32

—No es ningún delito —repitió Philip Seacrest.

Por su tono, podría haber estado dando clase en un aula, pero Milo no era ningún estudiante.

Una sala de interrogatorios de la Comisaría Oeste de Los Angeles. Aunque había una cámara de vídeo grabando todo lo que ocurría, Milo no dejaba de tomar notas. Yo estaba a solas en el cubículo de observación, con un café frío y unas imágenes congeladas.

—No, no lo es, profesor.

—No aspiro a que usted lo comprenda, pero yo creo que la vida privada de las personas es eso: privada.

Milo dejó de escribir.

—¿Cuándo comenzó la cosa, profesor?

—No sé.

—¿No?

—No fue idea mía… Yo no tenía esas inclinaciones.

—¿Quién las tenía?

—Hope. Casey. Nunca supe quién de los dos empezó.

—¿Cuándo comenzó usted a participar en esos juegos? —preguntó Milo, tomando una de las Polaroid que había sobre la mesa y golpeándola con la punta del índice.

Seacrest apartó la vista. Hacía unos momentos, mi amigo lo había obligado a descubrirse el brazo. Sobre la piel, un ancla tatuada. Ahora el hombre tenía bajada la manga de la camisa y su chaqueta estaba abrochada.

Se acarició la descuidada barba. Su primera reacción al ver las fotos fue de sorpresa y shock. Luego, llorosa resignación, seguida por altivo laconismo. Aunque no estaba arrestado, Milo le preguntó si quería que en el interrogatorio estuviese presente un abogado. Seacrest rechazó secamente la oferta, como si se sintiese insultado por ella. Según el interrogatorio avanzaba, su actitud fue virando más y más hacia la indignación.

—¿Cuándo comenzó usted a participar, profesor?

—Más tarde.

—Más tarde, ¿cuándo?

—¿Cómo voy a saberlo, señor Sturgis? Ya le he dicho que no sé cuándo comenzó la cosa.

—En términos absolutos, ¿cuándo comenzó usted a participar?

—Hace cosa de un año y medio.

—Y Locking llevaba más de tres años estudiando con su esposa, ¿no?

—Sí, creo que sí.

—O sea que tal vez la cosa empezó dos años antes de que usted comenzara a tomar parte en ella.

Sonriendo torcidamente, Seacrest replicó:

—Sí, es posible.

—¿Cómo fue? —quiso saber Milo—. ¿Un buen día se presentaron los dos ante usted y le dijeron: «Mira, de pronto nos ha dado por el sometimiento y la disciplina? ¿Quieres participar en nuestros jueguecitos?»

Seacrest enrojeció, pero su voz permaneció inalterable.

—No creo que usted lo entienda.

—Probemos.

Seacrest meneó la cabeza y movió lateralmente el cuello. La sonrisa de sus labios no se había desvanecido por completo.

—¿Algo le parece divertido, profesor?

—Traerme aquí es una perversidad. Mi esposa fue asesinada y usted se preocupa por estas cosas.

De pronto Milo se echó hacia adelante y clavó la vista en los ojos de Seacrest. Este respingó, pero, inmediatamente, recuperó la compostura y mantuvo la mirada de mi amigo.

—No sólo es una perversidad, sino también algo absurdo e irrelevante.

—Sígame la corriente, profesor. ¿Cómo empezó su participación en esos juegos?

—Pues… Tiene razón al llamarlos juegos, porque eso eran y nada más. Sin embargo, no espero que se muestre usted tolerante con las… divergencias.

Milo sonrió.

—¿Divergencias?

Seacrest no le hizo caso.

—Así que le propusieron divergir con ellos.

—No… Yo… Los sorprendí. Una tarde que tenía clase me sentí indispuesto y me marché a casa.

—¿Y se los encontró a los dos?

—Sí, señor Sturgis.

—¿Dónde?

—En nuestra cama. —Seacrest sonrió—. En nuestro lecho matrimonial.

—Debió de ser toda una sorpresa.

—Eso es decir muy poco.

—¿Cómo reaccionó usted?

