5
Aquella noche, en el coche, mientras iba con Milo a visitar a Philip Seacrest, murmuré:
—Kenneth Storm.
—Fea escena, ¿no?
—¿Sabes si Storm llegó a hacer el traslado de matrícula a la Universidad de Palms?
—No, no lo sé. ¿Por qué?
—¿Y si no lo aceptaron? ¿Y si se matriculó pero lo suspendieron? Sólo le quedarían malos recuerdos del asunto, y culparía de ello al comité. Y eso supondría que los otros dos miembros del comité también están en peligro. Aunque vengarse de todos los miembros podría hacer que el motivo resultase demasiado evidente. Si yo necesitase una víctima para mi venganza, escogería sin duda a la persona responsable del comité.
Milo asintió con la cabeza.
—Y esa, sin duda, fue Hope. Y su lugarteniente era el estudiante graduado, Locking. Está claro que la apoyaba al ciento por ciento. El tercer miembro, la profesora Steinberger, no dijo gran cosa, y en la tercera sesión ni siquiera estuvo presente.
—Tal vez se desilusionó —dije—. Probablemente Casey Locking no pudo darse ese lujo. El muchacho estudia psicología y no me sorprendería que Hope fuera su supervisora o algo parecido.
—La tercera sesión fue la única en la que la chica aseguró haber sido violada. ¿Por qué crees que Hope le pidió a ese estudiante de arte dramático, Muscadine, que se hiciera la prueba del sida?
—Quizá estuviera convencida de que él la había violado, se daba cuenta de que no existían pruebas para una causa criminal y decidió hacer lo que estuviera en su mano por la víctima. La muchacha, Tessa, también se hizo el análisis, así que no cabe duda de que estaba preocupada.
—Es raro —dijo Milo—. Menuda historia. Y la prensa nunca se enteró del asunto. —Se detuvo ante un semáforo en rojo en el cruce con Sunset y se quedó mirando al tráfico.
—Pero Seacrest sigue gustándote más como sospechoso que Kenneth Storm.
—Es posible que tengas razón. Quinientos mil dólares son un gran motivo. Y Seacrest posee la inteligencia suficiente, y además tuvo oportunidad de envenenar a la perra. Admito que, de los tres estudiantes, Storm es el más sospechoso, pero sólo tiene diecinueve años y, a juzgar por su expediente académico, no es ninguna lumbrera. ¿Te parece que la orquestada distribución de heridas puede ser cosa de un malhablado muchacho con malas pulgas? Cincuenta cuchilladas serían más propias de él. O le hubiera destrozado la cabeza. Además, Storm encontró la forma de desahogar su ira. Se vengó por mediación del abogado de papá.
—Por eso pregunté si sigue en la universidad. Quizá ni el desahogo ni la venganza le resultaran satisfactorios. Y no olvides las huellas de bicicleta.
—Un muchacho con una de esas bicis de diez marchas.
El semáforo se puso en verde y Milo giró hacia el este, condujo lentamente hasta que el tráfico se hizo menos denso, y luego dobló a la derecha, hacia el sur del bulevar. Estábamos cerca de la calle del crimen. Teniendo en cuenta las enormes distancias de Los Angeles, Hope había sido mi vecina. Probablemente, a Robin también se le había ocurrido aquella idea.
Cruzamos la fría, oscura y exclusiva zona de Holmby Hills, pasando ante altos muros y viejos árboles. Pequeños y hostiles letreros nos recordaban la existencia en la zona de vigilantes armados. Seguimos hacia el sur y, al entrar en la parte residencial de Westwood, las grandes mansiones se convirtieron en chalets.
—Seguiré investigando a Storm hijo —dijo Milo—. Y no sólo a él: a los tres que formaban el comité. Muchas personas que consideran que lo del comité ya es agua pasada van a agarrar un buen cabreo.
Permanecimos un rato en el coche estacionado bajo un gran olmo, hablando del asesinato y de otras cosas, hasta que nos hundimos en la frialdad del silencio. Tras las cortinas de las ventanas, iluminadas por una luz ambarina, no se percibía movimiento alguno. Ni la más leve señal de vida.
—¿Listo para conocer al viudo?
—Me fascina la idea.
—Sí, Seacrest es fascinante.
