ÆTAT. 42
1751: ÆTAT. 42.] En 1751 hemos de suponerle atareado con su Diccionario y en las entregas del Rambler, aunque también escribió la «Vida de Cheynel»,* que publicó en la miscelánea titulada The Student. Como con insólita agudeza había detectado el reverendo doctor Douglas un craso fraude e impostura en que incurrió William Lauder, escocés, maestro de escuela, que con idéntica impudicia e ingenio había tachado a Milton de plagiario de ciertos poetas latinos modernos, Johnson, que había sido embaucado para que aportase un prefacio y un epílogo a su obra, dictó una carta a Lauder, dirigida al doctor Douglas, en la que reconocía aquel fraude en apropiados términos de contrición[122].
La extraordinaria maniobra de Lauder no fue fruto de una súbita improvisación. La había meditado durante muchos años, y aún a día de hoy es incierto cuál fue su principal motivo, a menos que se debiera a una vana maquinación de su afán de superioridad, por creerse capaz, por el medio que fuera, de engañar a la humanidad toda. Para llevarla a efecto, plagió ciertos pasajes de Grotius, Masenius y otros, que ofrecían un tenue parecido con algunos pasajes del Paraíso perdido. En ellos interpoló fragmentos de la traducción latina que confeccionó Hog del poema de Milton, y alegó que la masa de ese modo amañada era el arquetipo del cual copió Milton. Estas baladronadas las publicó esporádicamente en la Gentleman’s Magazine, y exultante por lo que se suponía todo un éxito, en 1750 se aventuró a recopilarlas en un panfleto titulado Ensayo sobre el uso e imitación de los modernos en el «Paraíso perdido» de Milton. A este panfleto antepuso Johnson un prefacio, plenamente convencido de la honradez de Lauder, y aún agregó un epílogo en el que recomienda con gran persuasión una colecta de beneficencia para aliviar la pobreza de la nieta de Milton, en el que se pronuncia de este modo: «Aún está al alcance de un gran pueblo el recompensar al poeta de cuyo nombre alardea, toda vez que a partir de la alianza con su nombre afirma cierta superioridad respecto a las demás naciones de la Tierra, máxime tratándose de un poeta cuyas obras posiblemente aún se lean cuando haya desaparecido cualquier otro monumento de la grandeza británica, y hablo de recompensarle no con retratos, efigies o medallas que, si las viera, vería con desprecio, sino con palpables muestras de gratitud que tal vez incluso ahora no considere indignas de un espíritu inmortal». Sin ningún género de dudas, este pronunciamiento choca de frente con la «enemistad hacia Milton» que sir John Hawkins imputa a Johnson en esta ocasión, pues añade: «En todo momento me percaté de que Johnson parecía ver con buenos ojos no sólo el plan de la obra, sino también sus argumentos, y parecía exultante en la persuasión de que el buen nombre de Milton probablemente se iba a resentir con este descubrimiento. Estoy convencido de que no estaba al corriente de la impostura, aunque del prefacio, sin duda escrito por Johnson, se infiere que deseaba todo el éxito a sus argumentos». ¿Es posible que un hombre con claridad de criterio suponga que Johnson, quien con tanta nobleza elogió la excelencia poética de Milton en un epílogo a este mismo «descubrimiento», como entonces lo creía, pudiera estar al mismo tiempo «exultante en la persuasión de que el buen nombre de Milton probablemente se iba a resentir con este descubrimiento»? Ésta es una falta de coherencia de la que Johnson no era capaz; tampoco cabe deducir de su prefacio, al menos con justicia, que Johnson, que se distinguía por su curiosidad entusiasta y por su amor a la verdad, no pudiera menos que alegrarse de una investigación en la que una y otro iban a recibir cumplida gratificación. Sus propias palabras hacen evidente que actuó guiado por estos motivos, y no, ciertamente, por un deseo indigno de despreciar a nuestro gran poeta épico, ya que, tras mencionar el celo con que se empeñan los hombres de genio y los literatos «por resaltar el honor y distinguir las bellezas que adornan al Paraíso perdido», dice: «Entre las indagaciones a las que de modo natural ha dado lugar este entusiasmo de la crítica, ninguna es más oscura en sí misma, ni más digna de curiosidad racional, que un examen retrospectivo del modo en que avanzaba este poderosísimo genio en la construcción de su obra, una visión del tapiz que gradualmente va tejiendo y crece, a partir tal vez de un comienzo poco prometedor, hasta asentar sus cimientos en el centro y resplandecer sus torretas en el cielo; remontarse a la evolución de la estructura a lo largo de todas las variantes, hasta la sencillez de su plan original; hallar qué es lo que se proyectó en un principio, en qué punto tuvo el plan su inflexión, cómo fue mejorado, con qué ayuda se llevó a cabo, en qué depósitos fueron recogidos los materiales; si su fundador los extrajo de la cantera de la naturaleza o si procedió a la demolición de otros edificios para embellecer el suyo propio». ¿Es ése el lenguaje de alguien deseoso de pisotear los laureles de Milton?
Aunque distaban mucho en esta época las circunstancias de Johnson de ser acomodadas, no dejó de ejercer de continuo su disposición humanitaria y caritativa. La señora Anna Williams, hija de un muy inteligente médico galés y mujer de notable talento, había viajado a Londres con la esperanza de curarse de unas cataratas en ambos ojos, que al final desembocaron en una ceguera total, y fue amablemente recibida como visitante asidua en su casa mientras vivió la señora Johnson; tras la muerte de ésta, al haberse acogido bajo su techo a fin de que le operasen los ojos con mayores comodidades que en su alojamiento, dispuso gracias a Johnson de un aposento durante el resto de su vida, al menos en todas las temporadas en que él dispuso de casa propia.[c73]