19

 

 

 

Tristán abrió las piernas y aguardó alerta. Lo rodeaban viejos olivos, y más allá casas y barracas dispersas. Al fondo, iluminada por dos antorchas, se veían las almenas del desvencijado Portal de Ruzafa y parte de la muralla de tapial. Era un lugar aislado, resguardado de miradas ajenas. Sólo la brisa entre las hojas rompía el silencio, pero trató de atisbar otros sonidos más sutiles.

Notó un hormigueo en la nuca y se tensó. Esperó un instante, inmóvil, y rápidamente se volvió. La hoja de una espada destelló, y Tristán la paró con la suya a pocos dedos del rostro.

—No está mal.

El joven empujó el acero del adversario y atacó. El hombre de pelo cano parecía enclenque, pero detuvo con precisión cada estocada. Su risa burlona enardeció a Tristán. El otro lo provocó con la mano libre, y Tristán, enojado, comenzó a golpear con más fuerza, ganando terreno entre los viejos olivos. Cuando vio el momento se lanzó hacia delante con la espada apuntando el pecho de su adversario, pero éste, como si hubiera adivinado en su cara la treta, fintó y golpeó con el pomo de la suya al doncel en la mano. A Tristán se le escapó el acero y aulló de dolor agitándola.

El caballero Jacobo de Vic volteó la hoja con gracia y la clavó en el suelo. Mientras recuperaba el aliento miró el campo y la muralla.

—Hasta que no controles tu ímpetu no podrás vencerme.

—¡Habéis retrocedido, por primera vez!

—Es cierto. Pero los músculos se agotan con más rapidez que la mente, por eso la técnica es esencial. Has progresado mucho, Tristán —adujo con sorna—. En cuanto logres controlarte, entrenaremos con espadas de madera. ¡Aún soy joven para morir!

Tristán rió mientras recogía las armas y las guardaba en las vainas. Jacobo tomó el hábito gris que colgaba de una rama y se lo puso por encima de la vieja camisa.

—Vamos a la ermita, hijo. Ya es noche cerrada y estoy agotado. Creo que hoy la sopa de ajos te encantará. Ha venido el caballero Rodrigo de Cuenca y me ha traído un puñado de sal. ¡Alabado sea Dios!

—Será un honor, mosén Jacobo —añadió el joven con una jocosa reverencia.

Siguió los pasos del anciano dejando el olivar hasta el pequeño templo consagrado a san Miguel, un eremitorio antiguo y humilde pegado a la muralla.

A Tristán todavía le sorprendía su carácter desenfadado y excéntrico, que ocultaba a un respetado noble de casi sesenta años, mosén Jacobo de Vic, caballero de la Orden de Nuestra Señora de Montesa, al servicio de tres reyes de Aragón hasta que las fuerzas comenzaron a menguarle. Se había recogido en aquella ermita para hallar paz de espíritu y disponer su alma. El juicio divino de un hombre de armas se auguraba complejo.

Bajo el pórtico aguardaba alguien envuelto en una raída capa. Al ver las espadas del joven levantó las manos.

—Busco al doncel Tristán de Malivern.

—¿Quién pregunta por él?

—Vengo en nombre de Caroli Barletta, al que conoces como Arlot.

—Dile que no pienso luchar de nuevo por cuatro cebollas y una ristra de ajos.

—Hoy tiene algo mucho más interesante que ofrecerte —repuso con acritud el recién llegado—. De ti depende la vida o la muerte en En Sorell.

Jacobo se acercó y miró con recelo al esclavo del rufián.

—Sólo de la Providencia dependen esas cosas. Más bien lo que está en juego es un gran negocio… No te fíes, Tristán; me da mala espina.

—Conozco bien a Arlot. Es un miserable, pero no suele mentir. Si hay algo que pueda hacer por el hospital debo intentarlo.

También notaba una lóbrega congoja, pero sin atender a las advertencias marchó tras el esclavo, consciente de que su señor no se lo impediría.