Cuando nos disponíamos a apeamos, unos faros nos iluminaron y un coche se detuvo frente a la casa Devane/Seacrest, se metió por la rampa de acceso y estacionó detrás del Volvo.
Mustang rojo.
—Ya ves —dije—. Resulta que el viudo sí sale de casa. Ha ido a dar una vuelta en el coche deportivo.
—En el coche deportivo de su esposa. —Milo, con los labios fruncidos, miraba fijamente a través del parabrisas.
Los faros se apagaron y un hombre se apeó del Mustang rojo y fue hasta la puerta principal.
—No es el viudo. Seacrest es más alto.
El hombre llamó al timbre. Estaba demasiado oscuro para percibir los detalles, pero el recién llegado era bajo —menos de uno setenta— y llevaba una especie de largo gabán. Permanecía de espaldas a nosotros, con las manos en los bolsillos.
En el piso bajo de la casa se encendió una luz y la puerta se abrió parcialmente. El visitante pasó al interior.
—¿Un amigo? —pregunté—. ¿Alguien a quien Seacrest le prestó el coche?
—Bueno, si es tan hospitalario, digo yo que nos recibirá bien.
Seacrest tardó bastante más en responder a nuestro timbrazo. Al fin, al otro lado de la puerta sonó un:
—¿Quién es?
—El detective Sturgis, profesor.
De nuevo la puerta se abrió parcialmente. Philip Seacrest era, sin duda, más alto que el tipo del gabán. Se acercaba al metro noventa de Milo, aunque pesaba treinta kilos menos. Era estrecho de hombros y su rostro, enjuto y cuadrado, parecía macilento a causa de la hirsuta barba gris. Su nariz era pequeña y ancha, y quizá se la hubiera roto alguna vez. Su cabello, gris y revuelto, lo llevaba largo por encima de las orejas y era escaso en la parte de la coronilla. Llevaba una camisa a cuadros grises y verdes, pantalones grises que en tiempo fueron costosos y que ahora tenían brillos en las rodillas, y zapatillas de fieltro de estar por casa.
Un detalle incongruente: en el antebrazo izquierdo tenía tatuada una pequeña ancla azul pálido toscamente realizada. Probablemente, era un recuerdo de la Marina. Yo sabía que el tipo tenía cincuenta y cinco años, pero parecía mayor. Quizá fuera por su reciente viudez. O por unos genes de mala calidad. O por tener que ir todos los días al mismo sitio a hacer las mismas cosas sin el menor interés.
—Detective. —El hombre se apoyó en el quicio de la puerta. Voz queda, poco más que un susurro. Si las clases las daba así, en las filas de atrás no debían de enterarse de nada.
Tras él alcancé a ver muebles viejos y feos, papel de pared con motivos florales, un reloj de pie en el hueco de la angosta escalera. Una pequeña araña de bronce. Percibí el poco apetitoso olor de comida cocinada en microondas.
En la pared de frente a la puerta, la convexa lente de un espejo colonial nos miraba como un gigantesco ojo. El conductor del Mustang brillaba por su ausencia.
—Profesor —dijo Milo.
Los ojos de Seacrest eran grandes, pardos y bastante más oscuros que los de su difunta esposa. Su mirada era débil, casi infantil.
—¿En qué puedo servirle, señor Sturgis?
—¿Interrumpimos algo?
El hecho de que mi amigo hablase en plural hizo que Seacrest se fijase en mí, aunque no por mucho tiempo.
—No.
—¿Podemos pasar?
Seacrest vaciló por un instante.
—Sí, claro. —Lo dijo en voz más alta. ¿Para advertir a su otro visitante? Permaneció en el umbral unos segundos y luego se hizo a un lado.
Eludía nuestras miradas. Yo ya estaba advirtiendo en él la evasiva actitud que había hecho recelar a Milo.
Luego nos miró. Pero no con afecto.
En ocasiones los policías y los familiares de las víctimas sintonizan bien, pero aquel no era el caso. Muy al contrario. La frialdad se masticaba.
Quizá se debiera a que a Seacrest no le gustaban las visitas por sorpresa.
O tal vez fuera porque desde el principio lo habían tratado como a un sospechoso.
Quizá se lo mereciera.
