73

 

 

 

A pesar de la crítica situación, Caterina y Eimerich se miraron y no pudieron evitar una sonrisa. Ella avanzaba encorvada, con las manos apretando la herida de la ingle para proteger la sutura, y él cojeaba con la pierna entumecida por la caída. Encontraron a Guillem, que también buscaba a su señor. Para alivio de todos, el abogado no se hallaba entre los muertos del asalto, pero tampoco estaba en la posada. Muchos habían huido a casas vecinas y a la iglesia de Santa Cruz tras el huerto.

La joven decidió ir a la Casa de la Ciudad. Los ujieres, inquietos, explicaron que el justicia criminal había enviado un mensaje anunciando su llegada. Varios oficiales y escribas deambulaban alterados por el patio y los salones extendiendo los rumores sobre lo ocurrido. Caterina mostró su sello de los Borja y entregó la carta real a uno de los alguaciles del Consell Secret, que palideció al ver su contenido.

—¡Traición! —rugió, e inmediatamente comenzó a impartir órdenes a los ujieres.

La campana Caterina fue ahogada por el resto tocando a rebato. En los palacios de la calle de Caballeros, ancianos que un día dieron gloria a la Corona de Aragón rebuscaron en sus arcones las viejas espadas. La ciudad pedía ayuda.

—Tal vez micer Nicolau esté oculto en su propia casa —sugirió Eimerich.

A falta de otra opción Caterina aceptó. Bajo el escudo de Valencia en la fachada de la Casa de la Ciudad se concentraban caballeros y algunos ballesteros del Centenar de la Ploma que lucían el sobreveste con la cruz de San Jorge. Los caballos relinchaban nerviosos mientras sus dueños interrogaban a un apocado Guillem sobre lo sucedido y clamaban al cielo con exagerados aspavientos.

Caterina siguió a Eimerich en silencio, cada vez más preocupada. La calle dels Juristes estaba tan sólo a unos pasos y no tardaron en alcanzar la casa abandonada. En la fachada habían pintado la palabra «marrano». Se estremeció cuando Eimerich quebró el sello del Santo Oficio. La puerta se encontraba abierta.

A ambos les invadió la desolación al ver lo que fue su hogar en aquel estado de abandono. Todos los muebles habían desaparecido, incluso las puertas. Las hojas secas del emparrado crujieron bajo sus pisadas y el silencio les sobrecogió.

—Aquí no está —indicó Caterina, angustiada.

Eimerich subió las escaleras. Ella atisbó algo en su gesto que la incomodó.

—¿Por qué hemos venido, Eimerich? Sabes como yo que mi padre no ha venido.

El joven recorrió las estancias superiores.

—¡Eimerich! —gritó Caterina furiosa.

Fue tras él y pisó algo que se astilló con un chasquido. En el suelo estaba su bastidor aún con retales sucios del bordado que nunca acabó. Sus ojos se empañaron mientras regresaban los fantasmas de un tiempo que a veces añoraba con nostalgia.

Encontró al criado en el despacho vacío de su padre. En el suelo aún quedaban hojas esparcidas de clams y alegatos con la esmerada caligrafía del reputado micer Nicolau Coblliure. El drama de lo ocurrido era allí más intenso.

—Vámonos —musitó Caterina afligida.

—Una vez me dijiste que tu padre guardaba documentos en una hornacina del zócalo.

—Dijo que no pudo llevárselos cuando lo detuvieron.

—¿Sabes dónde está?

—¿Qué buscas? —le demandó intrigada.

—¡Dímelo! —exigió imperioso, con mirada ardiente.

La joven vaciló. Nunca había visto a Eimerich comportarse así. En silencio señaló los azulejos del fondo con motivos geométricos. Se acercaron y el joven golpeó con los nudillos hasta escuchar un sonido hueco. Ajeno a las quejas de ella, sacó un estilete y presionó en la junta hasta que se escuchó un crujido. Cuatro losetas formaban la puerta de una hornacina. El interior seguía intacto y Eimerich sacó los papeles del interior. Al revisarlos mudó el color de su semblante.

—¿Qué ocurre? —demandó Caterina, que ya sentía el légamo del dolor extendiéndose en su alma.

—Hace tiempo me enseñaste el título de Legum Doctor expedido por la Iglesia a favor de tu padre, tras superar el examen en el Studi General de Lleida, lo que lo alejaba de sospecha, sin embargo verás que fue expedido seis años después del suceso de las larvas en Bolonia —explicó mientras revisaba un extenso documento hallado en la hornacina. Su voz temblaba—. Bajo llave guardaba este certificado de bachiller donde se indica que inició los estudios en Bolonia y relaciona las asignaturas del Quatrivium aprobadas en esa universidad.

—¡Dios mío! —exclamó Caterina mirando los sellos del viejo documento. Sus ojos recorrieron el texto en latín que especificaba el periplo académico del que su padre nunca había hablado.

Eimerich se sorprendió con el siguiente papel.

—¡Entonces era novicio de la Orden de los Predicadores! —La miró asombrado—. ¡Fíjate! Aquí está la carta de renuncia para marcharse de Bolonia a proseguir sus estudios en Lleida.

—¡No puede ser! Mi padre nos lo hubiera dicho. ¿Qué insinúas?

