15

Muscadine vivía en una cabaña de estuco con pretensiones de castillo: dos torretas, una enorme sobre la puerta principal y otra mucho más reducida, en la esquina derecha. Una vieja cubierta con un ancho sombrero de paja estaba frente a la casa, inclinada, arrancando malas hierbas. Una vez apagado el Seville, ella ya se había enderezado y me aguardaba con los brazos en jarra. Llevaba pantalones de lona de jardinero, con almohadillas de goma en las rodillas. La mujer tenía la piel curtida y en sus ojos había recelo.

—Hola, busco a Reed Muscadine.

—Vive en la parte de atrás. —Dicho esto, hizo una mueca, como si lamentase haberme dado aquella información—. ¿Quién es usted?

Me bajé del coche y le mostré mi identificación policial.

—¿Doctor?

—Soy psicólogo. Trabajo para la policía. —Miré hacia el fondo de la rampa de acceso. Sobre el garaje había un apartamento al que se llegaba por medio de unas empinadas escaleras.

—No está en casa —dijo ella—. Soy la señora Green, la propietaria del edificio. ¿Qué sucede?

—Queremos interrogar al señor Muscadine respecto a un asesinato. No como sospechoso, sino como persona que conocía a la víctima.

—¿Quién es la víctima?

—Una profesora universitaria.

—¿Y él la conocía?

Asentí con la cabeza.

—Llevo cuarenta y cuatro años viviendo aquí, y hasta hace poco nunca había conocido a una víctima —dijo ella—. Ahora no puede una salir a la calle sin ponerse nerviosa. El sobrino de una amiga mía, que es policía en Glendale, le dice a su tía que la policía no puede hacer nada por ella hasta que la hieran o la maten. Le recomienda que se compre una pistola y la lleve siempre, y si la sorprenden con ella, la cosa no tiene más importancia que una multa de tráfico. Así que eso es lo que he hecho. Y también tengo a Sammy.

La señora Green lanzó dos silbidos, en la parte trasera del edificio se escuchó un sonido, y doblando la esquina apareció un gran perrazo de negro y triste rostro. Por su malencarada expresión, parecía primo de Spike. Pero aquel animal pesaba como mínimo cincuenta kilos y, a juzgar por su mirada, no parecía andarse con bromas.

La señora Green alzó una mano y el perro se detuvo.

—¿Mastiff? —pregunté.

—Bullmastiff. La única raza que se ha adiestrado específicamente para atacar a las personas. En Inglaterra los adiestraban contra los cazadores furtivos. Vente para acá, preciosidad.

El perro olfateó, bajó la cabeza y se acercó a paso lento. Sus enormes miembros se movían con ágil armonía. Por las comisuras de sus labios caían gotas de baba. Sus ojos eran pequeños, casi negros, y no se apartaban de mi rostro.

—¿Qué hay, Sam, bonito? —dije.

Samantha. Las que tienen auténtico instinto protector son las hembras… Ven, bonita.

La perra se acercó, inspeccionó mis rodillas y miró a la señora Green.

—Anda, dale un beso —dijo la mujer.

Una gran boca me rozó la mano.

—Es simpática —dije.

—Es simpática con los simpáticos. Con los antipáticos… —Lanzó una risa tan seca como su cutis. La perra se frotó contra sus piernas y ella la acarició.

—¿Sabe cuándo volverá Reed?

—No. Es actor.

—¿Tiene un horario irregular?

—En estos momentos es horario nocturno, y estará trabajando de camarero en el Valle.

«¿De las telenovelas a eso?» Comenté:

—¿No consigue trabajo como actor?

—La culpa no es suya —dijo la señora Green—. Es una carrera muy dura, créame. Yo lo sé muy bien. Hace una eternidad, trabajé para el cine, casi siempre como extra, aunque tuve una frase en Noche tras noche, una película de Mae West. Un clásico. A la West pretendían hacerla pasar por una lagarta sin seso, pero era más lista que todos ellos. Yo debí comprar terrenos para edificar cuando ella lo hizo. En vez de eso, me casé.

Se sacudió los pantalones y palmeó la gran cabezota de la perra.

—Así que han matado a una profesora. ¿Está usted interrogando a todos sus estudiantes?

