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Nemo había dejado a su señora tras las recias puertas de las Magdalenas y deambuló por las oscuras calles de la urbe, atento a las noticias. Dos horas más tarde regresó al hospital para informar de lo sucedido. Abrió el portón y se detuvo al notar el filo cortante de una daga bajo su nuez.
—Por fin has llegado, Nemo —musitó una voz desde la recepción—. ¿Sabes algo de mi esposa?
Hug Gallach se adelantó con expresión lobuna, flanqueado por sus dos silenciosos criados, armados y con gesto amenazante. Comprendió que lo afirmado por la exaltada Caterina era cierto: todo era una treta de Hug para apoderarse del hospital.
—He acompañado a hija de micer Nicolau. No sé nada de la señora.
A empujones lo llevaron al patio. Un espeso silencio flotaba en el hospital. La casa estaba vacía y sólo vio a los esclavos encadenados junto al pozo. Observaban sombríos la escena. Con ellos se encontraba Josep de Vesach, sonriente.
—Los enfermos han sido trasladados a De la Reina —informó Hug—. Hace un instante la propia guayta de la ciudad ha sacado a los que no podían caminar.
—No habéis tardado en tomar posesión de la casa —repuso con acritud el criado, sorprendido ante la celeridad del desalojo. La intervención de la ronda nocturna de vigilancia evidenciaba que Hug contaba con el auspicio de las autoridades de Valencia.
Hug musitó algo a uno de sus criados. A punta de espada sacó de la cocina a Arcisa, Llúcia, Ana y Peregrina. Nemo sentía el puñal firme bajo su garganta.
—Ahora, Nemo, me dirás dónde está Irene, mi esposa.
—Lo ignoro, señor, pero aunque lo supiera no os lo diría.
—¿Así lo crees? —replicó mordaz.
A una señal el criado regresó a la cocina y sacó a los pequeños María y Francés, aterrados. Hug apoyó la daga en el cuello del niño.
—Si le haces daño, hasta en el infierno te maldecirán —advirtió Arcisa.
—¡Cállate, vieja bruja! —espetó Hug con voz atiplada—. ¡Todos correréis la misma suerte que Isabel si no habláis! ¿Dónde están Irene y Tristán?
Nemo y las mujeres se miraron. María se había refugiado en el regazo de Arcisa y Francés lloraba, temblando, con el cuchillo mordiendo su piel blanca. Los ojos de Hug tenían un destello de locura que les ensombreció el alma.
—Señor, tened piedad —rogó uno de los esclavos encadenados, dirigiéndose a Josep de Vesach, indiferente éste a la situación—. La muerte de un inocente llenará de fantasmas vuestro descanso.
—No sé dónde está la señora, ¡maldito seáis! —clamó Nemo, y entornó los párpados—. ¿O debería llamaros Pere Ramón?
—Tú lo has querido —siseó Hug, despavorido al oír ese nombre.
Francés gimió de dolor cuando el filo hirió su piel y Llúcia gritó espantada. Josep, ensimismado en la mirada profunda del esclavo turco, reaccionó por fin.
—¡Refrénate ahora mismo o perderás la mano!
—¿Qué os ocurre, Josep? —gruñó Hug. Miró a los hombres a su servicio, pero éstos lo ignoraron; el generós había combatido en Málaga contra el infiel y era diestro con la espada. Ante el fiero gesto de Josep de Vesach, liberó al pequeño Francés.
—Ve con los criados, niño —indicó el generós, y luego se volvió hacia Hug—. Has sido útil para apoderarnos legalmente de esa casa, pero eso no quita que te desprecie.
—¡El negro sabe dónde está Irene, estoy seguro! —Miró al criado con expresión taimada—. Y parece que también sabe cosas de mi pasado que no conviene…
—¡Hace años que no existe ese tal Pere Ramón! ¿No es así? —lo atajó hastiado—. ¿Y desde cuándo te importa la suerte de tu esposa? Ahora es una adúltera y los Fueros son claros al respecto: el hospital es tuyo. Que Dios decida su destino. —Agitó la espada ante su cara—. No hay necesidad de derramar sangre inocente.
El aludido pegó la espalda al muro. Temblaba espasmódicamente.
—¿El peón más sanguinario de la toma de Málaga se ablanda? —se burló Hug.
—¡Hay que ser discretos, bellaco! Conviene que En Sorell sea pronto olvidado por los ciudadanos, y derramar sangre no ayuda. Tú lo sabes bien… Con independencia de lo que nos prometió Gostança, la trata de cautivos de bona guerra financiará mi carrera en la ciudad y a ti el opio que tanto deseas. ¡Vete al dispensario y olvida! —le espetó con desprecio—. Te pagaré bien, pero no me causes problemas.
En silencio, Hug se coló en el dispensario y se oyó como rompía frascos y ampollas al registrar ansioso las alacenas. Josep de Vesach se encaró a los aterrados criados. Aunque había salvado la vida del niño, los miraba con desprecio.
—Este lugar ya no pertenece a los Bellvent. Abandonadlo ahora mismo y llevaos a Peregrina con vosotros. No se os molestará si selláis vuestros labios.
—¿Habéis arruinado la vida de Irene por este viejo caserón? —inquirió Ana con voz temblorosa—. ¿Para mercadear con seres humanos?
