ÆTAT. 67

1776: ÆTAT. 67.] En 1776, por lo que alcanzo a descubrir, Johnson no escribió nada que se publicase, aunque su ardor intelectual y su ánimo inquebrantable, fraguado de generosos deseos por alcanzar grados aún más eximios de excelencia literaria, tienen prueba sobrada en sus anotaciones privadas de este año, que insertaré en el lugar adecuado.

A James Boswell

10 de enero de 1776

Querido señor,

por fin he remitido todos los papeles de lord Hailes. Mientras estuve en Francia, repasé muy a menudo a Henault. Lord Halles, a mi entender, lo deja muy atrás. Ahora mismo soy absolutamente incapaz de entender por qué no despaché mucho antes un examen tan breve, pero ya sabe usted que los impulsos momentáneos del ser humano se los roban mil y un impedimentos nimios que luego no dejan rastro. Durante toda la Navidad he estado aquejado por un trastorno general cuyo peor efecto era una tos persistente, ahora muy mitigada, aunque la campiña que contemplo desde una de las ventanas de Streatham está ahora cubierta por un espeso manto de nieve. La señora Williams está muy enferma; los demás, como de costumbre.

Entre los papeles encontré una carta para usted que me pareció que no había abierto, así como un artículo del Chronicle que no creo necesario insertar. Le devuelvo ambos.

En estos últimos días he tenido el honor de recibir el primer volumen de lord Hailes, que agradezco con el debido respeto.

Le deseo, mi queridísimo amigo, así como a su altiva señora, pues bien sé que no me quiere, y a las señoritas, y al pequeño Laird, toda la felicidad posible. Enseñe al joven caballerito, a despecho de su madre, a pensar y hablar bien de mí, señor. Su afectuoso y humilde servidor,

SAM. JOHNSON

Durante esta época estaba en liza un asunto de importancia para mi familia y para mí, que no se me ocurriría imponer sobre el mundo en general de no ser por la parte que desempeñó en él la amistad que me unía al doctor Johnson, que dio ocasión a un notable despliegue de su capacidad, cuya ocultación sería injusta. Para que bien se entienda lo que escribió sobre este asunto es necesario exponer el estado de la cuestión, cosa que haré tan sucintamente como pueda.

En el año de 1504, la baronía o casa solariega de Auchinleck (pronúnciese Affléck), sita en el condado de Ayrshire, perteneciente a una familia cuyo apellido era el mismo que el nombre de las tierras, pasó a manos de la Corona a raíz de la comisión de un delito de traición; Jacobo IV, Rey de Escocia, la cedió a Thomas Boswell, descendiente de una familia de abolengo, originaria del condado de Fife, nombrándole en la carta de cesión «dilecto familiari nostro», y consignando como causa del poder otorgado «pro bono et fideli servitio nobis praestito». Thomas Boswell murió en el campo de batalla en que luchó al lado de su soberano, en la malhadada batalla de Flodden, en 1513.

A partir del muy distinguido fundador de nuestra familia, la hacienda fue transmitida en sucesión directa a sus herederos varones, hasta quedar en manos de David Boswell, tío abuelo de mi padre, que no tuvo hijos, aunque sí cuatro hijas, todas ellas casadas con hombres respetables, la primogénita con lord Cathcart.

Resuelto a cumplir el principio feudal y militar de la continuación de la sucesión por línea masculina, David Boswell legó la heredad no a sus hijas, sino a su sobrino, hijo de su hermano, el cual dio su visto bueno a su testamento y renunció a toda pretensión que pudiera tener, dejando la preferencia a su hijo. Ahora bien, lastrada la hacienda por las grandes porciones debidas a las hijas, y por otras deudas, el sobrino se vio en la obligación de vender una parte muy considerable, y la parte restante quedó sujeta a grandes cargas.

La frugalidad del sobrino sirvió para preservar y en gran medida aliviar la hacienda. Su hijo, mi abuelo, abogado eminente, no sólo readquirió una parte de lo que se había vendido, sino que también compró otras tierras colindantes, y mi padre, uno de los jueces del Tribunal Supremo de Escocia, que había ampliado de manera considerable las tierras, manifestó su inclinación a arrogarse el privilegio que le otorgaba nuestra ley,[159] es decir, a garantizar la propiedad de la familia a perpetuidad por medio de una cláusula vinculante añadida a su testamento que, debido a las estipulaciones de su contrato matrimonial, no podía elevar sin mi consentimiento.

En el plan de vincular la hacienda estuve completamente de acuerdo con él, por más que fuera yo el que sufriese las restricciones que entrañaba; por desdicha, no concordamos en cambio en cuanto a la línea de herederos que sería preciso establecer o, en el lenguaje de la ley, en la serie sucesoria. Mi padre había proclamado su preferencia por los herederos en general, esto es, sin discriminar entre varones y hembras. Estaba sin embargo a favor de que tuvieran preeminencia sobre las hembras todos los varones que descendieran de su abuelo, pero se negaba rotundamente a ampliar ese privilegio a los varones cuya ascendencia se remontase a una rama superior. Yo por mi parte mostré una celosa parcialidad por los herederos varones, aunque fuera remoto el parentesco, postura que defendí mediante argumentos que me parecieron de peso muy considerable.[160] Y en el caso particular de nuestra familia, colegí que nos hallábamos sujetos a una obligación implícita, por honor y en buena fe, de transmitir la heredad por la misma tenencia que nos autorizaba a su posesión, esto es, por línea masculina, con exclusión expresa de las hembras de parentesco más cercano. Por consiguiente, al pensar en conciencia, expuse mi objeción tajante al plan de mi padre.

Mi oposición disgustó mucho a éste, quien tenía pleno derecho al mayor de los respetos y a toda mi deferencia filial; yo tenía sobradas razones para columbrar desagradables consecuencias de mi negativa a plegarme a sus deseos.[c344] Tras no poco desconcierto e intranquilidad, en medio de mis tribulaciones escribí al doctor Johnson para explicarle por lo menudo el caso con todas sus implicaciones, y le pedí humilde y seriamente que lo sopesara a su recto entender y se tomara el tiempo que considerase oportuno antes de hacerme el gran favor de manifestarme su opinión y consejo de amigo.

A James Boswell

Londres, 15 de enero de 1776

Querido señor,

mucho me impresionó su carta, y si logro formarme sobre su caso una resolución que me parezca del todo satisfactoria, con gran contento la compartiré con usted; ahora bien, no sé yo si estaré a la altura. Se trata de un caso compuesto de ley y de justicia, para el cual se requiere un intelecto versado en disquisiciones jurídicas. ¿No podría usted comentar todo el asunto y su postura misma con lord Hailes? Como bien sabe usted, él es cristiano y es experto legislador. Lo supongo por encima de toda parcialidad y de toda locuacidad superflua; creo que no dará por perdido el tiempo que dedique a aquietar un ánimo perturbado o a asentar una conciencia que flaquea. Escríbame con todo lo que se le ocurra; si me viera impedido de adelantar algo por falta de detalles que me resulte imprescindible conocer, le interrogaré a medida que me surjan las dudas.

Si sus anteriores resoluciones resultaron de manera fehaciente mero capricho o fantasía, decide usted con toda justicia al entender que las fantasías o los caprichos de su padre tienen derecho a gozar de preferencia; ahora bien, que sean puramente fantasía o que sean racionales es la cuestión en la que de veras creo que podría ayudarnos lord Hailes.

Presente mis respetos a la señora Boswell y dígale que espero que no me falte nada en lo que pueda colaborar a poner fin a sus tribulaciones de usted. Soy, querido señor, afectuosamente,

SAM. JOHNSON

Al mismo

3 de febrero de 1776

Querido señor,

me dispongo a escribir largo y tendido sobre un asunto que requiere un conocimiento de la ley local y una familiaridad con las reglas generales de la herencia mucho mayores que los que yo pueda poseer; sin embargo, escribo porque me lo pide.

La tierra, como cualquier otra posesión, se halla por derecho natural completamente en poder de su actual propietario; es susceptible de venderse, donarse o legarse, absoluta o condicionalmente, según dicte el juicio o incite la pasión.

Ahora bien, de poco valdría el derecho natural sin la protección de la ley, y el concepto primordial de la ley es la restricción en el ejercicio del derecho natural. En sociedad, por lo tanto, un hombre no es plenamente dueño y señor de lo que llama su propiedad, si bien conserva todo el poder que no le resta la ley.

En el ejercicio del derecho que la ley ni quita ni otorga, preciso es rendir respeto a las obligaciones morales.

De la hacienda que ahora consideramos, su señor padre aún conserva tal posesión, tiene tal poder sobre ella, que puede venderla y hacer con el dinero lo que le plazca sin ningún impedimento legal. Ahora bien, si amplía ese poder más allá de su propia vida, al dictar el orden sucesorio de la propiedad, la ley exige que sea necesariamente con el consentimiento de usted.

Supongamos que vende la propiedad para arriesgar el dinero ganado en una aventura especiosa, en el curso de la cual lo pierde todo; su posteridad se verá gravemente decepcionada, aunque ninguno de sus descendientes pueda considerarse injuriado o robado. Si lo gasta en vicios y placeres, sus sucesores sólo podrían motejarlo de voluptuoso y depravado; ninguno podría acusarlo de haber sido injurioso o injusto.

Quien puede hacer más puede hacer menos. Quien mediante venta o despilfarro puede desheredar a una familia entera, puede sin duda desheredar a una parte de la misma mediante convenio parcial.

Las leyes se conforman de acuerdo con las costumbres y exigencias de una época determinada, y no es sino mero accidente que tengan vigencia mayor que la duración de sus causas. La limitación de la sucesión feudal a la línea masculina surgió de la obligación del vasallo a asistir a su señor en la guerra.

Como los tiempos y las opiniones son en todo momento cambiantes, no sé yo si no sería usurpación prescribir reglas sobre la posteridad, presuponiendo el derecho de juzgar lo que no nos es dado conocer, y no sé si plenamente apruebo la intención de su señor padre, ni la suya, que tienden a poner límites a esa sucesión que les ha llegado a ustedes de sus ancestros sin limitación ninguna. Si hemos de legar sartum tectum[c345] a la posteridad, habiéndolo recibido sin mérito alguno de nuestros ancestros, ¿no deberían mantenerse incólumes la elección y el libre albedrío? ¿Ha de tratarse la tierra con más reverencia que la libertad? Si esta consideración llevara a su padre a abstenerse de desheredar a algunos de los varones, ¿deja en manos de usted el poder de desheredar a todas las hembras?

¿Puede hacer testamento quien es dueño de una propiedad feudal? ¿Puede dictar que, fuera de la herencia, determinada porción sea para su hija? Parece existir una diferencia muy ensombrecida entre el poder de legar la tierra y el poder de legar el dinero que pueda amasarse a partir de la tierra; entre legar una hacienda a las hembras y dejar al varón heredero, en efecto, en condición de mero ecónomo para ellas.

Supongamos al mismo tiempo la existencia de una ley que sólo permitiera heredar a los varones y, durante la vigencia de esta ley, que muchas haciendas hubieran sido legadas, saltando por encima de las hembras, a herederos de remoto parentesco. Supongamos que, después, se derogase esa ley en consonancia con un cambio de costumbres, y las hembras pudieran de pleno derecho heredar. ¿No habría de cambiar entonces la tenencia de las haciendas? ¿Podrían las mujeres no beneficiarse de una ley aprobada a su favor? ¿Es preciso que se pase por encima de ellas para siempre, por determinados principios morales, sólo porque en una época ya lejana estuvieron excluidas por una prohibición legal? ¿O tal vez aquello que se transmite a los varones por una ley pasa a manos de las hembras por otra?

Menciona usted su resolución de mantener intacto el derecho de sus hermanos;[161] no veo yo que ninguno de sus derechos haya sido recortado.

Como toda su contrariedad emana del acto de su antecesor, que desvió la sucesión de las hembras, inquiere usted de manera muy apropiada y perspicaz cuáles fueron sus motivos y cuál su intención, pues ciertamente no le ata su acto más de lo que él prefirió atarse al comprometerse a su cumplimiento, ni tiene por tanto que conservar su tierra según términos más duros o más estrictos que aquellos por los cuales le fue otorgada.

Las intenciones deben deducirse de los actos. Cuando legó la hacienda a su sobrino, con la exclusión de sus hijas, ¿tuvo o no tuvo en su mano el haber perpetrado la sucesión por línea de los varones? Si estuvo en su mano el hacerlo, parece mostrar, por omisión, su deseo de que no se hiciera, y de acuerdo con los principios que usted defiende no probará usted con facilidad su derecho a destruir la línea sucesoria que establecieron sus antepasados.

Si su antepasado en cambio no tuvo en su mano el establecer un convenio perpetuo, y si no podemos por consiguiente juzgar con toda claridad cuáles fueron sus intenciones, su acto sólo puede considerarse como un ejemplo que no entraña en puridad obligaciones de ninguna clase. Y, como bien puede observar, no dio un ejemplo de rigurosa adhesión a la línea sucesoria. Quien pasó por alto a un hermano, no extrañará que se muestre poco respeto a los parientes más lejanos.

Como las reglas sucesorias son en gran medida puramente atingentes a la ley, ningún hombre podrá legar nada si no es de acuerdo con la ley; no puede, desde luego, otorgar un poder que la ley niegue; si no marca unas limitaciones específicas y definidas, confiere todo el poder que la ley autoriza.

Por la razón que fuera, su antepasado desheredó a sus hijas, pero de ello no se sigue necesariamente que su intención fuera el establecimiento de esta regla y su vigencia para la posteridad, o no más, en todo caso, que desheredar a su hermano.

Si, por consiguiente, se pregunta usted con qué derecho su padre admite a las hijas en la herencia, pregúntese primero con qué derecho exige usted que sean excluidas.

Si se reflexiona a fondo, se tiene la sensación de que su padre no excluye a nadie; sólo admite que las hembras de mayor proximidad en el parentesco hereden antes que los varones de parentesco más remoto, por lo que la exclusión es puramente consecuente.

Éstos, mi querido señor, son mis pensamientos, carentes de todo método y a lo sumo provisorios, aunque tal vez encuentre en ellos algún parpadeo de evidencia.

No puedo por menos, sin embargo, que recomendarle de nuevo una consulta con lord Hailes, de quien bien sabe que es a la vez buen cristiano y experto legislador.

