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Mucho de lo relacionado con la industria cinematográfica es insípido, anodino, amorfo. El estudio de casting era así.

Se trataba de un anónimo edificio de una sola planta en el Washington Boulevard de Culver City, y se encontraba situado entre un restaurante marinero cubano y una lavandería china. El estuco era más claro en los puntos en que se habían borrado los grafitti. Ninguna ventana, una cuarteada puerta trasera.

Dentro, una sencilla sala de espera atestada de aspirantes a la gloria de uno y otro sexo, todos con cuerpos perfectos, sentados en sillas plegables, leyendo Variety, fantaseando con la fama, con la fortuna y con rebanarle el pescuezo a algún cliente fastidioso del restaurante o la cafetería en que muchos de ellos y ellas trabajaban en aquellos momentos.

La sala de pruebas era mucho mayor, pero lo único que contenía era una mesa plegable y dos sillas bajo unos focos desnudos, y una pared posterior cubierta por un espejo manchado por incontables huellas de moscas.

Me senté en un diminuto desván detrás del espejo, y quedé de espectador.

Sentados tras la mesa, dos directores de casting: un tipo grueso, desgarbado y carirredondo con problemas de piel y cabello grasiento, con camisa hawaiana y mugrientos pantalones color caqui, y una mujer flaca de ojos más bien bonitos, que lucía lo que evidentemente era una peluca negra, y vestida con un chándal rojo.

Placas identificadoras frente a los dos. Brad Rabe y Paige Bandura.

Dos botellas de agua mineral, un paquete de Winston y un cenicero, pero no había nadie fumando.

—El siguiente —dijo Rabe.

Entró un aspirante. Audición número seis para el protagonista masculino.

El hombre miró a Rabe y Bandura y sonrió con lo que probablemente pretendía ser cordialidad.

Yo vi tensión, temor y desprecio.

¿Qué estaría pensando?

«¿Frick y Frack?

»¿Hansel y Gretel?

»¿Quiénes son ellos para juzgar?» Los dos vestían como patanes. Típico. Llevaban ropas de pobre para demostrar que tenían poder, que su aspecto daba igual.

El aspirante conocía a los de su clase, los conocía de sobra.

Esperar tres puñeteras horas en aquel zoológico para tener el privilegio de ser juzgado por ojos que en ningún momento cambiaban de expresión, de recibir sonrisas falsas y palabras de aliento más falsas aún.

La prueba.

—Muy bien —dijo Paige Bandura, mirando a su gordo compañero—. ¿Qué tal la escena de la página cuarenta y seis?

—De acuerdo. —El aspirante sonrió seductoramente y pasó las páginas del guión—. ¿Desde «Pero, Celine, tú y yo…»?

—No, después de eso; desde: «¿Qué pretendes exactamente…?»

El aspirante asintió, tomó aliento, un miniejercicio de yoga que a todos debía pasar inadvertido. Cerró los ojos, los abrió y, antes de alzar la vista, echó un vistazo al guión. Quería demostrarles que era capaz de aprenderse de memoria el diálogo instantáneamente.

—«¿Qué pretendes exactamente, Celine? Pensaba que lo nuestro era ya algo más que una simple amistad». ¿Digo también el diálogo de ella?

—No —dijo Paige—. Yo daré la réplica.

Una gran y cálida sonrisa. Quizá…

La mujer cogió el guión de encima de la mesa y leyó:

—«Es posible, Dirk. O quizá no. Pero lo importante es que en estos momentos necesito un hombre, y tú puedes servirme».

Voz fea y mal modulada. La segunda frase había resultado prácticamente ininteligible.

Inevitablemente, los encargados de juzgar resultaban feos de uno u otro modo. El aspirante detestaba la fealdad.

—«¿Ah, sí? —dijo, suavizando el tono—. Pues yo creo que tus sentimientos son otros, Celine. Creo que tú sientes lo mismo que yo. Aquí…» —Se tocó el corazón.

—«¿De veras, Dirk?»

—«De veras, Celine». —Sonrió de nuevo—. El guión dice que le pongo una mano en el…

—No importa —dijo Paige. Sugerente sonrisa—. Saltémonos eso. Bueno, ¿qué dice ahora Celine? «Pero, Dirk…»

—«Sé que tú también lo sientes, Celine. En lo más hondo de tu ser. En el lugar donde nace el amor».

Dejó caer los brazos para dar sensación de vulnerabilidad. Quedó inmóvil. Esperando.

Paige le sonrió de nuevo y se volvió hacia el harapiento y gordo Brad.

Brad miró al aspirante de arriba abajo. Se frotó el rostro. Gruñó algo.

—No está mal —dijo al fin.

—Yo diría que ha sido excelente —opinó Paige.

Brad replicó:

—Está bien, excelente. —Como de mala gana.

—Si quieren, puedo seguir —dijo el aspirante.

Los dos jueces cambiaron miradas.

—No, no hace falta —dijo Paige—. Lo ha hecho usted muy bien.

El aspirante sonrió. Como un muchacho. Las sonrisas juveniles eran su especialidad.

Entre él y Paige se cruzó otra mirada.

—Sigamos —dijo ella—. Aclaremos ciertos puntos importantes. Se trata de una telenovela bastante atrevida. Montones de escenas de amor muy apasionadas. ¿Tiene usted inconveniente?

—Ninguno en absoluto —dijo el aspirante, pero un hueco se le había abierto en la boca del estómago. Algo le estaba reconcomiendo. Sonríe. ¡Actúa!