Josep se acercó a la muchacha y la cogió por la barbilla.
—Es un negocio muy lucrativo. Precisamente tu antiguo rufián, Arlot, está interesado en la compra de estos cinco turcos. —La miró lascivo, intimidándola—. ¿Deseas quedarte con nosotros? Estás lisiada, pero algo sabrías hacerme…
—Vámonos —indicó Arcisa mientras cogía a Ana por el codo y la alejaba del generós—. Aquí hemos terminado.
Con los niños y una achacosa Peregrina totalmente desolada, salieron de En Sorell con sus escasas pertenencias. Se detuvieron en la plaza cuando el portón se cerró de un golpe seco. Debían buscar un lugar para pasar el resto de la noche y de sus vidas.
Después de treinta años, el espeso silencio de un hospital abandonado se adueñó de En Sorell, tan sólo roto por el estallido del vidrio y la porcelana en el dispensario. Josep permaneció pensativo en medio de la oscuridad del patio, aguardando.
La puerta del huerto se abrió y apareció Gostança. Hablaba en susurros con alguien embozado bajo una capa oscura, cubierto con la capucha. Con un leve gesto el desconocido se retiró hacia la oscuridad. Tras el velo de la dama se apreciaba una sonrisa triunfal que hipnotizaba.
—Veo que por fin habéis salido de las sombras del palacio donde os ocultáis.
Gostança avanzó altiva y sonrió ante el deseo que ardía en la mirada de Josep.
—Os he estado escuchando. Hug es un miserable adicto a la adormidera, pero tiene razón: Irene es un problema; posee un arma más poderosa que tu espada.
—¿De qué clase? —demandó él, burlón—. ¿Bombardas, arcabuces…?
—Las enseñanzas de su madre, Elena de Mistra. Acabé con la Academia de las Sibilas, pero veo que esa joven está cambiando; la ponzoña ya la invade y luchará contra su sino.
—No es más que una mujer perseguida por la justicia. La atraparán y morirá de un modo cruel y humillante. ¿No era lo que deseabais?
Gostança pasó un dedo por el filo de la espada. Brotó una gota de sangre en el dedo y se la aplicó a los labios, turbando aún más al hombre.
—Mi único deseo es acallar las voces y obtener el perdón de Dios. Desde el principio he sabido que Elena escapó. —Se retiró el velo. Su mirada refulgía—. Ha llegado el momento que os prometí, Josep de Vesach. Registraremos todo el hospital de arriba abajo, suelo y paredes. Para ti hay oro y joyas bizantinas, un ajuar que ni la castellana reina Isabel podría imaginar. Ni siquiera Irene sabe lo que hay.
—¿Y para vos?
—Creo que Elena de Mistra envió a su esposo, Andreu Bellvent, un mensaje desde su refugio. En algún lugar de esta casa se oculta la verdad; tal vez se halle junto al tesoro.
—¿Tan segura estáis de que todo eso se encuentra aquí? —Josep se fijó en el broche de plata que Gostança lucía en el pecho. Era una primorosa cruz latina de oro con pedrería azul—. Ya creísteis que la encontraríais en la caja blanca; sólo contenía dinero y unas pocas joyas.
—¡Y planos! —exclamó ella—. Irene ha estado en la cripta, pero incluso la mayoría de las pinturas y las obras de arte de la Academia de las Sibilas han sido escondidas. —Abarcó el hospital con las manos—. Andreu y Elena no pudieron llevarlo lejos. Cuando lo descubramos, seréis el hombre más rico de Valencia y yo seguiré mi búsqueda.
Los ojos ávidos de Josep refulgieron.
—Como deseéis, mi dama, pero por si acaso seguiré con el negocio de los esclavos. Esta casa es grande, cercana a la morería y al Partit. El noble Altubello de Centelles está a punto de atracar en el puerto tras una nueva expedición corsaria que habrá sido fructífera. —Señaló el oscuro patio con una sonrisa aviesa—. ¡Aquí celebraremos las subastas que me cubrirán de oro!
Gostança no mostraba interés en el proyecto del generós y señaló con un dedo la capilla.
—Llama a los criados de Hug. Hay que empezar el registro cuanto antes.
Josep se acercó a ella con aire seductor.
—Deberíais olvidar vuestra obsesión por esas mujeres y gozar como la que sois.
La dama levantó su cepillo de plata y el hombre retrocedió.
—¡No blasfemes! Mi misión es sagrada. —Ante sus ojos cruzó un velo de tristeza—. Sólo cuando acalle todas las voces intentaré averiguar si aún tengo corazón.
El generós retrocedió. La enigmática Gostança de Monreale podría haber sido una de las damas más célebres del reino por su belleza a pesar de su edad, pero algo terrible le había ocurrido en el pasado para que todo su ser rezumara un odio espantoso.
Por ella Josep había ahogado a su madrastra, doña Angelina de Vilarig, y había padecido la vergüenza de ser desterrado al fracasar en su asalto al hospital. Aun así, finalmente la Providencia había dado un vuelco a su vida y su alianza con Gostança le permitía disponer de En Sorell para sus intereses particulares. Estaba a punto de iniciar su carrera ascendente para convertirse en un rico mercader y prohombre de la ciudad.
—Os ayudaré a manteneros oculta y se hará como digáis, mi señora —concluyó, impresionado.