Seacrest tardó unos momentos en responder.

—No hice nada.

—¿Nada?

—Exacto, señor Sturgis: nada.

—¿No se sintió furioso?

—Me ha preguntado cómo reaccioné, no cómo me sentí. Y la respuesta es que no hice nada. Di media vuelta y salí de la habitación.

—¿Qué sintió?

Una nueva pausa.

—No sé qué decirle. Furia, no. La furia sólo hubiera empeorado las cosas.

—¿Por qué?

—Porque Hope no reaccionaba bien ante los arranques temperamentales.

—¿Qué quiere decir?

—No los toleraba. De haberme puesto nervioso, la cosa se habría convertido en… en una confrontación.

—Los matrimonios se pelean, profesor. Y me parece que a usted no le faltaban motivos para enfadarse.

—Gracias por su comprensión, señor Sturgis. Sin embargo, Hope y yo jamás peleábamos. Era algo que no iba con su carácter ni con el mío.

—Entonces, ¿qué entiende usted por confrontación?

—Una guerra. De silencio. Interminable, frígida. Lapsos interminables sin una sola palabra. El exilio psicológico. Aunque dijera perdonar, Hope jamás olvidaba. Yo conocía el repertorio de sus emociones como un director de orquesta conoce una partitura. Así que cuando los vi a los dos, conservé la dignidad y, simplemente, hice mutis.

—Y luego, ¿qué?

—Luego… —Seacrest se frotó de nuevo la barba—. Alguien cerró la puerta y supongo que… terminaron lo que estaban haciendo. Sin duda, considera usted mi reacción despreciable. Cobarde. Abyecta. Sin duda, usted cree que, en mi lugar, habría reaccionado de modo distinto. Sin duda, esta noche usted volverá a su casa con su respetable esposa y sus amorosos hijos. Probablemente, vive usted en algún lugar del Valle. Una bonita vida. Tranquila y convencional.

Milo se echó para atrás en la silla y se apretó los labios con un grueso dedo.

Con súbito cansancio, Seacrest se cubrió los ojos con ambas manos, se acarició los párpados y luego las dejó resbalar por las mejillas para posarse al fin sobre las piernas.

—La alternativa, señor Sturgis, era, o unirme a ellos, o…

—¿O qué?

—O perderla. Y ahora la he perdido de todos modos.

Dejó caer los hombros y comenzó sollozar.

Milo aguardó un buen rato antes de decir:

—¿Quiere algo de beber, profesor?

Seacrest negó con la cabeza. Luego alzó la vista y la fijó en las Polaroid.

—¿Podemos acabar con esto? ¿No ha escuchado ya suficientes cosas sobre el enfermizo y divergente mundo de los intelectuales?

—Unas preguntas más, por favor.

Seacrest lanzó un suspiro.

Milo preguntó:

—Al ver a su esposa con Locking, ¿no pensó usted que ya la había perdido?

—Claro que no. Tampoco era la…

—¿La primera vez?

Seacrest encajó las mandíbulas.

—¿Profesor?

—Está ocurriendo exactamente lo que me temía. El buen nombre de Hope será arrastrado por el fango. Me niego a ser cómplice de ello.

—¿Cómplice de qué?

—No quiero desenterrar cosas del pasado de mi esposa.

—¿Y si el pasado fue el causante de su asesinato?

—¿Tiene usted la certeza de que sea así?

—Habiendo muerto Locking, ¿qué cree usted?

No hubo respuesta.

—¿Con cuántos hombres más… jugó su esposa, profesor Seacrest?

—No lo sé.

—Pero sabe que hubo otros.

—No lo sé con certeza, pero ella tenía… los aparatos desde hacía tiempo.

—Al decir aparatos se refiere usted a la máscara, las ligaduras y las prendas de hule y cuero de la talla de su esposa que encontramos en casa de Locking.

Seacrest asintió, abatido.

—¿Usaba su esposa algún otro… aparato?

—Que yo sepa, no.

—¿Nada de látigos?

Seacrest negó desdeñosamente.

—A Hope no le interesaba el dolor, sino…

—¿Qué?

