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El franciscano fray Ramón Solivella celebró misa en la atestada capilla del hospital a las siete de la mañana, como era costumbre. Junto a Irene estaban Caterina, micer Nicolau, que había acudido desde su posada antes del amanecer, todos los médicos, Peregrina, los criados y los enfermos que no lo eran de peste. El silencio, sólo quebrado por las letanías del sacerdote, denotaba miedo y pensamientos errantes.

Varios pacientes se habían marchado durante la noche, pero casi cuarenta almas ocupaban En Sorell, de los que una docena eran moribundos. Irene sentía en las miradas oleadas de gratitud y compasión al acompañarla en su profunda angustia.

En la plaza de En Borràs sonó el cornetín del pregón; aun así, nadie se movió hasta que fray Ramón terminó la celebración. Irene lucía un traje de terciopelo encarnado de Caterina. Se había lavado bien y cepillado el pelo, que casi le llegaba hasta la cintura. Su aspecto, deslumbrante a pesar de las ojeras, cautivó a los presentes y exaltó más los ánimos ante la injusticia.

Cuando se oyeron los secos golpes en el portón la joven asintió. En la puerta de la recepción Hug la miró impresionado, pero no dijo nada. Irene abrazó a sus fieles criados y a sus amigos en silencio. Nemo no disimulaba las lágrimas cuando desatrancó la recia puerta y abrió las dos hojas bajo el arco carpanel.

La pequeña plaza estaba atestada de curiosos que murmuraban disgustados. En el centro, una docena de soldados con las armas envainadas rodeaban al lloctinent Josep de Vesach subido a su montura. A su lado un ujier sostenía el pendón del justicia criminal, con las barras rojas sobre campo de oro y el Ángel Custodio de Valencia. A Irene la afectó la imagen de autoridad que irradiaba. Sólo uno de los seis jurados se hallaba presente, con su gramalla encarnada y su bonete, junto a dos notarios y varios oficiales, pero no parecía dispuesto a intervenir; tampoco el alguacil del gobernador, que observaba atento; era un asunto del municipio y quedaba fuera de su jurisdicción real.

—Irene Bellvent, viuda del ciutadà Hug Gallach —comenzó el pregonero mirándola con compasión—. Se os acusa de estar en posesión de un libro plagado de herejías y de propagarlas entre los acogidos con falsa piedad en este hospital. Se os conmina a entregaros para determinar si la causa es delito foral o competencia del tribunal del Santo Oficio.

Se alzaron protestas en la plaza y desde las ventanas superiores de En Sorell. La tensión crecía mientras Irene permanecía inmóvil en la puerta, con la frente erguida.

—En el resto de los hospitales se hacinan nobles, honrats y maestros artesanos víctimas de la pestilencia —dijo ella en voz alta. La muchedumbre enmudeció ante las palabras de la tenaz Bellvent—. ¿Adónde llevaréis a los mendigos, a las pecadrius, a las viudas y a los que han perdido a su familia? ¿Los acogeréis en vuestra casa, lloctinent?

Estalló una ovación que se extendió a las calles adyacentes. Valencia reconocía la labor de Irene en aquella tragedia común. Josep de Vesach blasfemó entre dientes, consciente del disgusto que reinaba entre el gentío, pero no iba a permitir una nueva humillación pública. Él era quien lucía la espada al cinto.

—Acabemos con esto. ¡Prendedla!

Irene dio un paso al frente y los soldados la rodearon. Entonces, como una ola, arribó un griterío de pánico y sorpresa desde el callejón del Ángel. El caballo de Josep se encabritó y sus hombres retrocedieron mientras una veintena de individuos malcarados se abrían paso a empujones hasta la plaza, agitando espadas melladas y clavas. Sin decir una palabra rodearon a la joven, que estaba desconcertada.

—¡Lleváosla ahora! —rugió burlón Altan al tiempo que regalaba una sonrisa a Irene. Su aro de oro destellaba bajo el sol.

Ella lo miró pasmada. Eran esbirros de Arlot, hombretones rudos, agresivos, acostumbrados a los tumultos. El rufián se había implicado. Cruzaron insultos con los guardias y algunos se enzarzaron en una pelea a puñetazos. Las espadas abandonaron las vainas.

