5
Una hora más tarde los pacientes estaban de nuevo en sus cuadras. Las estancias, aún revueltas, olían a salvia y reinaba una tensa calma. En el patio varios vecinos observaban atentos la escena que a la mañana siguiente correría de boca en boca por cada taberna. Irene lloraba de impotencia abrazada a Caterina. Sentadas en el banco de piedra, miraban con aprensión los cuerpos de los dos ladrones tendidos frente al pozo. El abogado micer Nicolau había acudido con su hija al aviso de Nemo y discutía acaloradamente con el capdeguayta y don Jerónimo Roig, el justicia criminal de la ciudad electo ese año, que había sido requerido ante la gravedad de lo ocurrido. Josep de Vesach, apoyado en una rudimentaria muleta, trataba de intervenir siempre que podía.
Irene miró la puerta del dispensario donde estaba confinado Tristán, aún desconcertada por el giro que había dado el asunto. Habían comprobado los estragos e interrogado a varios internos. El generós, descendiente de nobles, Josep de Vesach había cometido un deleznable acto de rapiña que recordaba a los antiguos abusos de los señores feudales. Aquel tipo de asaltos, espada en mano, se estaban convirtiendo en el último recurso de hidalgos y nobles arruinados que no podían costear ni siquiera un caballo para unirse a las huestes del rey contra el infiel de Granada. Era un acto contrario a los fueros, pero el justicia lo interpretó como una consecuencia lógica al estar el hospital desprotegido, en manos de una joven incapaz e irresponsable.
Josep, que contaba unos treinta años, era robusto y apuesto, pero hedía a vino y tenía el rostro abotagado por la vergüenza pública que le supondría aquel incidente entre la baja nobleza de la ciudad. Su abuelo fue ordenado caballero por el rey Alfonso V en la conquista de Nápoles.
—Es hijo del primer matrimonio de Felip de Vesach, quien casó por segunda vez con la fallecida doña Angelina de Vilarig, una de las damas ligadas a En Sorell; lo hizo para sacar a los Vesach de la ruina en la que están —explicó Caterina a Irene al oído—. Pero la relación entre Josep y su madrastra era muy mala. Cuando don Felip se entere de esta deshonra para su linaje puede que su corazón no lo resista.
—Pero ¡desciende de un caballero! —repuso Irene, sombría. Le resultaba intrigante que precisamente él asaltara el hospital.
—No está todo perdido. La ciudad crece y la nobleza no goza ya de su supremacía. Para mantener la estabilidad en el gobierno de la ciudad, caballeros y ciudadanos se alternan en el cargo de justicia y existe un pacto de mutuo respeto por sus decisiones. Don Jerónimo Roig es ciudadano rico, mercader de utillaje para telares, pero ha demostrado que no aspira a emparentar con alguna familia noble, como pretende la mayoría de los burgueses. Como juez de la ciudad para causas criminales, ha impartido justicia con equidad durante todo el año. Confiemos en que valore más los hechos que el linaje.
En ese momento se acercó micer Nicolau con gesto cansado.
—Lo lamento, Irene.
El justicia se volvió hacia la joven.
—Es evidente que han violado esta casa provocando daños, pero vuestros criados han matado a dos hombres y herido a otros tantos, entre ellos a un generós.
—¡Estaban saqueando el hospital!
—¡Un hospital gobernado por una muchacha soltera que debería dedicarse a bordar su ajuar! —Don Jerónimo abrió las manos abarcando la casa—. Más que un robo es la consecuencia de una situación irregular e indecorosa. ¿Qué esperabais?
Fue como si la abofeteara. Nicolau tomó la palabra y habló, circunspecto:
—Irene, mañana cerrarán cautelarmente el hospital. Llevarán a los enfermos a En Clàpers y De la Reina. Hay que resolver cuanto antes la cuestión de la herencia.
Irene se conmocionó ante la decisión, pero acabó por asentir, desolada. Debía ser realista y someterse a la autoridad pública o lo empeoraría todo más.
—¿Qué ocurrirá con Tristán? —preguntó en un susurro. Seguía impresionada por la reacción del criado a pesar del funesto resultado.
—Es un sirviente que ha herido a un generós de la mano mayor —respondió el abogado como si fuera obvio.
Irene bajó el rostro. La sociedad cristiana se dividía en férreos estamentos con una clara distinción social en cuanto a privilegios y jurisdicción. Josep de Vesach se situaba junto con los nobles titulados y los honrats. Los Bellvent pertenecían a la mano mediana, con mercaderes, notarios y artistas entre otros. El criado, aunque libre, era de la mano menor, como los campesinos y los artesanos.
El justicia pareció leerle el pensamiento y prosiguió:
—Dado que estáis emancipada sois responsable de vuestros criados. No obstante, micer Nicolau me ha recordado la generosa labor cristiana de vuestro padre. Os propongo llevarme al llamado Tristán y juzgarlo como un ciudadano libre, sin relación con los Bellvent. Penará su delito y vos quedaréis indemne de responsabilidad.
