65

 

 

 

La lechuza salió volando hacia la oscuridad abandonando el hombro de su dueña mientras cruzaban el puente de la Trinitat. Irene se arrebujó con su capa; de fondo se oía el rumor del Turia, caudaloso como siempre en otoño. Era una noche fría y sobre el río soplaba a ráfagas el viento, húmedo y desapacible.

Al contemplar el real monasterio de la Santísima Trinidad se estremeció. Después de tres días vagando entre la vida y la muerte, Gostança de Monreale había despertado. Irene había recibido el mensaje de la abadesa y no había querido aguardar una jornada más. A pesar de haber oscurecido y estar cerradas las puertas de la muralla, unas pocas monedas bastaron para que los vigilantes del Portal de la Trinitat abrieran el estrecho portillo. Junto con Eimerich y micer Nicolau, que se había prestado a acompañarlos con su fiel Guillem, la joven se dirigía en silencio en busca de respuestas.

En el hospital quedaba una Caterina malhumorada maldiciendo a los galenos, que le recomendaban reposo para que la herida se le cerrase sin infección.

El monasterio se alzaba en la ribera opuesta del Turia, extramuros de la ciudad, junto al palacio Real. Algunos aún recordaban el antiguo hospital para peregrinos regentado por los monjes trinitarios, expulsados por su comportamiento licencioso. En la década de 1440 la piadosa reina María de Castilla y varias familias nobles valencianas patrocinaron la reforma del edificio por los mejores maestros de obra y éste acogió a una pequeña comunidad de hermanas de Santa Clara llegadas de Gandía.

Bajo el auspicio de la reina, que pasaba casi todo su tiempo entre los muros del monasterio y lo iba dotando de mayor esplendor y bellas obras, ingresaron hijas jóvenes de la aristocracia y la oligarquía municipal. Pero la fama la alcanzó tras convertirse en abadesa sor Isabel de Villena, quien contaba por aquel entonces cincuenta y siete años y era la mujer más influyente del Reino de Valencia. Hija de Enrique de Villena, estaba emparentada con las dinastías reales de Castilla y Aragón. Se había criado en la corte de la reina; tomó los hábitos cuando tenía quince años y llevaba veinticinco siendo abadesa. Por su inteligencia y su vasta cultura, la frecuentaban nobles y notables para tratar con ella cuestiones religiosas, literarias y políticas. Contaba con la amistad personal del cardenal y obispo de Valencia, don Rodrigo de Borja, así como también con la del rey don Fernando, a tal punto que había acogido en el convento cuatro años antes a María de Aragón, una de las hijas ilegítimas del monarca.

Tras abrirles el portón, por el patio cerrado Irene, micer Nicolau, Eimerich y Guillem siguieron a una joven hermana cuyo raído hábito contrastaba con la finura de su piel, que delataba su origen noble. Sor Isabel los aguardaba en la puerta del acceso a la clausura. Bajo la toca, su rostro pálido y ajado parecía inexpresivo; sin embargo, sus ojos claros se movían con viveza, atentos.

Mientras les daba la bienvenida observó a micer Nicolau con gesto torvo por ser el padre de Caterina. No veía con buenos ojos a las mujeres que rodeaban al prelado Borja; aun así, se cuidó de manifestarlo.

En el interior del convento todavía se hacían reformas, pero admiraron los arcos de las puertas y las imágenes sacras, y hasta atisbaron las arcadas del claustro. En silencio llegaron a un austero locutorio dividido por una reja de hierro. Los aguardaban los frailes Ramón Solivella y Edwin de Brünn, así como el mestre Alcanyís y el dessospitador Joan de Ripassaltis. Tras la reja, en un camastro yacía Gostança con un aparatoso vendaje en la cabeza. Su aspecto pálido contrastaba con su mirada furibunda. Crispaba las manos tratando de comprobar si tendría suficiente fuerza para levantarse.

Durante una eternidad mantuvo sus ojos fijos en Irene. Luego observó al abogado y finalmente a Eimerich.

