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Darrell Ballitser era sin duda esquelético. Metro setenta y ocho y cincuenta y tres kilos, según el agente que le había hecho la ficha. Diecinueve años, nacido en Hawaiian Gardens. Su actual dirección era un hotelucho de los barrios bajos.

Se encontraba sentado en la sala de interrogatorios de la comisaría de Beverly Hills, con un vaso de papel lleno de refresco de naranja en la mano. Tenía el rostro largo y enjuto, y la rasurada cabeza adornada por pequeños bultos. Una barba y un bigote rubios eran poco más que pelusilla. Los enrojecidos ojos, que fluctuaban entre la dureza y el miedo, tenían la vista perdida.

Un tatuaje azul con el logotipo de la Harley Davidson marcaba el punto en que la nuca se unía a la espalda. Otra inscripción magenta en el bíceps derecho proclamaba ¡FIESTA! En los dedos de la mano derecha llevaba la inscripción V-I-V-I-R, y M-O-R-I-R en los de la izquierda. En el cuello tenía escrito con letras góticas azules y rojas la palabra CHENISE. Llevaba una holgada y sucia camisa blanca y unos vaqueros no mucho más limpios sujetos por una ancha correa de cuero negro. Dos pendientes en una oreja y tres en la otra. Un aro en la nariz. La naturaleza había aportado una decoración adicional en forma de fuertes manchas de acné repartidas aleatoriamente por rostro, espalda y hombros. Gracias a Cruvic, Darrell tenía además un ojo negro, un labio partido y magulladuras en la barbilla y la mandíbula.

Se mecía en su silla, moviéndose todo lo que le permitían las esposas, que estaban sujetas a una mesa atornillada al suelo. Al principio no lo esposaron, pero él gritó, se debatió y trató de atacar a Milo.

Mi amigo permanecía sentado frente al muchacho. Su actitud era plácida, casi aburrida. Ballitser bebió el resto del refresco de naranja. Era su tercer vaso. Había engullido además dos donuts recubiertos de azúcar que le llevó una menuda detective morena llamada Angela Boatwright. El chico los masticó trabajosamente, y cada vez que tragaba, la nuez de Adán, que tenía el tamaño de una ciruela, le subía y bajaba en el cuello.

Boatwright parecía simpática y hubiera sido más bonita de haber tomado algo menos el sol. Tenía aspecto de surfista, tenues pecas, ojos claros, cuerpo de corredora y manos grandes. Llevaba un conjunto de vestido pantalón azul oscuro, y zapatos sin tacón con medias. En presencia de Ballitser, parecía más preocupada que desdeñosa, como si fuera la sufrida hermana mayor del chico, pero cuando él no podía oírla, la detective se refería al muchacho como a «ese patético mequetrefe».

Ahora la mujer estaba bebiendo café sentada tras el cristal monorreflejo, abriendo y cerrando las manos. El papeleo de Ballitser había llevado casi una hora. Me sorprendía la facilidad con que Boatwright y su compañero, un tipo calvo llamado Hoppey, habían cedido el control del interrogatorio a Milo. Quizá ella me leyó los pensamientos, porque cuando entramos en la sala de observación, me dijo:

—Lo hemos fichado por intento de agresión, pero la acusación de asesinato tiene precedentes. Menos mal que ese médico fue rápido de reflejos.

En una mesa imitación de madera que había entre ella y yo había una copia impresa del historial delictivo de Ballitser. En él apenas había nada, excepto la anotación de unos antecedentes juveniles ya cancelados, y veinte multas de estacionamiento sin pagar.

—Desventajas del oficio —había explicado Milo—. Cuando trabaja, Darrell hace de mensajero.

—¿En coche o en bici? —quise saber.

—En coche y en bici. —Sonrió cansadamente y comprendí lo que pensaba: «Más tiempo perdido en estupideces».

Ahora mi amigo le dijo al muchacho:

—Te voy a conseguir un abogado, Darrell, lo hayas pedido o no. Ballitser arrugó el vaso de papel y lo tiró al suelo.

—¿Deseas que llame algún abogado en particular?

—Mierda.

Milo se puso en pie.

—Mierda.

—¿Mierda sí, o mierda no?

—Mierda no.

—¿Mierda significa que no quieres abogado?

—No, mierda, no lo quiero. —Ballitser se tocó la dolorida mandíbula.

—Parece que la aspirina aún no te ha hecho efecto, ¿no?

No hubo respuesta.

—¿Darrell?

—Mierda.

Angela Boatwright se desperezó.

—Bonito concierto de una sola nota —dijo.

Milo entró en la sala de observación.

—¿De cuántos abogados de oficio disponéis?

—Todos ellos están ocupados —dijo Boatwright—. Llevamos algún tiempo recurriendo a abogados privados, profesionales compasivos de Wilshire Boulevard que trabajan pro bono. Veré si encuentro alguno.