En la calle Muret ya se oía el jolgorio y las risas de las prostitutas bromeando con sus clientes. Pasaron por delante de la horca levantada para disuadir a los que incumplieran las disposiciones del regent del publich* y cruzaron el portal que daba acceso al Partit. En la pequeña y sucia plaza se formaron animados corros que auguraban una interesante velada. Algunas jóvenes bajo sus faroles silbaron, pero Tristán siguió adelante impasible, pensativo. Presentía que sería una noche distinta. En la lejanía, un tañido fúnebre anunciaba la muerte de un infante y se estremeció.

 

 

Las campanas de Sant Berthomeu sonaban alternando toques secos con un repiqueteo insistente de dos de ellas, llamando a gloria por un ángel que subía al cielo. En su lenguaje, aquello indicaba que el fallecido era un niño pobre y que los campaneros tocaban por amor de Dios, sin cobrar.

La capilla de los Santos Médicos estaba atestada. Irene rezaba y se enjugaba las lágrimas con un pañuelo. De vez en cuando notaba en su hombro la mano de Caterina insuflándole ánimos. En la parte de los hombres rezaban circunspectos los miembros del consejo rector del hospital. La muerte del pequeño era una más, pero había conmovido a todos los que tenían relación con En Sorell.

Arcisa se acercó.

—Ha llegado mestre Pere Comte.

Irene asintió levemente y se levantó. Asía el breviario de su madre, que hojeaba cada vez que le era posible. Lanzó una última mirada a las sibilas del retablo y al fresco en penumbras de la bóveda.

—Lamento profundamente lo ocurrido —musitó Pere en el patio.

—Creo que esta muerte es un aviso de la Providencia para que deje de llorar y despierte. —Lo miró con sus grandes ojos grises—. Mestre Pere, ¿qué es la piedra sonora del Miquelet?

El sorprendido picapedrero reparó en el librito que sostenía.

—¡Es el breviario de vuestra madre! También ella me lo preguntó. Al realizar las obras de ampliación de la seo en las que unimos la nave al campanario, tuvimos en cuenta respetar su acústica interior original. Hay una piedra «sonora» en la base de la torre que al ser golpeada se oye con intensidad en el cuarto de las campanas.

—¡Ingenioso!

El mestre alzó el rostro.

—La catedral guarda secretos arquitectónicos de los que me siento orgulloso.

Irene hizo un gesto implorante.

—Necesito que hagáis algo por mí. Sois un hombre respetado en la ciudad, y el campanero no os negará una petición como ésta, a pesar de la hora.

Abrió el libro y señaló una página. En un dibujo tosco una dama tañía una gruesa campana. Unos puntos negros pautaban cuál era el ritmo. Desde el primer momento Pere sabía que iba a pedirle lo mismo que antaño Elena.

—¡El latido de la sibila! Ha pasado mucho tiempo…

—Lo descubrí en los frescos de la capilla, pero aquí relata que se tañó desde la seo varias veces, la última durante la carestía de trigo de 1483. Fue una llamada de auxilio que atendieron las damas tratadas durante años en el hospital. Golpeaban la piedra sonora, y el campanero seguía el ritmo con la campana Caterina, la más antigua de la catedral. Mi madre no sólo se preocupaba de sanar sus cuerpos e impartir lecciones de filosofía. Vos sabéis dónde está esa piedra para hacerla sonar.

—Elena de Mistra tejió en aquellos tiempos una red de ayuda que salvó del hambre a muchas familias humildes, pero hace mucho de eso.

—Si lo haces, Gostança sabrá que sigues los pasos de tu madre… —dijo una voz a su espalda.

Peregrina había escuchado la conversación y la observaba con su intensa mirada azul. Se refería a Gostança; aun así, Irene no se arredró.

—Precisamente de Elena surge la única esperanza. —Rasgó la página que contenía el ritmo de El latido de la sibila y se la tendió a Pere—. ¡Tocad la piedra sonora y convenced al campanero, os lo imploro! No nos queda nada y hemos perdido la licència d’acaptes. Si nadie nos escucha deberemos marcharnos todos de En Sorell.

Pere Comte se perdió en sus ojos. Había hecho mucho por él y por sus hombres.