—¿Qué queréis de mí? ¡Entregadme al verdugo si eso os complace! —Levantó los brazos para mostrar las cicatrices y las señales—. Conozco la mordedura del dolor.

—¡Serénate, niña! —le espetó la abadesa sor Isabel de Villena con aire imperativo—. Estás en la casa de Dios y nadie quiere torturarte.

Gostança contrajo el gesto y se retorció las manos.

—¡No es eso lo que me hacían las monjas de la ermita, madre! ¡Soy hija del pecado! ¡Una abominación permitida por Dios, abadesa! ¡Fui concebida en una cópula entre una bruja que vomitaba falacias diabólicas y un enmascarado esclavo de su influjo! ¡Luego ella me abandonó, repudiándome! —Hablaba febril—. Estoy maldita y soy culpable ante los hombres, pero Dios sabe que mi intención es librarme de la ponzoña y alcanzar su perdón.

Sor Isabel se volvió hacia Irene con gesto grave.

—Lleva diciendo eso desde que ha despertado. Son explicaciones que escuchó de niña y la marcaron para siempre, lo he visto otras veces en novicias. Si queréis traspasar esa barrera, relatad con serenidad y sin afectaros todo lo que sepáis de esta turbia historia que Caterina me anticipó en su mensaje.

Irene miró a sus amigos y asintió. Aunque una voz interior le advertía que fuera discreta, sacó el breviario y le explicó su procedencia. Gostança lo observó con una mezcla de repulsión y deseo. Los presentes lo miraron con curiosidad. Durante una hora fue la voz de su hermana la que reveló a Gostança que Elena fue violada y que el fruto de la agresión le fue sustraído en cuanto nació. Gostança no fue concebida con amor, pero su madre la habría amado igualmente y la habría buscado por todo el orbe de saber que vivía, le dijo.

La enlutada hundió la cabeza en el colchón tratando de alejar la voz de Irene. Tenía accesos de ira en los que gritaba hasta que el dolor de cabeza la vencía. Irene no se amilanó ni suavizó el tono; quería que comprendiera todo el mal hecho.

—¡No sabes nada de mi sufrimiento! —la atajó al final Gostança. Ni una lágrima brotaba de sus ojos, pero en su gesto se reflejaba la desazón.

Entonces sor Isabel se acercó a la reja. Nicolau, pálido, le advirtió de la posible reacción violenta de Gostança, pero la regia abadesa no se amilanó.

—Hija… ¿no tienes la sensación de que has vuelto al origen? ¿No ves que estás de nuevo presa en un convento a merced de unas monjas desconocidas?

La dama se quedó inmóvil.

—Te revelaré un secreto —siguió la abadesa de manera pausada—. Llevo años escribiendo una vida de Cristo donde sólo hablarán su excelsa Madre y las mujeres valerosas que lo acompañaron, realzando su dignidad, no menor que la de los apóstoles. Aunque en este mundo se nos humille, ninguna mujer perderá la vida eterna salvo por sus pecados, no por su condición. La autoridad de quien te tachó de endemoniada no es superior a la mía, ni en este mundo ni en el otro. Habla con sinceridad y juzgaré si eres una condenada o sólo un alma zarandeada a capricho de una mente enferma.

Incluso Gostança se rindió ante el carisma de la hija del marqués de Villena. Nadie le había hablado nunca así y sus facciones perdieron el rictus de ira contenida. Sus pupilas temblaban cuando comenzó a hablar:

—Me lo explicó un monje predicador, fray Conrad von Kolh. —Entonces sonrió con crueldad—. Afirmaba que él y otra larva de aquella blasfema hermandad de estudiantes se apiadaron cuando mi madre me abandonó en un cruce de caminos escupiendo en mi rostro. —Sus ojos destellaron con odio—. Pero pronto comprendí que él también era parte de ese infecto mal que me envuelve.

—Conrad os mintió durante años para someteros a su voluntad —indicó Eimerich—. Tal vez fue él quien forzó a vuestra madre.

