23

Veinte minutos más tarde, tras conferenciar con su cliente, Kasanjian salió con una amplia sonrisa en los labios.

—Bueno, ya tengo la circunstancia atenuante.

Angela Boatwright llegó desde la sala de detectives con una taza de café en las manos.

—Muchas gracias por el cliente que me consiguió, Angie —dijo el abogado—. Lo que más me gustó fue dejar plantada a mi amiga a mitad de la cita.

—Cualquier cosa por ayudar a un amigo.

Los dos cambiaron sonrisas como dardos.

Milo preguntó:

—¿Dónde está Chenise?

—Al fondo del pasillo.

—¿Hay noticias de su madre?

—Todavía no —dijo Boatwright—. ¿Qué ocurre?

—Su heroico médico se dedica a esterilizar a la gente sin permiso —dijo Kasanjian.

—¿Cómo?

—Hace siete meses, el doctor Cruvic le practicó un aborto a la señorita Chenise Farney. El padre de la criatura era mi cliente. Pero mi cliente no estaba al tanto de lo que iban a hacerle a la muchacha, ni lo consultaron, pese al hecho de que la señorita Farney es menor, lo cual deja a mi cliente como único padre adulto.

—¿Adulto? Lo dirá en broma —comentó Boatwright.

—Para empeorar las cosas —siguió Kasanjian—, el doctor Cruvic no se conformó con el aborto. Esterilizó a la chica sin decírselo. Le ligó las trompas. Ella era una menor, y como tal no podía dar su consentimiento. Y otra cosa, amigos: según me ha informado el señor Ballitser, la doctora Devane, que asesoraba a Chenise, en ningún momento le dijo que iban a esterilizarla. Por consiguiente, resulta claro que hubo una confabulación. Lo cual significa que su héroe, detective, no es ningún santo, y su nada escrupulosa conducta profesional fue, evidentemente, un factor muy significativo en lo ocurrido esta noche. Por otra parte, si ustedes sospechan que el señor Ballitser tuvo algo que ver con el asesinato de la doctora Devane, debo insistir en que presenten pruebas inmediatamente o que pongan al muchacho en li…

Milo lo interrumpió con un ademán y se volvió hacia Boatwright.

—Hablemos con la chica.

—Sí, será lo mejor —dijo Kasanjian.

—Lo siento —dijo Milo—. Se trata de un asunto policial y no puede usted estar presente.

Kasanjian abrió y cerró la boca, se abotonó la chaqueta del traje y dijo:

—Esa muchacha puede ser…

—Esta noche, no, Len —lo interrumpió Boatwright, apartándose un mechón del rostro. Dio la sensación de que no era la primera vez que le decía aquello al abogado.

La detective puso los brazos en jarra y chasqueó la lengua. El abogado recogió su maletín.

—Como ustedes quieran. Pero si se les ocurre acusar a Ballitser, aunque sólo sea de intento de agresión, conseguiré el testimonio de la muchacha en un dos por tres.

Kasanjian se disponía a irse, y Boatwright le preguntó:

—¿De veras piensa quedarse con el caso?

—¿Y por qué no?

Boatwright se encogió de hombros.

—Me alegra verlo al fin comprometido con un cliente.

Al cabo de diez minutos de hablar con Chenise, Milo dijo:

—Aún no lo tengo claro, cariño. ¿Sabías o no lo que el doctor Cruvic se proponía hacerte?

La aturdida muchacha meneó la cabeza. Llevaba unos ceñidos vaqueros negros, una blusa roja con encaje, pesadas botas negras con las suelas rojas, y utilizaba un gran pañuelo rojo a modo de cinturón. Iba muy maquillada, como cuando la vi en la sala de espera, pero los toques de color rosa encendido de su cabello habían sido sustituidos por una gran mecha negra en el centro que convertía su peinado en el negativo de la cabeza de una mofeta. La muchacha parecía ofuscada, y la coquetería de que había hecho gala en la sala de espera brillaba por su ausencia. Se había pasado casi todo el tiempo llorando, sin articular más que murmullos y monosílabos.

—¿Lo sabía Darrell? —preguntó Milo.