—La contención.

—¿Autocontrol?

Seacrest no respondió.

Milo anotó algo.

—Así que ella tenía los aparatos desde hacía tiempo. ¿Cuánto tiempo?

—Cinco o seis años.

—Desde tres años antes de conocer a Locking.

—Está usted muy bien de aritmética.

—¿Dónde guardaba su esposa los aparatos?

—En su cuarto.

—¿En qué lugar de su cuarto?

—En el armario, dentro de una caja. La encontré de modo accidental, y nunca le dije nada a ella.

—¿Qué más había en la caja?

—Fotos.

—¿De ella?

Seacrest negó casi imperceptiblemente con la cabeza.

—Nuestras. Fotos que nos habíamos hecho. Ella me dijo que las había tirado. Aparentemente, le gustaba mirarlas.

—¿Quién llevó las fotos y los aparatos a casa de Locking?

—Casey.

—¿Cuándo?

—La noche que usted estuvo en mi casa.

—Yo sólo lo vi sacar una caja.

—Volvió más tarde. Poco después de que asesinaran a Hope, yo ya le había pedido que se lo llevase todo. Temía que ocurriera algo exactamente como lo que ha ocurrido.

—¿Por qué Locking no se llevó esas cosas antes?

Seacrest se encogió de hombros.

—Dijo que iba a hacerlo, pero lo fue dejando.

—Volvía a jugar con usted —dijo Milo.

—Supongo que sí. Es un tipo más bien… calculador.

—No le resulta simpático.

—A Hope se lo resultaba, y eso era lo único importante.

—¿Los sentimientos de usted no lo eran?

Con escalofriante sonrisa, Seacrest replicó:

—No, no lo eran en absoluto, señor Sturgis.

—Ya que Locking no se decidía a llevarse los aparatos, ¿por qué no los tiró usted?

—Eran de Hope.

—¿Y…?

—Yo… me consideré obligado a conservarlos.

Se humedeció los labios, apartó la mirada.

—Los aparatos eran de su esposa y, habiendo muerto ella, pasaron a ser de usted. ¿Por qué, entonces, se los confió a Locking?

—Me pareció más seguro —dijo Seacrest—. Pensé que tal vez la policía registrase la habitación de Hope.

—Si no entiendo mal —dijo Milo—, no deseaba usted enfangar el nombre de Hope, pero conservó un par de centenares de fotos.

—Las escondí en mi despacho de la universidad —dijo él—. Aunque fue una precaución innecesaria. Los dos primeros detectives ni siquiera se molestaron en registrar la habitación de mi esposa. Y, en realidad, usted tampoco lo hizo.

—Así que primero se los llevó usted a la universidad, y después los devolvió a su casa.

—Exacto.

—Luego esperó a que Casey Locking fuera a recogerlos. Pero… ¿para qué le servían a usted las fotos?

Seacrest respingó.

—¿Para qué me iban a servir?

—Eso es lo que le pregunto. Lo único que sé es que las guardó en vez de destruirlas. Lo cual parece indicar que las quería usted para algo.

Seacrest volvió a mover el cuello y luego abrió y cerró las manos.

—Tenga en cuenta, señor Sturgis, que esas eran las únicas fotos que tenía de ella, excepción hecha de la que aparecía en la sobrecubierta de su libro. Hope odiaba las cámaras. Odiaba que la retratasen.

—Salvo así —dijo Milo, señalando las Polaroid.

Seacrest asintió.

—O sea que, para usted, eran recuerdos.

Seacrest encajó las mandíbulas.

—Y, sin embargo, dejó que Locking se las llevase.

—Yo… me guardé algunas.

—¿Dónde las tiene?

—En casa.

—¿Escogió sus fotos favoritas o simplemente metió la mano en la caja y sacó unas cuantas al azar?

Seacrest se puso bruscamente en pie.

—Esto se acabó —dijo.

Milo se encogió de hombros.

—Muy bien. Tendré que conseguir la información por otros medios. Preguntaré en los clubes de disciplina y sumisión, a ver si alguien conocía a su esposa. Si así no consigo nada, acudiré a la prensa, a ver qué pasa.