 

 

La taberna del Trinquet en la mancebía era un tugurio oscuro; apenas cuatro mesas mugrientas y una estrecha barra en la que dormitaba un parroquiano ebrio. El esclavo de Arlot la cruzó en silencio y golpeó con fuerza una vieja alacena. El mueble retrocedió y vieron a un sarraceno malcarado, quien los acompañó por un angosto pasillo hasta el secreto mejor guardado del Partit. A esas horas, el amplio granero estaba atestado de gente enfebrecida. Hedía a sudor, vómitos y vino agrio. Entre risotadas, se empujaban o trataban de agarrar a las camareras que rondaban con las camisas abiertas y varias jarras en las manos. En el centro, un amplio círculo de arena recién traída de la playa revelaba el motivo de tanta algarabía. Al ver a Tristán corearon y muchos le palmearon la espalda. Se auguraba una pelea memorable y comenzaron las apuestas.

En un pequeño anexo, el pisano Caroli Barletta lo esperaba tras una vieja mesa, flanqueado por dos gigantes. El antiguo corsario era un hombre fornido de cincuenta años, con una melena aceitada hasta media espalda, gruesos pendientes de oro y sonrisa lobuna. No se dejaba ver demasiado en el tugurio, pero esa noche parecía especial.

—Me alegro de que estés aquí, Tristán. ¿Cómo se encuentra mi pequeña Ana?

El joven lo miró torvo, y Arlot levantó las manos seráfico.

—Reconocerás que tengo palabra. Tú peleas, y ella vive feliz entre mendigos y enfermos… Y encima te llevas parte de las apuestas y les das de comer.

—¿Para qué me has mandado a uno de tus perros, Arlot?

—Sin rodeos, así me gusta. —De su jubón de seda manchado de sudor, sacó un documento de papel recio y lo extendió sobre la mesa—. ¿Sabes qué es esto?

Tristán abrió los ojos al ver el sello real junto a la firma de Lluís Cabanyelles.

—¡Una licència d’acaptes! ¿Es la de En Sorell?

—No sé cuántas ofertas he recibido, algunas realmente jugosas. El que la posea puede recorrer el reino y sacar una buena tajada…

—¿Cómo ha caído en tus manos? —demandó ansioso.

—Eso ahora poco importa, Tristán. No ignoras cómo es el juego. —Entornó los párpados mientras guardaba el documento—. Pero yo sabía que el mayor beneficio lo obtendría cuando alguien tratara de recuperarlo… y no me equivocaba. ¿Te has fijado en cuánta gente se ha reunido aquí? ¡Esta noche será la mejor de todas!

—¡Estás jugando con el hambre de inocentes! ¡Maldito seas!

—¡Tranquilo, doncel! —Arlot se echó a reír e indicó a sus esbirros que no actuaran—. Reserva tu furia. Te ofrezco la posibilidad de recuperar la licencia para esa belleza de spitalera que tanto te gusta complacer. —Su sonrisa se borró. Lo miró con dureza—. Eres el mejor luchador que ha pasado por el Trinquet en años, pero si quieres la licencia deberás vencer a tres contrincantes. Para que las apuestas aumenten he tenido que esmerarme, y creo que tus adversarios darán juego. Están ansiosos por romperte los huesos, Tristán.

El joven escudriñó los ojos de Arlot.

—Si venzo, cumplirás y te encargarás de que el documento llegue al hospital.

El otro rió displicente.

—¿Crees que soy un cura?

—¿Has pasado hambre alguna vez, pisano?

La mueca en el semblante del rufián se desvaneció.

—¡Vamos! La clientela espera con sus bolsas repletas.

Cuando Tristán salió al granero estalló una ovación como nunca. Arlot permaneció silencioso, observando. Tras él apareció Hug, que había esperado oculto en un rincón. El pisano lo miró con desprecio.

—Deberías ser tú el que saltara a la arena para que Tristán te moliera.

El otro se retorció las manos, agitado.

—Recuerda que la licencia me la entregarás a mí.

—La necesitas para poder casarte. Debiste pensarlo antes de jugártela a los dados, estúpido.

Hug asintió varias veces con el miedo en el rostro. Caroli lo cogió por la gorguera amarillenta y lo estampó contra la pared del cobertizo.

—¡Me adeudarás la donación de setecientas libras a recibir tras la boda! —siseó amenazante—. Sé que eres dado a desaparecer, pero si intentas engañarme te buscaré hasta en el infierno para desollarte vivo.

La llama de la sabiduría
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