La pregunta consiguió que la muchacha alzara la cabeza.

—¿Dónde está Darrell?

—Camino de la cárcel, Chenise. Se ha metido en un buen lío.

A ella le temblaron los labios y se rascó nerviosamente el brazo.

Milo estaba sentado junto a la chica, echado hacia adelante, con una mano en el respaldo de la silla de Chenise y la otra sobre la mesa. Se acercó un poco más a la joven, y ella retrocedió instintivamente.

—Chenise —dijo mi amigo, con voz suave—. No digo que tú estés en un lío. Sólo Darrell. Hasta ahora.

Ninguna reacción.

—Quizá tú puedas ayudarnos y ayudar también a Darrell.

Más lágrimas.

Angela Boatwright se acercó y puso una mano sobre el huesudo hombro de Chenise.

—¿Quieres que te traiga algo, cariño?

Chenise abrió la boca y pareció reflexionar sobre la oferta. Sus grandes dientes eran color caramelo, y tenía los labios cortados y resecos.

Se rascó la mejilla con el corto pulgar, y luego la franja negra del pelo, y luego otra vez el brazo.

—¿Algo de comer, Chenise? —preguntó Boatwright—. ¿Un refresco?

—¿Un dulce? —aventuró la muchacha, con voz insegura.

—Claro. ¿De cuáles te gustan?

—Pues… un Mound.

—Muy bien. Y si no tenemos de esa marca, ¿de cuál?

—Pues… Crunch.

—Te gusta el chocolate, ¿eh? —Boatwright le dirigió una sonrisa y la chica asintió. Una nueva palmadita en la espalda y la detective dijo—: Ahora vuelvo, cariño.

Cuando se cerró la puerta, Chenise se retiró más de Milo. Su pequeño tamaño hacía que mi amigo pareciera inmenso. Milo me dirigió una mirada y tomé la palabra.

—Así que Darrell y tú se conocieron en una clase —dije.

Ella asintió con la cabeza.

—¿Asistían los dos a esa clase?

Ahora la cabeza dijo que no.

—¿Tú sí pero él no?

Asentimiento.

—Pero se conocieron allí.

—Sí.

—¿Dónde estaba Darrell?

—Se fue.

—¿Dejó la clase?

Asentimiento.

—¿Terminó el curso?

Asentimiento.

—Se graduó —dijo la chica.

—¿Él se graduó pero tú seguiste en la clase?

Asentimiento.

—¿Recuerdas dónde daban esa clase, Chenise?

—Sí.

—¿Dónde?

—North Bower.

—¿Eso es una calle?

Negativa.

—Una academia. En la parte de atrás.

—En la parte de atrás de la academia North Bower —dije—. ¿Qué tipo de clase era?

La pregunta pareció confundirla.

—¿Qué cosas aprendías en esa clase?

—A dar cambio.

—¿A dar cambio?

Asentimiento.

—¿Qué quieres decir?

—A dar cambio de un dólar.

—¿A calcular el cambio que tenías que dar?

Asentimiento.

—¿Alguna otra cosa? —pregunté.

—Sí.

—¿Como qué?

Encogimiento de hombros.

—A fregar. —Se tocó tras una oreja y un pequeño pendiente en forma de rayo se meció de delante atrás—. Comida.

—Comida —repetí.

Enfático asentimiento.

—¿Te enseñaban a preparar comida?

—A comprar comida saludable.

—¿Se llamaba la clase QCB?

—¡Sí! —Amplia sonrisa.

—Quehaceres Cotidianos Básicos —expliqué a Milo. Era un programa estatal para educar a los retrasados que se había suspendido hacía seis meses.

Chenise dijo:

—«Queremos Comportarnos Bien». También la llamaban así.

Las pestañas cubiertas de rímel aletearon, la muchacha se tocó el estómago, apretó las rodillas, y luego las separó ligeramente.

—Así que Darrell terminó el curso de QCB —dije.

—Sí.

—¿Y ustedes se conocieron en esa escuela?

Asentimiento.

—Él tiene un trabajo. —Lo dijo con orgullo.

—De mensajero, ¿no?

—Tenía una habitación.

—¿Su propia habitación?