—¿Acaso importa? Crecí encerrada con cuatro monjas embrutecidas, amantes del cilicio, el ayuno y la vara. —Se irguió y con una mueca de dolor se abrió la camisa para mostrar sus pechos, colmados y bellos pero cubiertos de pequeñas cicatrices—. Incontables veces trataron de extraerme el mal heredado de mi madre. Por las noches lloraba de dolor y vergüenza mientras la maldecía y pedía a Dios que algún día me permitiera arrancar de este mundo su oscuro efluvio que tanto sufrimiento me estaba causando.

Gostança se cubrió y volvió a recostarse. Un silencio espeso flotaba en el locutorio.

—Cuando fra Conrad terminaba las clases en Montpellier acudía a Palermo y revisaba con esmero mi cuerpo en busca de marcas. Solía relatar cómo en Bolonia un pequeño grupo de estudiantes cayó bajo el influjo demoníaco de Elena de Mistra y que sólo dos larvas fueron capaces de vencer al mal y salvarme. A mis preguntas, contestaba que mi madre, aliada de Satán, había prosperado en Valencia y había fundado un hospital simulando ser una devota cristiana, donde sin duda ella y sus dos discípulas trataban de extender su ponzoña, la misma que me infectaba. —Engoló la voz, luchando contra tan amargos recuerdos—. Cuando tenía diecisiete años pedí ser una eremita más y me mortifiqué tanto o más que ellas para evitar los terribles exorcismos. El monje continuaba visitando el cenobio con regularidad y se deleitaba palpando mi piel, que seguía sin manchas ni pezones negros para amamantar al Maligno.

El tono desprovisto de emoción impresionó a los presentes.

—Luego comencé a estudiar los libros que traía en sus visitas. Entre martirologios y breviarios intercalaba obras de Arnau de Vilanova, Joaquín de Fiore, Vicente Ferrer y Rupescissa sobre la naturaleza del mal, las obras de Satán y el advenimiento del fin de los tiempos. —Comenzó a alterarse—. Después de pasar más de veinte años aislada, plegada a los insanos deseos del monje y las hermanas, imploré que se me permitiera enderezar lo que mi madre desató.

—En realidad buscabais venganza —farfulló Eimerich al recordar los grabados de la ermita de Palermo. La frágil mente de la niña se quebró en su adolescencia.

—¡Conrad me lo negó, prefería sus exorcismos para librarme del mal! Entendí que el monje seguía cautivo de la ponzoña y seguro que el resto de las larvas también. Un tiempo después tuve un hijo… que nació muerto.

Irene se puso las manos en el rostro. Gostança, fría, prosiguió:

—Ni Conrad, el padre de niño, ni las hermanas quisieron enterrarlo en sagrado. Dios continuaba ofendido conmigo, y comprendí que no obtendría su perdón si no erradicaba a los que participaron en ese encuentro… Uno de ellos era mi padre, pero todos eran culpables por dejarse seducir por el influjo malsano de mi madre.

—Dios santo… —musitó sor Isabel.

En las pupilas trémulas de Gostança veían a la muchacha desgarrada por la pérdida de un hijo y trastornada por el odio.

—¡Dios me escuchó! —clamó exaltada.

—Arrasasteis la ermita y a las hermanas —dedujo Eimerich.

Su rostro brilló perlado de sudor.

—¡Me guiaba la luz divina! —afirmó sin el menor remordimiento—. Me refugié en un palacete a las afueras de Monreale donde vivía don Gaspar Leoni, un barón ya de edad avanzada y viudo al que siempre sorprendía mirándome cuando visitaba Santa Tecla. Sólo poseía una cosa que ofrecerle y supe aprovecharla.

—Vuestra belleza —adivinó la monja. Recorrió con mirada réproba a los hombres presentes, despreciando su debilidad ante la carne.

