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Armand de San Gimignano había convivido durante muchos años con alumnos valencianos y dominaba bien la lengua. Ocultaba su horrible rostro mutilado con la cogulla y Eimerich, reconfortado por la bebida y el fuego que ardía en el hogar de la austera celda, desgranó su vida y describió con detalle los últimos acontecimientos que provocaron la precipitada marcha a Bolonia como criado de un estudiante díscolo. El monje escuchó atento, sin interrumpirlo ni una sola vez. El joven podía notar el ansia con la que su interlocutor movía las manos sarmentosas, pero se sentía cómodo.

—¿Irene es como su madre? —inquirió Armand tras un silencio.

—Elena era reservada en sus asuntos. A pesar de su delicada salud, pues caminaba encorvada por las hernias y la asediaban frecuentes dolores, era bella, poseía una singular fuerza siendo el alma del hospital regentado con su esposo. Su carisma despertaba recelos en algunos hombres, pero no en el señor Andreu. Ahora que sé que además era una filósofa comprendo de dónde brotaba su carisma y tesón; sin embargo, su pasado sigue siendo un misterio. Irene es muy parecida a su madre… Aun así, se quedó sola y, aunque ha tratado de seguir sus pasos, ha sido finalmente víctima de su condición.

—Y tú… ¿cómo eres tú, Eimerich? —siguió Armand.

No esperaba la pregunta.

—Estoy aquí porque mi mundo en Valencia se desmoronó por culpa de una mujer llamada Gostança de Monreale, la que al parecer os hizo eso.

—Aún no has respondido.

—He sufrido mucho, fra Armand. Creo que este misterio no le corresponde resolverlo a un simple criado. —Se acordó de Caterina y sintió aquella familiar punzada en el corazón—. Lo único que deseo es seguir adelante con mi vida y, si algún día pudiera lograrlo, dejar de ser asistente y estudiar.

—Pues tendrás que elegir.

—No os entiendo.

El monje se levantó renqueante, afectado por el vino. Palpó debajo del jergón y sacó un pequeño arcón de madera vieja, sin adornos. Del interior extrajo una máscara de cera idéntica a las que Eimerich había visto en Valencia. Amarilleaba y tenía grietas que dejaban ver el cartón, lo que le confería un aspecto más siniestro.

—Aunque sé que dices la verdad, Eimerich, soy experto en retórica y percibo más de lo que habla tu boca. Sirves a un abogado, pero te mantienes fiel a los Bellvent como el primer día que entraste al servicio del hospital. Has venido a mí porque deseas entender lo que pasó, aun sabiendo que Irene ha desaparecido en el mar. Y sé además que ocultas algo importante. —Volvió a sentarse y su mano rozó la superficie de la máscara—. Puedes salir de esta celda y seguir con tu vida o conocer el origen de este asunto. Pero si escoges lo segundo deberás jurarme que no cejarás hasta descubrir quién es esa dama enlutada y por qué actúa así.

—Sois el único que ha sufrido un ataque y continúa vivo —adujo Eimerich—. Quiero saber al menos la razón antes de elegir.

Armand asintió sonriente ante la réplica del criado. Era justo, después de todo el periplo sufrido por aquellos valencianos. Era su turno. Se escanció más vino y comenzó:

—Todo empieza hace tres décadas. Los eruditos exiliados de Constantinopla impulsaron aún más la traducción de textos clásicos y mostraban al mundo la belleza de los mitos helenos como nunca antes se había conocido. La brisa fresca de renovación intelectual llegaba a las naciones de estudiantes del Studio General de Bolonia. En esta y otras universidades proliferaron círculos más o menos secretos para profundizar en tales cuestiones. Yo, joven y ansioso por aprender, me uní a una de tales hermandades.

—La de las Larvas…

—La larva, hierática, pálida y simple, es un mero fantasma al igual que nuestra alma antes de iniciar el largo proceso de comprender la relación entre el Creador y lo creado. La máscara de cera y una capa negra nos preservaba de posibles delatores. Cada miembro podía traer sólo a un aspirante, de tal modo que ninguno conocía más que al que lo había invitado y al suyo propio. A mí me introdujo Paolo de Bari, hijo de comerciantes de especias, al que copiaba libros de otros alumnos y me pagaba los estudios. Luego yo invité a un valenciano que deseaba terminar artes y estudiar medicina, Simón de Calella.

—Una cadena… —musitó Eimerich, recuperando viejas sospechas.

—Según las épocas, eran más o menos. Entonces éramos siete y nos reuníamos en el sótano de la Taberna del Cuervo en un ambiente libertino y mucho vino. Sin quitarnos jamás las máscaras y hablando en latín nos ataviábamos para representar escenas mitológicas, celebrábamos con solemnidad festividades como la muerte de Platón; además, componíamos poesía inspirada en autores clásicos. En ese ambiente surgió como un destello de luz blanca y pura la griega Elena de Mistra.

