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Había anochecido, e Irene echó un tronco al fuego del hogar. Sobre la falda de su saya negra revisaba las cuentas del hospital. Habían pasado tres días desde la lectura del testamento y su voluntad flaqueaba. Volvió a la interminable relación de los gastos y los exiguos ingresos. Los censos y la aportación de los Sorell apenas podían hacer frente a los costes. En Sorell estaba cargado de deudas cuyos vencimientos cercanos planeaban como buitres. El prestigio del bachiller Andreu Bellvent atrajo donativos y alguna esporádica asignación municipal, pero nadie confiaría en el juicio de una joven dama. La situación resultaba desalentadora para cualquier pretendiente.

Angustiada, vagó por las estancias familiares penumbrosas por las telas negras del luto que cubrían las ventanas. Se sentía desamparada.

Aunque cerrara la casa a ella le quedaba la herencia. No tendrían la misma suerte los pacientes, los tres pequeños huérfanos que tanto la habían animado esos días, ni tampoco el personal. Pensó en las criadas: Arcisa, la de más edad, que estaba allí desde la fundación; Llúcia, prostituta repenedida que cada día se esforzaba en demostrar que nada quedaba de su vida anterior, y la joven Isabel, recogida en la indigencia hacía tres años. En cuanto a Magdalena, la cocinera, fue donada por Tomás Sorell para el hospital. Elena la liberó de inmediato, pero seguían llamándola «esclava». Luego estaban Nemo, el gigantesco negro de cincuenta años, un árabe de sonrisa franca y brillante que era los brazos del hospital, y el joven Eimerich, despierto e inteligente, al cargo del registro y los receptarios donde el apotecario anotaba el fármaco para cada enfermo; por último, el discreto Tristán, con quien Irene intercambiaba miradas sin apenas hablar.

A todos los aguardaba un futuro incierto lejos de allí.

Además de Peregrina, hacían la ronda diaria varios médicos por turnos, así como un barbero. El apotecario, Vicencio Darnizio, acudía cada tres días para reponer el dispensario, y Fátima, la partera, cuando era requerida.

Desolada, salió a la galería situada sobre el patio. Esa noche se alojaban en las cuadras ocho mujeres y cuatro hombres, algunos aquejados de fiebres o de infecciones.

Se cruzó con Llúcia, encargada del primer turno de la noche, que calculaban con los tañidos de las campanas del reloj alemán de la seo.

—¿Estáis bien, señora?

—Sí, gracias, Llúcia. ¿Alguna novedad?

La joven criada bajó el rostro.

—Ana se ha marchado hace una hora. Lamento no haberos dicho nada, pero ya tenéis bastantes problemas y… eso suele ocurrir con las prostitutas.

—¡Sólo han pasado ocho días y no fue un parto!

—Ha venido un hostaler del Partit, y ella ha cedido a su exigencia. —La situación le traía amargos recuerdos del pasado—. Creo que era su rufián.

—¿Y la recién nacida?

—Está con Mercedes, la dida. Dice que con quince sueldos al mes no es suficiente, que la amamantará por veinte.

—Pero ¡ése no es el precio acostumbrado!

—Señora, muchos querrán aprovecharse de la ausencia de vuestro padre.

Irene bajó la escalera con lágrimas en los ojos. Si ya aborrecía la idea de tener que casarse sólo por mantener el hospital, ahora comenzaba a dudar sobre su capacidad para gestionarlo. Tal vez el consejo rector tenía razón y su futuro no estaba allí. Sin rumbo, entró en el dispensario donde se preparaban los jarabes, las grajeas, los siropes y las mixturas. El alambique de destilación desprendía un fuerte olor a rosas. Era una pieza cara, la última inversión de su padre.

Se inclinó para contemplarse en la superficie bruñida de bronce. Había heredado las facciones delicadas de Elena, la cara ovalada, las cejas finas y los ojos grises, grandes y luminosos. Se tocó la melena cobriza, que en ese momento le caía descuidada sobre los hombros. Era esbelta y lucía con elegancia los vestidos sencillos de lino que habían sido de su madre. Ya llevaba años siendo consciente de las miradas de los hombres, en la iglesia o en los paseos que daba con las otras estudiantes de doña Estefanía, en Barcelona. Como todas, soñaba con casarse con un hombre apuesto, que la respetara y del que pudiera enamorarse con el tiempo. Nunca imaginó haber de dar aquel paso en tan sólo unos días, aunque en realidad no tenía ningún pretendiente, algo que ya vaticinó micer Nicolau y corroboraban las cuentas revisadas.