—Don Gaspar se conmovió al conocer todo lo que había padecido, sin dejar de buscar mi piel entre los desgarros del viejo hábito. Él puso la quinta lápida frente a las ruinas de la ermita para que nadie me buscara; así, la novicia Gostança fue una víctima más del incendio. Con el viejo barón dejé de ser una joven aislada. Aprendí a comportarme ante los hombres, leí sobre el mundo en su nutrida biblioteca y a los pocos meses me convertí en Gostança de Monreale, la joven esposa de don Gaspar, sumisa y discreta, que apenas salía del palacete por su aversión a los lugares abiertos. —Esbozó una sonrisa despectiva—. Me trataba con respeto y por primera vez se serenó mi alma, aunque las voces seguían clamando mi maldición. El anciano tenía el corazón débil y murió al cabo de dos años, no sin antes cambiar su testamento y legarme parte de su fortuna para disgusto de sus cuatro hijos. Él me proporcionó la ayuda que necesitaba y en su memoria visto de luto, hasta que las voces de la ponzoña se acallen.

—Así empezó hace unos cinco años vuestra peregrinación en busca de las siete larvas y las damas —dedujo Eimerich.

—Conrad era la única que conocía, pero me conduciría a la siguiente y así hasta encontrarlos a todos. Ni siquiera me planteaba averiguar quién era mi padre. Con ayuda de dos lacayos de mi difunto esposo, el predicador murió bajo el signo del pecado de lujuria que tanto padecí en la ermita. En plena agonía me reveló un nombre: Jacme de Lacomo, bachiller de noble cuna, que vivía en Alassio.

Gostança sonrió con falsa candidez y Eimerich se estremeció. A pesar de su tez pálida y los vendajes, deslumbraba su belleza. Sus víctimas no advirtieron en aquellas delicadas facciones el acecho de una tarántula negra y letal.

—Acabasteis con ese noble ahorcándolo como un vulgar malhechor y con Paolo de Bari incendiando su almacén.

—Soberbia y codicia eran sus males. En cuanto a Armand de San Gimignano, dado que era el mejor maestro de retórica de Bolonia debía morir cegado por su vanidad.

Eimerich se estremeció. La dama ignoraba que el benedictino vivía.

—Él os reveló la siguiente larva: Simón de Calella.

Gostança se crispó.

—Valencia era mi destino final. Aquí no sólo se encontraba Simón, sino que también estaban Elena, la larva que era ahora su esposo, las damas… —Vaciló un instante y calló de repente.

—¡Andreu Bellvent fue la larva que socorrió a Elena tras la violación! —insistió Irene, abrumada por tanta sangre derramada.

Gostança no respondió. Lidiaba en una lucha interna de fuerzas equilibradas.

—Permanecí semanas en un hostal fuera de la ciudad mientras mis criados recopilaban información de cada uno. Les ordené que aguardaran hasta tener noticias mías e hice mi entrada como una dama furiosa a la que todos se acercarían con temor.

Irene se llevó las manos al rostro. Gostança también poseía la fuerza y el tesón heredados de su madre, pero lo usaba para destruir, cautiva de voces que resonaban en su mente quebrada.

—No actuasteis sola —adujo Eimerich.

—Valencia, como el resto de las ciudades, está llena de corruptos y la domina la codicia. Es fácil comprar voluntades a cambio de algo, y así acabé con las dos discípulas de la bruja. Elena era la siguiente, pero detectó los síntomas del veneno y durante un tiempo lograron que yo misma creyera que había alcanzado mi objetivo.

El joven negó con la cabeza. Aquella respuesta no le convencía. Los Dalmau pertenecían a la oligarquía, su posición era holgada. En cuanto a Josep de Vesach, éste podía estar aliado con la dama y odiar a su madrastra, doña Angelina de Vilarig, hasta el extremo de colaborar en su muerte, pero algo no encajaba.

—Con mi padre culminaste tu venganza —terció Irene observándola con atención—, pero también querías el hospital. Tú guiabas a Hug, ¿no es cierto?

—Habría sido sencillo si lo hubieras vendido y regresado a Barcelona, pues yo tenía ya un comprador, pero ignoraste mi advertencia y te lo arrebatamos del único modo en el que ningún pariente de tu familia pudiera cuestionar la propiedad.

—¿Por qué?

—Lo sabes tan bien como yo. Elena no está muerta, fue astuta y me burló. La actitud de Andreu revelaba que tuvo noticias de su esposa, pero lo ocultó, así como la parte que conservaban del valioso ajuar de ella, un buen reclamo para hombres codiciosos como Vesach. Pero tu padre resistió la agonía con los labios sellados.

