21

Cuando regresamos al coche de Milo dije:

—¿Crees que el chico ha dicho la verdad?

—Lo de la puta es el tipo de cosa que haría un chico atolondrado y solitario. Y, probablemente, no tiene suficiente inteligencia para actuar con premeditación. Si encontramos a la tal Hailey, si ella confirma la coartada del chico, y si no sospecho que el padre la haya pagado, tendremos que borrar otro nombre de la lista de sospechosos.

—Hablando de nombres, pareció que el de Mandy no le sonaba realmente de nada.

Milo sacó un punto y lo miró. Las copas de las palmeras se mecían bajo el impulso de la cálida brisa procedente de los montes San Gabriel.

—Así que ya podemos ir olvidándonos del comité. Probablemente, a Hope la mataron por algo relacionado con su vida privada. Lo de las magulladuras en el brazo me devuelve a Seacrest. O a Cruvic, porque probablemente él andaba tonteando con ella. Lo malo es que no puedo acercarme a ninguno de los dos… Además, no me es posible imaginar con claridad a Hope. Todo son opiniones extremas: o la retratan como a la gran salvadora del sexo femenino, o como a una manipuladora que odiaba a todos los hombres. No sabemos nada acerca de su… personalidad íntima.

—Lo malo es que su único familiar es Seacrest —dije—. No disponemos de nadie que nos hable de su evolución como persona, de su niñez, de cómo se mostraba fuera del ámbito profesional.

—Lo único que sé de su infancia es que la pasó en esa ciudad agrícola, Higginsville. Padres muertos, ningún hermano. Y si tiene otros parientes, deben de ser muy lejanos, porque ninguno de ellos salió a relucir después del asesinato.

Mi amigo se metió en el coche.

—Sin embargo —dije—, el hecho de que no haya familia no quiere decir que no existan antecedentes familiares. Podría acercarme por Higginsville a hacer preguntas. En una población pequeña, es posible que alguien recuerde a Hope.

—Claro —dijo Milo, sin mucho entusiasmo—. Llamaré a la policía local y les avisaré de que vas para que te permitan acceder a los expedientes. ¿Cuándo quieres ir?

—No hay razón para que no sea mañana.

Mi amigo hizo un gesto de asentimiento.

—Lleva ropa ligera, porque esas son calurosas tierras de labrantío. Tengo entendido que por allí se cultivan alcachofas o algo por el estilo.

Aquella noche, Robin y yo cenamos fuera. Llegadas las ocho, ella estaba a remojo en la bañera y yo me encontraba tumbado en el sofá de mi despacho, releyendo las transcripciones del Comité de Comportamiento. Contra su costumbre, Spike había optado por quedarse conmigo, atraído quizá por los efluvios del filete que yo había cenado. El perro tenía su gran cabezota reposada en mis piernas y estaba roncando. El sonido resultaba adormecedor, y mis oscuras especulaciones comenzaban a difuminarse ante mis ojos.

No me estaba enterando de nada que no supiera ya y tenía cada vez más sueño. Decidí que había llegado el momento de suspender el trabajo.

En el instante justo en que iba a dejar las transcripciones sonó el teléfono. Spike se incorporó sobresaltado y, ladrando, corrió hacia el aparato que había perturbado su sueño.

—Doctor, soy Joyce, del servicio de contestación de llamadas. Tengo al teléfono a una señora que parece bastante alterada. Dice llamarse Mary Farney. ¿La conoce?

La mujer del centro femenino de Santa Mónica. La atribulada madre de Chenise.

—Pásemela, por favor.

Una destemplada voz saludó:

—¿Hola?

—Soy el doctor Delaware. ¿En qué puedo servirla, señora Farney?

—Usted me dio su tarjeta… Fue en el centro. Dijo que yo podía… Es usted el que trabaja para la policía, ¿no?

—Sí. ¿Qué le ocurre, señora Farney?

—Yo… Yo sé quién lo hizo.

—¿Quién hizo qué?

—Quién mató a la profesora Devane.

Aquello me espabiló por completo.

—¿Quién fue?

—Darrell. Y ahora va a matar al doctor Cruvic, o quizá ya lo haya hecho, no lo sé, quizá debí llamar a la policía, pero… usted…

—¿Darrell, qué?

—Darrell… Jesús, ¿cómo puedo haber olvidado su apellido…? Es el último… novio de Chenise. Ah, sí: Darrell Ballitser. Él fue quien lo hizo, estoy segura.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque odiaba con toda su alma a la doctora Devane. Y también al doctor Cruvic. Por lo que hicieron.

—¿Por el aborto de Chenise?