—Irene, ¿qué hacéis aquí?

La joven dio un respingo y vio a Eimerich en la puerta, observándola preocupado. Avergonzada, se enjugó las lágrimas.

—¿Cómo estáis? —continuó el joven.

El rumor sobre lo ocurrido en la notaría se había difundido entre los físicos, y su situación legal no era ya ningún secreto para los atentos criados.

—Me siento perdida, Eimerich —reconoció.

—Tal vez no sea el momento, pero os buscaba porque quería hablaros de lo que me encomendasteis.

Ella se acercó y bajó la voz.

—¿Has descubierto a qué caja blanca se refería mi padre?

Eimerich frunció el ceño.

—El señor Andreu guardaba documentos en una caja así, pero ignoro dónde la ocultaba. Es posible que esté en su cámara… salvo que fuera un delirio.

—Vi cordura en su mirada —afirmó con pesar Irene—. ¿Qué está ocurriendo, Eimerich?

Él recorrió el dispensario con la mirada.

—He sido testigo de cómo En Sorell se hundía en este último año. —La observó; ahora ella era la señora y él, un mero criado—. Se lo debo todo a los Bellvent, y os doy mi palabra de que trataré de averiguarlo.

Apareció una leve sonrisa en el rostro de la joven.

—Mi padre diría que si hay alguien que puede hacerlo, ése eres tú.

Eimerich acogió con agradecimiento el halago. Era hijo de una prostituta que murió en el hospital al darlo a luz. Se crió y educó en Santa María, el orfanato Dels Beguins de la ciudad, pero a los ocho años ya podía trabajar y fue reclamado por la hermana de su madre y el rufián al que ésta mantenía.

En el Partit malvivió entre golpes y hambre. Cuando tenía doce años, malherido tras una terrible paliza, la Providencia hizo que regresara a En Sorell por ser el hospital más cercano. Al revisar los registros, Elena recordó el nacimiento de aquel muchacho y, siempre atenta a los extraños giros del destino, entendió su llegada como una señal.

Valencia, además de hospitales, tenía un desarrollado sistema asistencial para los más necesitados a través del procurador dels miserables, el pare d’òrfens, que atendía a los huérfanos, la Casa de les Repenedides y el affermamossos, encargado de buscar ocupación a jóvenes ociosos y evitar, así, que emprendieran un camino de delincuencia. Por mediación de este último lo contrataron en el hospital como criado. La spitalera no se equivocaba. Eimerich, honesto y discreto, poseía una mente lúcida y era capaz de recordar con facilidad largos textos. Al año ya redactaba con fluidez y sacaba cuentas. En aquellos tiempos para Irene fue como un hermano menor, aunque la distancia social entre ellos se hizo cada vez más evidente.

Siguió un espeso silencio que Eimerich quiso quebrar de algún modo.

—En la cocina hay tomillo aún caliente. ¿Deseáis que os traiga…?

—No es necesario, iré contigo.

Al salir al patio encontraron a Tristán. Irene se preguntó si los habría escuchado.

—Es una noche gélida, señora —indicó, un tanto cohibido.

Notó que el joven miraba su melena suelta mecida por la suave brisa nocturna y se la recogió con una mano con cierto rubor.

—Me parece que el hospital está más frío que nunca —dijo.

—El sol regresará igual que la calma, no lo dudéis —señaló Tristán con una curiosa seguridad.

Irene recordó la primera vez que sus miradas se cruzaron durante la cesárea, el momento en que la recién nacida comenzó a llorar en brazos de Isabel. Deseó de corazón que el hombre con quien compartiera su vida tuviera ese brillo en los ojos.

Permitió que Tristán los acompañara. Apenas sabía nada de él y la intrigaba. Sentados a la mesa, Eimerich rompió el hielo relatando anécdotas de los pacientes con su verborrea lúcida que arrancó sonrisas, pero cuando regresó el silencio Irene compartió su última preocupación.

—La madre primeriza, Ana, se ha marchado sin estar recuperada.

—Si no puede trabajar, la arrojarán a alguna acequia o la abandonarán de nuevo.