—Sí. —Me hizo un guiño y se humedeció los labios—. Se emancipó.

Aquello requirió una breve reflexión.

—¿Darrell estaba emancipado?

Asentimiento.

—¿Darrell era un menor emancipado?

A Chenise el significado de mi pregunta se le escapó por completo.

—Emancipado —repetí.

Ella frunció los ojos.

—Él le pegó.

—¿Quién?

—Lee. El novio de su madre.

—¿El novio de la madre de Darrell?

—Sí.

—¿El novio de su madre le pegó? —pregunté, inseguro de si la muchacha se refería a una paliza o a abusos sexuales.

—Sí.

—¿Cómo?

—Con una correa.

—¿Por eso Darrell se escapó y se emancipó?

Asentimiento.

—¿Cuándo?

—No sé.

—Debió de ser hace tiempo, porque ahora Darrell tiene diecinueve años.

Se encogió de hombros y se humedeció los labios.

Regresó Boatwright con una barra de Crunch.

—Aquí tienes, cariño.

La muchacha cogió la chocolatina con inseguros dedos, le quitó la envoltura de un extremo y mordió suavemente.

—Despacio —dijo.

Boatwright preguntó:

—¿Cómo?

—Si no te quieres atragantar, despacio debes masticar —recitó Chenise.

—Buen consejo —dije—. ¿Te enseñaron eso en QCB?

—Llega a tu hora, la servilleta sobre las piernas… tu sonrisa es tu… —Frunció el ceño—. Tu… ¿manera?

—¿Bandera? —sugerí.

—¡Sí!

—¿Algo más?

—Sí. —Nuevo guiño.

—¿Qué?

—El sexo seguro es la vida.

Esto último lo dijo con voz más grave y firme.

Se echó a reír tontamente.

—¿Qué pasa, Chenise?

La risa se hizo más fuerte. Luego, una sugerente sonrisa. Las pestañas hicieron horas extra.

—Sexo… seguro —dijo, incapaz de contener la risa.

—¿Qué significa sexo seguro? —pregunté.

Risita.

—Condones. A Darrell no le gustan. —Puso los ojos en blanco.

—¿No?

—Es un chico malo. —Movió reprensivamente un índice. Se rio más. Se tocó el estómago.

—¿Cuándo te enteraste de que estabas embarazada? —quise saber.

Ella se puso seria. Se encogió de hombros y chupó la chocolatina.

Repetí la pregunta.

—No me vino la regla. Luego se me revolvieron las tripas. —Risita—. Mamá dijo: «¡Mierda, no!»

Risita.

—Así que te llevó a ver al doctor Cruvic.

Asentimiento.

—¿Te explicó por qué?

Silencio. De pronto, bajó la cabeza y volvió a acariciarse el estómago.

Me incliné hacia ella y, con voz suave, pregunté:

—¿Qué te dijo tu madre sobre el doctor Cruvic, Chenise?

Silencio.

—¿Te dijo algo?

Ella asintió lentamente con la cabeza.

—¿Qué te dijo?

—Ya lo sabes —dijo ella.

Le sonreí.

—¿Por qué no me lo dices, Chenise?

—Pero si ya lo sabes.

—No lo sé, de veras.

Se encogió de hombros.

—Aborto.

—¿Te dijo que el doctor Cruvic te haría un aborto?

—Sí.

—¿Hablaste con el doctor Cruvic antes del aborto?

—Sí.

—¿Hablaste con alguna otra persona antes del aborto?

Asentimiento.

—¿Con quién?

—Con ella.

—¿Quién es ella?

—La doctora Vane.

—¿La doctora Devane?

—Sí.

—¿Qué te dijo la doctora Devane?

—Que era lo mejor para mí.

—¿Tú estuviste de acuerdo?

No obtuve respuesta.

—¿Pensabas que el aborto era lo mejor que…?

—Lo tuve que pensar —dijo con voz clara. Su mirada también era clara. Purificada por la ira.

—¿Tuviste que pensar que el aborto era lo mejor para ti?

Enfático asentimiento.

—¿Por qué, Chenise?

—Mamá lo dijo.

—¿Tu mamá dijo que tú…?