Al cabo de otro par de refrescos de naranja, de una hamburguesa con patatas fritas y de dos visitas al baño, apareció un ceñudo abogado llamado Lennard Kasanjian, con un maletín de piel de avestruz excesivamente pequeño para contener gran cosa. El tipo llevaba el negro cabello largo y cepillado hacia atrás, lucía barba de cinco días y usaba minúsculas gafas. Sus ojos eran oscuros y resignados. Vestía un traje de gabardina color verde oscuro, camisa beige, corbata marrón y oro pintada a mano y mocasines marrones de cuero.

Cuando el abogado se acercó, Boatwright sonrió y dijo en voz baja.

—Lo saqué del restaurante Le Dome.

—Hola, Angela —dijo Kasanjian, con una amplia sonrisa—. ¿Esta noche es usted quien manda? ¿Cómo es que…?

—Buenas noches, señor Kasanjian —dijo ella, en tono seco, y la sonrisa del abogado se desvaneció. Boatwright siguió—: Lo pondré en antecedentes sobre su cliente.

El tipo escuchó atentamente las explicaciones de la detective y al fin dijo:

—Parece que la cosa está bastante clara.

—Para usted, puede.

—Señor Ballitser… —dijo Kasanjian, dejando su maletín sobre la mesa.

El chico cerró la mano libre y, de un puñetazo, tiró el maletín al suelo.

Kasanjian lo recogió y se quitó una mota de polvo de la solapa. Sonrió, pero sus ojos reflejaban furia.

—Señor Ballit…

—¡Mierda!

Milo dijo:

—Muy bien, trasladémoslo a la central y consigamos un mandamiento para registrar su domicilio.

Kasanjian bajó la vista al expediente del chico.

—¿Has oído… Darrell?

Ballitser se meció en la silla, con la vista en el techo.

—Van a llevarte a la cárcel del condado, Darrell. Mañana por la mañana iré a verte. No hables con nadie hasta entonces.

Nada.

Luego:

—Mierda.

Kasanjian meneó la cabeza y se puso en pie. Él y Milo se dirigieron a la puerta.

Ballitser dijo:

¡Lacapado!

El abogado y mi amigo se volvieron hacia él.

—¿Cómo has dicho, muchacho? —preguntó Kasanjian.

Silencio.

¿Lacapado? ¿Qué es eso? ¿Un apellido?

—¡Mierda! —dijo el chico, lanzando goterones de saliva y pateando fuertemente.

—Calma, Darrell —dijo Kasanjian.

Ballitser golpeó la mesa con el puño.

Sus ojos buscaron la puerta. Su torso se estremeció y crispó. Bajo la maltrecha piel se definían todos los músculos, como en una lámina anatómica.

—¡Mierda! ¡Lacapado!

Kasanjian parpadeó.

—¿Qué quieres decir, muchacho?

¡Lacapado! ¡Mierda! ¡Lacapado! ¡Por eso lo hice!

Kasanjian estaba demudado.

—Intenta calmarte, Darrell —le dijo al chico. Luego, volviéndose hacia Milo—: Es evidente que necesita atención psiquiátrica, detective. Solicito formalmente que le pongan a mi…

¡Lacapado! ¡Lacapado!

Ballitser retorció el cuerpo, se golpeó el pecho, pateó la silla y la emprendió a puñetazos con la mesa.

—¿Lo que dices tiene algo que ver con tus motivos para atacar al doctor Cruvic?

—¡Mierda, sí!

Lacapado —repitió Kasanjian.

—¡Sí! ¡Eso ha hecho ese cabrón! —El chico se echó a llorar, y luego se arañó las mejillas con la mano libre. Milo lo agarró, tratando de inmovilizarlo. El magullado rostro del chico era una agónica máscara.

—¿Fue algo que hizo Cruvic? —preguntó Milo con voz suave.

—¡Sí!

—¿Algo que le hizo a Chenise?

—¡Síiiii! ¡Lacapado! Como a una jodida perra.

¡Guau, guau!

Ballitser se aferró a la mesa, jadeante.

—Chenise —dijo el desconcertado Milo.

Ballitser torció el cuello con tanta fuerza que fue un milagro que no se lo luxara. Alzó la mano, en gesto más suplicante que agresivo.

Milo se acercó más.

—Cuéntamelo, hijo.

Los ojos del muchacho se llenaron de lágrimas.

—No pasa nada, cuéntamelo, hijo.

El esquelético cuerpo de Darrell se estremeció.

—¿Qué hizo Cruvic, hijo?

Darrell alzó una mano y la agitó. Con ojos desorbitados, dijo:

—¡La ha capado! ¡Ese hijo de puta capó a mi chica!