—Registrasteis palmo a palmo el hospital cuando quedó vacío —terció Eimerich, retomando la misma conversación mantenida con Gostança antes de que lo narcotizara.

—He visitado a todos los familiares de Andreu Bellvent en este tiempo. —Mudó el gesto—. Nadie sabe nada de Elena ni han recibido bien alguno; para todos está muerta. Por eso sé que el secreto sigue oculto, y pensé que en la carta de Andreu que portabas podía estar la clave. Tu regreso, Irene, me lo confirma; sigues sin saber dónde está tu madre.

La aludida bajó el rostro. Habían encontrado la misiva de su padre entre las ropas de la dama y las monjas se la habían entregado. Ni siquiera Gostança había podido dilucidar si contenía algún secreto y el paradero de su madre se le escurría de nuevo.

—¿Quién os reveló que yo tenía la carta? —demandó Eimerich estremecido.

Tras un largo silencio Gostança los señaló, amenazante.

—Aún hay voces que susurran. Pronto saldré de aquí y culminaré la búsqueda.

—¿Qué le ocurrió a mosén Jacobo de Vic? —siguió el joven.

—Lo mismo que a ti. Se acercó demasiado, aunque tú has tenido más suerte…

—Alguien más os ayuda —concluyó con recelo el joven.

La dama se recostó en el camastro, agotada. Su silencio estaba plagado de secretos y de hechos velados. Sor Isabel insistió en que los presentes se marcharan. La cautiva había reconocido las muertes. Le esperaba el tormento del morro de vaques y una ejecución pública. Eimerich pudo quedarse, a petición de Irene, y sor Isabel de Villena tomó la palabra, serena.

—Dicen que la noche previa a mi elección por la ventana de la sala capitular se apareció un ejército de demonios aterrando a las hermanas. Entonces llegó el arcángel san Miguel, patrón del convento, para ahuyentarlos, pues era voluntad divina que yo fuera la abadesa. Una monja pidió una prueba y la lámpara de la sala volteó sin que el aceite se derramara ni la llama dejara de arder.

—No os entiendo —masculló Gostança mirándola de soslayo con desdén.

La monja sonrió. Sin darles pábulo, tales leyendas en ocasiones le servían para ejercer su autoridad.

—Hija —siguió sor Isabel—, crees que Dios te impulsa, pero sólo es una venganza. A mí sí me escogió el Altísimo; por tanto, créeme si te digo que esa ponzoña fue sembrada por hombres fanáticos y crueles. Yo conocí a Elena de Mistra y, aunque no compartía sus tesis, creo de corazón que jamás habría abandonado a su hija. —La miró con atención—. En este mundo no tendrás perdón, pero en el otro sí, si rectificas.

Irene se acercó a la reja y la estudió con el ceño fruncido.

—No sé dónde está Elena de Mistra y creo que ese ajuar del que hablas eran las pinturas de la cripta, no sé de nada más. —Alzó el manido libro y la miró adusta—. Pero aquí está ella y la Academia de las Sibilas. Deberás pagar por tus errores, Gostança, pero es justo que conozcas sus pensamientos y lecciones para comprender la magnitud de tu error. —Borró el gesto de desprecio—. El mal que susurra en tu cabeza no procede de ella, sino de la intransigencia y el desprecio de muchos hombres hacia nuestro género. Si te avienes a escucharme puede que halles la paz antes de entregarte a la justicia.

Gostança ladeó el rostro con disgusto mientras Irene escogía citas de mujeres de otros tiempos y describía el sueño de Boecio, el amor de Diotima, la lucha de las amazonas… Los ojos oscuros de la enlutada vagaban por el techo del locutorio. A veces se contraían y su gesto se retorcía. No iba a ser fácil quebrar la costra oscura que la envolvía, pero Irene no deseaba que el peso de la ley descargara sobre ella sin entregarle un poco de luz y comprensión. Ése era el camino hacia su liberación.

La llama de la sabiduría
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