43

 

 

 

Irene despertó cuando se golpeó una pierna con algo duro y resbaladizo. Aunque no sentía sus miembros, el dolor fue intenso. Era noche cerrada, pero podía atisbar el contorno de una gigantesca mole frente a ella. Se impulsó luchando contra las suaves olas hasta alcanzar unas rocas y salió del agua. Comenzó a frotarse las piernas y los brazos hasta que la sangre fluyó de nuevo y recuperó las fuerzas para trepar por la abrupta pendiente. Llegó a una planicie de tierra seca, cubierta de cantos. Aterida de frío, se hizo un ovillo y se sumió en un inquieto letargo.

Cuando abrió los ojos de nuevo el sol la deslumbró. Oyó el graznido estridente de cientos de aves que volaban sobre su cabeza y se lanzaban sobre las olas en busca de alimento. Lentamente se movió, resistiendo el dolor de cada miembro. Estaba cubierta de cortes y arañazos pero ilesa.

Se puso en pie con dificultad y fue testigo del más bello amanecer que jamás había presenciado. Se negó a que su mente se perdiera en amargos recuerdos y permaneció extasiada en el rico espectro de tonos anaranjados e índigos que se intensificaban en la lejanía entre finas lenguas de nubes. Oteó el paisaje circundante. Se hallaba en una isla de menos de una milla, con forma de media luna, que acogía una bahía de aguas tranquilas y transparentes orientada al este. Sus dos extremos se elevaban en suaves montículos. A lo lejos avistó cuatro grupos de islotes, rocosos y de menor tamaño, y lejos, en el horizonte de poniente, se divisaba difusa la línea oscura de la costa. La última referencia que recordaba era el paso frente a Castellón y sus pueblos pesqueros. La isla estaría algo más al norte. Parecía deshabitada, y decidió explorarla.

Sorteando rocas y maleza, varias lagartijas se escabulleron a su paso, pero también advirtió que otras alimañas reptaban entre los matorrales de lentisco y sosa fina. Un escalofrío la recorrió cuando vio la primera; eran serpientes. Estaban por doquier, y con tiento escogió zonas despejadas en las que pudiera ver dónde ponía los pies descalzos.

Lentamente la angustia se abrió paso. No lograría sobrevivir en una isla desierta e infestada de serpientes. Bebió con avidez de los huecos de las rocas y llegó al montículo situado al norte. Sobre el agua flotaban maderos y marañas de cabos arrastrados como ella, pero ni rastro de la galera. La daban por muerta.

Descubrió un chamizo de troncos, barro y piedras construido en una hendidura cobijada del viento. En el interior halló dos mantas de lana acartonadas por el salitre, así como cuerdas, anzuelos y viejos cestos con migas rancias de galleta. De la techumbre colgaba una pata de pulpo reseco como el cuero. Sacudió las mantas en el exterior y se desnudó para poner a secar el calzón de lino, la camisa y los harapos en los que se habían convertido su saya y su capa. Mientras daba cuenta de aquellos restos de comida desechados se dejó acariciar por la brisa. El sol calentaba su piel y notó un hormigueo. Era una curiosa sensación de libertad, lejos de miradas indiscretas.

Sacó de la bolsa de cuero que llevaba colgada al cuello el breviario de Elena. A pesar de la envoltura aislante estaba húmedo y algunas páginas resultaban ilegibles, pero ella ya guardaba todas aquellas enseñanzas en su mente.

Unas horas más tarde, cuando el sol brillaba alto en el cielo, descubrió a Mey inmóvil en el aire, combatiendo la brisa con sus alas blancas. Ansiosa, se vistió para recorrer la costa. El ave, de hábitos nocturnos, parecía desorientada, pero trazó un arco en el aire y descendió. Irene la siguió, guiada por la intuición.

—¡Tora!

El hombre se hallaba tendido sobre una roca lamida por las olas. Mientras descendía con dificultad lo vio moverse. El oriental, pálido, sonrió al verla y señaló el torniquete en el muslo hecho con la camisa. Tenía los labios resecos y susurraba.

—No hay nadie más —indicó Irene.

Él asintió levemente; tal vez la entendía. Lo ayudó a llegar hasta la cabaña.

—Es un refugio para los meses estivales, pero estamos en noviembre.

Tora se animó al ver instrumentos de pesca y los cestos de mimbre.

—Pesca y coral rojo… —dijo.

—¡Veo que Romeu te enseñó algo de nuestra lengua!

Él sonrió con tristeza al recordar al afable mercader. También ella sentía el vacío de la pérdida, aunque no quería pensar en eso. La imagen de Tristán con la cabeza sangrando la desalentaba. El oriental siempre se mantenía distante, perdido en su extraño mundo, pero en ese instante vio al hombre agazapado bajo el guerrero. Le ofreció el resto de los mendrugos de galleta y lo que quedaba del pulpo, luego buscó agua dulce y le limpió la herida. Era un corte profundo en el muslo y tenía mal aspecto; aun así, confiaba en su fortaleza. Tora, frotando dos ramas secas sobre hojarasca, encendió un pequeño fuego mientras ella recogía arbustos y maderos del naufragio arrastrados hasta la orilla.