—Hija —comenzó Nicolau en tono afable—, todos nos lamentamos por ese joven, pero apenas llevaba un año aquí y no sabemos nada de él. Acepta la gracia que te ofrece el justicia o te verás inmersa en un largo pleito y quizá acabes perdiendo la herencia.
Irene notaba el peso de las miradas expectantes. El dilema la devoraba por dentro. La causa era grave y Tristán sería condenado a muerte. Era la vida de un desconocido o su futuro. Si perdía la dote, el resto de su existencia podía ser un calvario en manos de algún individuo que prácticamente la compraría como a ganado.
En la entrada del huerto, Eimerich sostenía la caja blanca de Andreu Bellvent; había podido recuperar su contenido. Observaba compungido la escena. En Sorell había sido su hogar los últimos cinco años y se olía la tragedia. Su mente ya revivía el tiempo pasado en la mancebía y entonces acudió un antiguo recuerdo que le aceleró el corazón.
No debía intervenir si no era interpelado, pero al ver a Irene acorralada reunió el valor para aproximarse al grupo.
—Disculpad, señores.
—¿Y éste quién es? —demandó despectivo don Jerónimo—. ¿Es que en esta casa los criados no saben contenerse?
Nicolau y su hija lo miraron con gesto torvo, pero Irene medió a su favor.
—Disculpadlo, don Jerónimo. Goza de mi total confianza, y si solicita permiso es porque tiene algo importante que decir.
—Mi señor —comenzó Eimerich con respeto—, cuando estaba en el Partit…
—¿La mancebía? —El justicia lo escudriñó, atónito—. Sin duda un muchacho digno de crédito…
—Como bien sabéis por vuestro honorable cargo —prosiguió Eimerich, engulléndose la vergüenza—, son frecuentes los asaltos en hostales y tabernas. Ignoro las cuestiones jurídicas, pero sé que cuando el propietario sorprende al ladrón en su propia casa y lo mata queda impune. Yo fui testigo de ello.
Caterina reparó por vez primera en el criado y sus ojos brillaron.
—¡Padre! —exclamó poniéndose en pie—. ¡La endoploratio!
El justicia miró réprobo al abogado por no contener a su irrespetuosa hija; no obstante, éste permaneció pensativo, con las facciones contraídas.
—¿Qué ocurre, micer Nicolau? —exigió exasperado el justicia—. No soy experto en derecho, pero vos sí.
El hombre seguía reacio a pesar de los elocuentes gestos de Caterina para que hablara. Jerónimo aguardaba con impaciencia una respuesta.
—Es una institución muy antigua recogida en el fuero De Crims por Jaime I —explicó al fin—. Un procedimiento in fraganti, aplicable en robos con nocturnidad. El dueño que acaba con la vida del ladrón en su casa queda exculpado si se da la crida, es decir, si lo ha increpado a viva voz para que la comunidad escuche la acusación.
El capdeguayta tomó la palabra mirando a Irene.
—Lo cierto es que hemos acudido advertidos por los vecinos.
Los presentes asintieron con firmeza. Micer Nicolau prosiguió:
—El grito equivale a la denuncia y la represalia in situ del propietario a la sentencia. Técnicamente, las muertes y las lesiones causadas equivalen a la ejecución de la pena por robo, como si la hubiera realizado el propio verdugo a vuestro cargo, justicia.
—Si Tristán es criado de Irene, la agresión por defender los bienes de su señora es lícita —concluyó Caterina sin poder contenerse. Posó su mirada azul en Eimerich y éste se sonrojó—. ¡Cualquier abogado mediocre podrá defenderlo!
—¡No! —gritó Josep de Vesach. Buscó su espada, pero estaba desarmado.
El justicia se volvió hacia él, furibundo.
—¡Silencio! ¡No enfanguéis más el apellido Vesach! Parece que el incidente ya está resuelto. Sin embargo, hay dos cuestiones. Una es el cierre de este establecimiento, pues no es concebible que una mujer regente un lugar así. —Clavó los ojos en Josep—. La otra es la vileza cometida. ¿Dónde queda vuestro honor y vuestra caridad cristiana, generós? ¡La ruina de los Vesach no justifica asaltar un hospital de necesitados!
Todos percibieron cinismo en su voz. El mundo estaba cambiando, la prosperidad la proporcionaba el comercio y no la espada. Gente sin linaje como Jerónimo Roig paseaba ante la seo con vestidos de seda inglesa mientras hijos de gloriosos linajes lucían el mismo traje durante meses hasta apestar más que sus siervos.
—Debería encarcelaros, pero os conviene más aceptar un año de destierro de la ciudad de Valencia. La distancia os evitará la vergüenza de las habladurías y podréis reflexionar sobre el rumbo de vuestra vida.
Josep, congestionado por la ira, los miró a todos como una fiera enjaulada hasta detenerse en Nicolau.