—Tratamos de ser concienzudos.

—Bueno, pues ya le digo: Reed es un buen chico.

Paga el alquiler con bastante puntualidad, y cuando no puede hacerlo, siempre me avisa antes. Yo soy paciente con él porque el chico es grande y fuerte y mañoso, y cuando se estropea algo, él lo arregla. Y se lleva muy bien con Sammy, así que cuando voy a visitar a mi hermana en Palm Springs, tengo quien la cuide. A decir verdad, Reed me recuerda a mi marido. Stan era tramoyista cinematográfico. ¿Sabe lo que es?

—Los que trasladan los decorados.

—Y no sólo los decorados: todo. Stan era puro músculo. Trabajó como especialista hasta que se rompió la clavícula en una película de Keaton. Mi hija también está en el negocio, es lectora de guiones para una productora. Así que siento una especial debilidad por cualquiera que sea lo bastante romántico como para dedicarse al cine. Por eso, cuando le alquilé el apartamento a Reed, sólo le pedí un mes de fianza. Normalmente, pido dos. Y el chico ha sido un buen inquilino. Incluso cuando se lesionó, no se quedó holgazaneando mucho tiempo.

—¿Se lesionó?

—En la espalda levantando pesas… Fue hace unos meses. Vaya, ahí lo tiene, podrá usted hablar con él personalmente.

Un maltratado Volkswagen amarillo se detuvo en la rampa de acceso. Los tapacubos estaban llenos de óxido.

Ningún Porsche, de momento.

El hombre que se apeó era mayor de lo que me esperaba —unos treinta años—, y enorme. Metro noventa y cinco, muy bronceado. Ojos color gris pálido. Llevaba la densa cabellera echada para atrás, y el pelo le llegaba hasta bien por debajo de los hombros. Sus facciones eran fuertes, viriles, perfectas para la cámara. En el mentón tenía un hoyuelo del calibre del de Kirk Douglas. Llevaba una gruesa sudadera gris con las mangas recortadas para dejar al descubierto unos musculosos bíceps, pantalones negros muy cortos, y sandalias sin calcetines. Traté de imaginármelo con Tessa Bowlby.

Me dirigió una rápida mirada. Los ojos grises eran curiosos e inteligentes. Tarzán con un buen coeficiente intelectual. Sonriendo cordialmente, tendió a la señora Green la bolsa de papel que llevaba en una mano.

—¿Qué tal, Maidie? Hola, Sammy. —Acarició a la bullmastiff y me miró de nuevo. El cuello del animal se llenó de pliegues cuando alzó la cabeza para mirarlo. Los negros ojos se habían suavizado. Una gran lengua sonrosada lamió la mano de Reed.

—Este señor trabaja para la policía, Reed, aunque él no es policía, sino psicólogo, mira tú. Ha venido a hablarte de no sé qué profesora asesinada.

Muscadine enarcó las pobladas cejas.

—¿Una profesora mía?

—Hope Devane —dije.

—Oh… La fruta es fresca, Maidie, recogida hoy mismo.

—¿De dónde la has sacado? ¿De ese sitio de comida dietética?

—¿De dónde si no?

—Alimentos orgánicos —dijo desdeñosamente la señora Green—. ¿Nunca te has parado a pensar en que si he vivido tantos años puede que sea gracias a que todos los aditivos que he tomado en mi vida me conservan como si yo fuese un pepinillo en vinagre? —Miró el contenido de la bolsa—. ¿Melocotones fuera de temporada? Deben de haberte costado una fortuna.

—Sólo te compré dos —dijo Muscadine—. Eran muy baratos, y mira qué color tienen. —Se volvió hacia mí—. Así que psicólogo.

—Trabajo con la policía.

—No comprendo.

—Investigo las actividades del comité de la profesora Devane.

—Ah, ya. ¿Quiere subir?

—Devane —dijo la señora Green, rascándose la nariz—. Ese nombre me suena de algo.

—La asesinaron en Westwood —dijo Muscadine—. Fue hace… ¿Cuánto? ¿Tres meses?

Asentí con la cabeza.

—Ah, sí, la que había escrito un libro —dijo la señora Green—. ¿Era profesora tuya, Reed?