—Hablamos de desnudos —dijo Brad—. Se pasará por cable, así que no hay problemas de censura, aunque no haremos ni más ni menos que lo que hacen en Policías de Nueva York. El caso es que habrá muchas tomas sin ropa. ¿Le importa quitarse la camisa?

El aspirante no respondió. Sus pulsaciones habían subido a más de 120. Pese a los ejercicios de respiración. Estaba jodido, jodido, jodido…

—¿Algún problema? —preguntó Paige.

Ella estaba de su parte. Quizá la cosa tuviera arreglo.

—Nada importante —dijo él—. Tengo una cicatriz. Algunas personas la encuentran muy mascu…

—Una cicatriz, ¿dónde? —preguntó Brad.

—Es poca cosa…

—¿Dónde?

—En la espalda.

Brad frunció el entrecejo.

El aspirante buscaba desesperadamente una salida. Debía ganarse la buena voluntad de la átona Paige. Actuar como si nada. Derramar encanto y aplomo.

Se llevó la mano a la espalda.

—Está por debajo de la cintura, así que en los planos parciales…

—A ver —dijo Brad—. Quítese la camisa.

El aspirante buscó con la mirada el apoyo de Paige.

Ella asintió con la cabeza. Soñolienta. Perdiendo interés.

«¡Puta!»

Se quitó la camisa por la cabeza.

—Dese vuelta y bájese los vaqueros para que la veamos completa —dijo Brad.

El aspirante lo hizo.

Silencio.

Larguísimo silencio.

Él comprendió por qué.

Los dos jueces lo miraban. Impresionados.

El aspirante puso las manos en las caderas, intentando distraerlos con una exhibición de los grandes y bien definidos músculos de los hombros y la espalda. Flexionó los tríceps, los glúteos. Un bonito y apretado culo del que controlaba cada músculo.

—¿Cómo se hizo eso? —preguntó Brad.

—Haciendo escalada. Me caí, me hice una herida y me dieron puntos.

—No se los dieron muy bien —dijo Brad—. Menuda cicatriz.

El aspirante comprendió lo que su interlocutor pensaba. Lo que ambos pensaban:

«Fea».

Porque la cicatriz lo era. Rosada, arrugada, deforme. Fibrosis queloide. Especialmente llamativa porque la piel de alrededor era suave y bronceada. Perfecta.

Un caso severo de queloides debido, según los libros, a la utilización de una técnica quirúrgica inadecuada o chapucera. Y también a la genética. Los negros tenían gran propensión a formar queloides. En África se consideraban un rasgo de belleza.

«¡Pero yo soy blanco!»

Tratamiento: inyecciones de cortisona directamente en la herida en cuanto surge el problema. Ahora ya era demasiado tarde. La única esperanza, una nueva operación quirúrgica cuyos resultados, además, serían altamente dudosos. Y probablemente, él no podía permitírsela todavía. En más de un sentido. Sería como abrir una lata de gusanos.

—Debió de ser una buena caída —dijo Brad. Claro desdén en su voz.

Aquello fue el detonante de la ira.

Como abrir la válvula de una caldera de vapor.

Ira ardiente como la lava que surgía desde lo más hondo de las entrañas y avanzaba pecho arriba. Como un ataque al corazón. Pero él había pasado por noches de pánico y sudores fríos, y le constaba que su corazón estaba en perfecta forma. Su corazón…

Sus manos querían cerrarse y él las obligó a permanecer abiertas. Obligó al sudor a quedarse dentro.

Nadie hablaba.

El aspirante se mantenía de espaldas a los dos jueces, sabiendo que en cuanto vieran el menor atisbo de su furia, las posibilidades de conseguir el papel de bueno se habrían esfumado por completo.

Como si aún hubiera alguna posibilidad. Pero hay que intentarlo. En este negocio, siempre hay que intentarlo.

—¿Qué montaña estaba escalando? —preguntó Paige, y el aspirante se dio cuenta de que se burlaba de él.

«Muy bien, muñeca, gracias por todo. Chao».

«No nos llame, nosotros lo llamaremos».

—¿Qué importa eso? —preguntó. Terminó de ponerse de nuevo la camisa y se volvió.

Estuvo a punto de caerse a causa de la sorpresa.

Porque Brad y Paige blandían sendas pistolas y mostraban sendas placas.

—Más bien parece una cicatriz quirúrgica —dijo Brad—. Da la sensación de que fue una operación seria. ¿No es en esa zona de la espalda donde está uno de los riñones?

El aspirante no respondió.

Brad dijo:

—Y el Oscar es para… Bueno, ponga las manos a la espalda, señor Muscadine, y no se mueva.

Sonriendo. Juzgándolo.

Parte de la furia debió de traslucirse, porque la sonrisa de Brad se desvaneció y sus ojos verdes se hicieron aún más brillantes. Y más fríos. El aspirante no sospechaba que pudiera existir un verde tan frío… Retrocedió un paso.

—Calma, amigo —dijo el gordo Brad—. No empeoremos las cosas.

—Manos arriba, Reed —dijo Paige. Voz bronca, hostil. Ya no estaba de su lado. Nunca lo estuvo.

Permaneció allí plantado. Los miró.

Miserables, patéticos especímenes.

Él era corpulento y muy fuerte, probablemente conseguiría hacer algún daño.

Aunque, a la larga, no serviría para nada.

Pero… qué demonios. Al menos, sacar algo en claro de aquella tarde de mierda.

Se lanzó contra Paige.

Porque, realmente, no le gustaban las mujeres.

Trató de romperle la mandíbula de un puñetazo, pero sólo consiguió abofetear el maldito rostro. Brad lo golpeó en la parte posterior de la cabeza y el aspirante se derrumbó.