escribirle una carta que no le agradará, a pesar de lo cual es lo que al fin y a la postre he resuelto hacer. Este año habrá de pasar sin nuestra entrevista; el verano se ha perdido estúpidamente, como tantos otros veranos e inviernos. Apenas vi un solo campo en su verdor; me quedé en la ciudad a trabajar sin haber trabajado gran cosa.
Al señor Thrale, la pérdida de la salud le ha costado la pérdida de las elecciones; ahora marcha a Brighthelmstone y cuenta con que vaya con él; no sabría precisar cuánto tiempo habré de estar allí. El lugar no me agrada mucho, pero mi deber es ir y permanecer allí el tiempo que se desee. Por todo ello, habremos de contentarnos con saber lo que sabemos y saberlo todo lo bien que sabe el hombre cómo es el saber del hombre, que nos queremos el uno al otro y nos deseamos el uno al otro la mayor felicidad, y que el lapso de un año no vendrá a menguar nuestro mutuo afecto.
Me complació tener noticia de que mi acusación contra la señora Boswell era infundada cuando supuse que me tiene ojeriza. Tanto la quiero yo, amigo mío, que mucho me alegraré de querer a cuantos la quieren y a cuantos quiere usted, y dispuesto en favor de la señora Boswell, si ella lo estima digno de aceptarlo. Espero que todas las señoritas y los jóvenes caballeros se encuentren bien.
Le he tomado un gran aprecio a su hermano. Me dice que su padre le recibió con bondad, aunque no con afecto; sin embargo, usted parece haberse hallado a gusto en Auchinleck mientras estuvo allí. Haga a su padre todo lo feliz que pueda.
Últimamente algo me contó de su salud; por mi parte, puedo asegurarle que en el último año, poco más o menos, he disfrutado de una salud mejor que muchos años atrás. Tal vez plazca a Dios darnos algo de tiempo que pasemos juntos antes de despedirnos.
Soy, señor, afectuosamente suyo,
SAM. JOHNSON
Al reverendo doctor Vyse, en Lambeth
30 de diciembre de 1780
Señor,
espero que me perdone por esta libertad que me tomo al solicitar su intercesión ante Su Excelencia el Arzobispo: mi primera petición fue con bien, por eso me aventuro a una segunda.
La matrona de la Cartuja se halla a punto de renunciar a su puesto, y la señora Desmoulins, hija del difunto doctor Swinfen, a quien bien conoció y trató el padre de usted, está deseosa de ser su sucesora. Está acostumbrada a llevar un internado y cuidar de los niños, y creo que es muy capaz de cumplir tales deberes. Pasa por grandes aprietos, por lo que propiamente podría beneficiarse de una institución de caridad. Si desea usted verla, estará dispuesta a darle relación de su vida.
Si le complaciera, señor, mencionarla de un modo favorable ante su excelencia, haría un amabilísimo favor a su más agradecido y más humilde servidor,
SAM. JOHNSON