—Abandonados en una isla desierta llena de serpientes —explicó Irene, desolada—. Supongo que los pescadores no regresarán hasta la primavera.

—Islas Columbretes… —dijo el oriental—. Romeu contó camino de Valencia. Romanos llamaban coluber a culebras… Pero son víboras… peligrosas.

—¡El lugar está infestado! —exclamó Irene, espantada.

El atardecer volvió a mostrar la belleza de aquel inhóspito lugar. Frente al sol rojo que se hundía moribundo por el poniente, rompió a llorar por Tristán. Fue un llanto prolongado, colmado de amargura. Tora meditaba sobre una roca en la misma postura que lo hacía junto a la bañera de fango en la ermita. Al verla se acercó y le susurró palabras en su lengua. Allí no tenían sentido las estrictas normas que regían el decoro de una dama, e Irene se abrazó a él en busca de consuelo, dejando que el hombre la meciera y le acariciara la melena apelmazada.

Los días pasaron lentos. La herida del extranjero no mejoraba. Apenas podía caminar sin que volviera a sangrar, pero sobrevivir formaba parte de su entrenamiento. Con sus consejos, la joven reparó la techumbre del refugio y recompuso el muro con barro y ramas para mejorar el aislamiento. Aprendió a encender fuego, a pescar con los anzuelos, a recolectar moluscos y a recoger espárragos trigueros, abundantes en la isla. La lechuza cazaba serpientes o lagartijas y Tora la enseñó a traerlas. Ambos se esforzaron por hacerse entender. El hombre hilaba frases cada vez más complejas y se ayudaba de gestos que despertaban la hilaridad de Irene. A pesar de que el dolor por su amado no remitió, logró arrinconarlo mientras luchaban cada día por ver un nuevo amanecer.

A medida que el tiempo se hacía desapacible, una turbia inquietud se apoderó de ella: la infección de la herida de Tora comenzaba a extenderse por la pierna.

 

 

A mediados de noviembre ya reinaba un ambiente invernal. Una mañana gris y lluviosa Irene entró temblando en la cabaña y dejó el cesto en el suelo.

—¿Has cogido algo? —preguntó Tora con su extraño acento.

Ella sacó del cesto dos pequeños pulpos que se retorcieron en sus manos. Le dio la vuelta a las cabezas y se dispuso a colgarlos. Uno se le escurrió y comenzó a revolverse en el suelo, cubriéndose de tierra. Al verlo, estalló en un llanto de rabia.

—Debes ser fuerte, Irene. Ahora más que nunca.

—¡Compadécete de ti, Tora! —le espetó, furiosa.

Se arrepintió al instante y musitó una palabra de disculpa. Avergonzada, hizo ademán de salir de la cabaña, pero algo pasó volando ante su cara y se clavó en un tronco, a un palmo de su nariz. Palideció al contemplar la daga de Tora.

La oscilación de la empuñadura la hipnotizó. El hombre se entretenía jugando con el afilado estilete que tan útil resultaba. Lo volteaba y lo lanzaba con precisión.

—No me compadezcas, mujer… Soy un guerrero y así moriré. —Sus palabras sonaron claras, como si las hubiera meditado largamente—. Es grande el honor de caer ayudando a alguien indefenso, pero quiero que dejes de serlo.

En sus pupilas negras vio la verdad: pronto estaría sola.

—¿Podríais enseñarme a hacer eso? —le preguntó.

Entonces sacó una honda similar a la que usaba Romeu. En el barco ambos amigos solían practicar durante horas. Tora había aprendido a usarla y su puntería dejaba a todos asombrados.

—Muchas cosas puedo enseñarte, mujer. Lanzar cuchillo y honda, ser una sombra y moverte como la víbora. —Entornó los ojos—. También a serenar alma y a buscar el tesoro que guardas.

—¿Cuál?

—Valor para aceptar pasado y combatir futuro.

Irene sonrió y arrancó la daga de la madera.

 

 

Durante las siguientes semanas una chispa de luz y vitalidad los envolvió a ambos. La infección se extendía, pero Tora se animó a salir de la cabaña apoyándose con dos bastones y comenzó a instruir a Irene. Ella jamás tendría la fortaleza de un guerrero; su baza era el sigilo y la agilidad. Juntos observaron el comportamiento de las víboras de la isla y los certeros ataques de Mey. Irene aprendió a controlar la respiración, a serenarse sobre una roca bañada por el sol, a correr, a saltar y caer sin dañarse. Se sorprendió de su buena puntería con la honda, y pasaba horas golpeando guijarros a diferentes distancias.

A veces tenía la sensación de que los dos estaban muertos y no eran más que fantasmas vagando en una tierra solitaria, una isla atemporal entre la vida y la muerte. Tora comenzaba a hablar con fluidez, y la joven descubrió que era mucho más que un avezado combatiente. Poseía una riqueza espiritual extraña y fascinante. Mientras que ella rezaba en latín, a menudo distraída, él buscaba todas las respuestas en su interior y nada hacía sin meditar.

Irene quiso beber de esa serenidad que sólo se conseguía cerrando los sentidos, dominándolos. Así descubrió que su alma latía brillante, intacta a pesar de lo vivido.

La llama de la sabiduría
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