Apuró el vino visiblemente agitado y se sirvió más de la jarra, derramándolo sobre la mesa. Su gesto se ensombreció.

—No recuerdo bien su periplo tras huir de la invasión turca. Estuvo algunos años en Nápoles, bajo la protección del rey. Criada en la Universidad de Constantinopla, creció entre los más grandes eruditos y filósofos de Oriente, y a pesar de no tener ni veinte años sus palabras eran como rayos de potente claridad. Podía traducir textos griegos antiguos y los comentaba con agudeza. Su fama se extendió entre las damas de la corte napolitana y muchas comenzaron a estudiar a los clásicos. Bajo su guía lo hacían en busca de hechos dispersos y perdidos en la senda de la historia, que permitirían a las mujeres encontrar la salida del laberinto en el que estaban encerradas. Poseía una gran fortuna y un pequeño séquito de criados, aunque cuando llegó sólo la acompañaban dos mujeres: una muchacha noble de la corte de don Alfonso V llamada doña Angelina de Vilarig y su criada Sofía, que según dices cambió el nombre por Teresa de los Ángeles al profesar como monja.

—¿Elena estuvo en Bolonia? —demandó Eimerich, sorprendido.

—Fue durante el otoño de 1456, lo recuerdo bien pues fue el último año en la universidad del ahora poderoso cardenal don Rodrigo de Borja antes de ser llamado por su tío el papa Calixto III para asumir la vicecancillería del Vaticano. El ilustre estudiante vivía con más de treinta sirvientes en el Colegio Gregoriano. Asistí a alguna de sus inconfesables fiestas, como la del libidinoso juego de la castaña… ¡Éramos jóvenes! —trató de excusarse, con un matiz nostálgico en la voz—. Rodrigo quiso complacer a la comunidad estudiantil y su propia curiosidad. Usó sus influencias en Nápoles para que la joven Elena de Mistra, que entonces tenía apenas dieciocho años, impartiera alguna lectio en la universidad, pero al final las autoridades de Bolonia no lo permitieron. Sin embargo, una de las larvas logró que aceptara la invitación para acudir a la bodega y exponer sus singulares tesis.

—¿Y qué ocurrió?

Fray Armand agitó la cogulla.

—Durante seis noches, una cada cuatro o cinco días, Elena de Mistra nos habló con suaves palabras, sin amilanarse por estar rodeada de hombres con máscaras que susurraban entre sí. Conocía bien la obra de Platón, textos judíos y de la Iglesia primitiva. Era joven, bella y erudita… —Aspiró hondo—. Una combinación nefasta en una mujer.

»La séptima y última reunión con la griega se convocó un viernes de noviembre. Por alguna razón, uno de nosotros tenía intención de cargar el ambiente y el vino corría a raudales. Incluso las mujeres se vieron obligadas a beber por cortesía. Esa noche Elena y sus damas representaron una danza ataviadas como reyes coronados. Era un mito griego, el drama de Leda, pero interpretado de una manera sorprendente y novedosa. Entonces se desató una fuerte discusión. —Armand comenzó a alterarse y a gesticular—. Una de las larvas, exasperada, la acusó de inspiradora del diablo por reinterpretar el pasado con falacias peligrosas, de alterar los Textos Sagrados e incluso de cometer sacrilegio contra la Santísima Trinidad destacando la existencia de una parte femenina en la idea de Dios, ya elaborada por judíos y proseguida por cristianos.

Eimerich se estremeció al recordar el antiguo fresco de las Magdalenas.

—Ella sólo defendía la causa femenina de la «Querella de las Mujeres» —siguió fra Armand, alterado—, demostrar que no existía un derecho natural que las señalara como inferiores en dignidad o con tendencia al pecado. Sus afirmaciones eran especialmente heterodoxas cuando no heréticas, pero las fundamentaba con citas y textos, para ayudarnos a comprender. No veneraba a diosas paganas como al parecer hacen las brujas, sino que reinterpretaba el concepto de nuestro Dios con trazas de antigua sabiduría.