Presente mis respetos a la señora Boswell, aunque no me tenga ninguna estima. Soy, señor, su afectuoso servidor,

SAM. JOHNSON

Había seguido yo su recomendación y había celebrado consulta con lord Hailes, quien sobre este asunto tenía una firme opinión contraria a la mía. Su Señoría de buena gana se tomó la molestia de escribirme una carta en la que discutió, haciendo gala de sus amplios conocimientos históricos y legales, los puntos en los que veía yo una gran dificultad, manteniendo que «la sucesión de los herederos en general era la sucesión, de acuerdo con la ley de Escocia, del trono a la simple casa de campo, según consta en todos los registros». Observó asimismo que la heredad de nuestra familia no se había limitado a los herederos varones, y que si bien un heredero varón fue preferido en un caso determinado antes que las hembras de parentesco más cercano, ése había sido un acto meramente arbitrario, que había parecido el más aconsejable en un estadio de hechos y en una época harto complicada; señaló que, a tenor de una justa estimación del valor de las tierras y del dinero en aquel entonces, aplicada a la hacienda y a las cargas que soportaba, nada se dio al varón heredero, salvo el esqueleto de una hacienda. «La alegación de conciencia —dijo Su Señoría— que usted interpone es absolutamente respetable, en especial cuando conciencia e individuo se hallan en bandos distintos. Ahora bien, entiendo que la conciencia no está del todo bien informada, y que en esta ocasión individuo y mujer debieran estar en el mismo bando».

Esta carta, que tuvo una influencia considerable en mi espíritu, se la envié al doctor Johnson al tiempo que le rogaba que volviera a escribirme en torno a esta interesante cuestión.

A James Boswell

9 de febrero de 1776

Querido señor,

al no tener ninguna familiaridad con las leyes y costumbres de Escocia, me esforcé por considerar la cuestión sobre la base de los principios generales y no hallé gran cosa de probada validez que pudiera contraponer a esta postura: «Quien hereda un feudo al que sus ancestros no han puesto restricciones, hereda el poder de restringirlo según su propio criterio u opinión». De ser cierto, puede usted concurrir con su señor padre.

Una consideración ulterior arroja otra conclusión: «Quien hereda un feudo al que sus ancestros no han puesto restricciones, dará a sus herederos motivos de queja si no lo transmite sin restricciones a la posteridad, pues ¿por qué iba a hacer del estado de otros algo peor que el suyo sin razón que lo justifique?». De ser cierto, aun cuando ni su padre ni usted estén por hacer algo del todo correcto, como su padre (entiendo yo) vulnera en menor medida la sucesión acorde con la ley, parece acercarse más que usted a lo correcto.

No puede sino darse el caso de que «las mujeres tienen derechos naturales equiparables a los del hombre, derechos y exigencias que no pueden reemplazarse o infringirse caprichosamente ni a la ligera». Cuando los feudos entrañaban la prestación de un servicio militar, bien se entiende por qué las hembras no podían heredarlos, pero esa razón ha dejado de tener vigencia. Así como las costumbres hacen las leyes, también las costumbres las revocan.

Éstas son las conclusiones generales a las que he llegado. Ninguna es muy favorable a su plan de añadir una cláusula vinculante, ni posiblemente lo sea para ningún plan. Mi observación de que sólo quien adquiere tierras puede darlas en herencia de manera caprichosa,[162] si alguna convicción contiene ha de incluir la postura inversa, esto es, que sólo quien adquiere una heredad puede legarla con una cláusula vinculante y restrictiva de manera asaz caprichosa. Pero entiendo que bien puede presuponerse sin riesgo que «quien hereda una finca, hereda todo el poder legalmente concomitante a la misma», y que «quien otorga, cede o lega sin restricciones una hacienda sujeta a tales, ha de suponerse que da ese poder de restricción cuya negativa ha omitido, y que consigna toda futura contingencia a la prudencia que del futuro cabe esperar». En estas dos posturas entiendo que le aconsejará lord Hailes que persista; cualquier otra postura se me antoja un cúmulo de complicaciones y despropósitos con demasiado escrúpulo.

Si se concede la validez de estos axiomas, habrá alcanzado usted la plena libertad sin recurrir a las circunstancias particulares, que de todos modos tienen un gran peso en su caso. Observa usted con gran acierto que quien dejando al margen a su hermano legó su herencia a su sobrino no pudo limitar más de lo que donó; según la estimación de lord Hailes sobre los catorce años de arrendamiento, lo que donó no pudo ser más de lo que usted podría fácilmente restringir mediante cláusula vinculante de acuerdo con su propia opinión, si es que esa opinión es la que al final prevalece.

La sospecha de lord Hailes en el sentido de que las cláusulas restrictivas y vinculantes son invasión e incluso cercenamiento sobre el dominio de la Providencia podría extenderse a todos los privilegios hereditarios y a todas las instituciones con vocación de permanencia; no veo yo por qué no podría extenderse a cualquier provisión sobre la hora presente, ya que toda cuita sobre el futuro depende de una mera suposición, a saber, que al menos en cierta medida sabemos que será futuro. Del futuro ciertamente nada sabemos, aunque podemos aventurar conjeturas a partir del pasado, y el poder de formar conjeturas abarca, en mi opinión, el deber de actuar de conformidad con esa probabilidad que descubrimos. La Providencia otorga el poder cuyo empleo la razón enseña. Soy, querido señor, su más fiel servidor,

SAM. JOHNSON

Espero ahora me sea dado avanzar un trecho en el afecto de la señora Boswell; ríndale mis respetos a ella y dé mis recuerdos a los pequeños.

No queme papeles; a salvo estarán en su caja. Tal vez más adelante tenga la apetencia de verlos.

Al mismo

15 de febrero de 1776

Querido señor,

a las cartas que le he escrito sobre el portentoso asunto que se trae entre manos no tengo más que añadir. Si en conciencia se da usted por satisfecho, ahora ya sólo debe consultar con su prudencia. Ansío recibir una carta en la que me dé a conocer cómo se ha resuelto por fin esta cuestión tan enojosa y tan compleja.[163]

Y espero y deseo que tenga el mejor final de los posibles. La carta de lord Hailes era sumamente amistosa, y muy oportuna, aunque me parece que algo hay en esa aversión a las cláusulas vinculantes que frisa en la superstición. La Providencia no se contrarresta con ningún medio que la Providencia ponga en nuestras manos. La continuación y propagación de las familias conforma una gran parte de la ley judaica, y de ningún modo está proscrita en la institución cristiana, si bien su necesidad ha dejado de ser acuciante. Las tenencias hereditarias están bien establecidas en todos los países civilizados, y se acompañan en los más de la autoridad hereditaria. Sir William Temple considera que nuestra constitución es defectuosa porque no hay en todo el país una sola hacienda libre de una posible incautación que no esté vinculada a un título nobiliario; lord Bacon aduce como prueba de que los turcos son unos bárbaros el que carezcan de stirpes, como él las llama, o de rangos de jerarquía hereditaria. No permita que su entendimiento, una vez quede libre de la presunta necesidad de una rigurosa cláusula vinculante, se enmarañe y se nuble en objeciones y contrariedades, y dé por ilegales todas las cláusulas vinculantes mientras no disponga de argumentos bien cogitados, y contundentes, que a mi juicio nunca encontrará. Miedo me dan los escrúpulos.

He enviado ya a lord Hailes la totalidad de los papeles, parte de los cuales encontré oculta en un cajón donde los había puesto para mayor seguridad, y cuyo paradero había olvidado. Hay una parte escrita dos veces; le devuelvo ambas copias. Una parte ya la había leído.

Tenga la amabilidad de hacer constar a lord Hailes mi agradecimiento y mis respetos por su primer volumen; su exactitud me llena de asombro; su relato es muy superior al de Henault, como ya comenté en su día.

Mucho me temo que los contratiempos que mi falta de puntualidad le haya ocasionado son mucho, mucho mayores que todo el bien que pueda yo hacer para compensarle, aunque si recibo más texto escrito intentaré revisarlo mejor.

Le ruego me haga saber si la señora Boswell está a buenas conmigo. Presente mis respetos a Verónica, Euphemia y Alexander. Soy, señor, su más humilde servidor,

SAM. JOHNSON

Boswell al doctor Johnson

Edimburgo, 20 de febrero de 1776

… Ha esclarecido usted mi entendimiento y me ha liberado de los imaginarios grilletes con que me aherrojaban mi conciencia y mi obligación. Si fuera preciso, me sumaría de inmediato a una cláusula vinculante que hiciera referencia a la serie de herederos que mi padre ha dado por buena, aunque considero que es preferible no actuar con precipitación.

El doctor Johnson a James Boswell

24 de febrero de 1776

Querido señor,

me llena de alegría que cuanto haya podido cavilar o decirle yo haya servido para apaciguar sus pensamientos. Su decisión de no actuar hasta no tener confirmación por otras deliberaciones es muy de justicia. Si ha sido usted escrupuloso, no sea ahora precipitado. Espero y deseo que, en cuanto lo piense más, y aproveche sus oportunidades para cambiar pareceres con hombres versados en cuestiones de propiedad, sea capaz de librarse de toda complicación.

Cuando le escribí la última, envié, creo, diez paquetes. ¿Los ha recibido todos?

Debe comunicar a la señora Boswell que sospeché que me había escrito sin el conocimiento de usted,[164] y que por tanto no quise contestar nada, no fuera que perniciosamente se descubriese una correspondencia clandestina. Le escribiré pronto. Soy, querido señor, afectuosamente su amigo,

SAM. JOHNSON

Tras comunicar a lord Hailes lo que me había escrito el doctor Johnson en relación a la cuestión que tanto me desconcertaba, Su Señoría me escribió en estos términos: «Sus escrúpulos han dado mucho más fruto del que yo esperaba: una excelente disertación sobre los principios generales de la moral y la ley».

Escribí el 20 de febrero al doctor Johnson quejándome de melancolía y expresándole un intenso deseo de estar con él. Le informé de que habían llegado sin novedad los diez paquetes, de que lord Hailes estaba muy agradecido y de que, a su decir, prácticamente quedaron extirpados del todo sus escrúpulos contra las cláusulas vinculantes y restrictivas.

A James Boswell

5 de marzo de 1776

Querido señor,

he recibido su carta no hace ni media hora; siendo tanto el peso que otorga a mis conceptos, no me parecería justo aplazar mi respuesta ni media hora más.

Lamento que haya vuelto a acometerle la melancolía, y tanto más lo lamentaría si no hallase más alivio que en mi compañía. Con mi consejo puede contar siempre que le plazca requerirlo; de mi compañía, el mes que viene apenas podrá gozar, pues el señor Thrale me llevará a Italia, según asegura, el primero de abril.

Permítame hacerle con toda seriedad una clara advertencia en contra de los escrúpulos. Me alegra que se haya reconciliado con su convenio testamentario, y creo que mucho le honra haber zarandeado la opinión que de las cláusulas vinculantes pudiera tener lord Hailes. Sin embargo, no ponga sus esperanzas en que podrá allanar del todo sus cuitas por medio del raciocinio; no las alimente por medio de la atención, que habrán de marchitarse de manera imperceptible. Concentre en cambio sus pensamientos en los asuntos que le ocupan, llene sus ratos libres de buenas compañías, que el sol volverá a lucir sobre su ánimo. Si va a venir a verme, tendrá que ser muy pronto; ni siquiera sé bien qué hacer, aunque podríamos dar una buena batida por la campiña, pues tengo la intención de visitar Oxford y Lichfield rápidamente antes de emprender este largo viaje. A todo esto sólo puedo añadir que soy, señor, su más afectuoso y humilde servidor,

SAM. JOHNSON

Al mismo

12 de marzo de 1776

Querido señor,

muy a primeros de abril abandonamos Inglaterra, y la semana próxima, a comienzos, saldré de Londres una corta temporada; me parece imprescindible tenerle al corriente de esto, con el fin de que no se vea decepcionado en ninguna de sus empresas. No había tomado la rotunda decisión de ir al campo hasta hoy mismo.

Por favor, presente mis respetos a lord Hailes, y comente de manera muy particular a la señora Boswell mi esperanza de que se haya reconciliado, señor, con su fiel servidor,

SAM. JOHNSON

Hace más de treinta años, los herederos del lord canciller Clarendon legaron a la Universidad de Oxford la continuación de su Historia, así como el resto de los manuscritos de Su Señoría que no se habían publicado aún, con la condición de que los beneficios obtenidos de la publicación de los mismos se adjudicasen al establecimiento de una escuela de equitación en la universidad. La donación fue aceptada en reunión plenaria. Se encareció al doctor Johnson que encontrase a la persona idónea para dirigir y administrar la propuesta escuela de doma y equitación, en lo cual se desempeñó Johnson con ese celo por el que tan notable era en ocasiones similares. Sin embargo, al indagar el asunto tuvo conocimiento de que era harto improbable que se procediera pronto a la ejecución del plan; los beneficios que devengaba la imprenta de Clarendon, debido a una administración deficiente, eran muy escasos. Cuando esto se lo explicó un muy respetable dignatario de la Iglesia, que tenía sobrados medios para saberlo, escribió una carta sobre la cuestión, que demuestra a la par su extraordinaria precisión y agudeza y su caluroso afecto por su Alma Mater.

Al reverendo señor Wetherell, rector de University College, Oxford

12 de marzo de 1776

Apreciado señor,

pocas cosas hay más ingratas que la transacción de negocios con hombres que están por encima de saber qué es preciso hacer, o que les tiene sin cuidado, como parece ser el caso de los legatarios de la institución de lord Clarendon, tal como se verá cuando lea la carta del doctor *******.

La última parte de la carta del doctor es de suma importancia. La queja[165] que eleva la he oído yo hace tiempo, y no sabía que estuviese siquiera resarcida. Es una desdicha que una práctica tan maligna no se haya corregido, pues es de todo punto necesario corregirla; de lo contrario, nuestra imprenta y todos sus privilegios serán inservibles. Los libreros, que como todos los demás hombres adolecen de fuertes prejuicios en su propio favor, tienen una propensión suficiente a entender la práctica de la impresión y la venta de libros por parte de quienes no sean libreros por crasa usurpación sobre los derechos de su gremio; tienen asimismo una gran necesidad de incentivos para dar circulación a las publicaciones académicas, necesidad mayor que en el caso de otras publicaciones, ya que en esa cooperación recíproca mediante la cual se lleva a efecto el comercio en general no puede tomar parte la universidad. A quienes no ama ni teme, de quienes tampoco espera reciprocidad en sus buenos oficios, ¿por qué va a promocionar un hombre, y hacer valer sus intereses, si no es en beneficio propio? Supongo que en toda nuestra erudita ignorancia de las cosas humanas seguimos siendo demasiado sabios para esperar que los propios libreros se constituyan en patronos, y que compren y vendan bajo la influencia de un celo desinteresado por la promoción del saber.

A los libreros hay que concederles no sólo su común beneficio, sino algo más si buscamos el honor o el provecho de nuestra imprenta; si se espera que los libros impresos en Oxford tengan un precio elevado, ese precio ha de ser impuesto sobre el público, y ha de ser sufragado en definitiva por el comprador, no por los agentes intermediarios. El precio que se imponga al libro es, para el librero, completamente indiferente, siempre y cuando tenga un margen de beneficios proporcional al precio por el hecho de negociar la venta.

Me declaro de todos modos incapaz de averiguar por qué los libros impresos en Oxford hayan de ser tan caros. No pagamos alquiler; heredamos muchos de nuestros instrumentos y materiales; el alojamiento y las vituallas son más baratos que en Londres por lo cual la mano de obra no tendría por qué ser más costosa. Nuestros gastos, como es natural, son inferiores a los que tienen los libreros; en la mayoría de los casos, las comunidades se contentan con beneficios inferiores a los de los individuos.