Seacrest agitó un dedo en su dirección.

—¡Es usted…! —Sus manos se convirtieron en puños—. Me dijo que si venía a hablar con usted, a cambio se mostraría discreto.

—Dije que me mostraría discreto si usted colaboraba.

—Eso es exactamente lo que estoy haciendo.

—¿Lo cree de veras?

Seacrest enrojeció vivamente, como ya le había visto hacer en su despacho. Su respiración se aceleró, hasta que al fin el hombre cerró los ojos y pareció concentrarse en devolverla a su ritmo normal.

—¿Qué más quiere? —preguntó al fin—. Ya le he dicho un montón de veces que todo esto no tiene nada que ver con el asesinato de Hope.

—Eso opina usted, profesor.

—¡Yo la conocía! ¡Mejor que nadie! Ella no iba a clubes de disciplina y sumisión. Nunca hubiera hecho algo tan…

—¿Plebeyo?

—Vulgar. Y deje de mirar las fotos cada vez que digo algo en favor de mi esposa. Esas fotos eran privadas.

—Y los juegos también eran privados.

—¡Sí! —Seacrest avanzó hasta la mesa y de un manotazo tiró al suelo casi todas las fotos. Luego se volvió hacia Milo y quedó mirándolo con los brazos en jarra.

Milo le dirigió una breve mirada y anotó algo.

Una de las fotos había quedado cerca de los pies de Seacrest. Este la pisó y luego removió el pie.

—Privados —dijo Milo con voz suave—. Hope, Locking y usted.

—Exacto. No hicimos nada ilegal, ¡absolutamente nada! Ninguno de los dos la mató.

Pensé que Milo iba a seguir por ese camino, pero en vez de ello, dijo:

—¿Da usted por terminada esta entrevista, señor?

—Si me quedo, ¿me promete que no ensuciará el buen nombre de Hope?

—No le prometo nada, profesor. Pero si coopera, haré todo lo posible.

—La primera vez que nos vimos, me dijo usted que los dos estábamos en el mismo bando. ¡Qué ironía!

—Demuéstreme que los dos queremos lo mismo, profesor.

—¿A qué se refiere?

—Yo pretendo detener al asesino de su esposa. ¿Qué pretende usted?

Seacrest pareció a punto de incorporarse de nuevo. Se contuvo a duras penas. Todo el cuerpo le temblaba.

—¡Si encontrase al asesino, lo mataría! Estoy sumamente bien versado en instrumentos de tortura medievales, y le aseguro que sabría darle su merecido.

—¿Lo pondría en la rueda?

—No puede usted ni imaginar lo que le haría.

—Seacrest se puso una mano en la muñeca, como para apaciguarse el pulso.

—¿Se le ocurre quién pudo matar a Locking?

—No.

—¿Ninguna teoría?

Seacrest meneó la cabeza.

—La verdad es que nunca conocí bien a Casey.

—Sólo eran compañeros de juegos.

—Exacto.

—La noche que fui por su casa, él le devolvió el coche de su esposa.

—Sí.

—¿Locking le estaba echando una mano?

—Sí.

—¿Aunque usted no lo conocía apenas?

—Hope lo conocía.

—Así que el chico se merecía llevarse el coche.

—Sí. Yo le estaba agradecido.

—¿Por qué?

—Por el placer que le dio a Hope.

—Aquella noche Locking lo trató a usted de modo muy formal, llamándolo profesor Seacrest. Intentó hacer ver que entre ustedes no existía una relación personal.

—Y, realmente, no existía.

Milo tomó una de las fotos que seguían sobre la mesa y la estudió detenidamente.

Seacrest dijo:

—La relación no era entre Casey y yo, señor Sturgis. Ambas relaciones giraban en torno a Hope. Y todo lo demás también. Ella era el… nexo.

—Un sol, dos lunas —dijo Milo.

Seacrest sonrió.

—Bien expresado. Sí: podría decirse que los dos estábamos en su órbita.