—¿Vos no tenéis nada que alegar, abogado? ¡Conocéis bien a mi familia!
El justicia dio un paso el frente, airado.
—¡Soy yo el que decido y ya he visto suficiente! Si aún os queda algo de honor acudid como soldada a las huestes del rey en la guerra de Granada, restaurad allí el honor de los Vesach. ¡Aquí sólo os aguarda el cepo y la mazmorra! —Sin esperar respuesta se volvió hacia Irene—. Dad cristiana sepultura a estos hombres. Olvidaré este turbio asunto, pero deshaceos de ese criado ahora mismo para evitar represalias.
La guayta sacó a Tristán del dispensario y lo pusieron al corriente de la decisión. Irene se acercó a él y durante un instante sus miradas se unieron. En los bellos ojos del color de la miel del joven Irene adivinó una advertencia y la asaltó la sensación de que cometía un error alejándolo, que lo necesitaba cerca; aun así, no tenía alternativa.
—Debes marcharte, Tristán —le ordenó. Se mostró autoritaria a pesar de la sensación de pérdida—. Sal por esa puerta ahora mismo y no regreses.
Aún no sabía nada de él, pero ya era tarde. Cuando Nemo le abrió el portón se acordó de que ni siquiera le había agradecido que los defendiera con su vida.
Josep de Vesach se acercó a Irene cojeando. Echó una última ojeada a la caja que sostenía Eimerich con extraña ansia.
—Habría sido más sencillo dejarme marchar —le susurró al oído—. Ahora ateneos a las consecuencias, pues no sólo os enfrentáis a mi ira… Ella ya os lo advirtió.
Lanzó una mirada de reproche a micer Nicolau y abandonó la casa con el otro esbirro, que caminaba renqueante, dejando a Irene aterrada. El justicia se aproximó flanqueado por los guardias y sus lacayos.
—Disponedlo todo para derivar a los pacientes a la orden del Consell Secret.*
Micer Nicolau los acompañó hasta la puerta y el patio quedó en silencio. Irene se abrazó a Caterina con fuerza. La tensión y el miedo estallaron en forma de llanto.
El abogado se acercó a Eimerich.
—Ha sido una intervención providencial, muchacho —dijo sombrío.
—En realidad, la oportuna ha sido vuestra hija, mi señor.
Nicolau suspiró.
—Prefiere los sobrios tratados de decretos a los finos bordados y encajes.
—Pero le agradezco el halago, micer Nicolau.
—Andreu siempre alababa tus excelentes aptitudes. Ahora tendrás que buscar otra casa para servir. No será fácil, pues con la marcha de judíos y conversos sobra mano de obra y sirvientes.
Eimerich notó su expresión de disgusto. Valencia había sido la primera ciudad de la Corona de Aragón en ceder a las presiones del rey y admitir el nombramiento de los nuevos inquisidores, bajo el férreo control del inquisidor general Fray Tomás de Torquemada, cuyo mayor celo era perseguir a judaizantes. La masiva marcha de artesanos y comerciantes conversos estaba provocando desocupación y miseria. El abogado era converso y, por tanto, también se hallaba bajo sospecha.
—Soy consciente, mi señor.
—Ven mañana a mi casa. Mi hijo cada día muestra menos interés en los estudios; necesita a alguien que lo acompañe y lo asista en las clases.
Eimerich sólo conocía al letrado de las visitas mensuales que éste efectuaba al hospital para tratar asuntos legales con el mayordomo, pero sabía que era uno de los juristas más reputados de la ciudad. Se estremeció de dicha. Desde que tuvo noticia de que su señor Andreu Bellvent era bachiller en artes, había fantaseado con estudiar, algo imposible para él. Y ahora, en el peor momento, le ofrecían acudir a clases, aunque sólo fuera de asistente, algo habitual en estudiantes con recursos suficientes. Era más de lo que podía esperar, pero se contuvo pues debía lealtad a los Bellvent.
—Es una oportunidad que no debes rechazar, Eimerich —aseguró Irene a su espalda. Atenta a la conversación, podía apreciar el anhelo en sus ojos.
Finalmente Nicolau se acercó de nuevo hasta Irene; su gesto grave la desalentó.
—Me temo que en estas circunstancias la posibilidad de hallar marido queda descartada por completo. Tu única fuente de ingresos será lo que saques de la venta de la casa. Lo lamento, Irene, pero no veo ninguna otra salida.
Ella asintió. Lo supo en cuanto oyó la decisión del justicia.
El abogado y su hija abandonaron el hospital, y Eimerich se acercó a Irene.
—Estoy tan cansada… —musitó la joven dejando caer los hombros.
Él le devolvió la caja blanca, pero miraba la puerta que conducía al huerto.
—Además del dinero y las joyas únicamente contiene las escrituras de la casa y los viejos planos de la reforma. Puede que mencionarla sólo fuera un delirio de vuestro padre. —Entonces entornó los ojos—. Pero sí hay algo muy extraño que deberíais ver…