26

 

 

 

Irene llevaba meses al frente de En Sorell y en cuanto entró en el hospital recuperó el aplomo. Ya habían llegado dos familias de las huertas que se extendían hacia el norte tras el palacio Real, ubicado fuera de las murallas, en la otra orilla del Turia. Explicaron que la situación era desesperada. Los campos se anegaban de agua rojiza que arrastraba la tierra fértil.

La spitalera comenzó a impartir órdenes con firmeza. Magdalena encendió todos los fogones y puso a hervir agua para hacer sopa y tisanas. Hacinaron a los pacientes para ganar espacio en las cuadras y dispusieron la sala de curas.

Hug no había aparecido aún, y al final de la tarde las noticias eran desalentadoras. El Turia superaba ya los puentes con grave riesgo de ser arrastrados, como le había ocurrido al Nuevo. La Junta de Murs i Valls reforzaba las barricadas ante las puertas que daban al río, pero si la lluvia persistía nada detendría el ímpetu de la riada.

Como en otras ocasiones, Irene agradeció la presencia de Pere Spich, Joan Colteller y el barbero Martí Manyes. Lluís Alcanyís estaba en el hospital De la Reina y acudiría en cuanto le fuera posible. Al personal de En Sorell se sumaron Eimerich, Guillem y Dolça, de la casa de micer Nicolau.

Irene visitó una vez más a Isabel y le ofreció la última posibilidad de redimirse si se comportaba como la criada que antaño fue. La muchacha asintió sin entusiasmo.

—Su único señor es ahora la adormidera, Irene —adujó Peregrina sombría.

—Pues entonces mañana deberá marcharse —sentenció la spitalera y se le quebró el alma al observar la apatía de Isabel.

Por precaución, Nemo acudió al almacén del hospital y revisó las cadenas de los esclavos de Josep de Vesach. No podían exponerse a una fuga en aquel trance.

Cuando cayó la noche tenían acogidos a más de treinta heridos y todos se encontraban bien atendidos. A pesar de los esfuerzos, la información que les llegaba no era esperanzadora. Los peor parados habían sido los barqueros que remontaban el río desde el mar hasta el muelle del Portal de Serrans. Habían luchado por sacar sus barcas, pero la furiosa corriente arrastró a algunos. Al menos tres perecieron ahogados y otros seguían desaparecidos.

—Irene, voy al Portal del Mar —le anunció Eimerich—. El puente está a punto de ceder, pero muchos siguen cruzándolo hacia la ciudad. Si se hunde causará una tragedia que habrá que atender allí mismo. Además, se ha formado un caos en la puerta que podría agravar las cosas.

La ansiedad la dominó, y pensó en las palabras de su madre. Debía estar donde fuera necesaria, sin miedos ni complejos por su condición.

—Iré contigo. Hay que guiar a la gente hasta aquí.

Dio las instrucciones precisas y abandonaron En Sorell.

 

 

Contemplaron los estragos causados por la tempestad. Las calles estaban oscuras y avanzaban con el agua hasta los tobillos; en algunas plazas, les llegaba a las rodillas. Los vecinos combatían el lodo con tablones, cubos y palas. La guayta había obligado a abandonar aquellos edificios en los que aparecieron enormes grietas, e Irene y Eimerich tuvieron que sortear escombros de voladizos y balcones desprendidos.

Los campanarios repetían insistentes el toque tente nublo para conjurar la tormenta y pasaron ante iglesias con las puertas abiertas, abarrotadas de fieles rezando rogativas ad petendam serenitatem. Delante del convento de Santo Domingo se detuvieron al paso de una larga procesión. Ajeno a la persistente lluvia, un fraile con la capucha de la cogulla echada portaba una cruz de plata flanqueado por otros dos con incensarios. Bajo un palio totalmente empapado, un clérigo llevaba el Lignum Crucis seguido por los miembros del cabildo catedralicio, así como por capellanes y fieles con lámparas encendidas. Recorrían las puertas orientadas al río cantando salmos y misereres para alejar las aguas.

Irene se persignó y continuaron hasta el Portal del Mar, oyendo ya el sobrecogedor rumor del río tras la muralla. Vieron portones iluminados con candiles para anunciar que allí se acogía a los refugiados. La ciudad mostraba su cara piadosa, conscientes de que la desgracia ajena podía ser la propia en el futuro.