El tono frío de Eimerich la sobrecogió; sabía bien de lo que hablaba.

—¿Podríamos encontrarla?

Eimerich negó, incómodo.

—El lupanar es más grande de lo que parece y muy tortuoso. Los hostalers se protegen y las mujeres guardan silencio. Ésa es la ley allí.

—Los rufianes defienden con celo sus inversiones —intervino Tristán—. Nunca la entregarán si no es a cambio de algo.

—En su estado no vivirá mucho. ¡Tal vez ya haya muerto!

—Lo siento, señora —musitó Tristán, pensativo.

Irene iba a replicar cuando un estruendo en el patio ahogó sus palabras.

—¿Qué ha sido eso?

Al salir vieron a Nemo retrocediendo desde el portón ante cuatro sombras embozadas en capas oscuras. Dos lo apuntaban con espadas.

—¿Quiénes sois? —exigió la joven tratando de mostrarse imperiosa.

—¡Aquí tenemos a la hija de la bruja! —dijo el que parecía el cabecilla, con el rostro cubierto—. Sin duda lo más bello de este lugar lleno de pus y piojos.

A Irene le palpitaba el pecho. Tristán se adelantó, pero lo hostigaron con las armas.

—Se cuenta que buscas marido. Podría ofrecerme. Sería placentero retozar juntos…

—¡Déjala! —gritó Eimerich a su lado.

Uno de los embozados le propinó un golpe con el pomo de la espada que lo dejó sin sentido en el suelo. Irene gritó, espantada, y Tristán aprovechó la distracción para escabullirse hacia la puerta del huerto.

—¡Ése sí era un cobarde! —El cabecilla se echó a reír, coreado por el resto. Se dirigió a la muchacha en tono frío—. No temas, bella Irene, hoy no vengo a por tu honra; tal vez en otra ocasión… De momento me conformo con que seas dócil y me conduzcas a las dependencias de tu padre.

—¿Qué pretendes? Descúbrete para que vea si eres un hombre o una alimaña.

El otro la cogió de la barbilla con fuerza.

—Sin preguntas —masculló artero.

Aterrada, se volvió hacia Nemo y lo vio asentir levemente. Los agresores lo mantenían a raya con sus armas. Al fondo del patio, Arcisa, Llúcia e Isabel miraban asustadas, rogando que los niños y los ingresados no se despertaran. No tenía más remedio que ceder.

En silencio, seguida por el cabecilla y dos esbirros enfilaron la escalera. El otro quedó vigilando a Nemo. La casa continuaba en calma, pero enfermos inestables y armas eran mala combinación.

Como vulgares ladrones, rasgaron el colchón de Irene y revolvieron el arcón con los sencillos vestidos de su madre. Continuaron el registro en el salón, pero su atención se centró en el aposento de Andreu Bellvent, ocupado por el catre, dos arcas y un escritorio.

—¿Qué buscáis? —insistió intrigada Irene.

—Seguro que vuestro padre guardaba dinero. Un hospital tiene gastos…

Metieron en un saco tres paños de seda bordados, una copa de plata y dos colgantes de Elena, pero prosiguieron su concienzudo escrutinio. La inquietud devino en angustia al verles revisar las baldosas una a una. Al final localizaron una suelta, bajo la cual había un pequeño hueco del que extrajeron una caja de poco más de un palmo. Era blanca. A Irene le pareció una burla del Altísimo; de nuevo iba a fallarle a su padre. Al agitarla se oyó el tintineo de monedas.

El cabecilla revisó el contenido: una bolsa con reales, algunas joyas que Irene reconoció de su madre y varios documentos. Su mirada refulgió; las alhajas podían ser valiosas.

—¡Ladrones! —espetó ella, iracunda—. Dejad al menos los papeles.

El interpelado se guardó la caja bajo la capa y se volvió a los dos hombres.

—Yo ya tengo mi parte. Ahora la vuestra, como pactamos. Buscad en el resto de la casa, seguro que hay ropas u objetos que pueden venderse bien.

—¡No lo hagas, te lo ruego! —suplicó Irene.

El líder la tomó por la cintura y la atrajo hacia sí oliendo sus cabellos.

—Sólo son esbirros contratados. Mejor que se cobren de ese modo y que dejen en paz a vuestras criadas, ¿no os parece?