Permaneció en el recibidor, humedeciéndose los labios y tocándose la nuez. Luego miró por encima del hombro, hacia la escalera. ¿Estaría arriba el tipo de baja estatura?
Milo se le aproximó y Seacrest retrocedió un paso que lo acercó más al espejo convexo. El hombre se convirtió en un borrón grisáceo en el plateado cristal.
—Bueno, ¿qué puedo hacer por usted? —repitió.
—Venimos en visita de rutina —dijo Milo.
—¿Han descubierto algo nuevo?
—Me temo que no.
Seacrest asintió con la cabeza, como si la descorazonadora noticia fuera de esperar.
Estudié la casa. El recibidor era modesto. Tenía el suelo recubierto de baldosas de vinilo que simulaban mármol blanco. La escalera tenía una alfombra de desvaído color verde.
Sala de estar a la derecha, comedor a la izquierda. Más muebles que no tenían bastantes años ni suficiente calidad para ser antigüedades. Seacrest había heredado la casa de sus padres. Probablemente, aquellos eran los objetos entre los que había crecido. Sobre la moqueta marrón había unas alfombras que no hacían juego. Más allá de las escaleras se veía una pequeña habitación llena de libros y con paneles de pino en las paredes. En los suelos también había libros. Un sofá con tapicería a cuadros. El reloj de pie estaba parado y su péndulo colgaba inmóvil.
En el segundo piso sonaron pasos.
—Uno de los estudiantes de Hope —dijo Seacrest, acariciándose la barba—. Ha venido a recoger unos papeles del trabajo de investigación que estaba haciendo con Hope. Al fin reuní ánimos para ordenar las cosas de mi esposa que la policía revolvió, y volví a ponerlo todo en su lugar. Los dos primeros detectives pusieron el estudio patas arriba… Un momentito.
Subió hasta la mitad de las escaleras.
—¿Te falta mucho? —preguntó en voz alta—. Ha venido la policía.
—¿Unos papeles de trabajo? —preguntó Milo—. ¿Eran del chico?
—Trabajaban juntos. Eso es lo normal después del doctorado.
—¿Cuántos alumnos tenía su esposa? —pregunté.
—Creo que no muchos.
—¿A causa del libro? —quiso saber Milo.
—¿Perdón?
—No disponía de tiempo.
—Supongo que no. Pero también se debía a que Hope era muy particular. —Seacrest miró hacia la escalera—. Todo continúa revuelto. Muchas veces, Hope parecía actuar de modo… casi caótico. Lo cual no quiere decir que no tuviese la cabeza bien organizada. La tenía. Excepcionalmente. Era uno de sus múltiples talentos. Quizá fuera por eso.
—¿El qué, profesor?
Seacrest indicó las escaleras como si señalase una pizarra.
—Lo que quiero decir es que siempre me pregunté si el motivo de que pudiera trabajar en medio del desorden era que por dentro estaba tan maravillosamente organizada que no necesitaba orden externo. Incluso en su época de estudiante, trabajaba con la radio y la televisión puestas. Eso era algo que a mí no me cabía en la cabeza. Yo necesito silencio absoluto. —Lanzó un suspiro—. Ella tenía mucho más talento que yo. —Sus ojos se humedecieron.
—Pues esta noche no parece que disfrute usted de demasiada soledad —dijo Milo.
Seacrest trató de sonreír, pero los labios no terminaron de responderle y su sonrisa resultó mecánica, ambigua.
—Así que no hay nada nuevo —dijo—. Ojalá a mí se me hubiera ocurrido alguna idea; pero no. La locura es la locura. Algo profundamente banal.
—Ya bajo —dijo una voz desde arriba.
En las escaleras apareció el visitante, con una caja de cartón entre las manos.
El hombre representaba veintitantos años. Tenía el pelo largo y liso y echado para atrás. Su rostro era tan anguloso que, por comparación, el de James Dean resultaba mofletudo. Tenía los labios gruesos, las mejillas hundidas, la piel tersa y las cejas negras y muy pobladas. El largo gabán era en realidad una trinchera negra de cuero, y bajo ella asomaban las perneras de unos vaqueros. Botas negras de suela gruesa y grandes hebillas cromadas.