Al llegar a la puerta se miraron sobrecogidos. Por ella arribaban las mercancías del puerto y el descampado frente al edificio de la aduana era un caos de gente asustada y carruajes. Vieron al justicia, el caballero Francesc Amalrich, con sus hombres. El lloctinent, que era su mano derecha, y varios capdeguayta de diferentes parroquias instaban a gritos a la muchedumbre para que se despejara el portal de la muralla.

El justicia reconoció al instante a la hija de Andreu Bellvent y la hizo llamar. El incidente de la licència d’acaptes había impresionado al hombre.

—¡Ni en vuestra noche de bodas Dios os concede un respiro, Irene! ¡Hay demasiada gente y los de dentro no dejan entrar a los de fuera!

Ella observó inquieta al gentío agolpado ante la puerta.

—Mi señor, debéis ordenar que se abran el Portal de los Judíos y el del arrabal de Ruzafa. Están cerca y facilitarán la entrada a la ciudad.

El justicia la observó, un tanto molesto por el tono imperativo de su sugerencia.

—Sois una joven atrevida y deslenguada, pero es lo más sensato que he oído en toda la noche —reconoció—. El problema es lograr que nos escuchen.

Un capdeguayta subió a la torre con una antorcha y vociferó las instrucciones del justicia ayudado de un cornetín. Poco después Irene logró avanzar entre empujones hacia la puerta. Una vez fuera de las murallas se acercó al puente del Mar.

La estructura tenía ocho basamentos de mampostería que soportaban una amplia pasarela de recios tablones. La corriente había arrastrado árboles y barcas destrozadas formando una barrera que elevaba el nivel de las aguas hasta pasar por encima. El estruendo era terrible, pero muchos seguían cruzando agarrándose a lo que podían.

—¡La estructura de madera no resistirá la fuerza del agua! —exclamó Eimerich.

—¡Tienen que retroceder!

La joven echó a correr hacia el puente uniéndose a los guardias. Como ellos, gritó sin éxito. Resultaba imposible hacerse oír. Los que lograban alcanzar el margen del río animaban a los demás a intentarlo. La desgracia llegó precedida de secos chasquidos en la pasarela. Luego se produjo un estruendo aún mayor, seguido de gritos desesperados.

—¡Está cediendo!

Una arcada se hundió y con ella la pasarela de madera. El puente quedó cortado, y una masa informe desapareció río abajo engullida por las tinieblas.

El pánico dominó a los que aún seguían sobre la pasarela y huyeron desorientados, dominados por el afán irracional de sobrevivir. Entre chillidos y lamentos se empujaban y varios se precipitaron a las fangosas aguas. Pero aquello sólo fue el principio. Mermada la integridad del puente, las palancas contiguas se resquebrajaron con un gran crujido y acabaron cediendo a la poderosa corriente. El suelo se estremeció por el estruendo. Fueron momentos de confusión y pavor que quedaron grabados una vez más en la memoria de la ciudad. Cinco lunas del puente habían desaparecido, y como centinelas sólo resistían los basamentos descarnados. Las víctimas podían ser decenas.

Al rugido de las aguas se sumaron gritos de auxilio, e Irene corrió hacia los restos del puente. Casi una veintena, entre hombres, mujeres y niños, se aferraban desesperados a sillares desencajados o a los restos de la pasarela.

Se acercó al borde con precaución y vio a un crío que colgaba pataleando sobre el río. No había nadie a quien pedir auxilio y con el alma encogida se agarró el vestido y se agachó. Desde el extremo del puente le gritaban, pero no era capaz de dejarlo allí.

—¡Agárrate!

—¡No puedo!

Ella se inclinó más.

—¡Coge mi mano!

El pequeño soltó una de las suyas y se aferró a la de ella con fuerza. Irene trató de retroceder, pero el peso de la seda empapada le impedía moverse. No podía alzarlo. La evidencia resultó tan dolorosa como el filo de una daga. Sus ojos se anegaron ante el gesto desesperado del niño. La manita húmeda comenzó a escurrirse. Abajo las aguas se arremolinaban, ansiosas de engullir a otra víctima.

Entonces apareció un brazo junto a ella que cogió la camisa del pequeño y tiró hacia arriba. Irene soltó la mano entumecida y retrocedió jadeando. A su lado alguien sostenía al niño en brazos y lo tranquilizaba con caricias.

—¡Nadie más que Irene Bellvent podía cometer semejante locura!

Notó que su agitado corazón se colmaba al reconocer aquella voz.

—¡Tristán!

El joven sonreía mientras dejaba al niño en el suelo y lo conminaba a salir del puente. Ella sabía que llevaba varios días fuera del fango recuperándose, pero ya no había podido visitarlo, siempre vigilada por los criados de Hug. Aún tenía mal aspecto y cada movimiento le suponía un esfuerzo. Sin pensarlo, lo abrazó y no le importaron las miradas de los curiosos agolpados en la vereda.