Es posible que no se sopese lo suficiente las muchas manos por las que a menudo pasa un libro antes de llegar a las del lector, ni qué parte de las ganancias ha de conservar cada una de esas manos, como motivo para transmitirlas a las siguientes.

Llamaremos a nuestro primer agente en Londres, al señor Cadell,[c346] que es quien recibe de nosotros nuestros libros, les da sitio en su almacén y los expide según demanda; es él quien los vende al señor Dilly, un librero al por mayor, que es quien a su vez los envía al resto del país, a los libreros que en última instancia serán quienes los han de vender a los lectores. Así pues, ya son tres los beneficios que es preciso pagar entre impresor y lector o, diciéndolo en términos comerciales, entre manufacturero y consumidor, y si alguno de esos beneficios se distribuye con demasiada penuria, el proceso del comercio queda interrumpido.

Así llegamos a la cuestión práctica: ¿qué se ha de hacer? Me dirá usted, con razón, que no he dicho nada hasta que declare, según mi opinión, qué parte del precio final debe repartirse entre las sucesivas etapas de toda la venta.

Mucho me temo que la deducción parecerá cuantiosa, pero creo que es aconsejable considerarla antes de rechazarla de plano. Hemos de reservar para ese beneficio entre un treinta y un treinta y cinco por ciento, entre seis y siete chelines por libra; dicho de otro modo, por cada libro que al comprador final le cueste veinte chelines, hemos de cargar al señor Cadell algo menos de catorce.

Los beneficios, por tanto, quedarán como sigue:

El señor Cadell, que no corre riesgos y no carga con el crédito, recibirá por el almacenamiento un beneficio de un chelín por cada ejemplar, tal vez susceptible de incrementarse por trimestres.

El señor Dilly, que adquiere el ejemplar por quince chelines, y que ha de contar con el incremento trimestral si lo vende por veinticinco, venderá a su cliente de provincias por dieciséis y seis peniques, cifra ante la cual, ante la posibilidad de sufrir pérdidas y el pago a largo plazo, obtiene el beneficio regular de un diez por ciento, como ha de esperarse en la venta al por mayor.

El librero de provincias, que compra a dieciséis y seis peniques, y que por lo común ha de confiar en resarcirse a muy largo plazo, gana solamente tres y seis peniques; si cuenta con un año de margen, las ganancias no serán mayores que dos y seis peniques; por lo demás, puede aceptar el pago tan a largo plazo como le convenga.

Con un margen inferior a éste, y bien se ve que superior no puede ser, el librero de provincias no puede vivir, pues sus facturas son modestas, y sus deudas a veces altas.

Así pues, apreciado señor, me incita la carta del doctor ******* a detallarle los pormenores de la circulación del libro, que tal vez no todos los ciudadanos tengan ocasión de conocer, y que quienes en efecto conocen tal vez no siempre consideren con la claridad debida.

Soy, etc.,

SAM. JOHNSON[166]

Habiendo llegado a Londres el viernes 15 de marzo a una hora ya muy tardía, me apresuré a ir a la mañana siguiente a visitar al doctor Johnson, pero me encontré con que se había mudado del n.º 7 de Johnson’s Court al n.º 8 de Bolt Court, siempre próximo a su predilecta Fleet Street. Mi reflexión de entonces sobre este cambio, tal como se refleja en mi diario, es la que sigue: «Sentí un necio pesar por haberle visto abandonar una plazoleta que llevaba su nombre,[167] pero no era insensato sentir un tierno apego por un lugar donde le había visto muchas veces y de donde había salido siempre siendo un hombre mejor y más feliz del que era cuando entré, un lugar que con frecuencia se me había presentado en la imaginación, mientras recorría el pavimento de la entrada, en la solemne oscuridad de la noche, como un lugar consagrado a la sabiduría y a la piedad». Como me dijeran que estaba en casa del señor Thrale, en el Borough, me apresuré a ir allá y lo encontré desayunando en compañía de la señora Thrale. Se me acogió con gran amabilidad. Al poco rato, ya conversaba animadamente y yo me sentía elevado, como transportado a otra existencia distinta. La señora Thrale y yo nos miramos mientras peroraba, y en nuestras miradas traslucía la admiración y el afecto que sentíamos por él. Nunca olvidaré esta escena, que siempre he de recordar con gran placer. Le dije a la señora Thrale: «Intelectualmente, soy ahora Hermippus redivivus;[168] me siento totalmente restaurado por él, por su transfusión intelectual». «Muchos son —replicó ella— los que admiran al señor Johnson, pero es evidente que usted y yo además le queremos».

Parecía muy alborozado ante la perspectiva de su inminente viaje a Italia con el señor y la señora Thrale. «Sin embargo —dijo—, antes de marchar de Inglaterra quiero hacer una rápida visita a Oxford, a Birmingham y a mi ciudad natal de Lichfield, así como a mi viejo amigo el doctor Taylor, en Ashbourne, condado de Derby. Iré dentro de unos días, y usted, Boswell, vendrá conmigo». Yo estaba dispuesto a acompañarle; estaba resuelto incluso a renunciar a Londres para gozar de los placeres de su conversación.

Le comenté con gran pesar la extravagancia en que incurría el representante de una gran familia de Escocia, por la cual corría el riesgo de arruinarse, y como Johnson respetaba a esta familia por su abolengo se me sumó en pensar que sería un feliz desenlace que falleciera esta persona. La señora Thrale pareció llevarse un gran sobresalto con esto, pues le pareció una barbaridad medieval. «No entiendo —dijo— esta preferencia de la heredad sobre su dueño, de la tierra sobre el hombre que la recorre a pie». JOHNSON: «No es eso, señora; no se trata de preferir la tierra al hombre, sino de preferir la familia al individuo. He aquí un establecimiento nacional que es de gran trascendencia durante siglos, no sólo para el cabeza o jefe del clan, sino para su pueblo: una institución que se extiende a lo alto y a lo bajo; que lo destruya un individuo desocupado es una verdadera lástima».

«Las cláusulas vinculantes y restrictivas son buena cosa —dijo—, porque es bueno preservar en un país linajes a cuyos representantes se acostumbra el pueblo a respetar en su condición de líderes naturales. Yo sin embargo estoy a favor de que se deje una parte de las tierras a la venta, para promocionar la industria y que el dinero revierta en el país; si no hubiera en el país tierras que comprar, no habría un fomento para la adquisición de la riqueza, pues no podría fundarse una familia o, si se adquiriese riqueza, habría que llevársela a otro país en el que sí fuera posible la adquisición de tierras. Y aunque la tierra de cualquier país seguirá siendo la misma, y será tan fértil cuando no haya dinero como cuando lo haya, toda esa porción de la felicidad de la vida civil que se produce mediante la circulación del dinero dentro de un país se habrá perdido». BOSWELL: «En tal caso, ¿no sería provechoso para un país que todas las tierras se pusieran en venta cuanto antes?». JOHNSON: «En la medida en que el dinero produzca el bien, sería una ventaja, ya que dicho país vería así circular tanto dinero como tiene. Pero no cabe duda de que eso tendría por contrapartida las desventajas concurrentes a un cambio total de los propietarios».

Manifesté mi opinión de que el poder de restricción del derecho mediante cláusula vinculante debería tener esta limitación: «Tendría que reservarse un tercio, o quizá la mitad de las tierras de un país, libres para el comercio; asimismo, la proporción de tierra que se permitiera restringir por cláusula vinculante tendría que estar sujeta a parcelación, de modo que ninguna familia pudiera vincularse por encima de una extensión determinada. Sean las familias, de acuerdo con la capacidad de sus representantes, más ricas o más pobres a lo largo de sucesivas generaciones; sean siempre ricas si sus representantes son sabios, pero sea moderada su permanencia absoluta en el tiempo. De este modo, tendríamos siempre la certeza de que habrá un número de raíces establecidas; al igual que en el curso de la naturaleza, se producirá en todas las épocas la extinción de ciertas familias, por lo que habrá de continuo ocasiones para que los hombres ambiciosos de tener perpetuidad planten simiente en terreno abonado por una cláusula vinculante»[169]. JOHNSON: «Señor, mejor podrá la humanidad regular el sistema de las cláusulas testamentarias vinculantes cuando se sientan de veras los males que padecen demasiadas tierras al estar restringidas por ellas, mejor que ahora, en que no se sienten esos males».

Mencioné el libro de Adam Smith, La riqueza de las naciones, que se acababa de publicar. Señalé que sir John Pringle me había comentado que el doctor Smith, que nunca se había dedicado al comercio, difícilmente podría escribir con tino sobre tales asuntos, tal como es difícil que un abogado escriba nada bueno sobre asuntos de medicina. JOHNSON: «En eso se equivoca. Un hombre que nunca se haya dedicado personalmente al comercio puede sin lugar a dudas escribir con tino sobre el comercio, y ninguna otra materia requiere la ilustración de la filosofía tanto como el comercio. En cuanto a la mera riqueza, esto es, al dinero, es claro que ni una nación ni un individuo puede incrementar su acervo si no es empobreciendo a los demás; en cambio, el comercio procura algo más valioso, a saber, la reciprocidad de las ventajas peculiares de los distintos países. Rara vez piensa un comerciante en algo que no sea su propio comercio. Para escribir un buen libro sobre el comercio, es menester una amplia visión. Y para escribir sobre un asunto, no es preciso haberlo practicado». Señalé el derecho, un asunto sobre el cual no se puede escribir bien si no se tiene práctica. JOHNSON: «En Inglaterra, donde tanto dinero se puede ganar con la práctica de la abogacía, la mayoría de los autores sobre la materia la han ejercido, aunque Blackstone no había tenido mucha práctica que se diga cuando publicó sus comentarios. En cambio, los grandes tratadistas del derecho en el continente no se han dedicado a ejercer la profesión de abogados. Grotius desde luego que sí, pero no es ése el caso de Puffendorf, ni de Burlamaqui».

Cuando habíamos conversado sobre la gran importancia que adquiere un hombre cuando se dedica por cuenta ajena a su profesión, hice ver las dudas que me inspiraba la justicia de la opinión general, ya que resulta impropio que un abogado solicite empleo. ¿Por qué, le urgí, no iba a ser igualmente permisible solicitarlo, como medio de adquirir notoriedad, tal como lo es el solicitar votos para ser elegido miembro del Parlamento? Strahan me había dicho que un paisano suyo y mío, que había ascendido hasta ser abogado eminente, cuando empezaba a abrirse camino en su ejercicio profesional, le había solicitado que le diera un empleo en casos comunes. JOHNSON: «Señor, mala cosa es azuzar un litigio, aunque cuando uno tiene la certeza de que se va a litigar, no tiene nada malo que un abogado se esfuerce por obtener el beneficio, en vez de dejar que sea otro». BOSWELL: «De modo que usted no solicitaría empleo si fuese abogado». JOHNSON: «No, señor, pero no porque me parezca algo malo en sí, sino porque lo desdeñaría». Fue una sabia distinción, como sin duda notarán los hombres que con justicia se enorgullezcan. Siguió diciendo: «De todos modos, no quisiera ver a un abogado carente de provecho por ser demasiado justo en sus medios. Preferiría que inyectase aquí y allá de vez en cuando una sabia sugerencia para evitar que se le desatienda».

La propuesta de ley de lord Mountstuart para la creación de una milicia escocesa, en respaldo de la cual Su Señoría había pronunciado un contundente discurso en la Cámara de los Comunes, era entonces tema de conversación corriente. JOHNSON: «Como Escocia aporta tan pocas tierras gravadas por impuestos a los fondos de la nación en general,[c347] no tendría por qué disponer de una milicia con cargo a los fondos generales, a no ser que se considere de interés general que Escocia esté bien protegida de una invasión, que nadie en su sano juicio podría considerar probable, pues ¿qué enemigo invadiría Escocia, donde no hay nada que llevarse a la boca? No, señor; ahora que no se gasta entre los escoceses la paga de los soldados ingleses, ya que son numerosas las tropas que se envían al extranjero, lo que quieren es conseguir dinero por otros medios, esto es, creando una milicia a la que se pague la soldada. Si tienen miedo, y desean seriamente contar con una fuerza armada que los defienda, deberían pagar por ello. El plan que han trazado ustedes consiste en conservar parte de los impuestos sobre las tierras haciéndonos a nosotros pagar y equipar a su milicia». BOSWELL: «No debería hablar de nosotros y ustedes, señor. Ahora somos una Unión». JOHNSON: «Ha de existir una distinción en el interés mientras sea tan desigual la proporción de tierras sujetas a gravamen. Si el condado de York afirmase que “en vez de pagar el impuesto sobre las tierras que nos corresponde, mantendremos una milicia numerosa”, sería irracional e inadmisible». En este argumento, mi amigo ciertamente se equivocaba. El impuesto sobre la tierra guarda una proporción tan desigual entre las diversas partes de Inglaterra como entre Inglaterra y Escocia. Es considerablemente desigual en la propia Escocia. Ahora bien, el impuesto sobre las tierras no es sino una pequeña parte de los pequeños afluentes de los caudales públicos, que Escocia paga exactamente igual que Inglaterra. Una invasión francesa por Escocia pronto penetraría en Inglaterra.

De este modo peroró sobre la presunta obligación de convenir las heredades: «Allí donde obtiene un hombre la propiedad sin restricciones de una finca, no pesa sobre él, en justicia, la obligación de dejarla a una persona antes que a otra. Existe un motivo de preferencia basado en la bondad, y esta bondad es la amabilidad que por lo común se tiene de cara al pariente más próximo. Si yo debo a un hombre en particular una determinada cantidad de dinero, estoy en la obligación de hacer que ese hombre reciba el dinero que de inmediato pueda recibir yo, y no puedo en puridad permitir que otro se lo apropie; ahora bien, si no debo yo dinero a nadie, puedo disponer del que reciba tal como me venga en gana. No existe un debitum justitiae con el heredero que uno tenga; existe sólo un debitum caritatis. Es así pues bien sencillo que tengo una elección moral, de acuerdo con mis preferencias. Si tengo un hermano necesitado, él tiene derecho por afecto a contar con mi ayuda, pero si también tengo un hermano necesitado por el cual mi afecto es mayor, sera éste quien tenga derecho preferencial a mi ayuda. El derecho de un heredero por ley es solamente éste, a saber, que ha de recibir la finca en calidad de sucesor, y en el supuesto de que ninguna otra persona sea designada por el propietario para sucederle en la propiedad de dicha finca. Su derecho es meramente preferible al del Rey».

