31
Irene se despertó con el ruido lejano de puertas y voces alarmadas. Tenía la boca pastosa y un terrible sopor que la invitaba a cerrar de nuevo los párpados. Se estremeció debido al frío y cuando alargó la mano en busca de alguna manta notó que se hallaba desnuda. Al abrir los ojos se vio tendida sobre un catre viejo y carcomido. Ya no estaba en el lujoso aposento de invitados de los Sorell, sino en una modesta habitación encalada. Una pequeña cruz de madera ennegrecida era el único adorno.
Comenzó a tiritar y vio el vestido arrugado en el suelo, junto a la camisa y el calzón de lino. Notó un movimiento a su lado. Se volvió con aprensión y ahogó un grito. Junto a ella dormía Tristán, de espaldas, totalmente desnudo como ella. En sus cabellos vio sangre apelmazada, pero lo oyó respirar.
El pánico la dominó. La ropa de su amado yacía en un rincón.
—¡Tristán!
Despertó tan desorientado como ella y se tocó la herida.
—¿Irene? —En cuanto se ubicó abrió los ojos espantado—. ¡Dios mío! ¿Qué hacemos aquí?
—¡No lo sé!
Entonces la puerta se abrió con violencia y Hug se asomó haciendo aspavientos.
—¿Veis, honorable justicia? ¡Os lo dije!
Junto al vano apareció el justicia criminal, mosén Francesc Amalrich. Su mirada reflejó decepción al descubrir a su admirada joven cubriéndose las vergüenzas como una vulgar ramera.
—Creo que me echó algo en el vino… —adujo Hug gesticulando con exageración—. ¡En cuanto me dormí le franqueó la puerta a su amante!
—Tristán de Malivern —identificó mosén Francesc.
—¡Ya quiso casarse con él, y han estado engañándome desde los esponsales!
—Os vi juntos la noche de la riada —reconoció el justicia.
Irene sintió que se ahogaba. Dos soldados se asomaban por detrás, ansiosos por verla en cueros. Tristán trataba de despejarse a pesar del terrible dolor de cabeza.
—¡Adúlteros! —gritó el esposo con voz atiplada. Se mostraba escandalizado, pero su mirada acuosa tenía un matiz victorioso—. ¡En mi propia casa, señor! ¡Una terrible humillación, un pecado imperdonable!
—Os tenía por una dama digna de ser recordada por la historia —añadió Francesc, defraudado—. Veo que sois como todas: mentirosa, deshonesta y lasciva.
Ella se vistió como pudo bajo el escrutinio descarado de los hombres. Estaba tan avergonzada que no podía pensar con claridad. Tristán, a su lado y en silencio, se puso sus ropas.
—Prendedlos y llevadlos a la cárcel común de la Casa de la Ciudad —ordenó mosén Francesc a los dos guardias, divertidos con la morbosa situación—. Hug, acompañadme para formalizar el clam.
Mientras salían, Irene oyó las palabras del justicia:
—Los Fueros establecen que el adulterio de la esposa implica además del castigo la pérdida de la dote, que pasa al marido. El Consell Secret debe conocer de inmediato el delito, pues lo que ocurra con En Sorell afecta a la ciudad. Ahora el hospital os pertenece en pleno dominio, Hug Gallach.
La evidencia se abrió paso con la potencia de un relámpago e Irene se apoyó en el catre para no caer. A pesar del terrible castigo que los aguardaba, sólo era capaz de pensar en la forma en la que finalmente le habían arrebatado su sueño. Jamás podría cumplir la promesa que había hecho a su padre, ni profundizar en las enseñanzas de la Academia de las Sibilas ni conocer el paradero de su madre. Allí acababa todo: humillada y en pecado.
De pronto oyó un golpe seco y el ruido de algo que se desplomaba. Al volverse vio al guardia en el suelo, inconsciente mientras Tristán estrellaba la cabeza del segundo contra el marco de la puerta. Regodeados en la visión de la joven desnuda no intuyeron la amenaza que se cernía sobre ellos.
—¡Vamos!
Irene fue incapaz de reaccionar. Veía a Tristán desdibujado. El doncel se acercó y la zarandeó por los hombros. En ese momento oyeron el eco de unos pasos descendiendo a la carrera por una escalera de servicio del palacio.
—Ya viene el resto de la guardia.
—Todo ha sido una trampa para apoderarse del hospital, desde el principio —musitó—. Cuando Gostança me amenazó con una muerte terrible se refería a esto…
—Aún nos queda lo más importante, Irene —le dijo él con dulzura—: la vida. No pienso dejar que ese malnacido también nos la arrebate.
Vio el reflejo de la espada que Tristán cogía de la vaina de uno de los guardias y rasgó el velo tupido de la frustración. No les brindaría el placer de apocarse. Ya no.
—He estado varias veces en este palacio. ¡Vamos!
Cogidos de la mano se internaron por un oscuro pasillo.
Caterina y Eimerich se detuvieron en la plaza. Casi una docena de guardias con antorchas rodeaba la casa y atendía las imprecisas órdenes de un capdeguayta alterado.
—¡Inútiles! —gritó fuera de sí mientras fustigaba a uno de los soldados con una fina vara—. Los adúlteros no pueden andar lejos. ¡Maldita sea! Son una mujer y un hombre que casi muere de una paliza hace quince días ¡Buscadlos en las huertas!
—Dios mío —exclamó Eimerich en susurros—. ¿Qué ha ocurrido aquí?
Vieron salir al justicia acompañado de Hug, que efectuaba aspavientos presa de una gran tribulación. Los ojos de Caterina irradiaron certeza.
—Un plan astuto y definitivo —musitó, pávida, incluso admirada por la sutileza de la trampa—. De las mil maneras de desembarazarse de Irene, sólo hay una que supone que la herencia no pase a los hermanos de Andreu Bellvent, como habría ocurrido con la muerte: el adulterio. En nuestros Fueros, el marido se apropia de los bienes y los derechos aportados por la adúltera en la dote y los culpables reciben cien azotes mientras corren desnudos por las calles de costumbre hasta el Mercado. Si el propio justicia criminal, competente para juzgar tal delito, ha presenciado el ultraje contra el esposo, el asunto no tiene defensa.
—Un plan retorcido y cruel.
—Astuto —susurró ella admirada—. Demasiado para Hug… o Pere Ramón.
—Al menos han escapado.
—Será inútil. La guayta de cada parroquia y los vigilantes de las puertas estarán siendo avisados. No se les permitirá abandonar Valencia.
—¡Tenemos que encontrarlos y ayudarlos a ocultarse! —estalló Eimerich.
Ella sonrió con tristeza y le acarició el rostro. No conocía como ella las sumas y las consilia de su padre. Se enfrentaban al hecho más perseguido.
—El adulterio más que un delito es un pecado que puede desatar la cólera de Dios si no es debidamente reprendido por la comunidad. Aunque los Fueros no hablen de muerte, los reos siempre acaban en la hoguera o en la horca de la plaza del Mercado.
Mientras abandonaban el lugar, oyeron comentarios de los guardias. Los habían encontrado desnudos, fornicando como posesos mientras maldecían a Dios y al marido cornudo con impronunciables ofensas y blasfemias, agravantes que el verdugo convertiría en dolor y escarnio público.
—Vayamos primero al hospital —indicó el joven—, pues tengo que coger algo. Luego intentaremos reunirnos también con Tora y Romeu; no andarán lejos.