—Esta noche Darrell vino y estaba furioso, fuera de sí, gritando. Como si hubiese tomado alguna droga. Se llevó a Chenise. ¡Dijo que iban a por él!

—¿A por el doctor Cruvic?

—Sí, y tiene a Cheni…

—¿Iba hacia la clínica?

—No, no: dijo que ya había ido a buscarlo a la clínica y que todo estaba cerrado, lo cual lo puso aún más furioso.

—¿Adónde fue, señora Farney?

—A la otra consulta del doctor Cruvic. En Beverly Hills. Traté de impedirle que se llevase a Chenise, pero él me empujó… Creo que tiene un cuchillo, porque me pareció vérselo. Pero Chenise no…

Puse su llamada en espera, llamé al número de la policía, dije a la telefonista que el problema estaba en Beverly Hills y me pusieron con la comisaría correspondiente.

—¿Civic Center Drive? —preguntó la telefonista de Beverly Hills—. Eso nos pilla muy cerca. Podríamos ir hasta allí andando.

—Pues más vale que corran —dije.

Colgué e intenté localizar a Milo en su casa. Contestador. Llamé a la comisaría primero y a su teléfono móvil después, y lo localicé en este último.

—Acabo de salir del Club None —dijo mi amigo—, y a que no sabes…

—Emergencia —dije, y procedí a contarle lo de Darrell Ballitser—. La señora Farney dice que el tipo detestaba a Hope y Cruvic por lo del aborto de Chenise. Probablemente, el hijo de Chenise era de Ballitser.

—¿Los de la policía de Beverly Hills van ya camino de allí?

—Sí.

—Vale, yo también voy… Mira tú qué cosas. Tantas teorías, y al final va a resultar que es un simple muchacho perturbado.

—La mujer me dijo que Ballitser ya había salido de la clínica, pero tal vez sea conveniente que, de todas maneras, pongas también sobre aviso a la policía de Santa Mónica. Cruvic suele trabajar en esa zona por las noches, y es posible que vaya camino de allí.

—Lo haré. Mientras tanto, consigue el teléfono y la dirección de esa mujer, y averigua todo lo que puedas mientras a ella le duren las ganas de colaborar.

—De acuerdo —dije; pero cuando traté de recuperar la llamada, la señora Farney ya había colgado.

Llamé a mi servicio telefónico de contestación por si Mary Farney había dejando un número. No lo había hecho. En la guía del oeste de Los Angeles sólo había un Farney, y la primera inicial era M. La dirección correspondía a Brooks Avenue, en Venice. La cosa parecía prometedora, pero cuando llamé no obtuve respuesta. La señora Farney, o me había telefoneado desde otro lugar, o se había marchado.

Copié el número, me puse ropa de calle, entré en el baño, donde Robin seguía a remojo, y le dije que me marchaba y por qué.

—Cuidado, cariño.

—Tranquila —dije, y me incliné para besarla en la mejilla—. El sitio está pegadito a la comisaría.

La policía de Beverly Hills había enviado tres coches patrulla al lugar, que se encontraba a sólo dos manzanas de la comisaría. Desde Santa Mónica Boulevard pude ver la luces giratorias de los vehículos policiales. El acceso occidental a Civic Center Drive estaba bloqueado por una barrera policial, y en el extremo este, cerca de Foothill, un agente uniformado me hizo señas de que me volviese. Cuando me disponía a hacerlo apareció Milo de entre las sombras, y le dijo al hombre que me dejara pasar.

Estacioné a veinte metros del edificio de Cruvic. Antes de que me apeara, un vehículo se detuvo junto al mío. Era una unidad móvil de una de las emisoras locales y de ella bajó una nerviosa rubia platino que, más que apearse de una furgoneta, pareció como si se estuviera lanzando en paracaídas desde un avión en vuelo. La mujer se detuvo, miró a su alrededor e hizo señas a un técnico de sonido y a un cámara. Permanecí en el Seville mientras ellos tres corrían hacia el edificio de Cruvic. La reportera no dejaba de gesticular. Al ver a Milo se detuvieron de nuevo.

Mi amigo movió negativamente la cabeza y les hizo seña de que siguieran adelante. Luego se acercó a donde yo estaba. Llevaba el mismo traje gris de la entrevista en el despacho de Kenneth Storm, aunque había sustituido la camisa y la corbata por una camiseta gris. Aquella era, en su opinión, la indumentaria adecuada para ir a un bar de copas de Los Angeles. Las luces rojas del coche patrulla más cercano lo hacían sonrojar intermitentemente, y en sus ojos brillaba la intranquilidad.