Abordamos un bote para ir hasta Blackfriars, y cuando atravesábamos el Támesis le hablé de un pequeño volumen que, sin su conocimiento, tenía anunciada su publicación para pocos días después; se titulaba Johnsoniana, o Bon-mots del doctor Johnson,[c348] «Es un descaro enorme». BOSWELL: «¿No se podría conseguir una indemnización si se persiguiera a un editor por publicar bajo su nombre cosas que nunca ha dicho, y por atribuirle desatinos incompetentes, o por hacerlo renegar con irreverencia, como hacen muchos ignorantes al relatar sus bon-mots?». JOHNSON: «No, señor; siempre quedará algo de verdad que se mezcle con la falsedad, y ¿cómo puede precisarse cuánto hay de verdadero y cuánto de falso? Además, ¿qué indemnización podría adjudicarme un jurado por haber sido representado cual individuo que perjura?». BOSWELL: «Entiendo que, al menos, podría desautorizar esa publicación, porque el mundo y la posteridad podrían con fundamento decir: “He aquí un volumen que se anunció públicamente y que salió a la luz en vida del doctor Johnson, y al que, con su silencio, otorgó autenticidad”». JOHNSON: «No me tomaré ninguna molestia por este asunto».

Quizá estaba lejos de sufrir debido a tales publicaciones espurias, pero yo no podía dejar de pensar que muchos hombres sufren graves daños en su reputación debido a que se les han atribuido frases absurdas y falsas, y que debería concedérseles esa indemnización en tales casos.

«El valor de todo relato —dijo— depende de su verdad. Un relato es bien un retrato de un individuo, bien de la naturaleza humana en general: si es falso, es un retrato de la pura nada. Por ejemplo: suponga que un hombre dice que Johnson, antes de marchar a Italia, como tenía que atravesar los Alpes se detuvo para hacerse construir unas alas. Mucha gente lo creería a pie juntillas, pero sería un retrato de la pura nada. *******; un valioso amigo[c349] daba en pensar que un relato es un relato, hasta que le demostré que la verdad era consustancial a que lo fuera». Observé que Foote nos entretenía a veces con relatos que no eran verdaderos, aunque en realidad no propiamente por su condición de relatos nos divertían los cuentos de Foote, sino por ser colecciones de imágenes jocosas. JOHNSON: «Foote es harto imparcial, pues cuenta mentiras de todo el mundo».

La importancia de la veracidad estricta y escrupulosa nunca se exaltará en demasía. Johnson se mostraba tan rigurosamente atento a este punto que incluso en su conversación corriente la circunstancia de menor trascendencia era mencionada con toda exactitud.[c350] El conocimiento que tenían sus amistades de este principio y hábito suyos les valía el tener una confianza absoluta en la verdad de todo cuanto contaba, por dudoso que hubiera sido caso de haberlo contado cualquier otro. Como ejemplo puedo aducir un extraño incidente que relataba él tal como sucedió una noche en Fleet Street. «Una dama —dijo— me rogó que le prestara el brazo para cruzar la calle, cosa que hice con mucho gusto; tras ello, me ofreció un chelín, al suponer que yo era el sereno. Me percaté de que iba algo metida en licores». Si lo contara casi cualquier otro, se habría tenido por invención; cuando lo contaba Johnson, lo creían sus amigos tanto como si todos ellos lo hubieran presenciado.

Desembarcamos en las escaleras del Temple, donde nos despedimos.

Por la tarde lo encontré en la sala de la señora Williams. Charlamos sobre las órdenes religiosas. «Es irracional —dijo— que un hombre ingrese en un convento de los cartujos por temor a ser inmoral, tal como lo sería que alguien se amputara las manos por miedo a robar. Hay ciertamente una gran resolución en el acto inmediato de la amputación de las manos, pero una vez hecho ya no tiene ningún mérito, pues aun cuando esa persona ya no tenga en su poder la capacidad de robar, puede ser durante toda su vida un ladrón impenitente en lo más profundo de su corazón. Del mismo modo, cuando un hombre se hace cartujo, está obligado a seguir siéndolo, tanto si quiere como si no. También el voto de silencio es absurdo. Leemos en el Evangelio que a los apóstoles se les indicó que predicaran, no que se mordieran la lengua antes de hablar. Toda severidad que no tienda al incremento del bien, o a la prevención del mal, es baladí. Le dije a la señora abadesa de un convento: “Señora, usted se encuentra entre estas paredes no por amor a la virtud, sino por miedo al vicio”. Ella dijo que lo recordaría durante todo el tiempo que viviese». Me pareció sin duda muy duro darle esa opinión sobre su situación, cuando era manifiesto que no podía remediarla; de hecho, me extrañó cuanto acababa de decir, pues tanto en su Rambler como en su Idler trata la austeridad de las órdenes religiosas con gran solemnidad y respeto.

Viendo que perseveraba aún en su abstinencia de vino, me aventuré a comentárselo. JOHNSON: «No tengo nada que objetar a que un hombre ingiera vino si es capaz de hacerlo con moderación. Yo tengo una fuerte inclinación al exceso; por lo tanto, luego de haber estado algún tiempo sin ingerirlo por enfermedad, he creído mejor no volver a tomarlo. Cada cual ha de juzgar según los efectos que experimenta. Uno de los Padres de la Iglesia nos relata que al ver que el ayuno le perjudicaba, pues lo ponía de muy mal humor, dejó de practicarlo».

Aunque a menudo discurseaba sobre los males de la embriaguez,[c351] de ningún modo era contundente ni condenatorio de quienes ocasionalmente se permitían un exceso en la bebida. Uno de sus amigos, bien lo recuerdo, vino una vez a cenar con él y con otros caballeros a una taberna, y con toda claridad quedó de manifiesto que había bebido en demasía durante el almuerzo y después. Cuando uno de los caballeros presentes, al que gustaba malmeter a los demás, convencido de suscitar una censura implacable días después preguntó a Johnson: «Y bien, señor, ¿qué le dijo su amigo para disculparse del penoso estado en que se hallaba?», Johnson respondió: «Dijo lo que ha de decir un hombre: que lo lamentaba».

Una vez le oí dar un consejo práctico muy juicioso sobre esta materia: «Un hombre que haya estado bebiendo vino sin tasa, jamás debe trabar relación con nuevos conocidos. Quienes hayan compartido el vino con él pueden estar bastante al unísono; en cambio, parecerá ridículo, u ofensivo, o ambas cosas, a otras personas».

Otorgó una gran importancia a la educación. «No seré yo quien niegue, señor, que hay cierta diferencia original entre dos entendimientos, aunque nada es si se compara con la diferencia que conforma la educación. Pongamos por ejemplo la ciencia de los números, que todo entendimiento es capaz de adquirir: observamos una diferencia prodigiosa entre la capacidad de los distintos hombres a este respecto, cuando se han hecho adultos, porque han ejercitado el intelecto más o menos en ese terreno, y creo que esa misma causa explicará el distinto grado de excelencia que adquieren en otros campos, pues siempre admiten las gradaciones una diferencia en cuanto a los primeros principios».[c352]

Ésta es una cuestión peliaguda, aunque es preferible tener la esperanza de que la diligencia entrañe la mayor parte de lo que está en juego. Estamos bien seguros de lo que puede hacer en el incremento de nuestra fuerza y pericia puramente mecánica.

Volví a visitarlo el lunes. Encontró ocasión para extenderse, como hacía con frecuencia, sobre las penurias de la vida en el mar. «Un barco es peor que una prisión. En una cárcel el aire es mejor, la compañía es mejor, hay más comodidades de toda clase que en un barco. Y un barco tiene la desventaja adicional de estar en constante peligro. Cuando los hombres llegan a amar la vida en el mar, es que no son aptos para vivir en tierra». «En tal caso —le dije—, sería cruel que un padre educara a su hijo para vivir en el mar». JOHNSON: «Sería cruel en un padre que pensara como yo. Los hombres se hacen a la mar antes de conocer la infelicidad que comporta ese género de vida, y cuando llegan a conocerla ya no pueden librarse de ella, porque entonces es demasiado tarde para elegir otra profesión. Así ocurre por lo general a todos los hombres una vez se han comprometido en un género de vida cualquiera».

El martes 19 de marzo, fecha prevista para emprender nuestra excursión, nos encontramos por la mañana en el Café Somerset, del Strand, donde nos recogió el coche de Oxford. Lo acompañaba Gwyn, el arquitecto;[c353] el cuarto asiento lo ocupó un caballero de Merton College a quien Johnson no conocía. Pronto trabamos conversación, pues era rasgo muy notable de Johnson que la presencia de un desconocido no le cohibiera a la hora de charlar. Comenté que Garrick, que estaba a punto de despedirse de las tablas, pronto gozaría de una vida más llevadera. JOHNSON: «Lo dudo». BOSWELL: «Pues yo creo que ha de sentirse igual que Atlas, como si se quitara el peso del mundo que carga sobre los hombros». JOHNSON: «Yo en cambio dudo que se tenga tan tieso sin soportar esa carga. De todos modos, no debería actuar más, y dedicarse por entero a ser un caballero y ejercer de tal, sin actuar siquiera a veces; no debería someterse más a los abucheos de los espectadores, ni prestarse al trato insolente de otros actores a los que gobernó con mano dura, y que de buena gana se tomarán revancha». BOSWELL: «Yo creo que debería interpretar una vez al año en beneficio de los actores decrépitos, tal como se dice que es su intención». JOHNSON: «¡Ah, señor! No tardará él en ser un actor igualmente decrépito».

Johnson manifestó su condena de la arquitectura ornamental, como las magníficas columnas del pórtico o las muy caras pilastras que meramente soportan sus propios capiteles, «pues consume un esfuerzo desproporcionado a la utilidad que pueda poseer». Por la misma razón, satirizó la escultura. «La pintura —dijo— consume un esfuerzo que no es desproporcionado a su efecto; en cambio, hay un individuo que talla un bloque de mármol durante seis meses, que luego poco se parece a un hombre. El valor de la escultura se debe solamente a su dificultad. Nadie daría el menor valor a una espléndida cabeza tallada en una zanahoria». Me pareció en esto que incurría en una particular e incluso extraña deficiencia del gusto, ya que no cabe duda de que la escultura es un noble arte de imitación, que preserva una expresión maravillosa de la gran variedad del rostro humano, y aunque justo es reconocer que la circunstancia de la dificultad resalta el valor de una cabeza de mármol, deberíamos considerar que, si desde luego requiere mucho tiempo y esfuerzo, posee un valor proporcional por su perdurabilidad.

Gwyn era un tipo de gran vivacidad, muy buen conversador. El doctor Johnson lo tuvo sujeto en corto, aunque con amable autoridad. El espíritu del artista, sin embargo, se mostró levantisco ante lo que se le antojó un bárbaro ataque, contra el cual armó una briosa defensa. «¿De modo, señor, que no otorga valor a la belleza de la arquitectura o la escultura? En tal caso, ¿por qué íbamos a reconocerla en la escritura? ¿Por qué se toma usted la molestia de darnos tantas y tan espléndidas alusiones, imágenes de tanta brillantez, frases de tanta elegancia? Bien podría transmitir todo su saber sin tanto ornamento». Johnson sonrió complacido, pero replicó: «Señor, todos los ornamentos son útiles porque contribuyen a una más fácil recepción de la verdad; en cambio, un edificio no tiene mayor comodidad por estar decorado con tallas superfluas».

Gwyn al final acertó a dar con una respuesta al doctor Johnson, cuya excelencia no tuvo éste ningún reparo en reconocer. Johnson le recriminó el derribo de una iglesia que podía haber seguido muchos años en pie, así como la construcción de otra en otro emplazamiento, por la única razón de que así se podría abrir un camino directo a un puente nuevo, y se expresó de este modo: «Quita usted una iglesia de en medio para que se acceda al puente en línea recta», a lo que Gwyn replicó: «No, señor; pongo la iglesia en medio, para que la gente no tenga que desviarse de su camino». «No se diga más —dijo Johnson con una carcajada, a modo de aprobación—. Descanse su fama de buen conversador sobre tan sólido cimiento».

Al llegar a Oxford, el doctor Johnson y yo fuimos derecho a University College, pero nos causó gran desilusión ver que uno de los miembros del claustro, su amigo el señor Scott, que le acompañó de Newcastle a Edimburgo, se había ido al campo. Nos hospedamos en la Posada del Ángel y pasamos la tarde en grata y familiar conversación.

Hablando de la melancolía constitucional del hombre, observó que «un hombre que padezca esa manera de ser debe apartar de sí los pensamientos que le angustien, y no tratar siquiera de combatirlos». BOSWELL: «¿No le conviene tratar de pensar en ellos para combatirlos?». JOHNSON: «De ninguna manera. Intentar rebatirlos es locura. Debería tener una lámpara que luciera constantemente en su alcoba durante toda la noche, y, si se siente desasosegado e insomne, debe coger un libro y leer, y solazarse para descansar. Dominar del entendimiento es un gran arte, que puede alcanzarse por medio de la experiencia y del ejercicio habitual». BOSWELL: «¿No debería procurarse alguna distracción? ¿No le iría bien, por ejemplo, seguir un curso de Química?». JOHNSON: «Que siga un curso de Química, que aprenda a bailar en la cuerda floja, que emprenda un curso de lo que se le antoje, todo a la vez. Que se las ingenie para disponer de tantos refugios para el espíritu como le sea posible, tantas ocupaciones a las que pueda volar por sí mismo. La Anatomía de la melancolía, de Burton, es obra valiosa. Acaso esté lastrada por una sobrecarga de citas, pero hay un gran espíritu y una fuerza estimable en cuanto dice Burton cuando escribe por su cuenta».

A la mañana siguiente visitamos al doctor Wetherell, rector de University College, con el cual departió el doctor Johnson acerca de las formas más ventajosas de disponer los libros de la Clarendon Press. Con frecuencia tuve ocasión de observar que Johnson disfrutaba con las cuestiones prácticas, pues le gustaba que su ingente saber tuviera repercusión sobre la vida real. El doctor Wetherell y yo hablamos de él sin reservas estando él delante. WETHERELL: «Encantado le habría dado cien guineas si hubiera escrito un prefacio a los Tratados políticos a modo de discurso sobre la constitución británica». BOSWELL: «El doctor Johnson, aunque se muestra en sus escritos y en todas las ocasiones muy amigo de la constitución, tanto en la Iglesia como en el propio Estado, no ha escrito nunca nada que sea expreso respaldo de ninguna. Ambas tienen derecho de exigírselo. Estoy seguro de que podría dar un volumen, cierto que no muy copioso, sobre cada uno de estos temas, que comprendería en toda la sustancia y con su espíritu proverbial defendería con eficacia». Me di perfecta cuenta de que le molestaba nuestro diálogo. Al cabo, exclamó: «¿Y por qué he de estar siempre escribiendo, si puede saberse?». Confiaba en que se diera cuenta de que la deuda mencionada era justa, y que tratara de saldarla, aunque le molestase que alguien lo apremiara.

Después fuimos a Pembroke College y visitamos a su viejo amigo, el doctor Adams, que era rector del mismo. Me pareció un hombre muy cortés, amable y comunicativo. Antes de pasar a desempeñar el puesto de rector del colegio había tenido yo la intención de visitarlo en Shrewsbury, donde fue rector de St. Chad, con objeto de recoger los detalles que recordara de la vida académica de Johnson. Esta vez me dio cordialmente parte de esa información genuina, que, con la debida gratitud que luego le expresé gentilmente, se halla incorporada en esta obra en el lugar que le corresponde.