El muchacho parpadeó. Largas pestañas oscuras sobre ojos azul intenso. El piso de arriba era la zona de dormitorios. Se me ocurrió que Seacrest tal vez le hubiese hablado para ponerlo sobre aviso de nuestra presencia, y me pregunté si el chico habría ido a recoger algo más que material de trabajo.
Conducir el coche de Hope era todo un privilegio para concedérselo a un antiguo estudiante de su esposa. Pero si se trataba de un nuevo amigo…
Miré a Milo, que permanecía impasible.
El joven llegó al pie de las escaleras sosteniendo la caja ante sí como si fuera a hacer entrega de una ofrenda. En un costado había claramente escrito con rotulador: ESTUDIO AUTOCONTROL, CAJA 4, PRELIM. Bajó la caja. Sus entreabiertas tapas dejaron ver el contenido: hojas impresas de ordenador.
Sus manos eran largas y finas. En el índice derecho llevaba un gran anillo de plata con una calavera en cuyas cuencas relucían unos cristales rojos. Era el tipo de objeto que puede encontrarse en cualquier tenderete de Hollywood Boulevard.
—Hola, soy Casey Locking. —Su voz era suave y fluida, tranquila, como la del locutor de un programa de radio nocturno.
Milo se identificó.
Locking dijo:
—Tras el asesinato, ya me interrogaron los otros dos detectives.
Milo apretó la mandíbula. En el informe de Paz y Fellows no se hacía mención de ello.
—¿Lograron ustedes averiguar algo? —preguntó Locking.
—Todavía no.
—Ella era una gran maestra y una extraordinaria persona.
Seacrest lanzó un suspiro.
—Dispense, profesor —dijo Locking.
—Su nombre me suena —dijo Milo—. Ah, sí. Formó usted parte del Comité de Comportamiento, ¿no?
Las negras y pobladas cejas de Locking se fruncieron hasta formar una sola línea.
—Sí, en efecto.
Seacrest los miró con súbito interés.
Locking tiró de una de las solapas de su trinchera, y por el hueco asomó el blanco algodón de una camiseta.
—¿No pensará usted que el comité tuvo algo que ver con… lo sucedido?
—¿A usted no le parece posible?
Locking movió nerviosamente los dedos.
—¡Cristo!, nunca me lo había planteado.
—¿Por qué no?
—Supongo que… bueno, a mí todos aquellos tipos me parecían unos perfectos cobardes.
—Yo diría que el asesinato de la profesora Devane fue un acto muy cobarde.
Traté de estudiar a Seacrest sin que él lo advirtiera. El hombre seguía con la mirada en el suelo y los brazos a los costados.
—Sí, supongo que es verdad —dijo Locking—. Usted es el detective, claro; pero… No sé si lo sabe; pero el decano tomó oficialmente la decisión de declarar confidencial todo lo referente al comité, así que no puedo hablar acerca de ello.
—Las cosas han cambiado —dijo Milo.
—Sí, claro, supongo que sí. Pero en realidad, no tengo nada que añadir. —Locking recogió la caja—. Buena suerte.
Milo se acercó al muchacho. La estatura y el volumen de mi amigo suelen hacer que la gente retroceda ante él. Locking no lo hizo.
—Así que trabajaba usted con la profesora Devane.
—Sí, ella era la tutora de mi tesis. Parte del trabajo lo hacíamos juntos.
—¿Ha encontrado ya un nuevo tutor?
—No, aún no.
—¿La profesora Devane supervisaba a otros estudiantes?
—Aparte de mí, sólo a otro.
—¿Cómo se llama el otro?
—Mary Ann Gonsalvez. Lleva un año en Inglaterra. —Locking se volvió hacia el dueño de la casa—. El coche está bien, profesor Seacrest. Lo único que necesitaba era un cambio de aceite y un filtro de aire nuevo. He dejado las llaves arriba.
—Gracias, Casey.
Locking fue hasta la puerta, soltó una mano para abrirla, manteniendo la caja apretada contra el pecho.
Milo comentó:
—Bonito anillo.
Locking se detuvo y lanzó una profunda y sonora risa abdominal.
—Ah, sí. Es bastante hortera, ¿no? Me lo regalaron. En realidad no sé por qué lo llevo.