—Pero en boca de una mujer resultó ser intolerable…

—Los ánimos se enardecieron alentados por los vapores del vino. Varias larvas salieron en defensa de Elena entre gritos y empujones. Sin que nos diéramos cuenta, por la excitación y la penumbra reinante, la joven dama abandonó la estancia. Tal vez sólo quería serenarse, pues sus dos acompañantes seguían con nosotros, observando la disputa silenciosas en un rincón. Nadie notó que una de las larvas fue en pos de la dama… o si se percató, prefirió callar. El debate era enconado y no recuerdo cuánto tiempo pasó, pero las dos mujeres se dieron cuenta de que Elena no regresaba e inquietas salieron a buscarla. El sótano tenía un largo pasillo con pequeños cubículos a los lados usados de almacén. —La voz de fra Armand se atipló al rememorar aquello—. Cuando oí los gritos de terror de las damas comprendí que algo terrible había ocurrido.

»Salimos en tropel. En un estrecho silo yacía Elena con el vestido desgarrado, medio desnuda, con signos de haber sido golpeada y forzada. Sollozaba y le sangraba un pómulo. Las otras mujeres la cubrieron, rogando nuestra piedad entre lamentos, aterradas.

—¿Quién pudo hacerlo?

—El agresor estaba entre nosotros, pero aprovechó el caos para unirse al resto de las larvas. Quien fuera se mostraba tan horrorizado como los demás bajo la máscara de cera. Uno de nosotros recuperó el aplomó, cogió a Elena en volandas y, seguido por sus dos acompañantes, abandonó la taberna en busca de los criados de don Rodrigo que aguardaban discretamente en un oscuro callejón.

»Cuando regresó el que había socorrido a Elena nos advirtió que la guardia de la ciudad no tardaría en llegar. El agresor debía desenmascararse. Nos miramos en silencio hasta que uno propuso un pacto de silencio. Elena era una mujer extranjera y todos nosotros, jóvenes estudiantes, privilegiados, cuyo futuro peligraba por aquel luctuoso incidente. La oposición se zanjó con graves amenazas; nos aterraba la posibilidad de ser apresados y sólo queríamos salir de allí cuanto antes.

—Preferisteis olvidar el crimen y proseguir con vuestras vidas.

—¡Dios me perdone! —exclamó Armand. De un tirón se apartó la cogulla y mostró de nuevo su faz mutilada—. ¡Éste es el pago por mi cobardía! Sin ojos para poder leer la lectio de retórica ni ver a mis alumnos… —Bebió de la jarra con avidez derramándose el vino sobre el hábito y prosiguió—: Sin cruzar ni una palabra más, abandonamos para siempre el cubil de las larvas.

—¿Qué fue de Elena? —inquirió Eimerich, pálido y sobrecogido.

—En el Colegio Gregoriano, el Borja costeó los mejores médicos de la ciudad.

—¿No se buscó al agresor?

—La larva que la atendió no aceptó el pacto y quiso husmear, pero a los pocos días dos esbirros lo asaltaron en un callejón y con una soberbia paliza le hicieron desistir.

—Sin duda era Andreu Bellvent —intuyó Eimerich.

—Así es, y por eso me ha sorprendido cuando has indicado que fue tu señor. Coincidíamos en alguna lectio de vísperas. Él no sabía que yo era una de las larvas, y al ver los hematomas en su cara comencé a rehuirlo, el miedo me dominaba. Andreu lo denunció a los rectores, pero el influyente Rodrigo de Borja no quería que el escándalo llegara a oídos de su tío Calixto III, así que la universidad abandonó la investigación.

—¿Y Elena no llegó a ver al que la forzó?

—Un golpe la dejó sin sentido y no pudo identificarlo. —Armand volvió a cubrirse, temblaba tras rememorar los hechos—. Cundieron rumores sobre diabólicos rituales en la taberna, y dos semanas después las tres damas salían de Bolonia para siempre. Nunca he dejado de rezar por Elena e implorar perdón por mi vergonzosa actitud. Seguí con mis estudios. Con Paolo de Bari y Simón de Calella, las dos larvas que conocía, hablé de reunirnos de nuevo, descubrir nuestras identidades y con Andreu Bellvent esclarecer lo ocurrido, pero nos faltó el valor. Jamás mencionamos el incidente para evitar a la Inquisición. ¡Creí que mi castigo vendría tras la muerte, no antes!

—¿Qué os ocurrió, fra Armand?

—Ocurrió hace dos años. Una noche de invierno fui asaltado en una calle solitaria al volver del Studio. Me golpearon dos hombres, sirvientes, y esa dama enlutada se sentó sobre mí con un extraño cepillo… —Se movía con nerviosismo y gesticulaba—. Me obligó a delatar a la larva por mí invitada, Simón de Calella, y a contarle dónde residía en la actualidad. Luego dijo que mi sangre acallaría una de las voces y que se liberaría de la ponzoña. No recuerdo nada más, sólo un dolor indescriptible en la cara.

Eimerich estaba sin aliento y tomó la máscara entre sus manos.

—Os dejó esto, ¿verdad?