El doctor Adams se había distinguido por una diestra réplica al Ensayo sobre los milagros de David Hume. Me comentó que una vez almorzó en Londres en compañía de Hume, quien le estrechó la mano y le dijo: «Me ha tratado usted mejor de lo que merezco», a raíz de lo cual intercambiaron visitas. Me tomé la libertad de expresar mi negativa a tratar al escritor descreído con demasiada cortesía. Allí donde surge la discrepancia en lo tocante a un pasaje de un clásico, o en una cuestión de antigüedades, o en cualquier otro asunto en el que no incida en demasía la felicidad del ser humano, bien puede uno tratar a su adversario con toda cortesía e incluso con respeto. Ahora bien, allí donde la controversia atañe a la verdad de la religión, alzarse con la victoria en la disputa es de tan intensa trascendencia para quien se defiende que bajo ningún concepto se debe perdonar al adversario. Si un hombre cree con toda firmeza que la religión es un tesoro de valor incalculable, al escritor empeñado en privar a la humanidad de tal tesoro lo tendrá por un vulgar ladrón; lo tendrá por un individuo odioso, aun cuando el descreído crea que le asiste la razón y está en lo cierto. Un ladrón que razona como el hatajo de personajes de la Ópera del mendigo, que se hacen llamar filósofos pragmáticos, y que pueden tener tanta sinceridad como los muy perniciosos filósofos especulativos, no es menos objeto de justa indignación. Un despilfarrador disoluto puede dar en pensar que no es mala cosa pervertir a mi esposa, si bien ¿es ése motivo suficiente para que yo no lo deteste? Y, si lo sorprendo en el intento, ¿he de tratarlo con cortesía? No: lo echaré a patadas o le moleré todo el cuerpo a palos, claro está, si de veras amo a mi esposa y si tengo un concepto verdaderamente racional del honor. Al descreído no tiene por qué tratarlo con exquisitez un cristiano, pues sólo pretende robar con impunidad y a punta de ingenio. Declaro sin embargo que soy extremadamente reacio a que se me encolerice, y si se me persuadiera de que la verdad no ha de sufrir si sus defensores optan por una apacible moderación, desearía ser el primero en mantener el buen humor en toda controversia; ciertamente, tampoco entiendo por qué ha de perder los estribos un hombre mientras hace cuanto puede para refutar los argumentos de un adversario. Entiendo que la ridiculización puede con toda justicia emplearse contra un descreído; por ejemplo, si se trata de un feo individuo, aunque vanidoso,[c354] podemos contrastar su apariencia con el bello retrato que de la Virtud pinta Cicerón, si es que de hecho se le pudiera ver.[c355] Johnson coincidió conmigo, y me dijo: «Cuando un hombre voluntariamente se enzarza en una controversia, ha de hacer cuanto pueda por rebajar a su adversario, porque la autoridad que emana del respeto de que uno goce tiene un gran predicamento sobre la mayoría de las personas, a menudo mayor que todo razonamiento. Si mi antagonista emplea mal la lengua cuando escribe, aun cuando eso no sea esencial a la cuestión, lo zarandearé y lo vilipendiaré por su mal uso de la lengua». ADAMS: «No zarandeará usted a un deshollinador». JOHNSON: «Sí, señor; si es necesario, lo zarandearé metiéndolo dentro de la chimenea».

El doctor Adams nos dijo que en algunos de los colegios universitarios de Oxford el profesorado había excluido al alumnado de todo trato social en la sala común. JOHNSON: «La razón les asiste: no puede haber entre los profesores una verdadera conversación, un empleo a fondo del intelecto, en presencia de los jóvenes, pues un hombre de carácter no querrá ponerse en entredicho estando ellos delante». BOSWELL: «¿Y no podrían darse entre ellos muy buenas conversaciones sin que se compita por la superioridad?». JOHNSON: «No sería una conversación animada, pues, de serlo, resulta indispensable que uno u otro salga vencedor. No quiero decir que éste sea quien se lleve la mejor parte en una discusión, ya que tal vez haya optado por la postura más débil, aunque por fuerza ha de quedar patente su superioridad de facultades y conocimientos; quien de ese modo se muestre superior queda rebajado a ojos de los jóvenes.[c356] Ya conoce el dicho: “Mallem cum Scaligero errare quam cum Clavio recte sapere[c357]. Del mismo modo puede tomar los Comentarios sobre Horacio tanto de Bentley como de Jason de Nores; más admirará a Bentley cuando se equivoca que a Jason cuando acierta».

Salimos a pasear con el doctor Adams por los jardines de la rectoría y llegamos a la sala común. Dijo Johnson tras unos minutos de meditación o ensueño: «Sí, sí; aquí es donde jugaba yo a los dardos con Philip Jones y con Fludyer. A Jones le encantaba la cerveza, y no era muy amigo de acudir a la iglesia. Fludyer se convirtió en un bribón, un whig; llegó a decir que se avergonzaba de haberse educado en Oxford. Tenía una sinecura en Putney, y le echaron el ojo por entonces unos criados encargados de las igualas, de modo que se tornó un whig virulento, aunque había sido desde antaño un malandrín, no cabe duda». BOSWELL: «¿Y era un bribón, señor, en algún otro sentido, o sólo por serlo en política? ¿Hacía trampa jugando a los dardos?». JOHNSON: «Señor, jamás apostamos dinero».

Me llevó entonces a visitar al doctor Bentham, canónigo de Christchurch y profesor de Teología, con cuya erudita y animada conversación disfrutamos mucho. Nos cursó una invitación para almorzar, lo cual el doctor Johnson me dijo que era un gran honor. «Señor, es una gran cosa almorzar con los canónigos de Christchurch». No pudimos aceptarla, ya que teníamos el almuerzo comprometido en University College. Allí disfrutamos de una colación espléndida con el rector y todos los profesores, ya que era el día de San Cuthberto, que tienen por festivo y que es el santo patrón de Durham, ciudad con la que este colegio tiene mucha relación.

Tomamos el té con el doctor Horne, que fuera rector de Magdalen College y Obispo de Norwich, hombre de cuya capacidad en distintos terrenos tiene el público cumplidas y sobresalientes pruebas; la estima aneja a su carácter mucho incrementó al conocerle personalmente. Había hablado de publicar una edición nueva de las Vidas de Walton, pero había arrumbado el proyecto a raíz de que el doctor Johnson le indicara, por error o inadvertencia, que lord Halles tenía la intención de llevarla a cabo. Quise yo que se negociara entre lord Hailes y él cuál de los dos debiera llevar a efecto tan loable labor. JOHNSON: «A fin de hacerlo bien de veras, sería preciso recopilar todas las ediciones de las Vidas de Walton. A modo de adaptación del libro al gusto de la época actual, en una edición posterior han eliminado una visión que según relata Walton tuvo el doctor Donne, pero que sería preciso reintegrar al libro; asimismo, tendría que incluir un catálogo crítico de las obras de las distintas personas cuyas vidas escribió Walton, y por tanto las obras de todas ellas debieran ser objeto de una atenta lectura».

Fuimos luego a Trinity College, donde me presentó a Thomas Warton, con el cual pasamos parte de la tarde. Hablamos de las biografías. JOHNSON: «Es un género que rara vez encuentra buena ejecución.[c358] Sólo quien ha convivido con un hombre puede escribir su vida con genuina exactitud y buen criterio, y son pocas las personas que han convivido con un hombre y saben qué comentar sobre él. El capellán de un obispo ya difunto, al cual iba yo a prestar ayuda en la escritura de unos recuerdos sobre Su Señoría, apenas pudo decirme una sola cosa».[170]

Dije que habría que escribir la vida de Robert Dodsley, pues había tenido estrecha relación con los grandes ingenios de su tiempo, y gracias a sus méritos literarios había medrado en la vida, pese a que empezó siendo un simple lacayo. Warton reseñó que había publicado un delgado volumen titulado La musa con librea. JOHNSON: «Mucho dudo que el hermano de Dodsley diera las gracias a quien escribiera su vida, aun cuando el propio Dodsley no veía con malos ojos que se recordase su humilde condición. Cuando se publicaron los Diálogos de difuntos, de lord Lyttelton, uno de los cuales tiene lugar entre Apicius, epicúreo de antaño, y Dartineuf, epicúreo de nuevo cuño, Dodsley me comentó que conocía bien al tal Dartineuf, “pues he sido su lacayo”».

El asunto de la biografía nos llevó a hablar del doctor John Campbell, que había escrito una parte considerable de la Biographia Britannica. Aunque lo tenía en muy alta estima, Johnson no consideraba que su gran obra, Examen político de Gran Bretaña, contuviera tanto como al mundo entero se le había llevado a suponer[171] y me había dicho que, a su recto entender, la decepción que se había llevado Campbell a raíz de la mala acogida que tuvo ese libro había acabado con él. Durante esta conversación señaló que «ese libro fue su muerte». Warton, que no había captado lo que quiso decir, repuso que «eso tengo entendido, por la inmensa atención que prestó a su obra». JOHNSON: «En modo alguno: murió por falta de atención, si es que de veras murió por culpa de ese libro».

Hablamos de una obra que estaba entonces muy en boga, escrita con un estilo muy melifluo, pero que, so pretexto de tratar otras cuestiones, contenía muchos y muy arteros argumentos a favor del descreimiento.[c359] Dije que no era justo atacarnos sin previo aviso; debería habernos prevenido del peligro que corríamos antes de entrar en su jardín de florida elocuencia, anunciando que «Aquí esperan al lector pistolas amartilladas y trampas de toda clase».[c360] El autor había sido oxoniense, y se le recordaba por haberse convertido al papismo. Observé que como había cambiado varias veces su fe, de la Iglesia anglicana a la Iglesia de Roma y de la Iglesia de Roma al descreimiento, aún no desesperaba de verlo convertido en metodista. Riéndose, apostilló Johnson: «Se dice que ese espectro es aún más amplio, y que también ha sido mahometano.[c361] De todos modos, ahora que ha hecho público su descreimiento, lo más probable es que persista en él». BOSWELL: «De eso no estoy yo tan seguro».

Señalé que sir Richard Steele había publicado su Héroe cristiano con el propósito declarado de obligarse a llevar una vida religiosa, aun cuando su conducta en modo alguno era la adecuada. JOHNSON: «Steele, creo yo, se dio a vicios de poca monta».

Como Warton tenía un compromiso, no pudo venir a cenar con nosotros en nuestra posada, así que disfrutamos de otra velada a solas. Pregunté a Johnson si el que un hombre fuese franco en darse a conocer a personalidades insignes, y que viera cuanto pudiese de la vida, y que recabara cuanta información estuviera a su alcance, no equivalía a rebajarle en su franqueza. JOHNSON: «No, señor; un hombre siempre se engrandece mientras incremente su saber».

Censuré dos fantásticos diálogos jocosos entre dos caballos, y otro algo parecido que Baretti había publicado recientemente. Se unió a mí. «Ninguna extravagancia dura mucho —sentenció—. Tristram Shandy no ha perdurado». Expresé mi deseo de conocer a una dama de la que me habían hablado mucho, que era universalmente celebrada por su extraordinaria destreza y sutileza en la insinuación. JOHNSON: «No crea nunca en los caracteres extraordinarios que oiga referir. Tenga la seguridad de que se han exagerado. No verá un solo hombre que sobrepase con mucho a otro». Mencioné al señor Burke. JOHNSON: «Sí, desde luego, Burke es un hombre extraordinario. Su fuerza intelectual jamás flaquea». Me es grato recordar que esta alta estimación que tenía Johnson por el talento de Burke fue constante desde que lo conoció. Me informa sir Joshua Reynolds de que cuando Burke fue elegido por primera vez miembro del Parlamento, y sir John Hawkins expresó su asombro ante tal cosa, Johnson replicó: «Ahora bien, quienes conocemos a Burke sabemos que será uno de los hombres más destacados de este país». Y en otra ocasión, hallándose enfermo Johnson, incapaz de ejercitar sus facultades sin fatigarse, al nombrar alguien a Burke en su presencia dijo: «Ese hombre despierta toda mi capacidad. Si fuese a verlo ahora, me mataría». De tal modo se hallaba habituado a considerar la conversación como una pelea, y tal era la idea que se había formado de Burke en su condición de adversario.

A la mañana siguiente, martes 21 de marzo, proseguimos nuestra excursión en una silla de posta. Hacía un día delicioso, y atravesamos el bosque y los pastizales de Blenheim. Cuando vi el magnífico puente construido por deseo de John, Duque de Marlborough, sobre un riachuelo, y recordé el epigrama que lo conmemoraba,

el arco altivo su ambición manifiesta;

fluye el arroyo, emblema de su munificencia,

y vi que ahora, gracias al genio de Capability Brown, se había remansado una magnífica extensión de agua, dije: «Han ahogado el epigrama». Rodeados por la nobleza del panorama, le comenté: «Usted y yo, señor, hemos visto juntos, me parece, los extremos que se pueden ver en Gran Bretaña: la isla asilvestrada y áspera de Mull, la naturaleza domesticada de Blenheim».

Comimos en una posada excelente de Chapel House, donde se explayó sobre la felicidad que procuraba Inglaterra en sus tabernas y posadas, que superaba a Francia por no tener ésta, con semejante grado de perfección, la vida tabernaria. «No existe ninguna casa particular donde se pueda disfrutar tanto como en una buena taberna. Aunque sean muy abundantes las cosas buenas, aunque haya tanta grandeza, tanta elegancia, tanto deseo de que todo el mundo esté a su gusto, la naturaleza de las cosas no lo permite: siempre tiene que haber en cierto modo algo de preocupación y de ansiedad. El dueño de la casa se amostaza en su preocupación por entretener y agasajar a sus huéspedes; éstos a su vez se preocupan por agradarle a él, y nadie, salvo que sea un sinvergüenza o un perro descarado, puede disponer de lo que hay en la casa de otro con tanta libertad como en la propia.[c362] Por el contrario, en la taberna reina una liberación general de toda preocupación. Tenemos la certeza de que seremos bien acogidos, y cuanto más ruido hagamos, cuantas más molestias ocasionemos, cuantas más cosas buenas pidamos, mejor acogidos seremos. Ningún criado nos servirá con la presteza con que lo hacen los camareros, incitados por la perspectiva de una recompensa inmediata en proporción al agrado que nos produzcan. No, señor; no hay nada, en todo lo ideado hasta ahora entre los hombres, que propicie tanta felicidad como una buena taberna o una buena posada».[172] A continuación recitó, muy emocionado, los versos de Shenstone:

Quien haya viajado por la tediosa ronda de la vida,

doquiera que sus pasos hayan seguido una senda,

tal vez suspire de nostalgia al pensar que ha encontrado

la más grata acogida en una taberna.[173]

Mi ilustre amigo, me pareció, no admiraba a Shenstone en medida suficiente. La opinión que de Johnson tenía este ingenioso y elegante caballero aparece en una de sus cartas al doctor Graves, fechada el 9 de febrero de 1760: «Últimamente he leído uno o dos volúmenes del Rambler, cuyo autor, si se le disculpan ciertas durezas de estilo,[174] y la falta de más ejemplos que le presten viveza, es uno de los escritores en prosa con más nervio, perspicacia, concisión y armonía que conozco. Una dicción culta mejora con el tiempo».