—«¡No puedes criarlo, estúpida y, desde luego, yo no voy a cuidar de tu bastardo!»

La muchacha me miró retadoramente. Luego bajó la cabeza y comenzó a juguetear con la envoltura de la chocolatina. Volvió a llevarse la mano a la barriga. Aquello me recordó algo… La muchacha negra de la sala de espera de la clínica hizo exactamente el mismo movimiento.

—Así que sabías que te iban a practicar un aborto.

No obtuve respuesta.

—Chenise…

—¿Sí?

—¿Sabías que el doctor Cruvic se proponía hacerte otra operación?

Silencio. Luego la muchacha negó levemente con la cabeza.

—¿Te hizo otra operación?

No hubo respuesta. Apartó la chocolatina y esta se cayó de la mesa. Milo la recogió y la hizo girar entre los gruesos dedos. Angela Boatwright, desde su rincón, no perdía detalle.

—¿Chenise? —dije.

La chica acarició los encajes de la blusa. Tiró de ellos hacia arriba y hacia abajo. Deslizó la mano bajo la tela y volvió a acariciarse la barriga.

—¿Te hizo algo más el doctor Cruvic, Chenise?

Silencio.

—¿Te explicó la doctora Devane que el doctor Cruvic te iba a hacer otra cosa?

Silencio.

—¿Te pidió la doctora Devane que firmases algo?

Asentimiento. Chenise se humedeció los labios y luego se los secó con el dorso de la mano. Se removió en la silla, retorciendo incómodamente el cuerpo.

—Chenise…

—Me ligó. —Emitió un tenue gruñido, y movió la cabeza como al compás de una música.

—Te ligó —dije.

Ella tosió y sorbió por la nariz.

—¿Qué significa eso de que te ligó, Chenise?

—Me capó. Como a una perra.

—¿Quién te dijo eso, Chenise?

Pareció a punto de contestar, pero de pronto apretó los labios. La mano continuó frotando el abdomen, describiendo rápidos círculos sobre el ombligo. De vez en cuando se detenía, pellizcaba la piel y continuaba.

Cambió de posición. Se enderezó. Luego se encorvó. Siguió frotándose el abdomen.

Frotándose el ombligo… el punto de entrada para la ligadura de trompas.

—Cuando despertaste después del aborto, ¿tenías un esparadrapo en alguna parte del cuerpo?

La mano se detuvo. Los pequeños dedos apretaron la blanca piel sobre el estómago. La blusa se le subió, dejando ver el principio de las costillas.

De pronto, la otra mano palmeó contra el pubis, cubriéndolo.

—Aquí —dijo, arqueando la pelvis—. Y aquí. —Se levantó, echó para atrás la espalda y mostró el ombligo—. Hmm. Hmm… —gruñó, apretando los dos lugares y mostrándolos de nuevo—. Me molestó mucho. ¡Estuve todo el día tirándome pedos!

—¿Cuándo te enteraste de que el doctor Cruvic, aparte del aborto, te había hecho otra cosa?

—Más tarde.

—¿Cuánto tiempo más tarde?

Encogimiento de hombros.

—¿Quién te lo dijo?

—Mamá.

—¿Qué te dijo?

—«Ya puedes joder todo lo que quieras, no importa, te arreglamos, te ligamos las trompas, no habrá bastardos».

El rímel se le había corrido y en los ojos de Chenise refulgía la ira.

—¡Me caparon!

Me miró fijo, luego miró a Milo y luego a Angela Boatwright. Se sentó, cogió la chocolatina y comenzó a comer.

Cuando el dulce hubo desaparecido, miró con pesar el envoltorio.

—¿Otra chocolatina, cariño? —preguntó Boatwright.

Esposabilidad —dijo la chica.

—¿Responsabilidad? —sugerí.

—Para los bebés.

—¿Los bebés son una gran responsabilidad?

Asentimiento.

—¿Quién te lo dijo?

—Mamá. Y ella.

—¿Quién es ella?

—La doctora Vane.

—¿Qué significa responsabilidad, Chenise?

Ella torció la boca.

—Llegar a tiempo.

—¿Algo más?

Ella reflexionó.