—Así es. Tener el estudio de medicina en la ciudad me salvó de la muerte… y desde entonces no he salido del monasterio. Tardé un año en recuperarme y mandé escribir a Paolo de Bari con un terrible presentimiento. Me respondió un sobrino suyo. Meses antes de mi ataque, Paolo y su familia habían muerto al incendiarse la tienda de sedas que regentaba. Mi antiguo amigo me había delatado antes de ser castigado, como hice yo con la larva siguiente. Debí morir, pero en cualquier caso Gostança me desposeyó de lo más preciado para un maestro de retórica: la vista, para leer.

—Al comerciante Paolo le quitó todos sus bienes… —musitó Eimerich relacionando los hechos—; a Simón de Calella le cortó las manos, el instrumento del médico; al señor Andreu, mayordomo de un hospital, lo envenenó con fármacos; a sor Teresa de los Ángeles le cortó la lengua, para que no pudiera rezar, y doña Angelina fue estrangulada…

—¡Eres un joven despierto, Eimerich! No son las únicas muertes. El sobrino de Paolo me relató que, antes del siniestro, a su tío le afectó la extraña muerte de dos conocidos de sus tiempos de estudiante. Uno era un clérigo llamado Conrad von Kolh, profesor de teología en Montpellier. Apareció en su aula amordazado y con el miembro viril amputado. Tenía fama de mujeriego. Dos meses después, se halló al barón Jacme de Lacono ahorcado en un bosque cerca de Alassio como un vulgar malhechor, la muerte más humillante para un noble. No los conocía, pero estoy seguro de que eran larvas y de que aparecieron máscaras junto a los cuerpos.

—¡Han muerto cinco hombres, las tres damas y a vos que os hirieron de muerte! —exclamó Eimerich pensando en las máscaras tachadas de la celda Dels Ignoscents.

—¡Todos los que estuvimos aquella noche en la bodega, excepto uno, pues las larvas éramos siete…!

—¡Hay que descubrir quién es Gostança, quién le explicó lo ocurrido y la alienta a cometer los crímenes! Podría ser esa séptima larva… —Eimerich quedó pensativo y añadió—: ¿Os suena Miquel Dalmau? Es un reputado abogado de Valencia. ¿Tal vez fray Ramón Solivella o Edwin de Brünn, de la Orden de los Predicadores?

—Podría ser cualquier estudiante de la época, Eimerich. De momento, comprobaremos lo que averiguaste en el hospital de furiosos de Valencia y enviaré una carta al monasterio de Martorana, en Palermo, donde dices que se crió Gostança según el consilium del médico. Son benedictinas como nosotros. —Tomó las manos del joven como si pudiera verlas—. Ahora debes elegir lo que te he propuesto.

—Sólo soy un criado.

—Puedo ofrecerte lo que más anhelas: estudiar.

—¡Si apenas logro comer algo cada día! —Bajó la mirada a sus ropas mugrientas, las mismas con las que salió de Valencia.

—Éste es un monasterio grande y rico. Podrías trabajar aquí y seguir con las clases. Recibirás un sueldo que, si sabes administrar, te alcanzará para matricularte.

Eimerich sintió que las lágrimas pugnaban por aflorar a sus ojos.

—Pero ¿y Garsía?

—Si regresa, ya nos encargaremos de eso. Aprovecha esta oportunidad, hijo, porque quizá no tengas otra. Inicia tus estudios, e intentaremos resolver este misterio.

Aceptó efusivo. Esa vez ni siquiera Garsía impediría que luchara con ahínco por su futuro.

—Pero ¿por dónde proseguir la búsqueda? —quiso saber Eimerich.

—Dime antes qué secreto te has reservado en tu historia, hijo. Aún no hemos hablado de Elena de Mistra. ¿No ha sido acaso víctima de este mismo mal?

El joven se sorprendió; era difícil ocultar algo al viejo profesor. Siguiendo su instinto sacó de la camisa la carta de Andreu que Irene le había entregado, arrugada por llevarla siempre encima. Tras leérsela, el monje aspiró, asombrado.

—Desde que has llegado he tenido la impresión de que Dios te envía para que yo pueda redimir mi horrible pecado. No te desprendas nunca de esa carta, pues es posible que oculte un enigma en sus palabras. En retórica solemos debatir sobre cuestiones semejantes.

—Así lo haré, aunque no creo que sepamos nunca más de Elena de Mistra.

—Confía en la justicia divina para enderezar este turbio asunto, Eimerich. Por el momento estudiarás bajo mi protección, pero permanece atento a las señales. Recuerdo bien las lecciones de esa mujer y sé que la Providencia no permitirá que se diluyan en las brumas del tiempo.

La llama de la sabiduría
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