Por la tarde, llevándonos a buena velocidad la silla de posta, comentó: «No tiene la vida muchas cosas mejores que ésta».[c363]

Hicimos un alto en Stratford-upon-Avon, donde tomamos té y café. Me agradó estar con él en tan clásico terreno como es el pueblo natal de Shakespeare.

Habló despectivamente del Vellocino de Dyer. «A ese tema, señor, no se le puede dar un sesgo político. ¿Cómo va a escribir nadie en términos políticos acerca de sargas y estameñas de distintas calidades? Y sin embargo se oye a mucha gente elogiar con gran seriedad ese poema excelente, El vellocino, como si fuera la gran cosa». Tras hablar de «La caña de azúcar», de Grainger, le comenté que Langton me había dicho que ese poema, cuando se leyó en casa de sir Joshua Reynolds estando aún en manuscrito, hizo reír a carcajadas a los ingenios allí reunidos cuando, tras mucha pompa y circunstancia de verso blanco, el autor comenzó un nuevo pasaje con este verso: «Ahora, musa, cantemos en loa de las ratas».

Y el ridículo aumentó si cabe cuando uno de los presentes, pasando por alto con astucia al lector del poema, señaló que originalmente el verso decía ratones, siendo sustituido por ratas por parecer más digno.[175]

Este pasaje no aparece en la obra impresa, ya que el doctor Grainger, o al parecer algún amigo, tuvo la sensatez de señalar que la introducción de las ratas en un poema grave podría prestarse a chacota. Sin embargo, no logró renunciar a la idea, pues de manera aún más irrisoria aparecen parafraseadas en el poema, tal como se ha publicado:

No menos voraz, la bigotuda y venenosa plaga

asoló en masa, innumerable, de la marisma la caña.

Johnson dijo que el doctor Grainger era un hombre agradable, que siempre haría todo el bien que tuviera a su alcance. Su traducción de Tíbulo, creía, estaba muy bien resuelta, pero «La caña de azúcar» no le gustó.[176] «¿Qué podía sacar en claro de “La caña de azúcar”? Con la misma, podía haber escrito “La ramita de perejil”, o “El huerto de las berzas”». BOSWELL: «En tal caso, hay que aliñar la berza con sal atticum». JOHNSON: «Ya existe un poema titulado “El lúpulo” y entiendo que mucho se podría decir de la berza. El poema podría comenzar por describir las ventajas de una sociedad civilizada frente a una más tosca, como ejemplifican los escoceses, que no conocieron la berza hasta que no la introdujeron los soldados de Oliver Cromwell, y de ese modo se podría demostrar cómo las buenas artes se propagan por medio de la conquista, como hicieron los ejércitos romanos». Parecía muy divertido con la fertilidad de su propia fantasía.

Le dije que, según tenía entendido, el doctor Percy estaba escribiendo la historia del lobo en Gran Bretaña. JOHNSON: «¡El lobo, señor! ¿Por qué el lobo? ¿Por qué no escribe sobre el oso, que tuvimos desde antes? No, se dice que lo más antiguo eran los castores. ¿Y por qué no escribe sobre la rata gris, la rata de Hanover, como se la suele llamar, ya que se dice que llegó al país a la vez que llegó la dinastía de los Hanover? Me encantaría ver impresa La historia de la rata gris, por Thomas Percy, doctor en Teología, capellán ordinario de Su Majestad». Rió con absoluta inmodestia. BOSWELL: «Me temo que un capellán de la corte no podría escribir con decencia sobre la rata gris». JOHNSON: «No tiene por qué decir que se trata de la rata de Hanover». De esta forma sabía darse a una imaginación exuberante, con espíritu de chanza, al hablar de un amigo al que estimaba y quería.

Me comentó la singular historia de un conocido suyo muy ingenioso.[c364] «Había ejercido la medicina en situaciones diversas, pero sin percibir grandes emolumentos. Un caballero de las Antillas, al cual deleitó con su conversación, le hizo entrega de una obligación por un valor de una considerable anualidad para el resto de su vida, con la condición de que lo acompañara a las Antillas y allí residiera con él por espacio de dos años. En consecuencia, se embarcó con el caballero, pero durante el viaje se enamoró de una joven que también era pasajera y se casó con ella. Debido a su disposición imprudente tuvo una agria trifulca con el caballero y declaró que no deseaba sostener ningún trato con él. De ese modo tiró por la borda su asignación anual. Estableció su consulta en una de las islas de sotavento. Un hombre se dirigió a él meramente para preparar la composición de sus medicamentos. Este individuo se erigió en su rival en el ejercicio de la medicina, y tanto le aventajó en lo que de él había aprendido, en opinión de los isleños, que se hizo con todo el negocio, tras lo cual él regresó a Inglaterra y falleció poco después».

El viernes 22 de marzo, tras salir temprano de Henley, donde habíamos pernoctado, llegamos a Birmingham alrededor de las nueve, y luego del desayuno fuimos a visitar a su antiguo condiscípulo, el señor Hector. Una criada muy majadera, que nos abrió la puerta, nos dijo que «el señor había salido, que se había ido al campo, que no sabía decirnos cuándo estaría de regreso». En una palabra, nos dio un recibimiento atroz. Johnson observó: «No se habría comportado mejor con gente que la pudiera necesitar como criada». Le dijo: «Me llamo Johnson. Dígale que he venido a visitarle. ¿Se acordará del nombre?». Ella le respondió con rústica simplicidad, con marcado acento del condado de Warwick: «No le entiendo, señor…». «Mentecata —dijo él—. Se lo escribiré». Nunca oí el término mentecato aplicado antes a una mujer, aunque no veo por qué no ha de aplicarse, cuando la ocasión es así de evidente.[177] Él, en cambio, aún hizo otro intento por hacerse entender, y le gritó al oído: «Johnson», y entonces sí que captó lo que se le decía.

Fuimos luego a ver a Lloyd, uno de los llamados cuáqueros. Tampoco lo encontramos en casa, aunque sí a su señora, que nos recibió cortésmente y nos invitó a almorzar. «Tras la incertidumbre de todo lo humano que hemos vivido en casa de Hector —me dijo Johnson—, esta invitación no puede haber sido más oportuna». Caminamos por la ciudad, estuvo contento de ver cómo había crecido.

Hablé de la legitimación que se obtiene por matrimonio ulterior, aprobada por el Derecho romano y todavía vigente en las leyes de Escocia. JOHNSON: «Me parece mala cosa, porque siendo la castidad de las mujeres de la máxima importancia, ya que de ello depende toda propiedad, quienes la mancillan no debieran tener ninguna posibilidad de que se les restaure en su probidad, y tampoco los hijos habidos de una unión ilegal debieran alcanzar el pleno derecho de los hijos legítimos mediante el posterior consentimiento de las partes ofendidas». Su opinión sobre esta materia merece consideración aparte.[c365] A partir del principio que propugnaba puede en ocasiones ejercerse excesiva dureza, en apariencia extraña, sobre los individuos, pero de ese modo mejor se garantiza el bien de la sociedad en general. Y a fin de cuentas es irracional que un individuo se aflija por no gozar de las ventajas de un estado que es distinto del suyo, por la institución social en cuyo seno ha nacido. Una mujer no se queja de que su hermano, menor que ella, reciba la heredad común de su padre. ¿Por qué iba a quejarse un hijo natural de que un hermano menor, habido de los mismos padres, casados legalmente, obtenga esa heredad? La ley opera de manera análoga en ambos casos. Además, un hijo ilegítimo, que tiene un hermano menor y legítimo, del mismo padre y la misma madre, no tiene mayor derecho a reclamar la heredad del padre que si el hermano legítimo tuviera sólo ese mismo padre, del cual y sólo del cual desciende.

Nos encontramos en la calle al señor Lloyd, y al poco tropezamos también con el amigo Hector, como lo llamó Lloyd. Me agradó presenciar la alegría que Johnson y él se manifestaron al verse de nuevo. Lloyd y yo los dejamos a solas, mientras tuvo él la amabilidad de mostrarme algunas de las manufacturas de esta muy curiosa asamblea de artesanos. Todos nos reunimos a almorzar en casa de Lloyd, donde nos acogieron con gran hospitalidad. El señor y la señora Lloyd se habían casado en el mismo año que los Reyes; al igual que Sus Majestades, habían tenido la bendición de procrear una familia numerosa, exactamente el mismo número de hijos. Dijo Johnson: «El matrimonio es el mejor estado para el hombre en general; todo hombre es tanto peor en la misma medida en que sea inadecuado para contraer matrimonio».

Siempre me ha gustado la sencillez en el trato y la orientación espiritual de los cuáqueros. Conversando con Lloyd observé que lo esencial de su religión era la piedad, un trato de intensa devoción con la divinidad, y di en pensar que muchos hombres son cuáqueros sin saberlo.

Como el doctor Johnson me había dicho por la mañana, cuando caminábamos juntos, que le gustaban los cuáqueros como individuos, pero no en cuanto secta, cuando estuvimos en casa de Lloyd me abstuve de introducir ninguna pregunta relativa a las peculiaridades de su fe. Pero como pedí permiso para hojear la edición de Baskerville de la Apología de Barclay, Johnson se apoderó del volumen, que abrió al azar por el capítulo dedicado al bautismo, y señaló: «Dice que no hay en las Escrituras ni precepto ni práctica del bautismo, y yo afirmo que es falso». Ahí actuó como agresor, y por cierto no de manera amable. El buen cuáquero le llevaba ventaja, pues Johnson había hecho una lectura descuidada del texto, y no había observado que Barclay habla del bautismo de los niños, tal como le hicieron ver con mucha calma. El señor Lloyd, sin embargo, estaba en un grave error, pues cuando insistió en que el rito del bautismo por agua debía dejar de practicarse cuando comenzara la administración espiritual de Cristo, sostuvo que Juan el Bautista había dicho a ese respecto: «Mi bautismo disminuirá, pero aumentará el suyo», cuando las palabras exactas son éstas: «A él le corresponde crecer; a mí ser disminuido».[178]

Como uno de ellos objetara «la observancia de los días, y los meses, y los años», Johnson respondió que «la Iglesia no observa supersticiosamente los días por ser días, sino por ser recordatorios de hechos de importancia. La Navidad podría celebrarse cualquier día del año, pero ha de haber un día estatuido para celebrar el nacimiento de Nuestro Salvador, pues se corre el peligro de que, si se hace un día cualquiera, se olvide».

Me dijo en otra ocasión: «Los festivos que observa nuestra Iglesia son de gran utilidad en la religión». De esto no puede haber duda, al menos en un sentido limitado, esto es, si el número de esas porciones de tiempo consagradas no es excesivo. El excelente volumen sobre Festividades y ayunos del señor Nelson, que alcanza según tengo entendido la venta más elevada de cuantos libros se imprimen en Inglaterra, salvedad hecha de la Biblia, es una valiosa ayuda en la devoción; además de éste, yo recomendaría dos sermones sobre la misma cuestión, los dos del señor Pott, archidiácono de St. Albans, igualmente distinguido por su piedad y su elegancia. Lamento tener que decirlo, pero Escocia es el único país cristiano, católico o protestante, en el que los grandes acontecimientos de nuestra religión no tienen conmemoración solemne por parte del establecimiento eclesiástico en días señalados a tal fin.

El señor Hector tuvo la bondad de acompañarme a ver las grandes fábricas del señor Bolton, sitas en un lugar que se ha llamado Soho, a unas tres millas de Birmingham, que su muy ingenioso propietario me mostró en persona para mi mayor provecho. Ojalá, me dije, hubiera estado Johnson con nosotros; fue un panorama que muy gustoso habría contemplado a la luz de su inteligencia. La vastedad y lo aparatoso de algunas de las máquinas habría «estado a la par de su poderoso intelecto». Nunca olvidaré la expresión con que me dijo el señor Bolton: «Yo aquí vendo, señor, lo que el mundo entero desea poseer: el poder». Tenía unos setecientos empleados. Lo contemplé cual si fuera un gran potentado del hierro, y parecía de hecho el padre de todo un clan. Uno de ellos se le acercó a quejársele pesarosamente de que su casero se había apropiado de sus enseres. «Su casero obra bien, Smith —dijo Bolton—. Pero le diré una cosa. Búsquese a un amigo que ponga la mitad del alquiler debido, y yo me ocupo de poner la otra mitad, de modo que recupere usted sus enseres».

Por el señor Hector tuve conocimiento de muchos particulares de la vida que llevaba el doctor Johnson en su mocedad, que junto con otros que me facilitó en ocasiones posteriores han contribuido a la confección de esta obra.

El doctor Johnson me dijo por la mañana: «Verá en casa de Hector a la señora Carless, viuda de un clérigo. Fue la primera mujer de la que estuve yo enamorado. Se me fue yendo de la cabeza de un modo imperceptible, pero siempre nos tendremos un afecto mutuo». Se rió de la idea de que un hombre no pueda enamorarse sino una sola vez, y calificó la creencia de mera fantasía romántica.

A nuestro regreso de la fábrica del señor Bolton, Hector me llevó a su casa, donde encontramos a Johnson tomando plácidamente el té con su primer amor, quien, aunque entrada en años, era una mujer airosa, muy agradable, de buena crianza.

Johnson se lamentó ante Hector del estado de uno de sus compañeros de antaño, Charles Congreve, clérigo, al que describió de este modo: «Obtuvo, creo, una prebenda de consideración en Irlanda, pero ahora vive en Londres como un inválido, con temor de visitar cualquier casa que no sea la suya. A diario se airea dando un paseo en su silla de posta. Tiene una mujer ya anciana, de la que afirma que es su prima, que vive con él, que le toca el codo cuando su vaso lleva mucho tiempo vacío y que le anima a beber, cosa a la que está deseoso de que se le anime; no es que se pimple, ya que es hombre piadoso, pero está siempre embarullado.[a nota c100, Vol. II] Reconoce trasegar una botella de oporto al día, de modo que es probable que beba algo más. Está insociable; su conversación consta de monosílabos, y cuando en mi última visita le pregunté qué hora era, esa señal de mi partida tuvo tan placentero efecto en él que se abalanzó a mirar el reloj como un galgo que brinca en pos de la liebre». Cuando Johnson se despidió del señor Hector, le dijo: «No se ponga usted como Congreve, ni permita que yo me ponga como él cuando esté conmigo».