—Lavarse, pedir las cosas por favor. —Amplia sonrisa—. Sexo seguro. —A Boatwright—: ¿Tienes un Mars?

—Miraré —dijo Boatwright, y volvió a salir.

Yo dije:

—Así que tu mamá y la doctora Devane te hablaron de la responsabilidad.

—No.

—¿No te dijeron nada?

—Antes, no.

—¿Quieres decir antes de la operación?

—Sí.

—¿Entonces, de qué te hablaron?

—Del aborto. Me dieron una pluma.

—Una pluma. ¿Para firmar algo?

Asentimiento.

—¿Qué firmaste?

—Así. —Simuló escribir en el aire—. Sé hacerlo. —No le quitaba ojo a mi bolígrafo.

Se lo tendí, junto con una hoja de papel. Chenise se mordió la lengua, se inclinó y rasgueó afanosamente una serie de garabatos indescifrables.

Fue a guardarse el bolígrafo, se cortó, lanzó una risita y me lo devolvió.

—Puedes guardártelo —dije.

Ella lo miró y negó con la cabeza. Recuperé mi bolígrafo.

—Así que escribiste tu nombre para la doctora Devane.

—Sí.

—Antes de la operación.

—Sí.

—Pero ella no te habló de la responsabilidad hasta después de la operación.

—No.

Volvió a bajar las manos a las zonas operadas.

—No —repitió, entre dientes—. Me caparon. ¡Como a una perra! Dolores, y gases, y retortijones. ¡Estuve todo el día tirándome pedos!

A las once telefoneé a Robin para decirle que estaba bien y que volvería tarde a casa.

Me comentó que lo había oído.

—Lo han dado en las noticias. Ya lo están relacionando con Hope.

Se lo dije a Milo y a Boatwright. Él lanzó una maldición y ella dijo:

—Probablemente habrá sido el idiota de Kasanjian. Quiere convertirse en una estrella de la Televisión Judicial para así conseguir casos importantes.

Mary Farney apareció poco después de media noche, ataviada con un vestido corto de rayón amarillo, medias negras y unos escarpines dorados de tacón alto y sin talón. Su pálido maquillaje estaba cuarteado, llevaba sombra de ojos color marrón y el aliento le olía a licor y a pastillas de menta. Habló con voz tan estrangulada que me pareció ver unas manos en torno a su cuello.

Preguntó:

—¿Cómo está Chenise?

—Bien —dijo Milo frunciendo el entrecejo—. Llevamos un buen rato buscándola, señora.

—Estaba asustada y me fui a casa de unos amigos.

Estudié su indumentaria. ¿Ataviada para las cámaras y la celebridad?

—¿Dónde está mi hija? Quiero verla.

—Dentro de un momento, señora Farney.

—¿Se metió Chenise en algún lío?

—De momento, no la hemos acusado de nada.

—¿Quiere decir eso que tal vez la acusen? —Agarró a Milo por una manga—. No, no, no pueden hacer eso… Ella es… ¡Ella no entiende nada!

—Tengo que hacerle unas preguntas, señora.

—Ya he contado… —Se tapó la boca con una mano.

—¿Qué ha contado y a quién?

—A una gente… Fuera, en la calle.

—¿Frente a la comisaría? ¿Ha hablado con los reporteros?

—Había unos cuantos.

Milo forzó una sonrisa.

—¿Qué les dijo, señora Farney?

—Que Darrell es un asesino. Que mató a la doctora Devane.

Boatwright puso los ojos en blanco.

—¡Lo es! ¡Tenía un cuchillo!

—Muy bien —dijo Milo—. Entremos en algún sitio y hablemos.

—¿De qué?

—De Chenise, señora.

—¿Qué pasa con ella?

—Entremos en esa habitación.

La señora Farney permanecía sentada en el borde de la silla, y miraba con desagrado la escasamente amueblada estancia.

—¿Café? —ofreció Milo.

—No, y no entiendo por qué tengo que estar aquí. No he hecho nada.

—Sólo unas preguntas, señora. Chenise dice que la llevaron con el doctor Cruvic para practicarle un aborto, y que él le hizo además una ligadura de trompas sin decirle nada.