Revolvieron las cuadras. Sin miramientos, abrían arcones y tiraban alacenas en busca de cualquier cosa de valor. En varios sacos amontonaron bandejas, instrumentos y jofainas. Los pacientes gritaban, pero los asaltantes los hicieron callar a golpes. Irene, impotente, pensaba en su padre. ¿Habían ido en busca de la caja o era mera casualidad?

—¡Vámonos! —ordenó el cabecilla sin soltarla.

Descendieron oyendo los lamentos de los internos. El patio estaba desierto. El que vigilaba a Nemo permanecía sentado de espaldas en el banco de piedra junto a uno de los cipreses, inmóvil.

—Esto no me gusta… —musitó el cabecilla acercándose intranquilo.

En cuanto lo rozó, su esbirro se desplomó. La garganta abierta supuraba sangre.

—¡Maldita sea!

Tras el árbol se perfiló una sombra.

—¿Tristán? —exclamó Irene aún en la escalera.

El criado iba armado con espada y daga. Un asaltante se acercó envalentonado dispuesto a vengar a su compañero, pero Tristán reaccionó dando un paso al frente y lanzó una estocada. No fue un movimiento vacilante, sino raudo y letal. El otro se encogió cubriéndose con una mano un tajo en el vientre y se desplomó gimiendo.

El silencio descendió sobre el hospital. Los enfermos asomados a la galería miraban impresionados a aquel joven parco en palabras que solía acarrear leña o subirlos en brazos por la escalera. Las mujeres, junto a la puerta de la capilla, se santiguaron sobrecogidas.

—¡Dejadlo todo en el suelo o morid! —amenazó Tristán a los otros tres.

—No está mal para un mísero sirviente —adujo el cabecilla, cáustico.

A una señal suya, el tercer esbirro atacó con una espada herrumbrosa a Tristán. Éste saltó hacia atrás y se equilibró para defenderse con sus armas, y detuvo cada estocada con facilidad. Se movía con agilidad, parando o fintando, y ganó terreno. El embozado gritó y se apartó con un corte en el hombro. La sangre le resbaló por el brazo hasta el suelo. Por detrás apareció Nemo con una gruesa rama y de un golpe lo dejó inconsciente.

El cabecilla aprovechó para correr hacia la salida. Eimerich había vuelto en sí y estaba ante la puerta frotándose la nuca. Se apartó temeroso.

—¡Al ladrón, al ladrón! —vociferó para ser escuchado por el vecindario.

Tristán salió en persecución del cabecilla y lo alcanzó en la plaza, a pocos pasos de la puerta. Cruzaron sus armas, pero el criado se abalanzó para derribarlo y rodaron por el suelo golpeándose. La caja blanca se abrió y su contenido quedó esparcido en la tierra húmeda. Tristán arrancó de un tirón a su adversario el pañuelo negro que le cubría el rostro.

Eimerich se había situado a su lado y lo señaló, asombrado.

—¡Josep de Vesach! ¡Es el hijastro de la fallecida doña Angelina de Vilarig!

—¡Maldito seas! —espetó el hombre al verse identificado.

La ira jugó a su favor y golpeando a Tristán pudo zafarse, pero la daga del criado lo hirió en la pierna. Josep, fuera de sí, levantó la espada con ambas manos.

—¡Vais a morir los dos por esto, miserables!

—¡Nadie va a matar a nadie! —rugió una voz imperiosa entrando en la plaza.

El capdeguayta que hacía la ronda por las calles de la parroquia de Sant Berthomeu, con cinco de sus guardias, había llegado alertado por los vecinos.

—¡Soy el generós Josep de Vesach y este criado me ha herido!

El jefe de la guardia contempló la escena con recelo.

—¿Qué ha ocurrido aquí?

Irene se encontraba ya en la puerta con el rostro desencajado.

—¡Han saqueado el hospital!

El capdeguayta levantó la mirada.

—¿Sois la hija de Andreu Bellvent? —preguntó.

Se fijó en los escudos que remataban el arco de entrada, pero prestó más atención al de la dama sentada en el laberinto. Conocía los rumores en torno a aquella casa.

—Mala cosa dejar a una mujer al frente de un lugar como éste…

Apenas hacía una semana que habían enterrado al mayordomo y ahora se sumaba ese nuevo altercado.

La llama de la sabiduría
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