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Cinco días más tarde, Eimerich y Caterina admiraban la belleza de los mosaicos bizantinos de las bóvedas de la iglesia normanda de Santa María de Martorana, en Palermo, erigida junto al monasterio de benedictinas donde aseguraba haberse criado Gostança. Bajo la imagen de Jorge de Antioquía a los pies de la Virgen se dejaron inundar por el destello del oro y una riqueza de colores asombrosa, pero apenas una hora más tarde una monja interrumpió la contemplación.

La respuesta de la encargada del archivo resultó una decepción: ninguna hermana ni novicia constaba con el nombre de Gostança, ni tampoco ninguna religiosa supo identificarla tras la detallada descripción.

Tras entregar el jugoso donativo de parte de la condesa de Quirra, decidieron regresar al puerto atestado de Palermo, donde aguardaba Joan de Próxita, capitán de la galera de la condesa La Marieta. Casi a punto de embarcar, Caterina se percató de que los seguía un hombre desarrapado. En un hediondo callejón lo abordaron, y la joven lo amenazó con su siniestro cepillo. El individuo, de aspecto miserable, imploró piedad y entre balbuceos explicó que era el encargado de la porqueriza del convento y padre de ocho hijos a los que no podía alimentar. Había escuchado la conversación que mantuvieron con las monjas y por unas monedas los llevaría a la ermita de Santa Tecla, en la montaña de Monreale, a las afueras de la ciudad. La habitaron cuatro monjas eremitas que hacía cuarenta años abandonaron el convento de la Martorana en busca de mayor rigor y espiritualidad, aisladas en la montaña. En el convento no solían hablar nunca de aquellas excéntricas mujeres, dadas a ayunos y terribles penitencias.

Gostança se hacía llamar de Monreale y el detalle los intrigó. El capitán se prestó a acompañarlos, y el trayecto se prolongó durante tres horas por sendas empinadas y pedregosas. Era avanzada la tarde cuando alcanzaron un claro en medio del bosque y se quedaron sin aliento. La ermita sólo eran unos muros descarnados, ennegrecidos entre la maleza, sin techumbre.

—¿Qué significa esto? —bramó Joan, sudoroso tras la ascensión.

El hombre que los había conducido hasta allí se encogió.

—Hace cinco años ardió hasta los cimientos. Nadie sabe qué pasó, pues las ermitañas murieron.

—¿Por qué no lo has dicho? ¡Maldito seas!

—No habéis preguntado, mi señor. Pero ¡os he contado la verdad!

—¡Miserable! —El capitán levantó el puño, airado, pero Caterina le rozó el brazo.

—Aguardad, mosén Joan —rogó ella al ver a Eimerich entre las ruinas.

El joven deambulaba entre muros y escombros calcinados. En la parte posterior del pequeño templo octogonal surgían entre la maleza cinco lápidas sin nombre.

—¿Cuántas monjas vivían aquí? —demandó.

—Cuatro, señor —dijo el hombre, ansioso por recoger las monedas y salir de allí.

Eimerich hizo una señal a Caterina y ésta se acercó moviendo su largo vestido con dificultad entre las zarzas. Al llegar junto a él exhaló un suspiro, cubriéndose la boca.

—¡Dios mío!

Tras una de las lápidas, unas toscas raspaduras formaban un nombre: Gostança.

—No era un lugar con buena fama —confesó el criado—, y el convento de la Martorana se olvidó de estas eremitas de su orden. Los pastores dicen que a veces se oían gritos y lamentos; por eso cuando ardió la gente de la vecina Monreale se sintió aliviada. Nadie habla de este sitio.

Sobrecogidos, siguieron registrando las ruinas. Hallaron fragmentos de imágenes y restos de un altar mutilado y mohoso.

—Mirad esto —indicó Joan de Próxita rebuscando en lo que parecía una pequeña celda en la parte posterior de la ermita—. Son argollas.

Las dos manillas oxidadas aún se mantenían firmes en un muro de ladrillos negros casi oculto tras los escombros. Eimerich recordó la celda Dels Ignoscents y la tendencia de Gostança a expresarse con dibujos. Ayudado por el atemorizado porquerizo, fueron despejando la pared. La tarde avanzaba y las sombras dominaban el desolado claro de la ermita cuando aparecieron los trazos que cubrían casi toda la parte baja del muro. El guía recogió las monedas, se santiguó y huyó sin dudarlo.

Caterina limpió con su pañuelo de seda el hollín adherido y leyó, aterrada:

—«Exorcizo te, inmundisime spiritus omnis incursio adversarii, omne phantasma, omnis legio, in nomine Domini Nostri Iesu Christi.»

Junto a la frase se veían varias escenas, unas realizadas con trazos infantiles y otras con pulso firme. Eran figuras simples: una niña atada a una cama rodeada de adultos con cruces y látigos. Azotes, argollas y sangre. Caterina notó que las lágrimas afloraban a sus ojos. En la sencillez de los dibujos se adivinaba a una criatura dominada por el más absoluto terror, sometida a mil tormentos.

—La creían endemoniada —musitó ahogada—. Son exorcismos y brutales penitencias para arrancarle esa especie de nube que siempre aparece sobre la niña.

—La ponzoña… —dijo Eimerich—. Aquí está el origen del mal. Tal vez Gostança no tiene el alma poseída, como cree, sino enferma tras años de vejaciones.

—Crearon un monstruo —añadió el capitán Joan, afectado.

Aun desconociendo el extraño misterio que los había llevado hasta allí, veían con claridad la transformación operada en la pequeña. En los dibujos más maduros las monjas estaban trazadas como criaturas deformes, con el cuello y la cara raspadas con ansia febril. Destacaba la imagen de un hombre desnudo y con el miembro enhiesto; todo él estaba cubierto de hendiduras y golpes de piedra a causa de una ira desatada. A sus pies siete máscaras deformes aparecían raspadas. La última escena era un pavoroso incendio y cuerpos mutilados en un amasijo. El odio aliado con la locura. Aquel muro irradiaba una energía ominosa que los dejó exhaustos y tristes.

—Gostança es una mente enferma —comentó Caterina, impresionada—, pero ¿cómo llegó a creer que el mal que la posee tiene que ver con Elena o con las larvas?

—Comenzó con Conrad von Kolh y la cadena no se ha roto aún —adujo Eimerich—. Fra Armand explicó que en Bolonia se rumoreaba que las larvas y Elena de Mistra realizaron rituales satánicos. Gostança se cree enviada por Dios para erradicar ese infecto aliento diabólico, pero puede que sólo sea víctima del oscuro fanatismo.

Una ráfaga gélida agitó las copas de los árboles provocando un rumor extraño que los sobrecogió. Sin decir nada abandonaron las ruinas con un lóbrego peso en el alma.

—Si no detenemos este odio, no sólo Irene sino también ahora su hija sufrirán el castigo —concluyó Eimerich mirando por última vez las ruinas de la ermita de Santa Tecla.

La llama de la sabiduría
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