—Más o menos —dijo Muscadine, mirándome.

—Una profesora. —La mujer meneó la cabeza—. En un vecindario como ese. Qué mundo… Gracias por la fruta, Reed.

—No tiene importancia, Maidie.

Muscadine y yo comenzamos a andar hacia la casa.

La señora Green dijo:

—Pero no quiero que vuelvas a gastarte tanto dinero. Para derrochar, espera a ser estrella.

Cuando llegamos a la escalera, Muscadine dijo:

—¿Sabe qué edad tiene esa mujer?

—¿Ochenta años?

—El mes que viene cumplirá noventa. Quizá me conviniera comenzar a comer cosas con aditivos. —Subió los peldaños de tres en tres y, cuando yo llegué arriba, él ya estaba abriendo la puerta.

El apartamento constaba de una sola habitación, con una cocina del tamaño de un armario, y un baño en la parte de atrás.

Dos de las paredes estaban cubiertas de espejos, y las otras estaban pintadas de blanco. Una enorme máquina de ejercicio cromada ocupaba el centro, flanqueada por una tabla de abdominales, una barra de pesas y, contra la pared, un montón de discos ordenados por pesos. Un gran ventanal doble con primorosos visillos de encaje daba a una huerta donde crecían naranjos. Frente al ventanal había una rampa y una escalera eléctricas, para hacer ejercicio, una bicicleta estática y una máquina de esquí. Uno de los rincones lo ocupaba un canapé con colchón matrimonial y dos almohadas. Las sábanas eran negras. Imaginé a Tessa y Muscadine forcejeando.

Los únicos muebles convencionales eran una barata mesilla de noche de madera y una cómoda. De un perchero de aluminio con ruedas colgaban camisas ordenadas por colores, pantalones, vaqueros y chaquetas de deporte. Muscadine no tenía mucha ropa, pero la que tenía parecía buena. En el suelo, bajo las ropas, había dos pares de zapatillas de lona, unos mocasines marrones, zapatos negros de vestir y unas botas vaqueras de color gris.

En la resquebrajada repisa de la cocina no había más que una batidora y un pequeño hornillo. La nevera era minúscula. En su puerta, un cartel rezaba: SÉ POSITIVO… PERO APRENDE A PRONUNCIAR. Bajo la repisa había dos taburetes de acero y plástico. Muscadine los sacó y dijo:

—Dispense. No recibo muchas visitas.

Los dos nos sentamos.

—Le agradezco que no se extendiera hablando sobre el comité delante de Maidie. Ella se muestra comprensiva cuando me retraso en el alquiler, y en estos momentos necesito toda su comprensión.

Mirando los aparatos de gimnasia, comenté:

—Tiene usted un buen equipo.

—Trabajé un tiempo en un gimnasio que quebró. Lo conseguí todo a muy buen precio.

—¿Era usted instructor personal?

—Más bien impersonal. Era uno de esos gimnasios para ricos, prácticamente una estafa. Ya sé que parece raro tener tantos aparatos en un sitio de este tamaño; pero la verdad es que me resulta más barato que pagar las mensualidades de un gimnasio, y en estos momentos mi cuerpo es mi único capital.

En la habitación hacía calor, pero la piel de Muscadine estaba seca, pese a la gruesa sudadera. El hombre se pasó una mano por el cabello y se echó a reír.

—Creo que eso no ha sonado del todo bien. A lo que voy es a que, por mucho intelectualismo que le quieras echar al trabajo de actor, lo que cuenta en la industria es la primera impresión que produces, y cuando se llega a cierta edad, hay que esforzarse al máximo.

—¿Qué edad es esa?

—Depende de la persona. Yo tengo treinta y un años, y hasta ahora el físico aguanta.

—La primera impresión —dije—. ¿Hay que deshacer camas para conseguir trabajo?

—Bueno, eso sigue sucediendo, pero yo me refiero a otra cosa. Por mucho que practique el método de actuación de Stanislawsky, si mi cuerpo se echa a perder, lo mismo ocurre con mis posibilidades de conseguir trabajo. —Señaló con un pulgar hacia abajo.

—¿Cuánto tiempo lleva usted en la profesión?