—¡Gracias a Dios! —susurró pegada a él—. Creí que te había perdido.

Se acercaron a una mujer de cierta edad aferrada a un tronco astillado sobre el borde. Uno de sus brazos estaba en una posición imposible y gemía de dolor. Entre los dos lograron sacarla de allí y corrieron hacia el siguiente que, atrapado bajo los escombros, pedía auxilio a voces. Su valor fue secundado por otros, y llegaron también Eimerich, Tora y Romeu para unirse al arriesgado rescate. Durante una eternidad se batieron contra la muerte entre maderos y cascotes sueltos. Oían gritos y chapoteos; no todos resistieron lo suficiente, pero una docena de almas pudieron ser llevadas hasta la orilla.

Mientras atendían a los heridos a los pies de la muralla, lo que quedaba de la estructura del puente cedió. En la parte contraria aún resistieron dos arcos y los que permanecían sobre ellos retrocedieron, aterrados.

Con el vestido de boda hecho jirones Irene observó sobrecogida la tragedia. La lluvia amainaba por fin y en el atestado portal se elevaron plegarias de alabanza. Tristán parecía agotado por el esfuerzo, pero halló la misma luz de siempre en sus pupilas. La miraba con devoción.

—Sé que viniste a la ermita, arriesgándote a ser descubierta por Hug…

Ella le acarició la cara ansiando besarlo. Atrás habían quedado las dudas y los recelos. Su amor era duro y brillante como un diamante.

—Deseaba cuidarte en el hospital —aseguró sombría—, pero él no lo habría permitido.

—Me temo que hemos caído en una sutil trampa. Como te transmití, mosén Jacobo de Vic está convencido de la culpabilidad de Hug al menos en el asunto de la licencia; de todos modos, sólo contaba con habladurías del burdel. Quiso desenmascararlo antes de la boda, pero ha desaparecido.

Ella, con ojos húmedos, le contó el incidente de Isabel y lo ocurrido antes de la ceremonia nupcial.

—Supe que jamás lo amaría… Aunque confiaba en él —musitó apocada. A pesar de que Hug se comportaba comedido con ella, seguía resultándole un completo desconocido—. ¡Es ahora mi esposo, Tristán! ¡Dios mío…!

Él le tomó la mano, pero la retiró rápidamente cuando vio acercarse al justicia. Como un padre, Francesc recriminó a la joven la arriesgada iniciativa.

—Deberíamos recorrer el cauce río abajo e inspeccionar con atención —sostuvo ella—. Puede que algunos hayan logrado alcanzar la orilla.

El justicia oteó la oscuridad más allá del puente derrumbado.

—Honorable Francesc Amalrich —dijo el capdeguayta de la parroquia de Santo Tomás—, no creáis en ensueños de mujer, nadie podría haber sobrevivido a la corriente.

El justicia cortó sus palabras con un gesto y la invitó a hablar. Irene frunció el ceño señalando aguas abajo.

—Habría que inspeccionar el fango en partidas de cuatro, dos para sacar a los heridos y dos para llevarlos al camino. Otros grupos los trasladarán aquí. Salvo los más graves, el resto debe buscar albergue en la ciudad. La gente ofrece sus casas y alberchs.

Francesc Amalrich cabeceó con una leve sonrisa.

—Os vi salvar de morir de hambre a todo un hospital. Tenéis una poderosa luz en vuestro interior, señora; que nadie os la arrebate. Dispongo de voluntarios de las parroquias de Santo Tomás y de Sant Esteve, además de la Cofradía de Sant Jaume. Lo haremos así.

No fue sencillo organizar a un centenar de hombres nerviosos y cansados, pero las horas pasaron y unas veinte almas medio enterradas fueron sacadas del río contra toda esperanza. Llegó fray Ramón Solivella con frailes legos del convento de San Francisco portando víveres, mantas y mortajas. El justicia insistió que se atendieran las instrucciones de la spitalera de En Sorell sin réplica. Bajo el Miserere nobis de los clérigos, Irene dirigió el envío de los heridos con carretas o simplemente a hombros hacia su hospital y el De la Reina, junto al Portal de Ruzafa.

La lluvia persistía, pero sin la violencia de la mañana.

Esa noche la joven hija de los Bellvent pasó a formar parte de relatos y anécdotas que serían narrados con emoción durante años.

La llama de la sabiduría
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