Esa noche, cuando volvió a hablarme de la señora Carless,[a nota 88, Vol. IV] me pareció que revivía su afecto por ella, pues afirmó: «De haberme casado con ella, podría haber sido feliz». BOSWELL: «Dígame, señor: ¿no cree que hay cincuenta mujeres en el mundo, con cualquiera de las cuales puede un hombre ser tan feliz como con una en concreto?». JOHNSON: «Ya lo creo, señor. Cincuenta mil, más bien». BOSWELL: «En tal caso, no es usted de la opinión de quienes creen que ciertos hombres y ciertas mujeres están hechos los unos para los otros, y que no pueden ser felices si no dan con su otra mitad». JOHNSON: «Desde luego que no. Considero que, en general, los matrimonios serían tan felices, y a menudo lo serían más, si fueran concertados por el Canciller de Justicia, con la debida consideración de los caracteres y circunstancias de cada cual, sin que las partes implicadas tuvieran la menor intervención en el asunto».

Mucho me habría gustado permanecer en Birmingham esa noche, para haber charlado más a mis anchas con el señor Hector, pero mi amigo estaba impaciente por llegar a su pueblo natal, de modo que recorrimos ese trecho ya de noche, pensativos y callados. Llegamos a donde alcanzaba la luz de los faroles de Lichfield. «Ahora —dijo— salimos de un lapso mortuorio». Nos alojamos en Las Tres Coronas, que no era una de las grandes posadas, sino una chapada a la antigua, que regentaba el señor Wilkins y era paredaña a la misma casa en que había nacido y se había criado Johnson, y que seguía siendo de su propiedad.[179] Disfrutamos de una cómoda cena que nos puso de muy buen ánimo. Sentí que todas mis convicciones de tory resplandecían en esa antigua capital del condado de Stafford. Podría haber hecho una ofrenda de incienso al genius loci; me permití hacer libaciones de esa cerveza tostada que Bonifacio, en La estratagema del guapo, recomienda con tan elocuente facundia.

A la mañana siguiente me presentó a Lucy Porter, su hija adoptiva. Era una soltera ya entrada en años, de gran sencillez de trato. Nunca había estado en Londres. Su hermano, capitán de la Marina, le había legado una fortuna de diez mil libras, un tercio de la cual había invertido en construir una suntuosa mansión y en rodearla de un bello jardín, en un altozano de Lichfield. Cuando visitaba solo la ciudad, Johnson se alojaba en su casa. Ella lo reverenciaba; él la trataba con ternura paternal.

Visitamos entonces a Peter Garrick, que esa misma mañana había recibido carta de su hermano David, en la que le anunciaba nuestra llegada. Tenía un compromiso para almorzar, pero nos invitó a tomar el té y a pernoctar en su casa. Sin embargo, Johnson no quiso dejar a su conocido Wilkins, dueño de Las Tres Coronas. El parecido de familia que tenían los hermanos Garrick era asombroso; Johnson pensaba que la viveza de David no era tan peculiarmente suya como pudiera parecer. «No estoy muy seguro, pero creo que si Peter hubiera cultivado el arte de la desenvoltura con tanto ahínco como David, podría haber sido igual de brioso y vital que él. Le aseguro que la viveza es todo un arte, y como tal depende en gran medida del hábito». Creo que hay mucha verdad en este concepto, a pesar de la ridícula historia que una vez me contó una dama en el extranjero, a propósito de un robusto barón alemán que había convivido mucho con los jóvenes ingleses afincados en Ginebra, y que tenía la ambición de ser tan vivaracho como ellos; con esta idea, se dedicó asiduamente a saltar sobre las mesas y las sillas de sus aposentos, y cuando entró con gran alarma la gente de la casa, y preguntó sorprendida qué estaba pasando, respondió muy campechano: «Sh’apprens t’etre fif».

Comimos en nuestra posada y tuvimos con nosotros a un tal Jackson, uno de los condiscípulos de Johnson, al que trató con gran amabilidad, si bien parecía un hombre de baja extracción e incluso vulgar, inculto y aburrido. Llevaba una basta levita gris, chaleco negro, calzones de cuero mugriento y una peluca amarilla, sin rizar; gastaba en el semblante una rubicundez como la que delata a quien no tiene prisa por «dejar la frasca». Bebió solamente cerveza. Había querido ser cuchillero en Birmingham, pero no lo consiguió, y ahora vivía pobremente en su casa, acunando algún proyecto para curtir el cuero de mejor manera que la usual, a cuya aburrida descripción prestó el doctor Johnson gran atención, no sin antes armarse de paciencia, por si pudiera ayudarle en algo con sus consejos. He aquí un nuevo ejemplo de la auténtica humanidad y de la amabilidad verdadera de este gran hombre, a quien de manera sumamente injusta se ha pintado como si fuera de coriácea dureza y cicatero en la ternura. Un millar de ejemplos semejantes podían haberse anotado en el transcurso de su larga vida, aunque no puede negarse que era de temperamento impaciente y ardoroso, y de modales con frecuencia toscos.

Vi aquí por vez primera cerveza de avena y pastelillos de avena no tan duros como los de Escocia, blandos incluso como un bizcocho de Yorkshire, que se servían a la hora del desayuno. Me complació descubrir que la avena, «comida para caballo»,[c366] se empleaban comúnmente como alimento de las personas en la propia ciudad natal del doctor Johnson. Se explayó en ensalzar Lichfield y a sus habitantes, quienes, según dijo, eran «los más sobrios y más decentes[c367] de Inglaterra, los más gentiles en punto a su riqueza, los que hablaban el inglés más puro».[c368] Dudé acerca del último artículo de su elogio, pues hay en su pronunciación dejes provincianos, como es el caso de there, que pronuncian como fear, en vez de asemejarlo a fair; once lo pronuncian como woonse, y no como wunse o wonse. El propio Johnson nunca se libró por completo de ese acento provinciano. Garrick a veces le tomaba el pelo: exprimía un limón en una fuente para el ponche con gesticulación ampulosa y tosca, y luego miraba en rededor a los presentes y decía: «¿Quién quiere tomarse un punche?».[c369]

Pocos negocios parecían tramitarse en Lichfield. Encontré sin embargo dos manufacturas extrañas para tratarse de un lugar tan en el interior, lonas para velas y grímpolas y banderolas para navíos, y observé que fabricaban también mantas para los caballos y pellizas de piel de oveja; no obstante, y en conjunto, las ajetreadas manos de la industria parecían hallarse asaz desocupadas. «No cabe duda, señor —le dije—, de que son sus paisanos un hatajo de vagos». «Somos una ciudad de filósofos —replicó—: aquí nos estrujamos la sesera, y dejamos que sean los majaderos y tontainas de Birmingham los que trabajen para nosotros con el sudor de su frente».

Había por entonces una compañía de cómicos que actuaba en Lichfield. El director, Stanton, mandó una nota para presentar sus respetos y pedir permiso para visitar al doctor Johnson. Éste le recibió con gran cortesía y Stanton se tomó una copa de vino con nosotros. Era un hombre sencillo, decente, de buen conformar, que expresó su gratitud al doctor Johnson por haberle facilitado una vez permiso del doctor Taylor, en Ashbourne, para actuar allí siempre que la representación fuese moderada. Pronto se habló de Garrick. JOHNSON: «La conversación que tiene Garrick es un totum revolutum, aunque todo lo que contiene es de buena calidad. Le falta carne, carece de sentimiento. No es que no lo transmita a veces, y a veces de manera muy poderosa y agradable, pero no tiene proporción plena con su conversación».

Cuando nos quedamos a solas me dijo lo siguiente: «Hace cuarenta años, señor, estuve yo enamorado de una actriz de aquí, la señora Emmet, que hacía el papel de Flora en Hob in the Well».[c370] No se me ha informado del mérito que como actriz tuviera esta señora, ni de cómo era su figura o talante, aunque si nos es dado creer a Garrick, el gusto de su maestro de antaño en cuanto al mérito teatral no destacaba por su refinamiento. Tampoco era un elegans formarum spectator. A Garrick le gustaba contar que Johnson se había pronunciado sobre un actor que interpretó a sir Harry Wildair[c371] en Lichfield diciendo que «tiene una vivacidad de cortesano», cuando según la versión de Garrick «era el rufián más vulgar que nunca haya pisado las tablas».

Prometimos a Stanton que estaríamos presentes el lunes en su función. El doctor Johnson tuvo la humorada de proponerme que escribiera un prólogo para la ocasión: «Prólogo de Boswell, señor de las Hébridas». Reconozco que me sentí inclinado a aceptar el reto. Me dije: «“prólogo recitado ante el doctor Johnson en Lichfield, 1776”, habría sonado igual de bien que prólogo recitado ante el Duque de York en Oxford, durante el reinado de Carlos II». Mucho podría haberse dicho de lo que hizo Lichfield por Shakespeare, sólo por ser la patria chica de Johnson y Garrick. Pero me di cuenta de que él era contrario a la idea.

Fuimos a visitar el museo de Richard Green, boticario de la localidad, quien me dijo que se enorgullecía de ser pariente del doctor Johnson.[a nota 229, Vol. IV] Era la suya, desde luego, una maravillosa colección tanto de antigüedades como de curiosidades de la naturaleza e ingeniosas obras de arte. Había dispuesto todos sus artículos con una gran exactitud, los nombres en etiquetas que él mismo imprimía con una pequeña imprenta. En la escalera que conducía a la sala de la exposición había un tablón que recogía en letras de pan de oro los nombres de cuantos habían hecho una donación. En el establecimiento de un librero se podía adquirir un catálogo impreso. Johnson expresó su admiración por la actividad y diligencia y por la buena suerte de Green al haber reunido, en su situación, una colección tan diversa; Green me dijo que Johnson una vez le había dicho que «yo tan pronto hubiera pensado en construir un buque de guerra como en formar una colección de museo». Fue muy placentera la presteza del señor Green al mostrárnosla. Su retrato grabado, que ha tenido la amabilidad de obsequiarme, ostenta un lema ciertamente característico de su disposición: «Nemo sibi vivat».

Se habló de un médico que había perdido su consulta porque un caprichoso cambio de religión sembró la desconfianza entre su clientela. Yo defendí que era algo irracional, ya que la religión nada tiene que ver con la pericia de un médico. JOHNSON: «No es irracional, pues cuando la gente ve a un hombre absurdo en algo que entiende, bien puede concluir que no lo es menos en lo que no entiende. Si a un médico le diera por ponerse a comer carne de caballo, nadie acudiría a su consulta, aun cuando uno puede comer carne de caballo y ser un médico muy diestro. Si un hombre se educa en una religión absurda, que siga profesándola no puede perjudicarle, aunque el hecho de que cambie de religión sí puede ser perjudicial».

Tomamos té y café en casa de Peter Garrick, donde se encontraba la señora Aston, una de las hermanas solteras de la señora Walmsley, esposa del primer amigo que tuvo Johnson y hermana también de una dama de la que Johnson hablaba con calidísima admiración, Molly Aston, que después casó con el capitán Brodie, de la Marina.

El domingo 24 de marzo desayunamos con la señora Cobb, una viuda que vivía en un lugar agradablemente recoleto y cercano a la ciudad, llamado El Monasterio, pues había sido en su origen una casa de religión. Ella y su sobrina, la señorita Adey, eran grandes admiradoras de Johnson; él las trató con una amabilidad, una llaneza y una cortesía como sólo se ve entre quienes se conocen íntimamente de antaño. Acompañó a la señora Cobb a la iglesia de St. Mary y yo fui a la catedral, donde mucho me deleitó la música, que me resultó especialmente solemne y acorde con las palabras de la liturgia.[c372]

Almorzamos en casa de Peter Garrick, que estaba de un humor sumamente animado, y verifiqué el dictamen de Johnson, esto es, que si hubiera cultivado la desenvoltura tanto como su hermano David, quizá le hubiese aventajado en su terreno. Estuvo ese día hecho todo un narrador londinense, contándonos gran variedad de anécdotas con esa enjundia y ese talento para la imitación que por lo común hallamos en los ingenios de la metrópolis. El doctor Johnson visitó la catedral conmigo por la tarde. Fue grandioso y conmovedor contemplar al ilustre escritor, en la plenitud de su fama, practicar el culto en «el templo solemne»[c373] de su ciudad natal.

Volví a tomar el té y café con Peter Garrick y me reuní después con Johnson y el reverendo señor Seward, canónico residente, que habitaba en el palacio episcopal, donde había vivido el señor Walmsley, y que había sido escenario de muchas horas felices en la juventud de Johnson. Por la mañana, haciendo gala de su cortesía y hospitalidad eclesiástica, Seward me había invitado a almorzar con él siendo yo todavía un perfecto desconocido; por la tarde, cuando le fui presentado, nos pidió al doctor Johnson y mí que pasáramos con él la tarde y cenásemos en su casa. Era un clérigo gentil, muy digno en el porte, de buena crianza, que había viajado en compañía de lord Charles Fitzroy, tío carnal del actual Duque de Grafton, que murió en el extranjero, y había conocido a fondo el gran mundo. Era un hombre ingenioso, de inclinaciones literarias, que había publicado una edición de Beaumont y Fletcher y algunos versos en la antología de Dodsley. Su esposa era hija del señor Hunter, primer maestro que tuvo Johnson en la escuela cuando era niño. Y entonces, por primera vez, tuve el placer de saludar y conocer a su célebre hija, Anna Seward, con la que desde entonces estoy en deuda por sus favores y atenciones, así como por algunas informaciones sobre Johnson que fue muy solícita en procurarme.[c374]

El señor Seward nos comentó las observaciones que había hecho sobre los estratos que se forman en los volcanes, en los que al parecer era tan distinta la profundidad según los periodos, que ningún cálculo podía hacerse en cuanto al tiempo requerido para su formación. Con esto refutaba por completo un comentario contrario a los mosaicos que introdujo el capitán Brydone en su muy entretenido Viaje, espero que a la ligera, debido a cierta vanidad que es muy corriente entre quienes no han estudiado suficientemente a fondo la materia más importante de cuantas son. Ciertamente, antes había dicho el doctor Johnson, con independencia de esta afirmación: «Todas las pruebas acumuladas a lo largo de la historia universal, toda la autoridad de la que es de manera más incuestionable la escritura más antigua que existe, ¿se irán al traste por un apunte pendiente de corroboración, tan incierto como éste?».[c375]