—¡Ah, no, no se le ocurra acusarme! La chica miente. Como embustera, no tiene nada que envidiarle a nadie.

—¿Fue esterilizada, o no?

—¡Pues claro! ¡Pero ella lo sabía perfectamente! Yo se lo expliqué todo, y todos los demás también.

—¿Todos los demás, señora?

—Los médicos. Las enfermeras. Todos.

—Los médicos —repitió Milo—. ¿Se refiere al doctor Cruvic y a la doctora Devane?

—Claro.

—El doctor Cruvic realizó la operación. ¿Qué hizo la doctora Devane?

—Hablar con ella. Aconsejarla. ¡Para que comprendiera! Chenise sólo dice lo que dice para sacar del apuro a ese cabrón…

—¿Hizo la doctora Devane algo más, aparte de hablar con Chenise?

—¿A qué se refiere?

—¿Realizó algún tipo de examen físico?

Una vacilación.

—No. ¿Para qué iba a hacerlo?

—¿Está usted segura?

—Yo… yo no estuve todo el tiempo en la sala.

—¿Quién vio a Chenise después de la operación?

—Pues… probablemente el doctor Cruvic y su enfermera, supongo.

—¿Supone?

—Era de noche. Me paso el día trabajando. La recogí a última hora. Estaba vomitando, aún aturdida. Me puso el coche perdido.

—Muy bien —dijo Milo, echándose para atrás en el asiento—. Eso ocurrió en el Centro Femenino de Salud de Santa Mónica.

—Pues claro.

—¿Quién les remitió a esa clínica?

Ella se removió en la silla y se tocó una pestaña.

—Nadie. Todo el mundo sabe lo que hacen allí.

—¿Abortos y esterilizaciones?

—Sí, ¿y qué?

—¿Sabía Chenise lo que le iban a hacer?

—Pues claro.

—Según ella, nadie se lo advirtió.

—Mentira. Esa chica tiene problemas de atención. Se pasa la mitad del tiempo como en otro mundo. —Me lanzó una mirada—. Problemas de atención. Aparte de todo lo demás. ¿A qué vienen tantos aspavientos? La esterilización es una operación que no tiene la menor importancia. Al día siguiente ya estaba en pie.

—Dijo que tuvo retortijones —intervino Boatwright.

—¿Y qué? ¿Es eso un drama? ¿No tiene usted misma retortijones todos los meses? Tuvo retortijones y gases, estuvo… con flatulencias todo el día. Le pareció divertidísimo. Los soltaba fuertes y rotundos. Chenise no se preocupó en absoluto hasta que apareció el chico. ¡Ese estúpido punky! ¡Queriendo ser padre! ¡Sí! Le dijo que la habían capado. Él muy idiota. Ella ni siquiera sabía lo que significaba esa palabra. Les aseguro que no hubo el menor drama. Bum, bum. Los gases se deben a que te meten aire aquí —se tocó la región púbica—, para poder ver lo que hay dentro, y luego operan a través del ombligo y, zas, listo. Ya les digo: al día siguiente ya estaba paseando tan campante.

Angela Boatwright comentó:

—Por lo que dice, parece que conoce usted a otras mujeres que se han sometido a esa operación.

Mary Farney la miró, primero a la defensiva y después con exasperación.

—¿Y qué?

Boatwright se encogió de hombros.

—De acuerdo —dijo Mary—. Yo también me hice un ligado, ¿satisfecha? El doctor Cruvic me dijo que, con mi constitución, era peligroso que tuviera otro hijo. ¿Le parece bien, señorita? ¿Tengo su permiso?

—Claro —dijo Boatwright.

Mary Farney agitó un índice en dirección a la detective.

—¿Usted qué sabe? Cuando nació Chenise y nos notificaron que no era normal, el padre me abandonó inmediatamente. ¿Tiene usted hijos?

—No, señora —dijo Boatwright.

En los labios de Mary apareció una sonrisa de condescendencia.

—Lo de que la chica no sabía lo que le iban a hacer es un cuento. Ella firmó el consentimiento. La culpa de todo la tiene ese gilipollas, que le llenó la cabeza de estupideces, la convenció de que podían jugar a mamás y papás. ¡Como si él fuera el padre de la criatura para empezar!