—¿Quién más estaba en esa órbita?

—Que yo sepa, nadie más.

—No había otros juegos.

—Ella no me dijo que los hubiera.

—De haberlos habido, ¿se lo habría dicho ella?

—Creo que sí.

—¿Por qué?

—Hope actuaba abiertamente.

—¿En todo?

—Ya ha visto las fotos. ¿Qué más abiertamente se puede actuar? —Seacrest hizo un gesto de desagrado.

Milo señaló la silla a Seacrest con un movimiento de mano.

—Prefiero seguir de pie, señor Sturgis.

Sonriendo, Milo se levantó, se puso de rodillas y comenzó a recoger las fotos del suelo.

—Era un juego con tres participantes, y dos de ellos han muerto. ¿No se siente usted amenazado?

—Sí, supongo.

—¿Supone?

—No suelo pensar en mí mismo.

—¿No?

Seacrest meneó la cabeza.

—No le doy demasiado valor a mi propia vida.

—Eso parece muy deprimente, señor.

—Estoy deprimido. Mucho.

—Alguien podría pensar que tenía usted motivos para matarlos a los dos.

—¿A qué motivos se refiere?

—A los celos.

—¿Entonces para qué iba a dejar las fotos cerca del cadáver de Casey? ¿Para incriminarme?

Milo no contestó.

—Desperdicia usted su tiempo y el mío, señor Sturgis. Yo amé a mi esposa de un modo en que pocas mujeres son amadas. Yo me rebajé en honor suyo. Perderla a ella ha significado para mí perder la alegría. Apreciaba a Casey porque él contribuyó a hacerla feliz. Aparte de eso, el chico no significaba nada para mí.

—¿Cuál era su alegría?

—Hope. —Seacrest se alisó las solapas de la chaqueta—. Seamos lógicos: Casey murió de un disparo y las pruebas que ustedes me han hecho demuestran que yo no he disparado ningún arma recientemente. Lo cierto es que no he tocado un arma desde que me licencié del ejército. Y a la hora en que mataron a Casey, yo estaba en casa.

—Leyendo.

—¿Quiere que le diga el título del libro?

—¿Algo romántico?

El paraíso perdido, de Milton.

—El pecado original.

—Interprételo usted como le plazca y, si necesita ayuda para ello, pídasela a Delaware. ¿Puedo irme ya, señor Sturgis? Prometo no salir de la ciudad. Si no me cree, hágame vigilar por la policía.

—¿No desea usted añadir nada?

—Nada.

—Muy bien —dijo Milo—. Como quiera.

Seacrest se dirigió con tembloroso paso a la puerta que conducía a la sala de observación y, al tratar de abrirla, la encontró cerrada.

—Por esa —dijo Milo, señalando la otra puerta.

Seacrest se irguió y tomó la dirección debida.

Milo amontonó la colección de fotos.

—Lo de haber estado leyendo en casa no es una gran coartada, profesor.

—Nunca imaginé que fuese a necesitar una coartada.

—Hablaremos más adelante, profesor.

—Espero que no. —Seacrest fue hasta la puerta y al llegar a ella se detuvo—. No espero que usted me crea, pero Hope en ningún momento fue forzada ni oprimida. Muy al contrario. Fue ella quien estableció las normas, y quien tuvo siempre el control de la situación. Le encantaba poder someterse sin temor, y su placer era el mío. Admito que, al principio, me sentí repelido; pero uno aprende. Hope me enseñó.

—Le enseñó, ¿a qué?

—A confiar. De eso se trataba, señor Sturgis. De la confianza total. Piense usted en ello: ¿confiaría su esposa en usted del modo en que la mía confió en mí?

Milo escondió una sonrisa con una de sus grandes manazas. Seacrest siguió:

—Comprendo que es inútil pedirle que no muestre usted esas fotos a nadie; pero, a pesar de todo, se lo pido.

—Ya se lo he dicho, profesor: si no tienen relación con el asesinato, no hay motivo para hacerlas públicas.

—No la tienen. Formaban parte de su vida, no de su muerte.