—Un par de años. Estudié contabilidad y trabajé en una empresa como contable durante nueve años. Al fin, me harté de números y volví a la universidad para estudiar bellas artes. ¿Quiere beber algo?

—No gracias.

—Yo, sí. —Abrió la nevera y cogió una de las dos docenas de botellas de agua mineral que había en el interior, y que tenían como única compañía un pomelo.

Muscadine abrió el tapón con dos dedos y dio un largo trago.

—¿Por qué abandonó usted los estudios? —quise saber.

—Vaya, las noticias vuelan. ¿Quién se lo dijo?

—El profesor Dirkhoff.

—El bueno del profesor Dirkhoff. La vieja reinona en su trono. Está muy cabreado conmigo. En su opinión, debería pasarme otros dos años aprendiendo a desarrollar mis recursos ocultos.

Dobló un brazo y abrió y cerró los dedos de la mano.

—Quizá debí llevar a Dirkhoff ante el Comité de Comportamiento. Eso hubiera dejado patidifusa a la Devane.

—¿Por qué?

—La víctima no era una mujer. Y es que en eso consistía el comité: en enfrentar a hombres contra mujeres. En cuanto puse el pie en aquella sala, la profesora Devane comenzó a atacarme. —Se encogió de hombros y engulló el resto del contenido de la botella—. ¿Está usted interrogando a todos los que tuvieron relación con el comité? —preguntó.

—Sí.

—Me dijeron que las actas de las sesiones eran confidenciales, pero cuando se produjo el asesinato supuse que dejarían de serlo. Dígame una cosa: ¿qué pinta un psicólogo en el caso? Por cierto, ¿cómo se llama usted?

Le mostré mi identificación. Él le echó un vistazo y luego me miró.

—Sigo sin entender qué pinta usted en este asunto.

—La policía me ha pedido que hable con las personas que conocieron a la profesora Devane, que hiciera un análisis de su personalidad.

—¿Que la analizase a ella? Qué interesante. Siempre pensé que el que la mató era un chiflado, quizá alguien que leyó su libro. Tengo entendido que en él manifestaba una considerable hostilidad hacia los hombres.

—¿En persona también se mostraba hostil? —pregunté.

—Pues sí. Me quedé estupefacto cuando me acusaron de violación. Cuando me citaron para que compareciese. Aunque quizá fue lo mejor que pudo ocurrir. Aquella experiencia fue lo que terminó con mis dudas respecto a seguir los estudios, y lo que me impulsó a probar otras posibilidades. ¿Ha tenido oportunidad de hablar con la chica que me acusó?

—Ayer lo hice —dije—. Parece atemorizada.

Él enarcó las cejas.

—¿Por qué?

—Eso es lo que quería preguntarle a usted.

—¿Cree usted que…? No, por Dios, me he mantenido lejos de ella. Esa muchacha es conflictiva, y yo preferiría que viviéramos en planetas distintos.

—Conflictiva, ¿en qué sentido?

—Tiene graves problemas. Una noche con ella fue más que suficiente.

Cogió otra botella.

—Aunque parezca absurdo, a veces pienso que fue precisamente eso lo que inicialmente me hizo sentir interés por ella. Su impredecibilidad. Es muy distinta a las chicas con las que suelo salir.

—¿Qué clase de chicas son esas?

—Normales. Y, si le soy sincero, bastante mejor parecidas que Tessa. Por lo general, me gustan las muchachas que se cuidan. Las atletas.

—¿Tessa no se cuida?

—Usted mismo la ha visto. Es una chica triste.

—Así que piensa que lo que la atrajo de ella fue su impredecibilidad.

—Eso y… no sé, me dio la sensación de que podía ser interesante. —Se encogió de hombros—. La verdad es, que no sé qué diablos me pasó. Aún estoy tratando de entenderlo… ¿Le contó Tessa cómo nos conocimos?

—¿Por qué no me da usted su versión?

—Nos conocimos como suele conocerse la gente en el campus. Al principio, todo fue de lo más normal. Estábamos en la unión de estudiantes, estudiando, almorzando. Nuestras miradas se cruzaron y… ¡buril! Sus ojos eran apasionados, muy expresivos. Y, a su modo, esa chica es realmente atractiva. Fuera lo que fuese, el caso es que algo hizo clic entre nosotros. —Meneó la cabeza y el negro cabello se agitó para quedar luego en su lugar.