—¿Qué sucede? —pregunté.

—El sospechoso está detenido.

—Vaya rapidez.

—El terrible Darrell ha resultado ser un chico más bien esquelético y con malos reflejos. Sorprendió a Cruvic cuando salía del garaje contiguo al edificio, metió un cuchillo por la ventanilla y le ordenó que saliera. Cruvic le dio una patada a la puerta, hizo caer a Darrell, le quitó el cuchillo, y se disponía a darle una buena tunda cuando apareció la policía de Beverly Hills.

—¿Y Chenise?

—Si te refieres a una rubia menudita con blusa roja, estaba en la acera, llorando a moco tendido, y se la llevaron a la comisaría al mismo tiempo que a Darrell. Les dije a los de Beverly Hills que el chico es uno de los sospechosos en la investigación del caso Devane, y que actuaran con discreción, pero es evidente que alguien se ha ido de la lengua. Me dicen que podré hablar con Darrell en cuanto terminen de empapelarlo. ¿Qué hay de la madre?

—Cortó la comunicación. Probablemente, vive en Venice.

Apareció otra unidad móvil. Y otra más.

—Buitres en busca de carnaza —dijo Milo—. Vente, vamos a ver qué tal le va a nuestro héroe.

La puerta corredera del garaje estaba abierta, y el Bentley Turbo plateado se había detenido a medio salir. La portezuela del conductor se encontraba abierta, y la luz interior iluminaba el cuero negro de los asientos, los cromados tiradores y la bruñida madera.

Pero el conductor no estaba. Cruvic se encontraba cerca, vestido con un traje negro y un suéter de cuello alto del mismo color, hablando con un agente al tiempo que se frotaba los nudillos. Un coche patrulla dio marcha atrás y giró a la izquierda, rodeando el estacionamiento municipal.

El policía sonrió a Cruvic. Este le devolvió la sonrisa y señaló hacia el Bentley. El agente corrió hasta el gran coche, se montó, lo condujo hasta la esquina y lo dejó con el motor al ralentí. Cuando regresó junto a Cruvic, el doctor le dio la mano, y luego estrechó la de un segundo policía. Todo eran sonrisas de camaradería masculina. Luego Cruvic se fijó en los de la prensa y dijo algo a los policías.

Mientras los agentes mantenían a raya a los portadores de micrófonos, Cruvic corrió hacia el Bentley. Milo y yo llegamos al coche en el momento en que el médico ponía la mano en el tirador.

—Buenas noches, doctor —saludó Milo.

Cruvic se volvió vivamente, como dispuesto a defenderse de nuevo. El suéter negro se ceñía como una segunda piel al amplio tórax. Frotándose otra vez los nudillos, Cruvic dijo:

—Vaya, ¿cómo le va, detective Sturgis?

—Noche movidita, ¿no?

Cruvic se miró la mano y sonrió.

—¿Se hizo daño? —preguntó Milo.

—Un poco, pero la cosa se remedia con hielo y unos antiinflamatorios. Menos mal que para mañana no tengo prevista ninguna operación.

Cruvic montó en el Bentley, y Milo se situó entre la abierta portezuela y el coche.

—Bonito automóvil.

Cruvic se encogió de hombros.

—Tiene cuatro años. Es un poco delicado, pero, en conjunto, no va mal.

—¿Puedo hablar con usted un momento?

—¿Sobre qué? Ya presté declaración ante la policía de Beverly Hills.

—Lo sé, doctor, pero, si a usted no le importa…

—Me importa. —Amplia sonrisa—. Tuve un día muy pesado, y esto ha sido la guinda. —Se miró la mano y luego la metió en el bolsillo—. Debo ponerme hielo antes de que se hinche.

—Escuche…

Meneando la cabeza, Cruvic dijo:

—Lo siento. Tengo que pensar en mi mano.

Hizo girar la dorada llave de ignición y el Bentley se puso silenciosamente en marcha. De los múltiples altavoces del coche comenzó a brotar música country. El cantante era Travis Tritt. Cruvic subió el volumen aún más y puso el coche en ralentí.

Milo siguió donde estaba. Un equipo de televisión venía hacia nosotros.

Cruvic alzó el pie del freno y el coche se puso en movimiento. La portezuela comenzó a cerrarse contra la espalda de Milo. Mi amigo se retiró rápidamente y Cruvic cerró.

—¿Cuándo podrá hablar conmigo?

Los oblicuos ojos de Cruvic se fruncieron.

—Llámeme mañana.

El Bentley se puso en marcha con gran majestuosidad mientras la policía le abría paso deferentemente.