—¿No lo era? —preguntó Milo.

—¿Quién sabe? Esa es la cuestión. Y aunque fuera el padre, ¿qué? Su capacidad de lectura es la de un niño de primaria. Con suerte. ¿Creen que un tipo así podía ocuparse de Chenise y el niño?

—¿Chenise sabe leer? —pregunté.

—Algo.

—¿Cuál es su nivel?

Pausa.

—El resultado que tengo es de la última vez que la evaluaron hace ya mucho.

—Pero puso su firma en el consentimiento —dijo Milo.

—Le dije lo que ponía y ella lo firmó.

—Ah.

Mary puso los brazos en jarra.

—¿Tiene usted hijos?

Mi amigo negó con la cabeza.

—Nadie tiene hijos —dijo ella—. Yo debo de ser la única que está lo bastante loca. ¿Y usted?

—Yo tampoco —dije.

Respondió con una risa.

—¿Les importa que fume? —Sin esperar respuesta, sacó del bolso una cajetilla de Virginia Slims y encendió uno.

—¿Cuándo fue la última vez que evaluaron el coeficiente intelectual de Chenise? —quise saber.

—Sabe Dios. Sería en el colegio, digo yo.

—¿No está segura?

—¿Acaso cree que me cuentan todo lo que hacen? Se dedican a emborronar papeles, a llenar expedientes así de grandes. —Separó las manos, marcando sesenta centímetros.

—¿Cuál fue el último coeficiente intelectual de Chenise? —pregunté.

—¿Qué pasa, cree que no tiene inteligencia suficiente para entender? Pues yo soy su madre, y permítame que le diga que entiende perfectamente. Cuando le doy cinco dólares para salir y ella me pide diez, entiende muy bien. Cuando vuelve tarde a casa y se inventa excusas, entiende muy bien. Cuando Darrell o cualquier otro vagabundo le pide que lo espere en la puerta y ella está en la puerta mucho antes de la hora, entiende muy bien. Sólo tiene dificultades de comprensión para ciertas cosas. ¿Comprende?

—¿Qué cosas? —preguntó Boatwright.

—Limpiar su habitación. Conservar puestas las bragas. —Su risa fue brutal—. La chica es como un imán. Desde que tenía once años, los chicos no dejan de merodear en torno a Chenise. Ella camina con esos contoneos, les guiña un ojo… Durante años y años se lo he repetido hasta la saciedad, le he dicho cómo se acaba siguiendo por ese camino. Pero ella lo que hace es sonreír y luego se saca una teta y me la enseña. Como diciéndome: mira lo que tengo, soy una mujer. Y al final consiguió su propósito y demostró que lo era.

Nadie dijo nada.

—Quiero a mi hija, ¿está bien? Antes de que le viniera el período, Chenise era un encanto. Después, ya sólo viví para preocuparme. Por el sida y esas cosas. Ahora tengo una preocupación menos. —Otra risa—. ¿Saben lo que les digo? Pues que a Chenise quizá le vendría bien que la acusaran ustedes de algo. Quizá como mejor esté sea encerrada. Porque yo, desde luego, no puedo evitar que ande por ahí acostándose con todo el mundo. ¿Y quién me ayudará a mí cuando se me presente con el sida?

Más silencio.

—¿Creen que Chenise es capaz de criar a un hijo? La protegí del mejor modo que se me ocurrió, y ella lo comprendió perfectamente. ¿Saben lo que me dijo una vez? Estábamos sentadas en el coche, en una hamburguesería. Ella me miró con una de sus sonrisas y yo comprendí que algo malo pasaba. Le pregunto: «¿Qué pasa, Chenise?» Y ella contesta: «Me gusta cuando los hombres sudan, mamá». Yo le digo: «¿Ah, sí?» Y ella me suelta: «Me gusta cuando sudan entre las piernas». Yo casi me atraganto, Chenise tenía trece años. Y luego me pregunta: «¿Sabes por qué me gusta, mamá?» Yo le pregunté por qué, y ella tomó aliento y con una gran sonrisa me dijo: «Me gusta porque sabe rico».