»Quizá fue una simple reacción bioquímica. He leído que existen ciertas sustancias que influyen sobre la atracción sexual. Feromonas. Quizá ese día nos encontrásemos químicamente en armonía, ¿quién sabe? El caso es que se trató de algo mutuo al mil por ciento. Cada vez que yo volvía los ojos en su dirección, la veía a ella mirándome. Al fin, me levanté, fui a sentarme junto a Tessa, y ella, inmediatamente, se movió en el banco y su cadera quedó pegada a la mía. Al cabo de dos minutos, la invité a salir y ella me dijo que sí, como si llevara meses esperando que se lo propusiera. Esa noche la pasé a buscar por su residencia. Fuimos al cine, a cenar, charlamos… Pero, evidentemente, hicimos todo aquello por cubrir las apariencias, por hacer que la cosa pareciera cortés y civilizada. Pero los dos íbamos a lo mismo. Y ella fue la que propuso que viniéramos aquí. A mí la idea no me apetecía mucho, porque esto no es exactamente la mansión Playboy, pero ella me dijo que en su residencia no tendríamos intimidad. La traje aquí, le preparé una copa, me metí en el baño, y cuando salí, ella estaba en esa cama. —Muscadine señalaba hacia el rincón—. Llevaba una combinación corta negra, y se había quitado los pantis, que estaban en el suelo, hechos un rebujo. Al verme aparecer, sonrió y separó las piernas. Todo fue rapidísimo. —Juntó fuertemente ambas manos—. Como una colisión. Y los dos nos corrimos. Ella, antes que yo. Luego, de pronto, se apartó de mí y se echó a llorar. Traté de abrazarla y ella me empujó. Después el llanto arreció, y se fue poniendo más y más histérica. Comenzó a gritar. Lo único que faltaba era que la señora Green se despertara y viniera a ver qué ocurría, trayéndose quizá a Sammy. A la perra no le gustan los extraños. Así que le tapé la boca con la mano. No lo hice violentamente, sólo pretendía que se calmase. Y ella va y me muerde. Entonces me puse en pie y me aparté de la cama. Estaba completamente perplejo. Hacía un momento habíamos hecho el amor, y, de pronto, parecía querer matarme. Me dije que era un idiota por haber buscado un ligue fácil. Y no parecía que ella fuera a calmarse. Al fin, lanzó un sollozo más fuerte que los otros, gateó por el suelo en busca de los pantis, logró ponérselos y salió como una exhalación del apartamento y comenzó a bajar la escalera. Yo la seguí. Quería que me dijera qué le pasaba, pero ella no estaba dispuesta a hablar. Siguió camino de la calle. Y de pronto Sammy se puso a ladrar, y en la habitación de la señora Green se encendió la luz.

—¿Llegó a salir su casera?

—No, porque todo fue muy rápido. Al llegar a la calle, Tessa echó a andar en dirección norte. Yo le dije que ya era muy tarde, y que la llevaría a casa, y ella me mandó a la mierda y dijo que prefería caminar. Lo cual era una chifladura, ya que el campus se encuentra a ocho o diez kilómetros de distancia. Traté de persuadirla, pero cada vez que le decía algo, me amenazaba con ponerse a gritar, así que al final la dejé por imposible. —Lanzó un profundo suspiro—. Fue algo auténticamente demencial. Me pasé varios días intentando comprender lo sucedido, y lo único que se me ocurrió fue que tal vez a Tessa la habían violado o molestado con anterioridad y mezcló sus recuerdos con la realidad de lo que había sucedido entre nosotros. Luego, un mes más tarde, recibí la notificación de que debía comparecer ante el comité. Fue como si me pegaran un puñetazo aquí. —Se apretó el estómago—. Más tarde me enteré de que no estaba obligado a comparecer. Pero no era eso lo que parecía dar a entender la notificación.

—¿Qué tal le sentó verse obligado a hacerse el análisis del sida?

—¿También está al corriente de eso?

—Hay transcripciones de lo que se dijo ante el comité.

—¿Transcripciones? Vaya por Dios. ¿Van a hacerse públicas?