El joven sacó una máscara de cera blanca, idéntica a la que habían visto ya en varias ocasiones. Caterina jadeó aterrada, pero el criado siguió ojeando papeles. Halló varios con el sello del hospital Dels Ignoscents. Era la parte del consilium sobre Gostança redactado por mestre Simón de Calella, desaparecido del hospital de furiosos. Halló además una autorización del mayordomo Dels Ignoscents para acceder a los archivos por ser necesario para un pleito; la fecha era unos días posterior a la muerte de Simón de Calella.

—Es algo habitual —excusó ella, sintiendo la angustia en el pecho—. Mi padre también acudía a las parroquias cuando necesitaba partidas de bautismo o defunción.

—Pero pudo así expurgar el consilium de Gostança y eliminar su rastro.

—¡No sigas, insensato! Mi padre no…

—Eran siete larvas, Caterina, y sólo han muerto seis…

—¡No! —negó ella, y lo abofeteó enfurecida por las acusaciones del criado.

Eimerich no se defendió. La miraba desolado mientras todas las piezas encajaban con una precisión aterradora.

—La siguiente larva de la cadena después de Simón de Calella no era Andreu Bellvent como creíamos, sino Nicolau Coblliure. Él sobrevivió gracias a que se alió con Gostança por alguna razón. Fue sus ojos y oídos desde entonces. Cualquier paso que hemos dado, ella y su otro aliado, Josep de Vesach, lo han sabido sin demora. Cuando me enterró en la tumba de tu madre yo tenía la carta de Andreu, ¿cómo lo supo?

—¡En la posada se la mostraste a mi padre, pero también estaban los médicos!

—Luego Josep interceptó a Irene después de que ella enseñara el breviario en el convento de la Trinitat y ahora han sabido dónde se hallaba el valioso ajuar de Elena.

Caterina retrocedió como si se enfrentara a su peor enemigo.

—¡Estaban delante los médicos, clérigos, Peregrina…! Pudo ser cualquiera. ¡Que mi padre fuera novicio y estudiara en Bolonia unos años no prueba nada!

—Es cierto, pero ¿recuerdas lo que contó Irene sobre el cautiverio de Pere Ramón Dalmau a manos de los turcos?

—¡Claro que lo sé! ¡Llevas dándole vueltas cuatro días! —le gritó fuera de sí.

—Esa es la clave que me ha acercado a la verdad… —Sus ojos brillaron vivos—. Dijo que Miquel Dalmau no tenía fondos suficientes para pagar su rescate. Ninguno de los que has mencionado pudo financiar esa cantidad salvo micer Nicolau Coblliure, abogado de las familias más pudientes de Valencia y de tu amante Don Felipe… —Le tendió uno de los documentos que había repasado y que había apartado a propósito—. Aquí está el pago entregado a los hermanos mercedarios que organizaron el rescate del cautivo. Quince mil florines. El resto de lo hallado sólo refrenda mi sospecha.

Caterina tomó el papel, que tembló en sus manos. Su alma se desgarró.

—¿Por qué? —musitó.

En ese momento escucharon la voz de Guillem llamando a su señora. El criado los encontró aún en el despacho. Tenía el rostro demudado.

—Ha llegado a la Casa de la Ciudad sor Isabel de Villena. ¡Gostança ha escapado del convento llevándose como rehén a la pequeña María de Aragón!

—¿La hija del rey?

El criado asintió. Se sabía que allí se criaba una de las infantas ilegítimas del rey don Fernando, acogida por su amistad con la abadesa. Tenía entonces diez años.

—¿Cómo ha ocurrido? —demandó Caterina. El pecho le iba a estallar.

—Mi señora, ha sido vuestro padre… —La miró desolado—. Ha ocurrido una desgracia…

La llama de la sabiduría
titlepage.xhtml
part0000_split_000.html
part0000_split_001.html
part0001.html
part0002.html
part0003.html
part0004.html
part0005.html
part0006.html
part0007.html
part0008.html
part0009.html
part0010.html
part0011.html
part0012.html
part0013.html
part0014.html
part0015.html
part0016.html
part0017.html
part0018.html
part0019.html
part0020.html
part0021.html
part0022.html
part0023.html
part0024.html
part0025.html
part0026.html
part0027.html
part0028.html
part0029.html
part0030.html
part0031.html
part0032.html
part0033.html
part0034.html
part0035.html
part0036.html
part0037.html
part0038.html
part0039.html
part0040.html
part0041.html
part0042.html
part0043.html
part0044.html
part0045.html
part0046.html
part0047.html
part0048.html
part0049.html
part0050.html
part0051.html
part0052.html
part0053.html
part0054.html
part0055.html
part0056.html
part0057.html
part0058.html
part0059.html
part0060.html
part0061.html
part0062.html
part0063.html
part0064.html
part0065.html
part0066.html
part0067.html
part0068.html
part0069.html
part0070.html
part0071.html
part0072.html
part0073.html
part0074.html
part0075.html
part0076.html
part0077.html
part0078.html
part0079.html
part0080.html
part0081.html
part0082.html
part0083.html
part0084.html
part0085.html
part0086.html
part0087.html
part0088.html
part0089.html
part0090.html
part0091.html
part0092.html
part0093.html
part0094.html
part0095.html
part0096.html
part0097.html
part0098_split_000.html
part0098_split_001.html
part0098_split_002.html
part0098_split_003.html
part0098_split_004.html
part0098_split_005.html
part0098_split_006.html
part0098_split_007.html
part0098_split_008.html
part0098_split_009.html
part0099.html
part0100.html
part0101.html