—¿Esta escoria es la clase de aliados que os buscáis, Irene? —clamó Josep, furioso—. ¡Con razón Dios nos castiga!

La muchedumbre se dividió entre los partidarios de En Sorell y los vencidos por el terror supersticioso. Comenzaron los escarceos violentos y algunos curiosos huyeron. En la plaza, los dos bandos armados podían ocasionar una masacre. Irene, angustiada, intentó serenar los ánimos, pero ninguno de aquellos hombres parecía dispuesto a ceder.

—¡No deseo que nadie muerta! —gritó con lágrimas en los ojos, impotente.

De pronto el tumulto se fue acallando. Por la calle de En Borràs surgió una cruz de plata que avanzaba entre cánticos; tras ella iba una procesión de franciscanos, los beguinos que regentaban el orfanato y unos pocos predicadores encabezados por Edwin de Brünn, pero sin el estandarte del Santo Oficio. Fray Ramón se situó junto a los suyos con orgullo y efectuó una reverencia a la desconcertada Irene.

La aparición de clérigos enfureció aún más al lloctinent. Miró con odio al único jurado presente, que se refugiaba bajo un portal tratando de pasar desapercibido.

Caterina se situó al lado de Irene cubriéndose con la mano la herida de la ingle, soportando el dolor altanera. Micer Nicolau la miró espantado; ya no podía influir en su indómita hija.

—Dado que son posturas irreconciliables —dijo Caterina, enfática—, evitemos un baño de sangre sometiendo la cuestión a un tercero, imparcial y con juicio.

Josep no había previsto que incluso parte del clero se pusiera en su contra y miró a la hija del jurista con interés; podía ser una manera de salir airoso del trance.

—¿Qué proponéis?

—Presentar la cuestión al rey. —Se volvió hacia su padre y señaló a los notarios, que se hallaban junto al jurado—. Que se redacte un informe de la situación y que don Fernando dirima. Sin duda será justo con sus súbditos valencianos.

Un rumor se extendió debatiendo la propuesta. Caterina prosiguió:

—Usando las postas reales, el correo estaría en Baza mañana al atardecer y regresaría con la respuesta al cuarto día. El hospital seguirá abierto y necesita a su spitalera, pero ésta se comprometerá a no huir de la ciudad y vuestros hombres la vigilarán.

Josep descabalgó y se acercó al timorato jurado. Caterina rogó a su padre que interviniera como abogado del hospital ante los notarios y los oficiales. Al momento el lloctinent manifestó su aprobación con un lacónico asentimiento y los vítores resonaron en la barriada.

Mientras los prohombres se dirigían a la Casa de la Ciudad para preparar el documento, Irene, aún temblando, tomó por el codo a la sonriente Caterina.

—¿Cómo se te ha ocurrido? —preguntó desconcertada.

—Eres la protegida de la condesa de Quirra, amiga de su majestad, y salvaste de la muerte al apuesto capitán don Gonzalo Fernández de Córdoba. —Le guiñó un ojo—. Ése es mi trabajo, Irene: jamás hay que jugársela al azar… ¿Cómo crees que los Borja están en la cima de la Iglesia?

La joven la vio alejarse fascinada. A pesar del paso renqueante por la herida, su amiga irradiaba un influjo seductor a su paso. Dio gracias a Dios por mandarle tan fabulosos aliados.

Caterina se acercó a Eimerich, que miraba hacia la plaza apoyado en el vano de la puerta. El gesto pensativo del joven la intrigó.

—¿Qué ocurre? —demandó, esperando un halago por lo que había hecho.

—Está aquí, Caterina —musitó con la mirada clavada en la plaza. Allí seguían fray Ramón, Edwin, los médicos del hospital y los criados—. Hay un traidor entre nosotros, lo sé, y está cerca. Pensaba en Peregrina, pues ya traicionó a Elena una vez y oculta secretos. Sin embargo, ya no sé qué pensar. En la historia de Hug hay algo muy singular…

—¿Todavía te preocupa eso? Al menos Gostança ha caído.

Eimerich la miró gravemente y se volvió hacia el patio.

—Quien sea se mostrará cuando descubramos lo que aún esconde el hospital…

La llama de la sabiduría
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