—No, a no ser que se demuestre que tienen alguna relación con el asesinato.

Muscadine se frotó la frente.

—Jesús… En la industria se dice que la mala publicidad no existe, que lo importante es que hablen de uno. Pero eso sólo les ocurre a los que ya han conseguido el éxito. Yo soy un don nadie. Lo último que necesito es que la gente piense que soy un violador o que estoy infectado.

—¿Resultó usted ser seronegativo?

—¡Pues claro! ¿Acaso tengo aspecto de enfermo?

—¿Qué tal su espalda?

—¿Mi espalda?

—La señora Green me comentó que se había usted lesionado.

—Ah, eso. La culpa fue mía. Una mañana estaba nervioso y me puse a hacer ejercicios en la tabla de abdominales. Puse demasiada energía en ello y sentí como si un cuchillo me atravesara. Tardé una hora en poder volver a levantarme. Los dolores me duraron un mes, y la señora Green se ocupó de hacer la compra por mí. Por eso le traigo alguna golosina siempre que puedo. De vez en cuando aún noto alguna punzada, pero aparte de eso me siento bien. Y en la prueba del sida di totalmente negativo.

Repetí mi pregunta acerca de cómo le sentó verse obligado a hacerse la prueba.

—¿Que cómo me sentó? Me pareció una intrusión en mi intimidad. ¿Cómo hubiera reaccionado usted? Creo que dije que todo aquello me parecía kafkiano. ¿Trataron igual a todos los que comparecieron ante el comité?

—No estoy autorizado para decírselo.

Tras mirarme fijo por unos momentos, Muscadine dijo:

—Bueno, da lo mismo. El caso es que esa fue toda mi relación con la profesora Devane. ¿Cree que la prensa aireará el asunto?

—Supongo que todo depende de quién resulte ser el asesino.

Él quedó unos momentos pensativo y al fin preguntó:

—¿Le parece posible que lo del comité tenga alguna relación con el asesinato?

—¿Le sorprendería que así fuera?

—Pues claro. Fue muy desagradable, pero al fin se quedó prácticamente en nada. No creo que alguien pueda matar por algo así. Además, no me imagino a mí mismo matando a alguien por ningún motivo. —Sonrió—. Salvo, quizá, por un buen papel. Es broma. —Ahogó un bostezo y siguió—: Dispense. Si no quiere usted nada más, me gustaría echarme una siesta. A las seis empiezo a trabajar.

—¿Dónde?

—En el restaurante Delvecchio, en Tarzana. —Hizo una inclinación y burlonamente dijo—: «¿Cómo desea el señor el filete? ¿Poco hecho?» Pero así… ¿cómo me motivo?

—El profesor Dirkhoff dijo que había conseguido usted trabajo como actor.

El atractivo rostro se ensombreció.

—Ay…

—¿Le duele algo?

—El fracaso. Sí, lo que le dije al profesor era cierto, cierto al estilo Hollywood, y ese fue el motivo de que dejara los estudios. Pero los hubiera dejado en cualquier caso. Las clases eran demasiado teóricas. Una pérdida de tiempo y esfuerzos.

—¿Qué quiere decir con lo de que era cierto al estilo Hollywood?

—Un emparedado de aire con pan imaginario.

—¿El trabajo no llegó a concretarse?

—Se quedó en puras palabras. Cometí la ingenuidad de ser optimista porque hice una prueba excelente y mi agente me dijo que la cosa estaba hecha.

—¿Qué sucedió?

—Le dieron el papel a otro.

—¿Por qué?

—No tengo ni idea. Nunca dan explicaciones.

—¿Qué telenovela era?

—No sé. La hacía una productora independiente para la televisión por cable.

—¿Llegó a iniciarse la producción?

—De momento, no era más que un simple proyecto. Ni siquiera tenía título. Trataba de espías, diplomáticos, embajadas extranjeras… La directora de reparto me dijo que mi personaje era una especie de James Bond. Tenía que llevar un parche sobre el ojo y me llevaba de calle a todas las mujeres. Luego me dio un pellizco en el culo y me dijo: «Estás buenísimo, cariño». ¿Dónde están los comités de comportamiento cuando uno los necesita?