El lunes 25 de marzo desayunamos en casa de Lucy Porter. Johnson había enviado recado al doctor Taylor avisándole de que estábamos en Lichfield, y Taylor había contestado para decir que su silla de posta vendría a recogernos en el mismo día. Mientras desayunábamos, Johnson recibió una carta que pareció causarle una considerable agitación. Cuando terminó de leerla, dijo: «Una de las cosas más espantosas que han ocurrido en mi tiempo». La expresión «mi tiempo», como «mi época», parecen hacer referencia a un acontecimiento de carácter público. Di en imaginar algo así como el asesinato del Rey, una conspiración de la pólvora llevada a su fin, o un nuevo incendio de Londres. Cuando le preguntamos: «¿De qué se trata, señor?», contestó: «¡El señor Thrale ha perdido a su único hijo!». Fue, sin lugar a dudas, un durísimo revés para el matrimonio Thrale, que sus amigos acusarían en consonancia, aunque debido al modo en que nos comunicó Johnson la noticia se nos antojó por el momento poca cosa. No obstante, enseguida me acució un sincero pesar, e iba a ser curioso observar, me dije, cómo le afectaría al doctor Johnson. «Esto —dijo— representa una extinción total de la familia, como si los hubieran vendido como esclavos en cautiverio». Al reseñarle que el señor Thrale tenía hijas que sin duda heredarían su fortuna, respondió con vehemencia: «¡Hijas! Él no da a sus hijas más valor que…». Fui a decir algo. «Señor —me interrumpió—, ¿es que ni siquiera sabe cómo piensa usted mismo al respecto? Señor mío, Thrale desea propagar su apellido». En resumidas cuentas, vi fuertemente impresa en su ánimo la sucesión por línea masculina, incluso donde no había un apellido que transmitir, ni una familia de rancio abolengo. Dije que había sido una suerte que no estuviera presente en el momento de suceder la desgracia. JOHNSON: «Es una suerte para mí. Quien sufre una pena nunca cree que sea bastante lo que uno siente». BOSWELL: «Y ellos tendrán la esperanza de verle a usted, lo cual será mientras tanto un alivio, y cuando usted llegue el dolor se habrá morigerado lo suficiente para que pueda usted darles cumplido consuelo, cosa que en el primer momento de la desgracia, cuando más virulenta era, no hubiera sido posible». JOHNSON: «Ni mucho menos. La violenta pena del espíritu, como el dolor corporal violento, tiene que sentirse en toda su intensidad». BOSWELL: «Reconozco, señor, que no siento yo mucho las desgracias ajenas, al contrario de lo que les sucede a muchas personas, o al menos a las que aparentan que les sucede, pero una cosa sé con certeza, y es que haría cuanto en mi mano estuviera para remediarlas». JOHNSON: «Señor mío, es afectación pretender que se acusan las desgracias ajenas tanto como las acusan los interesados. Es lo mismo que si uno pretendiera sentir el dolor que experimenta su amigo cuando le amputan una pierna. No, de ninguna manera; usted ha expresado la justa y razonable naturaleza de la compasión. Yo habría ido hasta el último confín de la tierra para salvar a ese chiquillo».

Pronto se serenó del todo. La carta era de un empleado del señor Thrale, y concluía así: «No será preciso decirle cuánto desean ellos verle pronto en Londres». Johnson apostilló: «Habremos de abreviar nuestra estancia en casa de Taylor».

Lucy Porter y algunas otras damas del lugar hablaron mucho de él cuando salió de la estancia, no sólo con veneración, sino con cariño. Me agradó ver lo mucho que se le quería en su ciudad natal.

La señora Aston, a la que había visto la noche anterior, y su hermana, la viuda del señor Gastrel, tenían cada cual una casa con jardín y un terreno de esparcimiento, con sendas arboledas, que gozaban de una bella situación en Stowhill, suave promontorio adyacente a Lichfield. Johnson fue a pie a almorzar con ellas, dejándome solo sin pedir disculpas. Me llamó poderosamente la atención esa falta de modales, la falta de esa naturalidad con que un hombre no encuentra dificultad alguna en llevar a un amigo a una casa en la que goza de trato íntimo; me pareció muy ingrato, así pues, el hallarme sin compañía en una ciudad de provincias en la que era un perfecto desconocido, y empecé a darme por abandonado de la manera más incivil, aunque pronto hallé alivio y me convencí de que mi amigo, lejos de haber incurrido en una grosera indelicadeza, había conducido la cuestión con infinita propiedad, pues recibí la siguiente nota de su puño y letra: «La señora Gastrel, en la casa más baja de las dos que hay en Stowhill, desea que el señor Boswell la acompañe para almorzar a las dos». Acepté la invitación, y con ella tuve una prueba más de lo afable que era su carácter en opinión de quienes le conocían mejor. No tuve conocimiento hasta más tarde de que el esposo de la señora Gastrel fue el clérigo que, mientras residió en Stratford-upon-Avon, mientras fue propietario del huerto de Shakespeare, con gótica barbarie ordenó talar la morera,[180] y, al decir del doctor Johnson, sin la menor muestra de indignación por parte de sus vecinos. Tengo razones para creer, basándome en idéntica autoridad, que Su Señoría tuvo participación en la culpa de lo que los más entusiastas de nuestro bardo inmortal consideran poco menos que una suerte de sacrilegio.

Tras el almuerzo, el doctor Johnson escribió una carta a la señora Thrale a propósito de la muerte de su hijo. Le dije que a Thrale le resultaría muy doloroso, pero que ella pronto lo olvidaría, pues tenía muchas otras cosas en que pensar. JOHNSON: «No, señor. Thrale olvidará antes. Ella tiene muchas cosas en las que puede pensar. Él tiene otras muchas en las que debe pensar». Me pareció un muy atinado comentario sobre los distintos efectos de esas ocupaciones livianas que distraen el intelecto vacante y contentadizo, y aquellos serios compromisos que exigen toda nuestra atención y nos impiden cavilar en abundancia y sopesar nuestra tristeza.

De lord Bute observó que «se decía de Augusto que mejor habría sido para Roma si nunca naciera o si nunca hubiese muerto. Para esta nación habría sido mejor que lord Bute nunca hubiera sido primer ministro, o que nunca hubiese dimitido del puesto».

Por la tarde fuimos al ayuntamiento, provisionalmente convertido en teatro, y vimos un Teodosius a cargo de la Compañía del Jubileo de Stratford. Me hizo feliz ver a Johnson sentado en lugar prominente, donde recibió el afectuoso homenaje de todos sus conocidos. Estuvimos contentos y lo pasamos muy bien. Le comenté después que me reprobaba por haber disfrutado cuando los pobres señor y señora Thrale pasaban por tan gran pena. JOHNSON: «En eso se equivoca, señor. Así que pasen veinte años, el señor y la señora Thrale no sufrirán una gran pena por la muerte del hijo. Debe usted reparar en que la distancia, ya sea en el espacio, ya en el tiempo, tiene un gran peso en los sentimientos del hombre. No vería yo con buenos ojos su alegría en presencia de los apenados, pues les sobrecogería; en cambio, bien cabe disfrutar y alegrarse cuando uno está lejos. El dolor por la pérdida de un amigo, o de un pariente a quien amamos, lo ocasiona la carencia que sentimos. Con el tiempo, ese vacío lo colma otra cosa; otras veces, el vacío se cierra por sí solo».

Los señores Seward y Pearson, otro clérigo, vinieron a cenar con nosotros a nuestra posada, y después de que se despidieran nos quedamos charlando hasta altas horas, como acostumbrábamos hacer en Londres.

Aquí recogeré algunos fragmentos de la conversación de mi amigo durante esta excursión.

«El matrimonio, señor, es mucho más necesario para el hombre que para la mujer, ya que él es menos capaz de proveerse de comodidades domésticas. Recordará lo que el otro día dije a ciertas damas, a saber, que a menudo me ha extrañado que las jóvenes se casen, ya que gozan de mayor libertad y se les prestan mayores atenciones cuando están solteras que cuando están casadas. Cierto que no comenté la razón de más peso para que se casen, me refiero a la razón mecánica». BOSWELL: «Ésa, caramba, es una razón de muchísimo peso, pero ¿no es la imaginación la que le da una importancia mucho mayor de la que tiene en realidad? ¿No se trata, hasta cierto punto, de un engaño ilusorio en el que caemos tanto nosotros como las mujeres?». JOHNSON: «Desde luego que sí, pero ésa es una ilusión que siempre vuelve a empezar». BOSWELL: «No lo sé, pero en conjunto diría que esa pasión trae consigo más desdichas que felicidad». JOHNSON: «Yo no soy de esa opinión».

«Nunca hable de un hombre en su presencia. Es falta de delicadeza, y puede ser ofensivo».

«El interrogatorio no es el modo idóneo de llevar una conversación entre caballeros. Es asumir una clara superioridad, y es particularmente erróneo interrogar a un hombre en lo que se refiere a él mismo. Puede haber aspectos de su vida anterior que no desee dar a conocer a otras personas, o que ni siquiera se deban traer a su memoria».

«Uno ha de poner mucho cuidado en no contar historias propias en su desdoro. Es posible que quien las oiga se divierta y se ría, pero se recordarán y serán empleadas en su perjuicio en ocasiones posteriores».

«Es mucho lo que se puede hacer si un hombre empeña todo su intelecto en un objeto en particular. De ese modo llegó a ser Norton[181] el gran abogado que en efecto es».

Hablé de un amigo mío, un sectario, que era un hombre muy religioso y no sólo asistía con regularidad a las ceremonias de adoración pública propias de su comunión, sino que también había llevado a cabo un particular estudio de las Escrituras e incluso escribió un comentario sobre determinados pasajes, si bien era de sobra conocido el trato licencioso que se permitía con las mujeres, pues sostenía que el hombre ha de salvarse sólo por la fe, y que la religión cristiana no ha prescrito ninguna regla fija para el trato carnal entre los sexos. JOHNSON: «No es de fiar esa desatinada piedad».

Observé que era extraño lo bien que se conocían los escoceses unos a otros en su propio país, aun cuando hayan nacido en condados muy distantes, pues no es corriente que los caballeros de condados convecinos en Inglaterra se conozcan mutuamente. Johnson, con su agudeza habitual, entendió y explicó de inmediato la razón de que así fuera: «Es natural, tienen ustedes Edimburgo, donde se congregan los caballeros de todos los condados, una ciudad no demasiado grande, en la que todos se conocen. No existe en Inglaterra un lugar común de encuentro con la salvedad de Londres, donde por su gran tamaño y geografía dispersa muchos de quienes residen en condados contiguos pueden pasar muchísimo tiempo sin conocerse».

El martes 26 de marzo vino a recogernos un carruaje perfectamente adecuado para un clérigo rico y con una buena prebenda: la gran silla de posta del doctor Taylor, de la que tiraban cuatro caballos recios, rollizos, conducida por dos postillones serios a la par que joviales, que nos llevaron a Ashbourne. Allí encontramos al condiscípulo de mi amigo, que vivía en una casa perfectamente acorde a la condición del carruaje: la propia casa, el jardín, los terrenos de esparcimiento, la mesa, todo, en una palabra, era bueno, sin apariencia de que se escatimase en nada. Todo hombre debería trazarse el plan de vida que fuera capaz de llevar a cabo enteramente: que no trace un contorno más amplio del que pueda llegar a colmar. He visto muchos trazados de un fasto y una magnificencia tales que conmueven a piedad a la vez que inspiran risa. El doctor Taylor tenía una buena finca en propiedad y una buena situación en la Iglesia, pues era prebendado de Westminster y párroco rector de Bosworth. Era un diligente juez de paz y presidía la localidad de Ashbourne, con cuyos lugareños, según supe, era muy generoso; como prueba de este aserto me indicaron que el invierno anterior había repartido doscientas libras entre los más necesitados de ayuda. Por consiguiente, tenía considerables intereses políticos en el condado de Derby, que empleaba en respaldo de la familia Devonshire, pues aun siendo discípulo y amigo de Johnson era un whig. No pude percibir en su carácter muchas semejanzas con Johnson, de ninguna clase, quien no obstante me indicó: «Tiene un entendimiento muy vigoroso». Su volumen, semblante, porte y modales eran los de un caballero inglés, cordial, con el sobreañadido de su eclesiástica condición. Me fijé de manera particular en su criado de más categoría, el señor Peters, un hombre grave y de buena planta, con traje de color púrpura y gran peluca blanca, como el despensero o el mayordomo de un obispo.

Johnson y Taylor se saludaron con una gran cordialidad. Johnson le contó enseguida la misma historia lamentable del que fuera compañero de ambos, Congreve, que ya relatara al señor Hector, aunque añadiendo una observación de tal calado sobre la conducta razonable de un hombre en el declinar de su vida que merece quedar estampada en la memoria de todos: «No hay nada contra lo cual más en guardia deba estar un anciano que en lo referente a la elección de su ama de llaves». Han sido innumerables los tristes ejemplos de caballeros que se habían distinguido por su firmeza, resolución y espíritu tesonero, y que en sus últimos días han terminado gobernados como niños por la interesada argucia femenina.

El doctor Taylor elogió a un médico al que ambos conocían. «Libro muchas batallas por él —dijo—, pues a muchos lugareños no les cae en gracia». JOHNSON: «Pero debe usted reparar, señor, en que en cada una de las victorias de él sale usted perdedor, pues todas y cada una de las personas a las que apabulla usted en la polémica se pondrán furiosas y decidirán no llamarlo más, mientras que aquellos que salen bien librados de la discusión con usted, a cuenta del médico, dicen para sí: “A pesar de todo, mandaremos a buscar al doctor ******”». Ésta fue una observación profunda y cierta sobre la naturaleza humana.

Al día siguiente hablamos de un libro[c376] en el que un juez eminente es públicamente puesto en el banquillo de los acusados por haber dictado sentencia injusta en una causa de gran envergadura. El doctor Johnson sostuvo que la publicación no causaría la menor intranquilidad al juez. «Y es que —dijo—, o bien actuó con honestidad, o bien se propuso obrar de manera injusta. De haber actuado con honestidad, su propia conciencia le protege; si quiso obrar de manera injusta, se alegrará de ver fuera de quicio al hombre que lo ataque».

Al día siguiente, como el doctor Johnson había avisado al doctor Taylor de la razón que le apremiaba para regresar a Londres cuanto antes, se resolvió que emprendiésemos viaje después de la comida. El doctor Johnson había invitado ese día a algunos de sus vecinos.

Taylor habló con manifiesta aprobación de un hombre que había alcanzado el rango de sabio en filosofía, esto es, que no tenía carencia de nada. «En tal caso —dije—, el salvaje es sabio». «Señor —repuso—, no quiero decir simplemente que viva sin ciertas cosas, sino que no tiene necesidad». Sostuve, contra su proposición, que era preferible tener buenas prendas de vestir que no sentir la necesidad de tenerlas.

JOHNSON: «No, señor. Las buenas prendas de vestir son buenas sólo en la medida en que cubren la necesidad de otros medios de procurarse el respeto ajeno. ¿Se respetaba menos, piénselo, a Carlos XII por su burda chaqueta azul y su paño negro? Ya ve que el Rey de Prusia viste con toda sencillez, porque la dignidad que le inviste es suficiente». Aquí me metí en un lío, o me busqué un buen rapapolvo, pues sin cuidado y de manera irresponsable dije: «¿No sería usted mejor si gastara terciopelo recamado?». JOHNSON: «Señor, pone fin usted a toda discusión si en ella introduce a su adversario en persona. ¿Es que no le han enseñado buenos modales? Ahí tiene cuál es su carencia». Me disculpé diciendo que había querido ponerlo por ejemplo de persona con menos carencias que nadie, si bien quizá podría adquirir un lustre adicional cuidando más su atuendo.